Dubitado Camino
Un camino se pierde ante mis ojos.
¡Mañana azul!
¡Mañana
transparente y segura!
Y elevo
rebosante el corazón
de cantos y
de lluvia.
Federico García Lorca
En una hora empezarán a
caminar. Será el primer contacto con la
realidad difusa de la senda jacobea menos hollada en los últimos mil años. Mañana
azul para adentrarse en el Camino Olvidado a Compostela, también llamado Camino
Viejo o Camino de la montaña.
Lope del Valle y Jero Acal se habían alojado en la hospedería Foramontanos, en la calle de Enmedio de Villasana de Mena, el pueblo decidido para la jornada inaugural. El hostal había cerrado durante la pandemia y aún no llega al año desde su reapertura, según les comentó a su llegada, Pili, la emprendedora hostelera, mientras Jero anotaba sus datos en un cuaderno cuadriculado que servía de registro oficioso en la misma barra del bar que cerraba a las diez.
Hasta allí los había acercado la
noche pasada en su utilitario, Miren, hija de Lola y de Emilio, primos de Lope, pareja de andaluces que se asentaron en los ochenta del siglo pasado en la
aseada localidad de Gordexola, un municipio de Las Encartaciones, a 20 km al
suroeste de Bilbao, donde se goza de un
alto nivel de vida y es el centro del valle de Gordejuela que se abre al oeste
hacia el valle de Mena. A pesar de su avanzada edad, Emilio fue a recogerlos al
volante de un auto de alta gama al aeropuerto de Sondika poco antes del
mediodía.
“Desplazamiento aéreo de un no-lugar, cifrado
internacionalmente a otro no lugar también anagramado. De un aeropuerto mediano
(SVQ) a otro pequeño, (BIO), conocido por La paloma por el diseño colombino de
la terminal. Pasajeros transeúntes, siempre en volandas, deseosos de acabar el
trámite humillante, la pantomima del hipercontrol, la hipócrita prohibición de
líquidos, la preocupación por el tamaño de la mochila, los saludos rutinarios
de las azafatas, trámites indeseables que llevas cada vez peor. Insistente sensación de ser mercancía
en la cabina que se agrava con la edad. Despegamos”.*(1)
Circularon por el centro
de Bilbao, bañado de luz cantábrica, hasta la Alameda de Urquijo para recoger
en la sede central de correos los bastones que Jero había enviado días antes
para ahorrar en el precio desorbitado de la facturación obligatoria del avión.
Compañías de bajo coste, servicios deficientes y cosificación de los clientes. Mientras
la funcionaria buscaba el paquete, el desorden de la oficina y el descuido de
las instalaciones llamaron su atención. Al Estado del bienestar empiezan a
vérsele las costuras de los desarreglos. Sin más paradas se dirigieron a Gordejuela, como lo llamaba
Emilio. En la confortable casa familiar, a los pies de los montes poblados de
altos pinares y brezos que cierran el valle, entre los que destaca el pico
Bikirrio, varias veces pateados por el buen hombre. Degustaron una larga comida
como se estila en los nortes ibéricos, culminada con un postre de torrijas de
leche preparadas por la entregada anfitriona y con chupitos de pacharán de los
andrinos de la zona, alquitarados por el
anfitrión. La atención que ofrecieron a Jero, un desconocido, amigo del primo
Lope, fue una agradable regalía. Disfrutó de la generosa hospitalidad y quedó
muy agradecido por la atención de todos los miembros de la familia. Además,
pudo compartir con el matrimonio de septuagenarios las vivencias del duelo que
ellos y él vivieron en circunstancias parecidas a principios de siglo, con
el común denominador de ser padres
orfandados. La empatía en el dolor nos caracteriza como especie y nos impele
siempre a apostar por la vida a pesar de la fatal despedida que ningún padre
debería conocer. En la tarde pasearon las aseadas calles de Gordejuela e incluso acudieron al frontón
municipal para presenciar una sesión de entrenamiento al euskalpilota por parte del nieto más pequeño. Las horas en
Gordexola alumbraron un rico prólogo inserto en
el viaje de ida.
— La cabrona de Pili podría
haberme avisado —, le respondió con acento vasco el camarero de largas patillas
y panza prominente cuando a las seis y media de la mañana, Jano entró al local
del Bar Takoa. Olía a tortilla de patatas recién hecha y en los altavoces
percutía In the name of tragedy de
Motörhead. Preludio duro que no quiso tomar a mal. Pili, como responsable del
Foramontanos no abriría hasta las nueve. Allí dejó olvidada la gorra, el primer
olvido del Camino Olvidado. El rockero impenitente del Takoa resultó ser natural
de Fuengirola, tenía nostalgia de la Costa mediterránea y le preparó con amor de madre una riquísima
baguete cuarteada en la plancha con aceite, tomate y jamón, advirtiéndole que
era paleta y no pata — ¿Eh?—. Tras él entraron tres trabajadores de mediana edad, obreros
especialistas de la ferralla, andaluces de Úbeda, desplazados por obra a las
Merindades para el primer café de la mañana antes de ir al tajo. Al oírle hablar con el jefe estuvieron prestos a las
preguntas de rigor. La Andalucía emigrante, la temporera y la caminera,
encontradas en el único bar abierto del pueblo burgalés más al norte. El tiempo
se precipita y el afán de caminar converge con la curiosidad y las expectativas
del día.
Con el optimismo del sol
a sus espaldas salieron por la calle Enmedio de Villasana con intención de
llegar a Ordejón de Ordunte en poco más de una hora, el primer pueblo de la
ruta. No sería así. Se dejaron llevar por dos flechas amarillas contradictorias
hasta el cauce del río Cadagua y entre prados, bosquecillos de hayas y tierras
de labor zigzaguearon en direcciones de ida y vuelta por el Valle de Mena
durante dos horas, desorientados a lo largo del crestón calizo de La Peña,
“donde Castilla se desploma hacia el Cantábrico”, según proclamó en alguno de
sus programas, Félix Rodríguez de la Fuente al transmitir con su arrastre
silábico “la vida de las rapaces que anidan en la majestuosa cárcava”,
aguiluchos, halcones y algún buitre que sobrevolaron sus pasos. Montes de la Peña, vistos ayer desde el aire,
hoy siempre al sur, rotunda verticalidad de sus estratos quebrados, paredes en filo cortante, rosáceas al alba,
blanco crudo al mediodía y rojizas al atardecer. La imagen de La Peña los
acompañará durante las dos primeras etapas. Preguntaron a varios paisanos en
sus labores, a dos conductores, a un paseante ocioso, a un vaquero y a un jardinero perdido…Ninguna de las
orientaciones era coherente. Alguno incluso no había oído hablar del Camino
Olvidado. Hasta Ordejón no encontraron a un menense que, aplicado en su huerto,
y conocedor de la tierra aportó seguridad a sus dubitaciones andarinas. Desde
allí hasta Taranco, donde un memorial de foto obligada recuerda la primera
nombradía de Castilla en el año 800 en el desaparecido monasterio de San
Emeterio. El camino gana en belleza, en sendas estrechas pletóricas de
vegetación y de luces tamizadas.
