martes, 25 de junio de 2024

Dubitado camino



                               Dubitado Camino

                           

              Un camino se pierde ante mis ojos.

                                                  ¡Mañana azul!

                                                  ¡Mañana transparente y segura!

                                                   Y elevo rebosante el corazón

                                                    de cantos y de lluvia.

                                                                    Federico García Lorca

   En una hora empezarán a caminar. Será el primer contacto con  la realidad difusa de la senda jacobea menos hollada en los últimos mil años. Mañana azul para adentrarse en el Camino Olvidado a Compostela, también llamado Camino Viejo o Camino de la montaña.  

  Lope del Valle y Jero Acal se habían alojado en la hospedería Foramontanos, en la calle de Enmedio de Villasana de Mena, el pueblo decidido para la jornada inaugural. El hostal había cerrado durante la pandemia y aún no llega al año desde su reapertura, según les comentó a su llegada, Pili, la emprendedora hostelera, mientras Jero anotaba sus datos en un cuaderno cuadriculado que servía de registro oficioso en la misma barra del bar que cerraba a las diez. 

   Hasta allí los había acercado la noche pasada en su utilitario, Miren, hija de Lola y de Emilio, primos de Lope, pareja de andaluces que se asentaron en los ochenta del siglo pasado en la aseada localidad de Gordexola, un municipio de Las Encartaciones, a 20 km al suroeste  de Bilbao, donde se goza de un alto nivel de vida y es el centro del valle de Gordejuela que se abre al oeste hacia el valle de Mena. A pesar de su avanzada edad, Emilio fue a recogerlos al volante de un auto de alta gama al aeropuerto de Sondika poco antes del mediodía.

      “Desplazamiento aéreo de un no-lugar, cifrado internacionalmente a otro no lugar también anagramado. De un aeropuerto mediano (SVQ) a otro pequeño, (BIO), conocido por La paloma por el diseño colombino de la terminal. Pasajeros transeúntes, siempre en volandas, deseosos de acabar el trámite humillante, la pantomima del hipercontrol, la hipócrita prohibición de líquidos, la preocupación por el tamaño de la mochila, los saludos rutinarios de las azafatas, trámites indeseables que llevas cada vez  peor. Insistente sensación de ser mercancía en la cabina que se agrava con la edad. Despegamos”.*(1)

   Circularon por el centro de Bilbao, bañado de luz cantábrica, hasta la Alameda de Urquijo para recoger en la sede central de correos los bastones que Jero había enviado días antes para ahorrar en el precio desorbitado de la facturación obligatoria del avión. Compañías de bajo coste, servicios deficientes y cosificación de los clientes. Mientras la funcionaria buscaba el paquete, el desorden de la oficina y el descuido de las instalaciones llamaron su atención. Al Estado del bienestar empiezan a vérsele las costuras de los desarreglos. Sin más paradas  se dirigieron a Gordejuela, como lo llamaba Emilio. En la confortable casa familiar, a los pies de los montes poblados de altos pinares y brezos que cierran el valle, entre los que destaca el pico Bikirrio, varias veces pateados por el buen hombre. Degustaron una larga comida como se estila en los nortes ibéricos, culminada con un postre de torrijas de leche preparadas por la entregada anfitriona y con chupitos de pacharán de los andrinos de la zona,  alquitarados por el anfitrión. La atención que ofrecieron a Jero, un desconocido, amigo del primo Lope, fue una agradable regalía. Disfrutó de la generosa hospitalidad y quedó muy agradecido por la atención de todos los miembros de la familia. Además, pudo compartir con el matrimonio de septuagenarios las vivencias del duelo que ellos y él vivieron en circunstancias parecidas a principios de siglo, con el  común denominador de ser padres orfandados. La empatía en el dolor nos caracteriza como especie y nos impele siempre a apostar por la vida a pesar de la fatal despedida que ningún padre debería conocer. En la tarde pasearon las aseadas calles de  Gordejuela e incluso acudieron al frontón municipal para presenciar una sesión de entrenamiento al euskalpilota  por parte del nieto más pequeño. Las horas en Gordexola alumbraron un rico prólogo inserto en  el viaje de ida. 

 — La cabrona de Pili podría haberme avisado —, le respondió con acento vasco el camarero de largas patillas y panza prominente cuando a las seis y media de la mañana, Jano entró al local del Bar Takoa. Olía a tortilla de patatas recién hecha y en los altavoces percutía In the name of tragedy de Motörhead. Preludio duro que no quiso tomar a mal. Pili, como responsable del Foramontanos no abriría hasta las nueve. Allí dejó olvidada la gorra, el primer olvido del Camino Olvidado. El rockero impenitente del Takoa resultó ser natural de Fuengirola, tenía nostalgia de la Costa mediterránea  y le preparó con amor de madre una riquísima baguete cuarteada en la plancha con aceite, tomate y jamón, advirtiéndole que era paleta y no pata — ¿Eh?—. Tras él entraron   tres trabajadores de mediana edad, obreros especialistas de la ferralla, andaluces de Úbeda, desplazados por obra a las Merindades para el primer café de la mañana antes de ir al tajo. Al oírle  hablar con el jefe estuvieron prestos a las preguntas de rigor. La Andalucía emigrante, la temporera y la caminera, encontradas en el único bar abierto del pueblo burgalés más al norte. El tiempo se precipita y el afán de caminar converge con la curiosidad y las expectativas del día.

   Con el optimismo del sol a sus espaldas salieron por la calle Enmedio de Villasana con intención de llegar a Ordejón de Ordunte en poco más de una hora, el primer pueblo de la ruta. No sería así. Se dejaron llevar por dos flechas amarillas contradictorias hasta el cauce del río Cadagua y entre prados, bosquecillos de hayas y tierras de labor zigzaguearon en direcciones de ida y vuelta por el Valle de Mena durante dos horas, desorientados a lo largo del crestón calizo de La Peña, “donde Castilla se desploma hacia el Cantábrico”, según proclamó en alguno de sus programas, Félix Rodríguez de la Fuente al transmitir con su arrastre silábico “la vida de las rapaces que anidan en la majestuosa cárcava”, aguiluchos, halcones y algún buitre que sobrevolaron sus pasos.  Montes de la Peña, vistos ayer desde el aire, hoy siempre al sur, rotunda verticalidad de sus estratos quebrados,  paredes en filo cortante, rosáceas al alba, blanco crudo al mediodía y rojizas al atardecer. La imagen de La Peña los acompañará durante las dos primeras etapas. Preguntaron a varios paisanos en sus labores, a dos conductores, a un paseante ocioso, a un vaquero y  a un jardinero perdido…Ninguna de las orientaciones era coherente. Alguno incluso no había oído hablar del Camino Olvidado. Hasta Ordejón no encontraron a un menense que, aplicado en su huerto, y conocedor de la tierra aportó seguridad a sus dubitaciones andarinas. Desde allí hasta Taranco, donde un memorial de foto obligada recuerda la primera nombradía de Castilla en el año 800 en el desaparecido monasterio de San Emeterio. El camino gana en belleza, en sendas estrechas pletóricas de vegetación y de luces tamizadas.