A partir de Alceo fue el
momento duro del día, porque el calor
apretaba en la subida al Alto del Cabrio y la inclinación de las lascas calizas
no hacía cómoda la ascensión. El Alto, con sus 900 m, ofrece una perspectiva
completa del Valle de Mena con la Peña a un lado y la Sierra Salvada al otro.
Malcomieron en el bar de la asociación cultural de Villasante un pincho de
tortilla y unas frituras para volver a otro rodeo innecesario antes de
adentrarse en La Dehesa de Villasante, dejar de ver las paredes de la Peña y conseguir el itinerario certero hasta
Espinosa de los Monteros que alcanzaron pasada las seis de la tarde, después de
unos kilómetros por el estrecho arcén de la carretera de Baranda, paralela al
río Trueba, que a Jero se le hicieron muy largos. Antes de llegar al
alojamiento aún tuvieron que hacer una parada en el centro de salud de la villa
para solventar la dolencia de un panadizo de Lope, que aunque se resistió a la
asistencia, respondió con entereza a las
incisiones liberadoras que le aplicó la doctora de guardia para liberar el pus
de su inflamado pulgar. Bendiciones lleguen a los profesionales sanitarios que con
su entrega suplen las carencias del sistema. En la recepción del alojamiento
encontraron una causa para justificar su errancia matutina. Según el chico que
les adjudicó las habitaciones, el anterior alcalde de Villasana estuvo en
contra de popularizar el Camino olvidado a su paso por el municipio e incluso
se negó a facilitar las indicaciones con el débil argumento de su dudosa la
autenticidad.
“El alcalde en cuestión, demuestra una
visión muy corta para favorecer el bienestar de los habitantes del municipio su
municipio. No soy partidario del turismo masivo en las ciudades, pero entiendo
que el argumento respecto a la autenticidad de este camino no cabe en una
proyección política de buena gestión del llamado turismo de calidad, con un
nivel adquisitivo medio y respetuoso con el medio ambiente y atraído por la
riqueza monumental de las ermitas, monasterios, calzadas, menhires y necrópolis
al paso, que ha de comer y de alojarse
cada día. Promover una infraestructura hostelera adecuada supondrá beneficios a
las arcas locales. Respecto a la autenticidad o no del trazado, cuando surgen
cada vez más opciones más o menos fiables para caminar por senderos pateados
desde la Antigüedad y la Edad Media por el solar peninsular en una red ancestral,
sería un error entrar en la mística que configura los múltiples caminos
jacobeos. La documentación analizada hasta ahora por los historiadores del
Camino no es del todo fiable y frente a mi corta experiencia de los anteriores
itinerarios, este Olvidado es el menos señalizado por su difícil trazabilidad.
Estoy convencido que cada día nos planteará un reto de orientación, de búsqueda
y de juego de azar. J.M.
Luengo a mediados del siglo XX escribía: “De esta antiquísima vía montañera
poco se sabe aún, tanto por haberse ido perdiendo la tradición de su paso por
los pueblos, como por la escasez de fidedignas fuentes documentales uniéndose a
esto también la carencia de restos materiales que testimonien la dirección de
la calzada, aunque es de suponer que ésta no sería obra de cierta importancia,
sino simples senderos abiertos al tránsito.» Y en el transitar avizor, por
estos valles y esos montes, continuaremos”. (2)
Pasaban diez minutos de
las siete cuando bajo un cielo que barruntaba lluvia, iniciaron la segunda
jornada desde los soportales de la plaza de Sancho García, legendario fundador
de Espinosa de los Monteros. Habían pernoctado en la pensión El rincón de
Espinosa allí ubicada.
“La plaza es el corazón
emblemático de Espinosa, rectángulo delimitado por los edificios más señeros
como el palacio de Chiloeches, de lucido blasón, la iglesia renacentista de Santa Cecilia que salvo por
su campanario no me llamó la atención o la sede del ayuntamiento, una casona señorial
de altos soportales con cinco arcos, del siglo XIX. Una villa de rancio
abolengo y ambiente viejuno, no sólo por el envejecimiento de la población. No
tendría por qué ser así, pero los modos sociales me han parecido rancios y
estancados. Lo pensaba en una de las terrazas, mientras tomábamos un té y oía
los comentarios de un grupo de mayores espinosiegos que pasaban la tarde en los
veladores, mientras emitían opiniones previsibles sobre la situación política y
expresaban sus máximas al uso acerca del cuidado de una nenita al cuidado de
una pareja de abuelos. Lástima que el equilibrio estético de la plaza quede
roto porque gran parte de su suelo está dedicada al aparcamiento. El culto al vehículo privado y
la ignorancia de sus dañinas consecuencias aún se mantiene en esta villa,
cuidada y fría, de casas blasonadas, latrías a nobles medievales y fidelidades
a los mitos fundacionales de Castilla. En esta villa, se bebe bien y se come
mal pues sólo pudimos encontrar para la cena un bar para picar unas patatas
bravas y un plato de quesos curados. Una vez más, en la balanza del sustento,
el bebercio se impuso a lo nutricio. En la hostelería de esta comarca se bebe
bien y se come mal”. (3)
Después de las
dificultades de la jornada inaugural se lanzaron a los primeros pasos con el ánimo renovado para disfrutar de la
ruta porque según les había comentado el
joven de la recepción, a partir de allí «el Camino estaba bien señalizado». Aún seguían por la acera del
paseo de La castellana de Espinosa, cuando gruesos goterones los obligaron a
sacar los amplios chubasqueros que al cubrir la mochila metamorfosean al más
esbelto peregrino en ridículo Quasimodo andante. Prestaban toda su atención a las indicaciones
de la guía y a las pocas flechas
amarillas desperdigadas por los muros espinosiegos. Llegaron al Palacio de los
Cueva-Velasco ya en los límites del casco urbano. Atentos a cada señal para
evitar los referidos desvíos y nuevos errores. Pero la intención es una y la
realidad otra. Si fuese creyente, creería que algún diablillo malhumorado
despistaba las señales y confundía con mala intención a los peregrinos. Por
referir como adenda nefasta, la idea del diseño de los indicadores
angulados en acero corten, chapas esquinadas de no más de ochenta
centímetros que intentan marcar la ruta olvidada con una flecha agujereada en
la esquina superior. Si acaso, consiguen espolear la atención del peregrino para
buscar sus enclaves, a veces colocados en los lugares más recónditos del monte
y difíciles de distinguir por la asimilación mimética con el terreno, sobre
todo cuando los matorrales y la vegetación de sotobosque los engullen.
Ambos habían leído en la
documentación, en papel y en pantalla, que
debían cruzar el río Trueba hacia la torre en ruina del siglo XIV, también de
los Velasco. Sin embargo, continuaron por la ribera izquierda y una vez más
tomaron el sentido equivocado hacia
Bárcena no hacia Santa Olalla como debieran. Un par de kilómetros de ida y
vuelta al puente de marras para asumir la impotencia e invocar clemencia a los
hados del despiste, para aprender entre otras cosas, que si por esos lares
preguntas a una persona joven que faene en las primeras horas del día,
probablemente no sea de la zona, la inmigración es notoria y desde luego no
conocerá el huidizo trazado. Con un marcado acento porteño, una señora que
acaba de aparcar su coche se disculpaba: «Yo no soy de acá, no tengo ni idea de
qué es ese Camino Olvidado». Es tal la inseguridad que antes de llegar a
Redondo, pararon para decidir qué sendero tomar y en qué sentido dejar colocado
el madero de la flecha amarilla que un temporal había dejado tirado en los
matorrales. En esa ocasión habían acertado y consiguieron llegar hasta
Quisicedo, tras un tramo duro de altos hayedos y quejigos, con el calzado y las
piernas empapadas por la humedad de los pasos por tanta trocha embarrada, para
tomar un tentempié en el Bar Goiko frente a la maciza torre del reloj y de la
iglesia de Santiago Apóstol, muestra de eclecticismo de estilos sobrepuestos, que
sólo conserva de la planta original el ábside románico. Su intención era continuar
hacia las cuevas del complejo kárstico de Ojo Guareña y visitar el eremitorio
de San Bernabé. Al dejar a un lado una de las cuatro fuentes monumentales de la
población, Lope preguntó por el camino a un señor que se deleitaba en su jardín,
apoyado en la baranda del soportal de su casona. El tipo les indicó la
dirección hacia la izquierda sin mediar palabra. Confiados en la indicación bajaron por un estrecho carril hacia un
puentecillo de madera.
Pobres pardillos,
engañados, se adentraron en la ruta de La cascada de Salceda, uno de los
caminos más vistosos del Valle de Sotocuevas que los llevaría a subir por las laderas de
los Montes del Somo bajo las sombras de altas hayas y tramos en galería de
espléndidos robledales, con intervalos de lluvia fina y breves cielos azules
hasta llegar a la cascada del arroyo de San Miguel. Desde el sonoro cauce
subirían al otro lado del valle por el Pico del Ángel. Recibían gustosamente las
salpicaduras del agua fresca de los brezales a separarlos en el camino estrecho
de la senda ascendente hasta encarar una áspera bajada que les llevaría a darse
de bruces con la bifurcación inicial. De vuelta en Quisicedo. Camino olvidado e
inolvidable según lo definió en un momento de chispa creativa el compañero de
peregrinaje, cuando pasado el mediodía
almorzaban dignamente en la casa rural “La Engaña” en Pedrosa de
Valdeporres, la meta de la segunda jornada. Cuando asumían, una vez más, las
desviaciones indebidas de la jornada, apoyados en el brocal de la fuente de la
partida, vieron la flecha que señalaba hacia la derecha para seguir el Camino
¿Los habría despistado a conciencia el tipo del chalé? Jugarretas de los hados
del despiste encarnados en los paisanos
descontentos con el peregrinaje del Vexu
Kamin. A Pedrosa habían llegado
en el coche de Mila, la propietaria de la casa rural, con la que contactaron
desde Quisicedo y que se ofreció a recogerlos en el mismo bar del refrigerio;
supusieron que sería un favor incluido en el hospedaje, pero en la factura
figuraría el discutible precio del transporte ofrecido.
“Anoto las vivencias del día desde una
habitación de trabajo de “La Engaña”, sobre una mesa redonda con seis sillas a
su alrededor. Varios rotuladores en el tapete, una pizarra en una de las
paredes y una estantería con manuales de inglés en otra. Durante el breve
trayecto desde Quisicedo, Mila nos ha contado como había llegado a idear el
proyecto de su negocio, con un cuarto de siglo ya, compartido con su pareja,
Duncan, un británico al que conoció cuando buscaba a un gato perdido con otros
amigos anglosajones. Desde entonces viven de la organización de cursos de
inmersión lingüística para adultos que completan con excursiones por la zona.
Por las ventanas, pequeñas y rectangulares se asoman los perfiles abruptos del
Monte del Paño sobresaliente en la Peña pertinaz”.
(4)
Esa noche se retiraron
a sus aposentos de camas altas y ventanucas pequeñas con el estómago vacío pues
en los dos bares de la aldea no ofrecían nada para engañar el apetito. Tampoco
el desayuno apalabrado por Jero con Mila, le resultó satisfactorio. Un precio
excesivo para dos rebanadas de pan con mermelada de tomate, sin el aceite
solicitado y una vulgar bolsita de té.
Camino austero de sacrificios indebidos.