    A partir de Alceo fue el momento duro del día,  porque el calor apretaba en la subida al Alto del Cabrio y la inclinación de las lascas calizas no hacía cómoda la ascensión. El Alto, con sus 900 m, ofrece una perspectiva completa del Valle de Mena con la Peña a un lado y la Sierra Salvada al otro. Malcomieron en el bar de la asociación cultural de Villasante un pincho de tortilla y unas frituras para volver a otro rodeo innecesario antes de adentrarse en La Dehesa de Villasante, dejar de ver las paredes de la Peña  y conseguir el itinerario certero hasta Espinosa de los Monteros que alcanzaron pasada las seis de la tarde, después de unos kilómetros por el estrecho arcén de la carretera de Baranda, paralela al río Trueba, que a Jero se le hicieron muy largos. Antes de llegar al alojamiento aún tuvieron que hacer una parada en el centro de salud de la villa para solventar la dolencia de un panadizo de Lope, que aunque se resistió a la asistencia, respondió con  entereza a las incisiones liberadoras que le aplicó la doctora de guardia para liberar el pus de su inflamado pulgar. Bendiciones lleguen a los profesionales sanitarios que con su entrega suplen las carencias del sistema. En la recepción del alojamiento encontraron una causa para justificar su errancia matutina. Según el chico que les adjudicó las habitaciones, el anterior alcalde de Villasana estuvo en contra de popularizar el Camino olvidado a su paso por el municipio e incluso se negó a facilitar las indicaciones con el débil argumento de su dudosa la autenticidad.

   “El alcalde en cuestión, demuestra una visión muy corta para favorecer el bienestar de los habitantes del municipio su municipio. No soy partidario del turismo masivo en las ciudades, pero entiendo que el argumento respecto a la autenticidad de este camino no cabe en una proyección política de buena gestión del llamado turismo de calidad, con un nivel adquisitivo medio y respetuoso con el medio ambiente y atraído por la riqueza monumental de las ermitas, monasterios, calzadas, menhires y necrópolis al paso,  que ha de comer y de alojarse cada día. Promover una infraestructura hostelera adecuada supondrá beneficios a las arcas locales. Respecto a la autenticidad o no del trazado, cuando surgen cada vez más opciones más o menos fiables para caminar por senderos pateados desde  la Antigüedad y la Edad  Media por el solar peninsular en una red ancestral, sería un error entrar en la mística que configura los múltiples caminos jacobeos. La documentación analizada hasta ahora por los historiadores del Camino no es del todo fiable y frente a mi corta experiencia de los anteriores itinerarios, este Olvidado es el menos señalizado por su difícil trazabilidad. Estoy convencido que cada día nos planteará un reto de orientación, de búsqueda y de juego de azar. J.M. Luengo a mediados del siglo XX escribía: “De esta antiquísima vía montañera poco se sabe aún, tanto por haberse ido perdiendo la tradición de su paso por los pueblos, como por la escasez de fidedignas fuentes documentales uniéndose a esto también la carencia de restos materiales que testimonien la dirección de la calzada, aunque es de suponer que ésta no sería obra de cierta importancia, sino simples senderos abiertos al tránsito.» Y en el transitar avizor, por estos valles y esos montes, continuaremos”. (2) 

   Pasaban diez minutos de las siete cuando bajo un cielo que barruntaba lluvia, iniciaron la segunda jornada desde los soportales de la plaza de Sancho García, legendario fundador de Espinosa de los Monteros. Habían pernoctado en la pensión El rincón de Espinosa allí ubicada.

    “La plaza es el corazón emblemático de Espinosa, rectángulo delimitado por los edificios más señeros como el palacio de Chiloeches, de lucido blasón, la iglesia  renacentista de Santa Cecilia que salvo por su campanario no me llamó la atención o la sede del ayuntamiento, una casona señorial de altos soportales con cinco arcos, del siglo XIX. Una villa de rancio abolengo y ambiente viejuno, no sólo por el envejecimiento de la población. No tendría por qué ser así, pero los modos sociales me han parecido rancios y estancados. Lo pensaba en una de las terrazas, mientras tomábamos un té y oía los comentarios de un grupo de mayores espinosiegos que pasaban la tarde en los veladores, mientras emitían opiniones previsibles sobre la situación política y expresaban sus máximas al uso acerca del cuidado de una nenita al cuidado de una pareja de abuelos. Lástima que el equilibrio estético de la plaza quede roto porque gran parte de su suelo está dedicada al  aparcamiento. El culto al vehículo privado y la ignorancia de sus dañinas consecuencias aún se mantiene en esta villa, cuidada y fría, de casas blasonadas, latrías a nobles medievales y fidelidades a los mitos fundacionales de Castilla. En esta villa, se bebe bien y se come mal pues sólo pudimos encontrar para la cena un bar para picar unas patatas bravas y un plato de quesos curados. Una vez más, en la balanza del sustento, el bebercio se impuso a lo nutricio. En la hostelería de esta comarca se bebe bien y se come mal”. (3)

    Después de las dificultades de la jornada inaugural se lanzaron a los primeros pasos  con el ánimo renovado para disfrutar de la ruta porque  según les había comentado el joven de la recepción, a partir de allí «el Camino estaba bien  señalizado». Aún seguían por la acera del paseo de La castellana de Espinosa, cuando gruesos goterones los obligaron a sacar los amplios chubasqueros que al cubrir la mochila metamorfosean al más esbelto peregrino en ridículo Quasimodo andante.  Prestaban toda su atención a las indicaciones de la guía  y a las pocas flechas amarillas desperdigadas por los muros espinosiegos. Llegaron al Palacio de los Cueva-Velasco ya en los límites del casco urbano. Atentos a cada señal para evitar los referidos desvíos y nuevos errores. Pero la intención es una y la realidad otra. Si fuese creyente, creería que algún diablillo malhumorado despistaba las señales y confundía con mala intención a los peregrinos. Por referir como adenda nefasta, la idea del diseño de los  indicadores  angulados en acero corten, chapas esquinadas  de no más de ochenta centímetros que intentan marcar la ruta olvidada con una flecha agujereada en la esquina superior. Si acaso, consiguen espolear la atención del peregrino para buscar sus enclaves, a veces colocados en los lugares más recónditos del monte y difíciles de distinguir por la asimilación mimética con el terreno, sobre todo cuando los matorrales y la vegetación de sotobosque los engullen.

   Ambos habían leído en la documentación, en papel y en pantalla,  que debían cruzar el río Trueba hacia la torre en ruina del siglo XIV, también de los Velasco. Sin embargo, continuaron por la ribera izquierda y una vez más tomaron el sentido  equivocado hacia Bárcena no hacia Santa Olalla como debieran. Un par de kilómetros de ida y vuelta al puente de marras para asumir la impotencia e invocar clemencia a los hados del despiste, para aprender entre otras cosas, que si por esos lares preguntas a una persona joven que faene en las primeras horas del día, probablemente no sea de la zona, la inmigración es notoria y desde luego no conocerá el huidizo trazado. Con un marcado acento porteño, una señora que acaba de aparcar su coche se disculpaba: «Yo no soy de acá, no tengo ni idea de qué es ese Camino Olvidado». Es tal la inseguridad que antes de llegar a Redondo, pararon para decidir qué sendero tomar y en qué sentido dejar colocado el madero de la flecha amarilla que un temporal había dejado tirado en los matorrales. En esa ocasión habían acertado y consiguieron llegar hasta Quisicedo, tras un tramo duro de altos hayedos y quejigos, con el calzado y las piernas empapadas por la humedad de los pasos por tanta trocha embarrada, para tomar un tentempié en el Bar Goiko frente a la maciza torre del reloj y de la iglesia de Santiago Apóstol, muestra de eclecticismo de estilos sobrepuestos, que sólo conserva de la planta original el ábside románico. Su intención era continuar hacia las cuevas del complejo kárstico de Ojo Guareña y visitar el eremitorio de San Bernabé. Al dejar a un lado una de las cuatro fuentes monumentales de la población, Lope preguntó por el camino a un señor que se deleitaba en su jardín, apoyado en la baranda del soportal de su casona. El tipo les indicó la dirección hacia la izquierda sin mediar palabra. Confiados en la indicación  bajaron por un estrecho carril hacia un puentecillo de madera.