A las seis de la tarde
del sábado 8 de junio, la lluvia salpica los cristales de la ventana de la
modesta habitación del Mesón La piedra,
en el barrio nuevo de Arija también conocido como barrio de Virga por el cauce
del río sobre el que se levantó, hoy engullido en las aguas del Embalse del
Ebro, pantano o lago, según lo llama con cariño la señora Resu, que a sus
sesenta y siete años lleva más de un cuarto de siglo al frente del hostal en el
que se hospedan. Aunque ya no sirva comidas, la señora les comentará que cuando
estaba abierto como restaurante ofrecía un menú de calidad y que el comedor se
le llenaba todos los fines de semana de “gente de Bilbao”. Más por nostalgia
que por desidia, ha mantenido el nombre de mesón. Es un lugar de encuentro para
los parroquianos en torno al café, a la copa y a la conversación cotidiana. Si
acaso algún peregrino allí alojado lo necesita, la mesonera le preparará con
calma un par de ricos huevos fritos con patatas, más impelida por la
bienaventuranza aquella de dar de comer al hambriento que por el beneficio que
la comanda genere. Tendrán oportunidad de comprobar la disponibilidad de la
señora, cuando, ya aseados, tomaban un café y un té en el mismo establecimiento
y oyeron como aceptaba la petición que en español, con marcado acento francés,
le hacía el único peregrino con el que se cruzarían en las andanzas por el
Camino de la montaña. Su aspecto, de barba descuidada y media melena desgreñada
en los parietales de una alopecia galopante, con ropa ligera de tonos grises,
manga larga y bolsita de tela al cuello para los documentos, manifestaba larga
experiencia en diversas variantes del Camino Jacobeo como confirmarían más
adelante.
Fue la primera ocasión en
la que entablaron conversación con
Jeanel, tan necesitado de hablar que no dudó en posponer la ingesta a pesar del
voraz apetito. Les habló de su experiencia en el peregrinaje y les relató que
había coincidido casualmente con otro peregrino, alpinista, “más joven y con
piernas el doble de largas” que las suyas. Así que decidió continuar solo
porque no podía mantener el ritmo del deportista. Jero había coincidido con
ellos, antes de salir de Espinosa el día
anterior en el bar Donde Juanjo, regido
por un antiguo miembro de la Patrulla Águila y del Ala 22 como testimoniaban
las fotografías y banderines de las paredes del local, el único abierto antes
del amanecer en Espinosa de los Monteros, punto de llegada de la primera
jornada. El francés iba con otro peregrino más joven y más fornido con ropa
deportiva de calidad, que no llegaba a
la sesentena en la que sí debía habitar el desgreñado peregrino. Además de la
diferencia de edad y de atuendos, le había llamado la atención que entre ellos
no cruzaron palabra mientras tomaban un café con leche en vaso grande, cada
cual ensimismado en sus pensamientos.
Los altos eucaliptos que guardan las orillas
del embalse se agitan con el viento del noroeste, la luz de una de las
bombillas de la lámpara tintinea peligrosamente. Intenta definir las
sensaciones de su llegada al barrio nuevo de Arija a la hora del almuerzo. En
la mañana gris, el sol había lucido
furtivamente sobre las laderas del Valle de Berezana. Caminaron siguiendo el
curso del río Nela y un tramo de una vía verde del ferrocarril que no llegó a
circular desde Santander al Mediterráneo. Se fajaron en un caminillo estrecho
que volvió a empaparles los bajos hasta Soncillo, donde consiguieron, al fin, desayunar
dignamente. Habían continuado por la carretera provincial hasta Cilleruelo de
Berzana para que las incómodas humedades fuesen secando. Jero aireó los pies en
el acerado de una iglesia y recuperó el ánimo para continuar con calcetines
secos del todo El paisaje fue abriéndose con manchas de bosques más dispersas,
lomas bajas, pastos para los caballos hispano-bretones recuperados por
ganaderos atrevidos y campos de cereales que les acompañaron hasta entrar a San
Vicente de Villamezán para conocer su iglesia que conserva la planta románica
original y a pesar de las reformas. En sus volúmenes, el templo expresa la
sólida sencillez de uno de los estilos más enraizados en la primera teogonía
medieval. Como todas, también cerrada a la visita. Lástima que este denso
patrimonio solo pueda disfrutarse desde el exterior. Un poco más adelante, por
otro tramo de carretera llegaron al barrio nuevo de Arija.
No dejaría de llover
durante toda la noche, incluso pudo oír los truenos y ver los relámpagos tras
los altos eucaliptos en la madrugada del domingo de elecciones para el
Parlamento Europeo. En la atmósfera del barrio del Virga se respira un aire de
pérdida y desconsuelo. En el único bar-restaurante, “El puñao”, se ofrece un
menú aceptable. Es difícil discernir si el trato de la camarera con los
clientes habituales se decanta hacia la ironía compartida, hacia el sarcasmo o
hacia la chulería. Aúna cierta expresión violenta y remilgada a la vez. Aún con
recio acento burgalés, la señorita, — Cómo me llame señora no te sirvo — le
espetó a Lope al entrar a sus dominios, no duda en defender con vehemencia los ingredientes del
cocido montañés o las bondades de sus bocartes, como son conocidos los
boquerones fritos en Cantabria. Jero percibe con más claridad la relatividad de
las fronteras en cuanto a las limitaciones culturales que intenten fijar, sean
las de las comunidades o las de los países. Las zonas culturales, los modos,
hablas, acentos y las costumbres no son estancos y a pesar de la
homogeneización global, los modos de unas y otras forman grandes zonas
simbióticas imposibles de delimitar en la realidad de lo social. Así, la
costumbre del pintxo-pote gratis durante un tiempo limitado se extiende hasta
los bares del interior de esta comarca burgalesa de Las Merindades, en la que ya
llevan dos días de trasiego. Como la lluvia no cesaba, decidieron pasar un rato
de tertulia en torno a la única mesa camilla de las dos habitaciones y salir a
hacer una ronda por las vacías calles arijenses. Entraron a único bar abierto
con un camarero ataviado a lo heavy metal
que sólo pudo servirles una caña y un par de banderillas picantes, así que
volvieron al recurso referido de la señora Resu que les había prestado el
paraguas para el corto paseo de exploración. Antes de retirarse, el par de
peregrinos sexagenarios acordaron salir antes de la hora habitual para cruzar el ecuador
de las etapas previstas del Camino Olvidado con las primeras luces del día y no
llegar muy tarde a la meta siguiente: Olea.
Habían quedado con la señora Resu en dejarle
las llaves en el buzón de las habitaciones en el buzón exterior del Mesón. A
pesar del cansancio acumulado desde Bilbao, Jero no había descansado. Las
tormentas, el repiqueteo de la lluvia en los cristales y la incomodidad del
estrecho colchón de la habitación conjuntaron las circunstancias para
impedirlo. Al dar los primeros pasos de la tercera jornada andarina que les
haría bordear el Embalse, echó en falta los bastones, ya imprescindibles apoyos
para su senderear. Dado que los tres bares del barrio nuevo no abrirían antes
de las diez, Jero no podría desayunar al
menos hasta Renedo o Arroyo. Así que “Jero de los Desdecires”, como se calificaba
a sí mismo, tendría que caminar en ayunas, él que decía no poder salir de casa
sin desayunar tenía por delante algo más de dos horas de marcha por el arcén de
la carreta que desde Burgos los conduciría a Cantabria para conseguir el primer
condumio. Para Lope, practicante habitual del ayuno prolongado desde la frugal
cena hasta el almuerzo, antes de que se pusiera de moda la dieta el ayuno
intermitente, no supondría esfuerzo alguno.
A sus años, Jero ha
aprendido la inutilidad de asegurar con rotundidad que no haría esto o aquello,
porque las necesidades siempre cobran su cuota de renuncia en el logro de
objetivos a medio plazo. Después de sufrir las consecuencias de la masificación
del transporte aéreo en el último viaje a Madeira, anunció a los amigos que no
volvería a viajar en avión en su vida. Sin embargo, desde aquella inútil
proclamación, mas de tres veces había vuelto a viajar como pasajero enlatado en
aeronaves de transporte masivo, con el débil argumento de que no salían del
ámbito nacional. Poco tiempo atrás había calificado de esnobs a los senderistas
con bastones, sometidos a las modas del mercado, presos del consumismo
desaforado... Veleidades. Cuando el pasado verano los usó por primera vez
ruteando por los Camins de ronda para contrarrestar los efectos de la artrosis
en la cadera, entendió que ya no habría caminos para él sin los estilosos
báculos. Caminar es superar limitaciones y apurar posibilidades. Antes de
depositar las llaves, Lope le preguntó si había revisado la habitación a lo que
contestó afirmativamente, incluso con aspereza. Una disculpa inmediata y
displicente y la conjunción de equipo para desmontar la plaquita translúcida de
la caja y usar un lápiz como gancho llavinero solucionarían el olvido. Veinte
minutos añadidos para comenzar la caminata por la orilla sur del extenso mar interior del que emanaba
una espesa niebla, casi más ría alta que embalse. Cada jornada depara una
sorpresa en el más incierto de los itinerarios jacobeos, como comprobaron desde
la primera ruta. Camino preñado de incidencias y de descubrimientos, de
adversidades superables, de exigencias y retos impensados.
Pronto dejarían atrás el
sinuoso trazado urbano del barrio nuevo, limitado a una sucesión de tres calles
paralelas y una gran perpendicular hasta “la playa y el embarcadero”, siendo la
principal, la dedicada al ingeniero Arsenio Blanchott, cuyo busto, sobre un
pedestal al que custodia la figura de un obrero cristalero con la ropa de
faena, obra de Victorio Macho, esboza una mirada clasista al pasado industrial del
enclave. Blanchott fue el primer director de la empresa Cristalería Española,
sucursal de la compañía francesa Saint-Gobain que se instaló en la zona en 1906
para aprovechar las arenas silíceas. La calle está flanqueada por algunos
edificios de corte burgués que sobrevivieron al abandono y por construcciones
anodinas de los sesenta. Las compuertas de la presa se cerraron en 1947 pero no
fue hasta 1952 cuando se inundó definitivamente el valle. El 60% de los obreros
cristaleros se trasladaron a la nueva planta de Avilés. Hasta su desmantelamiento la empresa llegó a tener
más de mil trabajadores. El embalse es uno de los más extensos de la Península
Ibérica, con una superficie cercana a las 6 300 ha y el tercero en capacidad de la cuenca con 541 hm³. Bajo sus
aguas quedaron sepultados los pueblos de Medianedo, La Magdalena, Quintanilla y Quintanilla de Bustamante. La
mayor parte de los edificios de los directivos del barrio bajo quedaron
abandonados. Aunque los expedientes de expropiación de los terrenos inundables
se habían empezado a incoar bajo la República, ninguna de las promesas que la
dictadura franquista esgrimió durante las obras para el desalojo de los habitantes
de los pueblos inundados llegó a cumplirse. A su espalda quedarían los restos
del único puente con el que se intentó cumplir con la conexión de las dos
orillas, un viaducto de 950 m, conocido como Puente de Noguerol de 43 arcos que,
por fallos estructurales se derrumbó a poco de ser inaugurado por Franco. Hasta
sus restos fueron volados para no dejar testimonio material de un tiempo de opresión, de
miserias y de ineficiencia. Perduran en la memoria colectiva el legado oral de
estas letrillas de las Coplas del pantano en su mayor parte nacidas de la resistencia y
de la desesperación popular y cantadas en la clandestinidad de las reuniones
familiares. Mientras van acelerando el paso y adaptándose al ritmo que el
carril bici y peatonal impone, pudieron contemplar el largo puente del tren de
vía estrecha de Las Roblas a su derecha, recuperado en 2003.
El 30 de marzo
que desgracia nos cayó
a todos los embalsados
de este alrededor.
Ya cerraron las compuertas
y nos echaron el agua.
No nos queda más remedio
que abandonar nuestras casas
Indemnización nos ofrecen
porque marchemos contentos
Eso no lo lograrán
aunque nos den muchos cientos.
Dicen que nos van a dar
muy buena indemnización,
más valdría que tuvieran
de nosotros compasión
Cuando repase las notas de este día encontrará en la red varios documentales
tratando el asunto, útiles para conocer las consecuencias de la construcción
del embalse en la población de la zona. Quizás el más recomendable por su
proyección estética y su carga de denuncia serena sea el titulado “Dónde aprendiste a vivir”, rodado en
2008 por Burbuja Films.
Hay constancia que hasta 260 presos políticos trabajaron en las obras
desde 1942, que fueron alojados en los antiguos barracones de la fábrica de
vidrio en precarias condiciones de higiene y de alimentación. No consta el
número de sobrevivientes de este cupo de trabajadores forzados. En el texto de
la placa conmemorativa de la conclusión de las compuertas, a unos centenares de
metros de Arroyo, se hace una loa al
ingeniero que dirigió las obras en “su apostolado” y se agradece “el sacrificio
a los trabajadores caídos por España”. Afortunadamente en el mismo muro
memorial, otra losa conmemorativa colocada años después ya en democracia,
expresa la significación de aquellos “caídos por España” en su condición de
represaliados obligados a trabajar en la gran obra por su fidelidad a la
República y su resistencia al fascismo. En un día como este, cuando las
previsiones electorales para Europa no son muy optimistas conviene recordar las
barbaridades cometidas en los años centrales del pasado siglo por el auge de
los totalitarismos. Tanto su compañero como él habían votado por correo antes
de la partida para no renunciar al derecho y al deber ciudadano, pero la
preocupación por los resultados y el posible acercamiento de los partidos de la
ultraderecha fue un vaivén en su mente a lo largo del domingo pedestre. La
niebla que le impedía disfrutar a fondo de las estampas de las aguas y la
monotonía del carril peatonal por la carreta le permite divagar y saltar de una
a otra referencia sin dejar de ritmar los pasos. También hay silencios fértiles
para el caminante ensimismado.