    Pobres pardillos, engañados, se adentraron en la ruta de La cascada de Salceda, uno de los caminos más vistosos del Valle de Sotocuevas  que los llevaría a subir por las laderas de los Montes del Somo bajo las sombras de altas hayas y tramos en galería de espléndidos robledales, con intervalos de lluvia fina y breves cielos azules hasta llegar a la cascada del arroyo de San Miguel. Desde el sonoro cauce subirían al otro lado del valle por el Pico del Ángel. Recibían gustosamente las salpicaduras del agua fresca de los brezales a separarlos en el camino estrecho de la senda ascendente hasta encarar una áspera bajada que les llevaría a darse de bruces con la bifurcación inicial. De vuelta en Quisicedo. Camino olvidado e inolvidable según lo definió en un momento de chispa creativa el compañero de peregrinaje, cuando pasado el mediodía  almorzaban dignamente en la casa rural “La Engaña” en Pedrosa de Valdeporres, la meta de la segunda jornada. Cuando asumían, una vez más, las desviaciones indebidas de la jornada, apoyados en el brocal de la fuente de la partida, vieron la flecha que señalaba hacia la derecha para seguir el Camino ¿Los habría despistado a conciencia el tipo del chalé? Jugarretas de los hados del despiste encarnados  en los paisanos descontentos con el peregrinaje del Vexu Kamin. A Pedrosa habían llegado en el coche de Mila, la propietaria de la casa rural, con la que contactaron desde Quisicedo y que se ofreció a recogerlos en el mismo bar del refrigerio; supusieron que sería un favor incluido en el hospedaje, pero en la factura figuraría el discutible precio del transporte ofrecido.

  “Anoto las vivencias del día desde una habitación de trabajo de “La Engaña”, sobre una mesa redonda con seis sillas a su alrededor. Varios rotuladores en el tapete, una pizarra en una de las paredes y una estantería con manuales de inglés en otra. Durante el breve trayecto desde Quisicedo, Mila nos ha contado como había llegado a idear el proyecto de su negocio, con un cuarto de siglo ya, compartido con su pareja, Duncan, un británico al que conoció cuando buscaba a un gato perdido con otros amigos anglosajones. Desde entonces viven de la organización de cursos de inmersión lingüística para adultos que completan con excursiones por la zona. Por las ventanas, pequeñas y rectangulares se asoman los perfiles abruptos del Monte del Paño sobresaliente en la Peña pertinaz”. (4)

      Esa noche se retiraron a sus aposentos de camas altas y ventanucas pequeñas con el estómago vacío pues en los dos bares de la aldea no ofrecían nada para engañar el apetito. Tampoco el desayuno apalabrado por Jero con Mila, le resultó satisfactorio. Un precio excesivo para dos rebanadas de pan con mermelada de tomate, sin el aceite solicitado  y una vulgar bolsita de té. Camino austero de sacrificios indebidos.

    A las seis de la tarde del sábado 8 de junio, la lluvia salpica los cristales de la ventana de la modesta habitación del Mesón La piedra, en el barrio nuevo de Arija también conocido como barrio de Virga por el cauce del río sobre el que se levantó, hoy engullido en las aguas del Embalse del Ebro, pantano o lago, según lo llama con cariño la señora Resu, que a sus sesenta y siete años lleva más de un cuarto de siglo al frente del hostal en el que se hospedan. Aunque ya no sirva comidas, la señora les comentará que cuando estaba abierto como restaurante ofrecía un menú de calidad y que el comedor se le llenaba todos los fines de semana de “gente de Bilbao”. Más por nostalgia que por desidia, ha mantenido el nombre de mesón. Es un lugar de encuentro para los parroquianos en torno al café, a la copa y a la conversación cotidiana. Si acaso algún peregrino allí alojado lo necesita, la mesonera le preparará con calma un par de ricos huevos fritos con patatas, más impelida por la bienaventuranza aquella de dar de comer al hambriento que por el beneficio que la comanda genere. Tendrán oportunidad de comprobar la disponibilidad de la señora, cuando, ya aseados, tomaban un café y un té en el mismo establecimiento y oyeron como aceptaba la petición que en español, con marcado acento francés, le hacía el único peregrino con el que se cruzarían en las andanzas por el Camino de la montaña. Su aspecto, de barba descuidada y media melena desgreñada en los parietales de una alopecia galopante, con ropa ligera de tonos grises, manga larga y bolsita de tela al cuello para los documentos, manifestaba larga experiencia en diversas variantes del Camino Jacobeo como confirmarían más adelante.

   Fue la primera ocasión en la que entablaron  conversación con Jeanel, tan necesitado de hablar que no dudó en posponer la ingesta a pesar del voraz apetito. Les habló de su experiencia en el peregrinaje y les relató que había coincidido casualmente con otro peregrino, alpinista, “más joven y con piernas el doble de largas” que las suyas. Así que decidió continuar solo porque no podía mantener el ritmo del deportista. Jero había coincidido con ellos,  antes de salir de Espinosa el día anterior en el bar Donde Juanjo, regido por un antiguo miembro de la Patrulla Águila y del Ala 22 como  testimoniaban las fotografías y banderines de las paredes del local, el único abierto antes del amanecer en Espinosa de los Monteros, punto de llegada de la primera jornada. El francés iba con otro peregrino más joven y más fornido con ropa deportiva de calidad,  que no llegaba a la sesentena en la que sí debía habitar el desgreñado peregrino. Además de la diferencia de edad y de atuendos, le había llamado la atención que entre ellos no cruzaron palabra mientras tomaban un café con leche en vaso grande, cada cual ensimismado en sus pensamientos.  

  Los altos eucaliptos que guardan las orillas del embalse se agitan con el viento del noroeste, la luz de una de las bombillas de la lámpara tintinea peligrosamente. Intenta definir las sensaciones de su llegada al barrio nuevo de Arija a la hora del almuerzo. En la  mañana gris, el sol había lucido furtivamente sobre las laderas del Valle de Berezana. Caminaron siguiendo el curso del río Nela y un tramo de una vía verde del ferrocarril que no llegó a circular desde Santander al Mediterráneo. Se fajaron en un caminillo estrecho que volvió a empaparles los bajos hasta Soncillo, donde consiguieron, al fin, desayunar dignamente. Habían continuado por la carretera provincial hasta Cilleruelo de Berzana para que las incómodas humedades fuesen secando. Jero aireó los pies en el acerado de una iglesia y recuperó el ánimo para continuar con calcetines secos del todo El paisaje fue abriéndose con manchas de bosques más dispersas, lomas bajas, pastos para los caballos hispano-bretones recuperados por ganaderos atrevidos y campos de cereales que les acompañaron hasta entrar a San Vicente de Villamezán para conocer su iglesia que conserva la planta románica original y a pesar de las reformas. En sus volúmenes, el templo expresa la sólida sencillez de uno de los estilos más enraizados en la primera teogonía medieval. Como todas, también cerrada a la visita. Lástima que este denso patrimonio solo pueda disfrutarse desde el exterior. Un poco más adelante, por otro tramo de carretera llegaron al barrio nuevo de Arija.

    No dejaría de llover durante toda la noche, incluso pudo oír los truenos y ver los relámpagos tras los altos eucaliptos en la madrugada del domingo de elecciones para el Parlamento Europeo. En la atmósfera del barrio del Virga se respira un aire de pérdida y desconsuelo. En el único bar-restaurante, “El puñao”, se ofrece un menú aceptable. Es difícil discernir si el trato de la camarera con los clientes habituales se decanta hacia la ironía compartida, hacia el sarcasmo o hacia la chulería. Aúna cierta expresión violenta y remilgada a la vez. Aún con recio acento burgalés, la señorita, — Cómo me llame señora no te sirvo — le espetó a Lope al entrar a sus dominios, no duda en  defender con vehemencia los ingredientes del cocido montañés o las bondades de sus bocartes, como son conocidos los boquerones fritos en Cantabria. Jero percibe con más claridad la relatividad de las fronteras en cuanto a las limitaciones culturales que intenten fijar, sean las de las comunidades o las de los países. Las zonas culturales, los modos, hablas, acentos y las costumbres no son estancos y a pesar de la homogeneización global, los modos de unas y otras forman grandes zonas simbióticas imposibles de delimitar en la realidad de lo social. Así, la costumbre del pintxo-pote gratis durante un tiempo limitado se extiende hasta los bares del interior de esta comarca burgalesa de Las Merindades, en la que ya llevan dos días de trasiego. Como la lluvia no cesaba, decidieron pasar un rato de tertulia en torno a la única mesa camilla de las dos habitaciones y salir a hacer una ronda por las vacías calles arijenses. Entraron a único bar abierto con un camarero ataviado a lo heavy metal que sólo pudo servirles una caña y un par de banderillas picantes, así que volvieron al recurso referido de la señora Resu que les había prestado el paraguas para el corto paseo de exploración. Antes de retirarse, el par de peregrinos sexagenarios acordaron salir antes de la hora habitual para cruzar el ecuador de las etapas previstas del Camino Olvidado con las primeras luces del día y no llegar muy tarde a la meta siguiente: Olea.

   Habían quedado con la señora Resu en dejarle las llaves en el buzón de las habitaciones en el buzón exterior del Mesón. A pesar del cansancio acumulado desde Bilbao, Jero no había descansado. Las tormentas, el repiqueteo de la lluvia en los cristales y la incomodidad del estrecho colchón de la habitación conjuntaron las circunstancias para impedirlo. Al dar los primeros pasos de la tercera jornada andarina que les haría bordear el Embalse, echó en falta los bastones, ya imprescindibles apoyos para su senderear. Dado que los tres bares del barrio nuevo no abrirían antes de  las diez, Jero no podría desayunar al menos hasta Renedo o Arroyo. Así que “Jero de los Desdecires”, como se calificaba a sí mismo, tendría que caminar en ayunas, él que decía no poder salir de casa sin desayunar tenía por delante algo más de dos horas de marcha por el arcén de la carreta que desde Burgos los conduciría a Cantabria para conseguir el primer condumio. Para Lope, practicante habitual del ayuno prolongado desde la frugal cena hasta el almuerzo, antes de que se pusiera de moda la dieta el ayuno intermitente, no supondría esfuerzo alguno.

    A sus años, Jero ha aprendido la inutilidad de asegurar con rotundidad que no haría esto o aquello, porque las necesidades siempre cobran su cuota de renuncia en el logro de objetivos a medio plazo. Después de sufrir las consecuencias de la masificación del transporte aéreo en el último viaje a Madeira, anunció a los amigos que no volvería a viajar en avión en su vida. Sin embargo, desde aquella inútil proclamación, mas de tres veces había vuelto a viajar como pasajero enlatado en aeronaves de transporte masivo, con el débil argumento de que no salían del ámbito nacional. Poco tiempo atrás había calificado de esnobs a los senderistas con bastones, sometidos a las modas del mercado, presos del consumismo desaforado... Veleidades. Cuando el pasado verano los usó por primera vez ruteando por los Camins de ronda para contrarrestar los efectos de la artrosis en la cadera, entendió que ya no habría caminos para él sin los estilosos báculos. Caminar es superar limitaciones y apurar posibilidades. Antes de depositar las llaves, Lope le preguntó si había revisado la habitación a lo que contestó afirmativamente, incluso con aspereza. Una disculpa inmediata y displicente y la conjunción de equipo para desmontar la plaquita translúcida de la caja y usar un lápiz como gancho llavinero solucionarían el olvido. Veinte minutos añadidos para comenzar la caminata por la orilla  sur del extenso mar interior del que emanaba una espesa niebla, casi más ría alta que embalse. Cada jornada depara una sorpresa en el más incierto de los itinerarios jacobeos, como comprobaron desde la primera ruta. Camino preñado de incidencias y de descubrimientos, de adversidades superables, de exigencias y retos impensados.

   Pronto dejarían atrás el sinuoso trazado urbano del barrio nuevo, limitado a una sucesión de tres calles paralelas y una gran perpendicular hasta “la playa y el embarcadero”, siendo la principal, la dedicada al ingeniero Arsenio Blanchott, cuyo busto, sobre un pedestal al que custodia la figura de un obrero cristalero con la ropa de faena, obra de Victorio Macho, esboza una mirada clasista al pasado industrial del enclave. Blanchott fue el primer director de la empresa Cristalería Española, sucursal de la compañía francesa Saint-Gobain que se instaló en la zona en 1906 para aprovechar las arenas silíceas. La calle está flanqueada por algunos edificios de corte burgués que sobrevivieron al abandono y por construcciones anodinas de los sesenta. Las compuertas de la presa se cerraron en 1947 pero no fue hasta 1952 cuando se inundó definitivamente el valle. El 60% de los obreros cristaleros se trasladaron a la nueva planta de Avilés. Hasta su desmantelamiento la empresa llegó a tener más de mil trabajadores. El embalse es uno de los más extensos de la Península Ibérica, con una superficie cercana a las 6 300 ha y el tercero en capacidad de la cuenca con 541 hm³. Bajo sus aguas quedaron sepultados los pueblos de Medianedo, La Magdalena, Quintanilla y Quintanilla de Bustamante. La mayor parte de los edificios de los directivos del barrio bajo quedaron abandonados. Aunque los expedientes de expropiación de los terrenos inundables se habían empezado a incoar bajo la República, ninguna de las promesas que la dictadura franquista esgrimió durante las obras para el desalojo de los habitantes de los pueblos inundados llegó a cumplirse. A su espalda quedarían los restos del único puente con el que se intentó cumplir con la conexión de las dos orillas, un viaducto de 950 m, conocido como Puente de Noguerol de 43 arcos que, por fallos estructurales se derrumbó a poco de ser inaugurado por Franco. Hasta sus restos fueron volados para no dejar testimonio  material de un tiempo de opresión, de miserias y de ineficiencia. Perduran en la memoria colectiva el legado oral de estas letrillas de las Coplas del pantano  en su mayor parte nacidas de la resistencia y de la desesperación popular y cantadas en la clandestinidad de las reuniones familiares. Mientras van acelerando el paso y adaptándose al ritmo que el carril bici y peatonal impone, pudieron contemplar el largo puente del tren de vía estrecha de Las Roblas a su derecha, recuperado en 2003.