En la casa rural La lobera, el
único local abierto en la localidad de Arroyo, consiguieron reconstituir el
cuerpo y alegrar el espíritu, después de doce km de caminar con el estómago
vacío. Quedaron encantados con la atención recibida por parte de la
propietaria, Pili, una mujer encantadora y abierta. Les comentó de su militancia
activa contra el deterioro ambiental que
supondrán los parques eólicos que se pretenden instalar en el embalse y en sus
alrededores. Por sus indicaciones consiguieron dar con el desvío adecuado para
seguir la ruta sin más errores y atacar la subida al Alto del Catío (1 162 m)
bajo un fuerte viento y una espesa niebla. Según ascendían por los senderos
encharcados que los sumían en la sombra de los robledales, la pátina gris del embalse fue desvaneciéndose al noroeste
mientras caminaban en sentido opuesto al valle inundado.
“Acogido y sobrecogido en el monte.
Una vez más, preso en la densidad verde de los bosques conforme ascendías,
envuelto en los vientos, desdibujado en la niebla, de nuevo con los pies
húmedos sobre la hierba de la cima, vacas quietas, dispersas, algunos caballos
hispano-bretones liberados en los pradales, tú,
sometido al opaco blancor de la altura, muy cerca del aerogenerador de
experimentación de dimensiones colosales, conocido como “El monstruo”. Ha sido colocado experimentalmente cerca del punto
geodésico, por la empresa belga que pretende la construcción de un parque
eólico y convencer con razones espurias a los vecinos de Arroyo de las ventajas
que les acarrearía. Al rugido del viento, y al golpeteo de la lluvia, racheada a ratos, se sumaron las notas
discordantes de las aspas de fibra de vidrio y resina del neomolino en un único
aullido de sonidos telúricos.
Caminamos paralelamente a la única alambrada
divisoria para no perdernos, hasta
hallar un paso para saltar a una pista de grava que parecía más transitable
desde la ubicación del vértice geodésico. Mientras forcejeábamos con los palitroques de una cancelilla y con los
eslabones de la cadena que la sujeta, a mi compañero se le iban quedando las
manos heladas y en mí crecía la tensión acumulada en el ascenso. Continuamos
más calmados, después de recolocar verticalmente un poste de señalización de
caminos descuajado de su base por la acción del viento, sin conseguirlo del
todo. Cada jornada tiene su momento de tensión y su momento de serena
aceptación de las dificultades. Poco nos duró la relativa comodidad del
descenso pues, a unos centenares de metros, la pista desembocaba en una antigua
calzada que debería llevar a Juliobriga en la cercanía de Retortillo, pero ninguna
flecha aparecía a la vista. Las expectativas de mejora quedarían sepultadas como mis botines, cargados de pellas de barros,
arcilla fina y fluida, pegada a las suelas en el vano intento de superar las
corredoiras (al galaico modo definidas), embarradas sobre el piso de cantos
rodados resultado de la erosión del tiempo en la calzada. Te aterra el
enfriamiento que pueda ocasionarte el andar con los pies mojados porque
recuerdas otra ocasión en la que por negras razones te adentraste en la orilla
del Atlántico con botines y la insensatez pudo salirte muy cara”. (5)
La lluvia de la noche hacía impracticable
el paso por el pedregal y subieron a las laderas de espinos para intentar el sentido
del trazado. Por sorpresa encontraron una flecha amarilla en un tablón clavado
en el terreno en dirección perpendicular a la vía, hacia el monte espeso.
Búsquedas en distintas direcciones, consultas en el telemapa, dubitaciones
varias, mientras los pinchazos del matorral no perdonaban en las exploraciones
para dar con la indicación que les sacara del lugar. El día avanzaba y la
humedad crecía en el monte. Uno busca por un lado, el otro en sentido
divergente. Dudas, vacilaciones, inquietud. Las nubes avanzaban y la lluvia
parecía inminente. Lope logró encontrar una segunda flecha que les llevaría al
otro lado del Valle y pronto pudieron vislumbrar desde la calzada de Juliobriga, que
tampoco podrían visitar, la imagen majestuosa de la torre de la colegiata de
San Pedro de Cervatos hacia el este, adonde llegarían media hora después de
bajar una pronunciada pendiente. En la aldea de calles empedradas, con poco más
de sesenta habitantes, solo pudieron engañar el estómago con una cerveza y un
platillo de quesos en el bar de La asociación cultural abierto por ser domingo.
Con el ligero picoteo reemprendieron la marcha. A La colegiata románica, conocida
por los esculpidos eróticos de sus canecillos, con una rica portada de seis
arquivoltas, tampoco pudieron entrar. Una pareja de alemanes llevaban esperando
un buen rato a la señora que tenía las llaves. El tiempo apremiaba. Aún tenían
unos km que cubrir en su plan de ruta y algunas decisiones que tomar en cuanto a la
dirección óptima para cerrar el día, en una de las tardes más frías que hizo
más llevadera la subida por carretera al Alto del Bardal, ya en las
inmediaciones de Olea.
“La alegría de sentir de nuevo los pies ligeros
te impulsa, habéis superado otro obstáculo. Desde la desesperación, desde el
retroceso al avance en los alternantes ritmos del camino de estas jornadas
exigentes, de largos ayunos, de constante esfuerzo, de superar tus límites y sentirte satisfecho
por el modesto logro de cada día”.