El 30 de marzo

que desgracia nos cayó

a todos los embalsados

de este alrededor.

Ya cerraron las compuertas

y nos echaron el agua.

No nos queda más remedio

que abandonar nuestras casas

Indemnización nos ofrecen

porque marchemos contentos

Eso no lo lograrán

aunque nos den muchos cientos.

Dicen que nos van a dar

muy buena indemnización,

más valdría que tuvieran

de nosotros compasión


    Cuando repase las notas de este día encontrará en la red varios documentales tratando el asunto, útiles para conocer las consecuencias de la construcción del embalse en la población de la zona. Quizás el más recomendable por su proyección estética y su carga de denuncia serena sea el titulado “Dónde aprendiste a vivir”, rodado en 2008 por Burbuja Films.

    Hay constancia que hasta 260 presos políticos trabajaron en las obras desde 1942, que fueron alojados en los antiguos barracones de la fábrica de vidrio en precarias condiciones de higiene y de alimentación. No consta el número de sobrevivientes de este cupo de trabajadores forzados. En el texto de la placa conmemorativa de la conclusión de las compuertas, a unos centenares de metros de Arroyo,  se hace una loa al ingeniero que dirigió las obras en “su apostolado” y se agradece “el sacrificio a los trabajadores caídos por España”. Afortunadamente en el mismo muro memorial, otra losa conmemorativa colocada años después ya en democracia, expresa la significación de aquellos “caídos por España” en su condición de represaliados obligados a trabajar en la gran obra por su fidelidad a la República y su resistencia al fascismo. En un día como este, cuando las previsiones electorales para Europa no son muy optimistas conviene recordar las barbaridades cometidas en los años centrales del pasado siglo por el auge de los totalitarismos. Tanto su compañero como él habían votado por correo antes de la partida para no renunciar al derecho y al deber ciudadano, pero la preocupación por los resultados y el posible acercamiento de los partidos de la ultraderecha fue un vaivén en su mente a lo largo del domingo pedestre. La niebla que le impedía disfrutar a fondo de las estampas de las aguas y la monotonía del carril peatonal por la carreta le permite divagar y saltar de una a otra referencia sin dejar de ritmar los pasos. También hay silencios fértiles para el caminante ensimismado.

    En la casa rural La lobera, el único local abierto en la localidad de Arroyo, consiguieron reconstituir el cuerpo y alegrar el espíritu, después de doce km de caminar con el estómago vacío. Quedaron encantados con la atención recibida por parte de la propietaria, Pili, una mujer encantadora y abierta. Les comentó de su militancia activa  contra el deterioro ambiental que supondrán los parques eólicos que se pretenden instalar en el embalse y en sus alrededores. Por sus indicaciones consiguieron dar con el desvío adecuado para seguir la ruta sin más errores y atacar la subida al Alto del Catío (1 162 m) bajo un fuerte viento y una espesa niebla. Según ascendían por los senderos encharcados que los sumían en la sombra de los robledales, la pátina  gris del embalse fue desvaneciéndose al noroeste mientras caminaban en sentido opuesto al valle inundado.

    “Acogido y sobrecogido en el monte. Una vez más, preso en la densidad verde de los bosques conforme ascendías, envuelto en los vientos, desdibujado en la niebla, de nuevo con los pies húmedos sobre la hierba de la cima, vacas quietas, dispersas, algunos caballos hispano-bretones liberados en los pradales, tú,  sometido al opaco blancor de la altura, muy cerca del aerogenerador de experimentación de dimensiones colosales, conocido como “El monstruo”. Ha sido  colocado experimentalmente cerca del punto geodésico, por la empresa belga que pretende la construcción de un parque eólico y convencer con razones espurias a los vecinos de Arroyo de las ventajas que les acarrearía. Al rugido del viento, y al golpeteo de la lluvia,  racheada a ratos, se sumaron las notas discordantes de las aspas de fibra de vidrio y resina del neomolino en un único aullido de sonidos telúricos.

     Caminamos paralelamente a la única alambrada divisoria para no perdernos,  hasta hallar un paso para saltar a una pista de grava que parecía más transitable desde la ubicación del vértice geodésico. Mientras forcejeábamos con los  palitroques de una cancelilla y con los eslabones de la cadena que la sujeta, a mi compañero se le iban quedando las manos heladas y en mí crecía la tensión acumulada en el ascenso. Continuamos más calmados, después de recolocar verticalmente un poste de señalización de caminos descuajado de su base por la acción del viento, sin conseguirlo del todo. Cada jornada tiene su momento de tensión y su momento de serena aceptación de las dificultades. Poco nos duró la relativa comodidad del descenso pues, a unos centenares de metros, la pista desembocaba en una antigua calzada que debería llevar a Juliobriga en la cercanía de Retortillo, pero ninguna flecha aparecía a la vista. Las expectativas de mejora quedarían  sepultadas como mis  botines, cargados de pellas de barros, arcilla fina y fluida, pegada a las suelas en el vano intento de superar las corredoiras (al galaico modo definidas), embarradas sobre el piso de cantos rodados resultado de la erosión del tiempo en la calzada. Te aterra el enfriamiento que pueda ocasionarte el andar con los pies mojados porque recuerdas otra ocasión en la que por negras razones te adentraste en la orilla del Atlántico con botines y la insensatez pudo salirte muy cara”. (5)

      La lluvia de la noche hacía impracticable el paso por el pedregal y subieron a las laderas de espinos para intentar el sentido del trazado. Por sorpresa encontraron una flecha amarilla en un tablón clavado en el terreno en dirección perpendicular a la vía, hacia el monte espeso. Búsquedas en distintas direcciones, consultas en el telemapa, dubitaciones varias, mientras los pinchazos del matorral no perdonaban en las exploraciones para dar con la indicación que les sacara del lugar. El día avanzaba y la humedad crecía en el monte. Uno busca por un lado, el otro en sentido divergente. Dudas, vacilaciones, inquietud. Las nubes avanzaban y la lluvia parecía inminente. Lope logró encontrar una segunda flecha que les llevaría al otro lado del Valle y pronto pudieron  vislumbrar desde la calzada de Juliobriga, que tampoco podrían visitar, la imagen majestuosa de la torre de la colegiata de San Pedro de Cervatos hacia el este, adonde llegarían media hora después de bajar una pronunciada pendiente. En la aldea de calles empedradas, con poco más de sesenta habitantes, solo pudieron engañar el estómago con una cerveza y un platillo de quesos en el bar de La asociación cultural abierto por ser domingo. Con el ligero picoteo reemprendieron la marcha. A La colegiata románica, conocida por los esculpidos eróticos de sus canecillos, con una rica portada de seis arquivoltas, tampoco pudieron entrar. Una pareja de alemanes llevaban esperando un buen rato a la señora que tenía las llaves. El tiempo apremiaba. Aún tenían unos km que cubrir en su plan de ruta y  algunas decisiones que tomar en cuanto a la dirección óptima para cerrar el día, en una de las tardes más frías que hizo más llevadera la subida por carretera al Alto del Bardal, ya en las inmediaciones de Olea.

“La alegría de sentir de nuevo los pies ligeros te impulsa, habéis superado otro obstáculo. Desde la desesperación, desde el retroceso al avance en los alternantes ritmos del camino de estas jornadas exigentes, de largos ayunos, de constante esfuerzo,  de superar tus límites y sentirte satisfecho por el modesto logro de cada día”. (6)

    Salieron de Olea muy temprano, con el buen sabor de boca de haber sido bien atendidos en los apartamentos rurales de Casa Miguel, el mejor y más asequible de los alojamientos vividos a los que llegaron en la tarde desabrida del domingo, con el frío en los huesos y el cansancio acumulado de la ayunada caminata desde Arija. Dispusieron de un salón acogedor decorado a la cántabra, con mesa de roble, banco de haya y una cocina en la que pudieron pergeñar una cena caliente con verduras al romero vendidas a módico precio por la señora Carmen y un vinoble barato que les supo a cata de gran reserva. Para completar el hospedaje, el titular del establecimiento, al presentarse en la estancia para cerrar el trámite del hospedaje, sin requerimiento de datos ni registro alguno, hizo que los acompañaran a la bodeguilla para mostrarle sus destilados y echar un rato de charla. Antes de retirarse, Miguel les dejó una botella de licor de cerezas a su disposición para que tomaran lo chupitos que les apetecieran después de la cena. A pesar de la insistencia de los peregrinos, se negó orgullosamente a aceptar tres euros que sobraban del pago en efectivo, que como propina de agradecimiento, más gesto simbólico que recompensa, quisieron dejarle. Sano orgullo del cántabro, prejubilado veinte años atrás de una empresa de acero en Reinosa. Con la indemnización recibida montó el negocio y levantó la casa de los apartamentos que ha llegado hasta hoy sin más alharacas que la de la confianza en la bondad de los otros. Bonhomía sin dobleces. Los chupitos les ayudaron a deglutir el pesimismo por los amargos resultados electorales que pudieron seguir en la gran pantalla del televisor del salón rural.

     La última jornada fue la más monótona porque las carreteras se imponen y el  caminar se hace aburrido y peligroso. Según van calentándose las plantas de los pies va enfriándose el ánimo andarín. Desde Olea hasta Casasola tuvieron que decidir el sentido de la marcha, sin apoyo de flechas amarillas ni de chapas anguladas, hacia el  suroeste con el sol a la espalda y la intuición caminera detrás de las sombras proyectadas en las hijuelas. De poco sirven en ciertos pagos  los desenderedados senderos ni el mapa telemático. La presión de tener que volver sobre los pasos se acentúa. Templanza y calma para disminuir los efectos  de los posibles errores hasta llegar al pueblito previsto en valles de soledades. Menhires ancestrales, misteriosos cultos a deidades desconocidas, líneas equinocciales, fronteras de feudos, testimonios en piedra del principio mítico para entender el mundo. Les orienta la piedra de Sansón o piedra hincada antes de Quintanilla y el menhir de Las Llanedas para especular en sus orígenes y constatar nuestro acervo como generadores de metáforas.

    Al noreste los picos de la Montaña Palentina y encuentros con nuevos restos de la ingeniería romana. Modesto puente de Casasola y el Puente de la perdiz como elemento de paso en la calzada Pisoraca que comunicaba a la Meseta con la costa en el Portum Blendium, actual Suances en las cercanías de Néstar. Basta un trozo medianamente conservado de poco más de 4 m² para  levantar un lugar didáctico con paneles informativos sobre las proezas constructoras de Roma. Antes habían descansado en un poyo adosado a la fachada del palacio de La Corralada bajo uno de los blasones más floridos de la ruta en el caserío de Las Henestrosas de las Quintanillas, alojamiento rural, también cerrado. Fue una etapa rica en patrimonio artístico en la que a estas alturas de lo andado, no dejará al olvido la referencia la iglesia a Santa María la Real. Construcción atractiva, de belleza exenta sobre un promontorio del valle. Edificio memorable en su conjunto, de austero ábside coronado por cornisa con canecillos de variados motivos. A su falda un cementerio pequeño que antes fue necrópolis. En los reformados escalones de la fachada al sur pudieron descansar un rato de la mañana soleada y fresca. Los graznidos de una pareja de cuervos que anidaban en la torre rompió el silencio.

   A partir del área de interpretación de las calzadas romanas del Puente de la Perdiz, aún quedaban cinco km por un carril bici paralelo a la lineal carreta P-220 que se me hizo interminable y pesada. Solo las brillantes ondulaciones del viento sobre los trigales verdes me distraían el cansancio. En esos momentos te plantea el valor de la experiencia, la consistencia de lo vivido, la utilidad de lo aprendido…Durante un tramo nos acompañó un bicigrino, un joven de Bilbao muy preocupado por conseguir los sellos para asegurarse plaza en los albergues que probablemente se estrenaba en la experiencia. Después de siete horas pasamos por las ruinas del castillo de Aguilar de Campoo en dirección a la primera de las puertas del recinto amurallado, la Puerta de Reinosa. Fin de la etapa, fin del Camino. Epílogo del viaje”. (7)

    Ya en Aguilar, renunciaron a la reserva que tenían en un hostal de las afueras, en la zona industrial para quedarse en un hotel más barato de intramuros y  disfrutar con calma de la ciudad-meta. Aprovecharon la tarde para visitar el interior de la colegiata de San Miguel, majestuoso edificio en el que se pueden apreciar los rasgos de la planta románica, la filigrana del gótico y la linealidad renacentista. Pudieron acceder también al Museo de Arte Sacro que cierra las naves laterales.

   “Además del trabajo de los arcos y de la sillería del coro, me han gustado especialmente las tallas románicas de las vírgenes sedentes en sus atribuciones como María la Real y la Mayor porque la ingenuidad de los rostros, la desproporcionada relación entre el cuerpo y la cabeza o el homunculismo del niño siempre me causan ternura pues no dejan de ser cantos a la maternidad y a la vida naciente. No consigo el mismo disfrute en la contemplación de la anatomía rígida de los cuerpos atormentados de los cristos románicos en su absoluta inverosimilitud”. (8)

    Después de un tranquilo paseo por las limpias riberas del Pisuerga a su paso por la villa de las siete puertas, recorrieron estas y con una cena temprana en una de las amplias cafeterías de los soportales de la plaza de España, el centro neurálgico de la vida aguilarense se retiraron a las habitaciones. En la cafetería del hotel volvieron a encontrarse con Jeanel que, muy afectado por el ascenso de la extrema derecha en su país que habían llevado a la disolución de la Asamblea Nacional por parte del presidente Macron, había decidido suspender su camino hasta Santiago y tomar dos días después un autobús que lo llevaría a Burgos y de vuelta a Francia. El hombre se veía muy preocupado por los efectos que pueda traer el triunfo del neofascismo en el país galo. Preocupación que compartieron y sobre la que departieron los tres peregrinos, con la edad suficiente y el conocimiento necesario para no ignorar la gravedad del renacer de viejo fascio en la sociedad digitalizada.

   Habían acordado pasar el día en Aguilar hasta coger el tren a las seis y media de la tarde con destino a Palencia, donde harían transbordo hasta Oviedo para volar desde el aeropuerto de Asturias a Sevilla en la mañana siguiente. Tenían que gestionar el envío de los bastones de Jaro, visitar el Museo Románico del Monasterio de Santa María la Mayor y hacer que esas horas de tránsito no pasaran en balde.