(6)
Salieron de Olea muy temprano, con el buen sabor de boca de haber sido bien
atendidos en los apartamentos rurales de Casa Miguel, el mejor y más asequible
de los alojamientos vividos a los que llegaron en la tarde desabrida del
domingo, con el frío en los huesos y el cansancio acumulado de la ayunada caminata
desde Arija. Dispusieron de un salón acogedor decorado a la cántabra, con mesa
de roble, banco de haya y una cocina en la que pudieron pergeñar una cena
caliente con verduras al romero vendidas a módico precio por la señora Carmen y
un vinoble barato que les supo a cata
de gran reserva. Para completar el hospedaje, el titular del establecimiento,
al presentarse en la estancia para cerrar el trámite del hospedaje, sin
requerimiento de datos ni registro alguno, hizo que los acompañaran a la
bodeguilla para mostrarle sus destilados y echar un rato de charla. Antes de
retirarse, Miguel les dejó una botella de licor de cerezas a su disposición
para que tomaran lo chupitos que les apetecieran después de la cena. A pesar de
la insistencia de los peregrinos, se negó orgullosamente a aceptar tres euros
que sobraban del pago en efectivo, que como propina de agradecimiento, más
gesto simbólico que recompensa, quisieron dejarle. Sano orgullo del cántabro,
prejubilado veinte años atrás de una empresa de acero en Reinosa. Con la
indemnización recibida montó el negocio y levantó la casa de los apartamentos que
ha llegado hasta hoy sin más alharacas que la de la confianza en la bondad de
los otros. Bonhomía sin dobleces. Los chupitos les ayudaron a deglutir el
pesimismo por los amargos resultados electorales que pudieron seguir en la gran
pantalla del televisor del salón rural.
La última jornada fue la más monótona porque las carreteras se imponen y
el caminar se hace aburrido y peligroso.
Según van calentándose las plantas de los pies va enfriándose el ánimo andarín.
Desde Olea hasta Casasola tuvieron que decidir el sentido de la marcha, sin
apoyo de flechas amarillas ni de chapas anguladas, hacia el suroeste con el sol a la espalda y la
intuición caminera detrás de las sombras proyectadas en las hijuelas. De poco
sirven en ciertos pagos los
desenderedados senderos ni el mapa telemático. La presión de tener que volver
sobre los pasos se acentúa. Templanza y calma para disminuir los efectos de los posibles errores hasta llegar al
pueblito previsto en valles de soledades. Menhires ancestrales, misteriosos
cultos a deidades desconocidas, líneas equinocciales, fronteras de feudos,
testimonios en piedra del principio mítico para entender el mundo. Les orienta
la piedra de Sansón o piedra hincada antes de Quintanilla y el menhir de Las
Llanedas para especular en sus orígenes y constatar nuestro acervo como
generadores de metáforas.
Al noreste los picos de la Montaña Palentina y encuentros con nuevos
restos de la ingeniería romana. Modesto puente de Casasola y el Puente de la
perdiz como elemento de paso en la calzada Pisoraca que comunicaba a la Meseta
con la costa en el Portum Blendium, actual Suances en las cercanías de Néstar.
Basta un trozo medianamente conservado de poco más de 4 m² para levantar un lugar didáctico con paneles
informativos sobre las proezas constructoras de Roma. Antes habían descansado
en un poyo adosado a la fachada del palacio de La Corralada bajo uno de los
blasones más floridos de la ruta en el caserío de Las Henestrosas de las
Quintanillas, alojamiento rural, también cerrado. Fue una etapa rica en
patrimonio artístico en la que a estas alturas de lo andado, no dejará al
olvido la referencia la iglesia a Santa María la Real. Construcción atractiva,
de belleza exenta sobre un promontorio del valle. Edificio memorable en su
conjunto, de austero ábside coronado por cornisa con canecillos de variados
motivos. A su falda un cementerio pequeño que antes fue necrópolis. En los
reformados escalones de la fachada al sur pudieron descansar un rato de la mañana
soleada y fresca. Los graznidos de una pareja de cuervos que anidaban en la
torre rompió el silencio.
“A partir del área de
interpretación de las calzadas romanas del Puente de la Perdiz, aún quedaban
cinco km por un carril bici paralelo a la lineal carreta P-220 que se me hizo
interminable y pesada. Solo las brillantes ondulaciones del viento sobre los
trigales verdes me distraían el cansancio. En esos momentos te plantea el valor
de la experiencia, la consistencia de lo vivido, la utilidad de lo aprendido…Durante
un tramo nos acompañó un bicigrino, un joven de Bilbao muy preocupado por
conseguir los sellos para asegurarse plaza en los albergues que probablemente
se estrenaba en la experiencia. Después de siete horas pasamos por las ruinas
del castillo de Aguilar de Campoo en dirección a la primera de las puertas del
recinto amurallado, la Puerta de Reinosa. Fin de la etapa, fin del Camino.
Epílogo del viaje”. (7)
Ya en Aguilar, renunciaron a la reserva que tenían en un hostal de las
afueras, en la zona industrial para quedarse en un hotel más barato de
intramuros y disfrutar con calma de la
ciudad-meta. Aprovecharon la tarde para visitar el interior de la colegiata de
San Miguel, majestuoso edificio en el que se pueden apreciar los rasgos de la
planta románica, la filigrana del gótico y la linealidad renacentista. Pudieron
acceder también al Museo de Arte Sacro que cierra las naves laterales.
“Además del trabajo de los arcos y de la sillería del coro, me han
gustado especialmente las tallas románicas de las vírgenes sedentes en sus
atribuciones como María la Real y la Mayor porque la ingenuidad de los rostros,
la desproporcionada relación entre el cuerpo y la cabeza o el homunculismo del
niño siempre me causan ternura pues no dejan de ser cantos a la maternidad y a
la vida naciente. No consigo el mismo disfrute en la contemplación de la
anatomía rígida de los cuerpos atormentados de los cristos románicos en su
absoluta inverosimilitud”. (8)
Después de un tranquilo paseo por las limpias riberas del Pisuerga a su
paso por la villa de las siete puertas, recorrieron estas y con una cena
temprana en una de las amplias cafeterías de los soportales de la plaza de
España, el centro neurálgico de la vida aguilarense se retiraron a las
habitaciones. En la cafetería del hotel volvieron a encontrarse con Jeanel que,
muy afectado por el ascenso de la extrema derecha en su país que habían llevado
a la disolución de la Asamblea Nacional por parte del presidente Macron, había
decidido suspender su camino hasta Santiago y tomar dos días después un autobús
que lo llevaría a Burgos y de vuelta a Francia. El hombre se veía muy
preocupado por los efectos que pueda traer el triunfo del neofascismo en el
país galo. Preocupación que compartieron y sobre la que departieron los tres
peregrinos, con la edad suficiente y el conocimiento necesario para no ignorar
la gravedad del renacer de viejo fascio en la sociedad digitalizada.
Habían acordado pasar el día en Aguilar hasta coger el tren a las seis y
media de la tarde con destino a Palencia, donde harían transbordo hasta Oviedo
para volar desde el aeropuerto de Asturias a Sevilla en la mañana siguiente. Tenían
que gestionar el envío de los bastones de Jaro, visitar el Museo Románico del
Monasterio de Santa María la Mayor y hacer que esas horas de tránsito no
pasaran en balde.
“Proyección de tu sombra delante de tus pasos
por el asfalto, por la gravilla, por los restos de losas de las calzadas, por
la tierra roja, por la hierba mojada,
con el sol a la espalda, hacia el oeste siempre”… (9)
Así había comenzado Jero con las notas en el cuaderno de ruta en la mesa
de habitación del penúltimo hotel del viaje. Después del desayuno, ya sin
prisas, sin más expectativas que las de turistear por la ciudad, habían subido
a las habitaciones porque Lope tenía apalabrada una videoconferencia de trabajo
y aprovecharía para continuar con sus escritureos, cuando lo imprevisto se
apodera del presente y si no lo cambia, lo pospone, lo redirige, rompe con lo
planeado. Dubitado devenir del Camino.
— Tú estás muy mal, tío, llama a Mónica — oyó
que alguien decía desde un móvil al que siguieron unos rugidos desaforados,
extraños, guturales, al otro lado de la puerta. Le costaba dar realidad a
aquellos lamentos heridos de dolor, impropios de una garganta humana que se
repetían espasmódicamente mientras subían en intensidad y desgarro. Lope
también lo oía en la habitación contigua y con un mensaje se pusieron de
acuerdo para abrir la puerta de cada habitación a la vez. En el suelo yacía un
hombre corpulento tendido boca abajo en su sufrimiento inexplicable. Al ruido
acudieron otros huéspedes de la planta segunda y se dio aviso en recepción.
Entre tres personas lograron arrastrarlo al hall de la planta y Lope avisó al
061 haciendo de eco a los extraños rugidos del enfermo. Probablemente había
ingerido drogas duras y sufría un shock anafiláctico. En unos minutos se
personó la pareja de la Guardia Civil y después la ambulancia de urgencias,
cuya doctora decidió llevarlo directamente al hospital de Palencia. Una manera
inesperada de comenzar la mañana que se prometían tranquila. Ya repuestos del
sobresalto, empaquetados y remitidos los bastones al sur se dirigieron
al Monasterio de Santa María la Real con la ilusión de visitar el Museo de Arte
Románico (ROM) ubicado en su interior. Pero, otra frustración en las
expectativas, el museo sólo abre cuatro tardes a la semana. Al menos los
jóvenes que acuden al instituto de secundaria allí ubicado tienen el privilegio
de disfrutar de un entorno privilegiado. Tampoco pudieron acceder al claustro y
tuvieron que conformarse con ver en la loma del otro lado de la carretera, la
entrada a la Cueva de Bernardo el Carpio, que como bien se explica en el cartel
informativo poco tenga que ver su origen con las leyendas que la envuelven. En
la misma línea de cauto humor y sano escepticismo se desarrolla la explicación
del texto de la entrada al patio del monasterio. Quizás, sea la inspiración del
humorista gráfico Peridis, fundador
de la Asociación que desde 1977 logró la devolución al municipio de este
patrimonio, espacio vivo en la
actualidad gracias a la presencia de los
estudiantes.
Tuvieron la suerte de conocer la vitalidad de Aguilar por ser martes,
día de mercado, cuando su plaza de España recoge el ambiente alegre del
comercio ambulante, continuación de siglos de los días de feria que vivificaron
los burgos del Medievo y han germinado en el presente con furgonetas acondicionadas para la venta de
productos artesanos, chacinas, quesos, pastelería tradicional, vendedores de
miel, de frutos secos, de frutas y hortalizas vendidas por sus agricultores, y
prendas íntimas: «Cuatro pares de boxes a quince pavos, niña»; reclamos
voceados con acento mesetario y dicción calé. Prolongaron el paseo hasta la
Judería y la Puerta de la Tobalina, en proceso de restauración en esa mañana,
realizada por un equipo de cuatro albañiles especializados, dos magrebíes, un
subsahariano y un latinoamericano. Aportación de savia joven con ganas de
enraizar en esta tierra vieja.
Para matar el gusanillo del caminar, decidieron ir a pie hasta la
estación, a cuatro km del casco urbano. Salieron por la misma Puerta de Reinosa
por la que habían entrado veinticuatro horas antes. Caminaron con precaución
por el arcén de la carretera N-627, envueltos en los aromas a harina tostada y
a azúcar que emanaban de las extensas instalaciones de la Galletas Gullón, una
marca que mantiene un alto nivel de producción y de exportación. El tren de
media distancia llegó con diez minutos de retraso que fueron creciendo por los
parones de obras de mejora de las vías hasta Palencia. Una tensión añadida al
día que se habían figurado tranquilo, mientras el tren se demoraba a su paso
por las poblaciones más pobres de Los páramos y de la Tierra de Campos. Consiguieron
subir al Alvia a Oviedo porque también había acumulado un leve retraso desde
Alicante.
Oviedo amaneció bajo la misma capa de orbaio que había dejado de caer en toda
la noche. Ya en la zona de embarque del aeropuerto, Lope se notó un dolor
intenso en los gemelos de la pierna derecha. Un insecto se había alojado días
atrás allí y algo parecido al abdomen sobresalía de un círculo amoratado en la
piel. Tuvo que salir de la zona de embarque para ser atendido en el puesto de
socorro en la zona de llegada. Allí le extrajeron el cuerpo del kamikaze alado
y le recomendaron tratamiento antibiótico para evitar cualquier infección. Otra
incidencia más en el haber de las desazones ya no en el camino, sino en el
viaje de regreso...
“De vuelta en la fila 6 del avión de otra compañía de bajo coste que ni
siquiera aguarda a que hayan salido todos los pasajeros recién aterrizados para
que accedan los del vuelo siguiente. Prisas en el embarque, prisas en el
aterrizaje, descuido en los usos, pequeños agravios en el altar del transporte
de masas. Durante algo más de una hora mantendrás las piernas encogidas sobre
la mochila que no acaba de entrar del todo bajo el reducido asiento.
Cómo has ido deshojando las hojas de la
documentación previa de cada etapa una vez cumplidas, ahora se reconstruirán en
ti las vivencias, se recrearán los momentos plácidos y se olvidarán los
instantes duros, pero siempre se cimentarán en la memoria los aprendizajes
alcanzados en este Dubitado Camino Olvidado”. (10)
* Notas del Cuaderno de ruta de Jero Acal. (1 - 10)
Sevilla, a 25 de junio de 2024