“Proyección de tu sombra delante de tus pasos por el asfalto, por la gravilla, por los restos de losas de las calzadas, por la tierra roja, por la hierba mojada,  con el sol a la espalda, hacia el oeste siempre”… (9)  

   Así había comenzado Jero con las notas en el cuaderno de ruta en la mesa de habitación del penúltimo hotel del viaje. Después del desayuno, ya sin prisas, sin más expectativas que las de turistear por la ciudad, habían subido a las habitaciones porque Lope tenía apalabrada una videoconferencia de trabajo y aprovecharía para continuar con sus escritureos, cuando lo imprevisto se apodera del presente y si no lo cambia, lo pospone, lo redirige, rompe con lo planeado. Dubitado devenir del Camino.

 — Tú estás muy mal, tío, llama a Mónica — oyó que alguien decía desde un móvil al que siguieron unos rugidos desaforados, extraños, guturales, al otro lado de la puerta. Le costaba dar realidad a aquellos lamentos heridos de dolor, impropios de una garganta humana que se repetían espasmódicamente mientras subían en intensidad y desgarro. Lope también lo oía en la habitación contigua y con un mensaje se pusieron de acuerdo para abrir la puerta de cada habitación a la vez. En el suelo yacía un hombre corpulento tendido boca abajo en su sufrimiento inexplicable. Al ruido acudieron otros huéspedes de la planta segunda y se dio aviso en recepción. Entre tres personas lograron arrastrarlo al hall de la planta y Lope avisó al 061 haciendo de eco a los extraños rugidos del enfermo. Probablemente había ingerido drogas duras y sufría un shock anafiláctico. En unos minutos se personó la pareja de la Guardia Civil y después la ambulancia de urgencias, cuya doctora decidió llevarlo directamente al hospital de Palencia. Una manera inesperada de comenzar la mañana que se prometían tranquila. Ya repuestos del sobresalto, empaquetados y remitidos los bastones al sur se dirigieron al Monasterio de Santa María la Real con la ilusión de visitar el Museo de Arte Románico (ROM) ubicado en su interior. Pero, otra frustración en las expectativas, el museo sólo abre cuatro tardes a la semana. Al menos los jóvenes que acuden al instituto de secundaria allí ubicado tienen el privilegio de disfrutar de un entorno privilegiado. Tampoco pudieron acceder al claustro y tuvieron que conformarse con ver en la loma del otro lado de la carretera, la entrada a la Cueva de Bernardo el Carpio, que como bien se explica en el cartel informativo poco tenga que ver su origen con las leyendas que la envuelven. En la misma línea de cauto humor y sano escepticismo se desarrolla la explicación del texto de la entrada al patio del monasterio. Quizás, sea la inspiración del humorista gráfico Peridis, fundador de la Asociación que desde 1977 logró la devolución al municipio de este patrimonio,  espacio vivo en la actualidad gracias a la presencia de  los estudiantes. 

    Tuvieron la suerte de conocer la vitalidad de Aguilar por ser martes, día de mercado, cuando su plaza de España recoge el ambiente alegre del comercio ambulante, continuación de siglos de los días de feria que vivificaron los burgos del Medievo y han germinado en el presente  con furgonetas acondicionadas para la venta de productos artesanos, chacinas, quesos, pastelería tradicional, vendedores de miel, de frutos secos, de frutas y hortalizas vendidas por sus agricultores, y prendas íntimas: «Cuatro pares de boxes a quince pavos, niña»; reclamos voceados con acento mesetario y dicción calé. Prolongaron el paseo hasta la Judería y la Puerta de la Tobalina, en proceso de restauración en esa mañana, realizada por un equipo de cuatro albañiles especializados, dos magrebíes, un subsahariano y un latinoamericano. Aportación de savia joven con ganas de enraizar en esta tierra vieja.

    Para matar el gusanillo del caminar, decidieron ir a pie hasta la estación, a cuatro km del casco urbano. Salieron por la misma Puerta de Reinosa por la que habían entrado veinticuatro horas antes. Caminaron con precaución por el arcén de la carretera N-627, envueltos en los aromas a harina tostada y a azúcar que emanaban de las extensas instalaciones de la Galletas Gullón, una marca que mantiene un alto nivel de producción y de exportación. El tren de media distancia llegó con diez minutos de retraso que fueron creciendo por los parones de obras de mejora de las vías hasta Palencia. Una tensión añadida al día que se habían figurado tranquilo, mientras el tren se demoraba a su paso por las poblaciones más pobres de Los páramos y de la Tierra de Campos. Consiguieron subir al Alvia a Oviedo porque también había acumulado un leve retraso desde Alicante.  

    Oviedo amaneció bajo la misma capa de orbaio que había dejado de caer en toda la noche. Ya en la zona de embarque del aeropuerto, Lope se notó un dolor intenso en los gemelos de la pierna derecha. Un insecto se había alojado días atrás allí y algo parecido al abdomen sobresalía de un círculo amoratado en la piel. Tuvo que salir de la zona de embarque para ser atendido en el puesto de socorro en la zona de llegada. Allí le extrajeron el cuerpo del kamikaze alado y le recomendaron tratamiento antibiótico para evitar cualquier infección. Otra incidencia más en el haber de las desazones ya no en el camino, sino en el viaje de regreso...

De vuelta en la fila 6 del avión de otra compañía de bajo coste que ni siquiera aguarda a que hayan salido todos los pasajeros recién aterrizados para que accedan los del vuelo siguiente. Prisas en el embarque, prisas en el aterrizaje, descuido en los usos, pequeños agravios en el altar del transporte de masas. Durante algo más de una hora mantendrás las piernas encogidas sobre la mochila que no acaba de entrar del todo bajo el reducido asiento.

   Cómo has ido deshojando las hojas de la documentación previa de cada etapa una vez cumplidas, ahora se reconstruirán en ti las vivencias, se recrearán los momentos plácidos y se olvidarán los instantes duros, pero siempre se cimentarán en la memoria los aprendizajes alcanzados en este Dubitado Camino Olvidado”. (10)

 

* Notas del Cuaderno de ruta de Jero Acal. (1 - 10)



                                                      Sevilla, a 25 de junio de 2024

   

jueves, 19 de octubre de 2023

Orto y ocaso en Los Picos de Europa

                                                                             

Aristas, vertientes y azules
                                 

      Siempre alborea” es la frase de presentación de un buen amigo en una red social. Así expresa su razonado optimismo sobre el vivir a pesar de los golpes recibidos y de los síntomas de deterioro de la realidad ambiente. Hace dos años que cruzó la frontera formal de la vejez, determinada por la jubilación y por la decadencia pautada de la edad y sus alifafes. Desde entonces, procura  aprehender la resistencia inherente al ser humano en la empatía con sus semejantes frente a las graves consecuencias que tendrá sobre la humanidad una civilización basada en modos de vida insostenibles para la supervivencia de la especie. A pesar del colapso climático y de los graves desequilibrios que acarrea el actual sistema económico, él se empeña en mantener la serena alegría imprescindible en los años que le resten. Porque es consciente de la brevedad del tiempo humano y de la agonía de nuestro modo de vida se emociona cada vez más con la belleza de las montañas, con los bosques y sus verdes, con los pocos ríos de aguas cristalinas que quedan, con las fuentes de agua potable en las que pueda renovar la cantimplora y con cualquier muestra de arte que aporte belleza al mundo en cualquier soporte, noble o vulgar, mármol, piedra, ladrillo o vidrio, lienzo o muro, notas o textos que reduzcan la fealdad globalizada del presente. Me comenta que cada mañana sale al  balcón de su piso en un barrio popular para  ver el amanecer en el amplio cielo y constatar que los primeros rayos de sol, reflejados en los edificios contrapuestos del oeste,  le confirman que la vida merece la pena y que siempre la luz rompe las oscuridades del adentro y de las afueras, porque siempre alborea...

    Mi amigo ha vuelto hace unas semanas de hacer el Camino del Salvador, una ruta jacobea por la que algunos peregrinos del Camino Francés, al llegar a León, se desviaban al norte hasta Oviedo de donde partía el primer camino o Camino Primitivo hasta Santiago. Cuando a principios del siglo X, el Reino Astur en su expansión territorial pasó a ser Reino de León, la ciudad fue sede de la corte y núcleo promotor del Camino Francés con el apoyo de los monarcas de los distintos reinos por los que transcurriría, de la nobleza y de la omnipresente Iglesia. Sería el más transitado hasta el siglo XV. En el Codex Calixtinus, redactado en el siglo XII, cuyas múltiples copias manuscritas se conocen como el Liber Sancti Jacobi, se llega a afirmar que hasta mil peregrinos podían llegar en alguna jornada hasta Compostela. En 1993 el Camino Francés fue declarado Patrimonio de la Humanidad. En 2004 se sumaron a tal denominación el Camino Primitivo, el Camino de invierno, el Camino Portugués, el Camino del Norte y el de La Vía de la plata. Sean bienvenidas  cuantas nuevas ocurrencias e ideas surjan  para paliar las necesidades de zonas rurales cuyos caminos puedan generar beneficios en las comarcas que crucen, permitan el ocio saludable de los peregrinos, faciliten la práctica de su fe o de sus descreencias, la conservación del patrimonio cultural más dejado y el conocimiento de parajes atractivos y poco hollados hasta que dejen de serlo, sea por la integración en los circuitos turísticos o por la depauperación sistemática de un medio condenado a dejar de ser.

     En la actualidad, la masificación del Camino Francés es una evidencia preocupante. El año pasado llegaron 450.000 peregrinos a la capital gallega. Un 65% lo hizo desde algún punto de esta ruta. Una media de cuatro mil personas al día en el último mes de agosto. Las señales de disrupción sobre el patrimonio santiaguino empiezan a ser significativas, la carestía de la vivienda de alquiler en Santiago para los estudiantes universitarios,  los altos precios  del m² que imposibilitan la compra de vivienda y frustra los proyectos vitales de los jóvenes, los conflictos de convivencia entre una parte minoritaria de los visitantes con los vecinos y las insuficiencias de las infraestructuras empiezan a ser problemas de difícil solución bajo una óptica sesgada por la consecución del beneficio económico inmediato por parte de la administración local y autonómica. Mas no es mi propósito analizar aquí las causas y alternativas a un hecho de origen medieval tan bien adaptado a la expansión del turismo de masas de la posmodernidad, sino la de dar eco a las escrivivencias del amigo empeñado en otras lecturas del mismo a partir de las andaduras por sus ramales.   

    Antes de pasar a la crónica del senderear por Los Picos de Europa que Jero Acal me ha enviado, valga de pórtico una de tantas frases leídas no sé dónde en torno al tópico de la experiencia del viaje que en su momento me hizo pensar y decía: “Si quieres viajar rápido ve solo, si quieres viajar lejos ve acompañado”. Tras la lectura del texto sobre su último sendereo, intuyo que si Jero ha llegado lejos en sí mismo más allá de la distancia real prevista ha sido por haberla compartido. Con la fina ironía que le caracteriza,  un amigo común, Manuel H, definió al grupo de cuatro miembros que han cumplido con el trazado salvadorano como “Pandilla mística”, feliz hallazgo verbal, terrenal picaresca y luminosa mística, calles de barrio y alucinadas raptos, laderas y cielos. Me consta que sin la experiencia y el liderazgo de Alvil, sin la generosa entrega en la intendencia de Mara y sin la bendita alegría y optimismo de Irena, la experiencia para él habría sido más pobre o quizás ni siquiera hubiese llegado a buen puerto. Y sí, las caminatas culminaron bajo la indeleble vigilancia del atormentado don Fermín de Pas desde la única torre que se alza en la plaza  del Salvador. Además, según la foto que me ha enviado al whatsap, queda demostrada su consecución en la Salvadorana (diplomita “gratuito” de ornato pseudogótico, obtenido tras la presentación de la cartilla de los sellos de los bares, hostales, pensiones o iglesias de los enclaves transitados) expedida a su nombre el 29 de septiembre de 2023 por un joven sacerdote émulo del magistral de la Sancta Ovetensis. En la credencial, La Santa Iglesia Catedral Basílica Metropolitana del Santísimo Salvador de Oviedo le  Expresa su  bienvenida y se le desea todo género de gracias y bendiciones como fruto de su peregrinación”. Porque como se refiere en la canción medieval francesa “Quien va a Santiago y no va al Salvador, honra al criado y deja al señor".  Espero que esas gracias y bendiciones vayan horadando con leves grietas el alto muro de razones sobre las que mi querido amigo erige el sopesado ateísmo en el que milita desde la más temprana juventud. En su radical descreencia persiste después de haber realizado el Camino Francés a pie desde Roncesvalles, el Camino de Invierno y el Camino Primitivo como bicigrino y ahora de vuelta al peregrinaje a pie por el Salvador. Supongo que si Dios existiera se lo tendría muy en cuenta porque por falta de honras al imaginario de las creencias no quedare. En fin…

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 Jornadas salvadoranas

Primera jornada

    A las siete y media se encendieron las tres lámparas del vetusto y coqueto salón comedor del Hostal Orejas de León, el primero de los alojamientos. Una pensión tradicional que ocupa varias plantas de un edificio que cuenta con más  viviendas particulares y hace esquina con la placita de la Pícara Justina. Porque habrá de saber que la expresión “Si no le gusta León ahí tiene la estación” fue acuñada por la original propiedad del establecimiento ante un huésped descontento con la ciudad. Aún tardaría en amanecer. Irena y yo habíamos esperado con impaciencia su apertura para  el desayuno de la primera jornada del Camino de San Salvador, con expectativas, con preocupación por el rendimiento de cada cual y con el reto del primer día por delante. Al poco bajó Alvil ya con la mochila preparada, mientras su esposa, Mara, se quedaría en la habitación con las maletas hasta que pasara a recogerla a las once el chico del transporte pactado para toda la ruta.

    Se desperezaba el lunes cuando frente a la exuberante fachada plateresca del antiguo Convento de San Marcos, hoy Parador, una  leonesa de carrera tempranera se ofreció a hacernos una foto a la tríada caminante junto a la estatua en bronce de un peregrino del Medievo, sentado en un cruceiro con  las sandalias quitadas y los pies descalzos.  El conjunto no tiene más de veinticinco años pero contribuye a alimentar la atracción posmoderna del Camino. Los demás peregrinos caminarían hacia el oeste, nosotros al norte. Sensaciones de elitismo senderista, falsas percepciones de minoría, miedo al sobreesfuerzo anunciado. Largo fue el primer tramo paralelo al cauce del Bernesga. El nivel de desarrollo económico que se denota en la calidad de las sucesivas urbanizaciones en el que se aprecia el buen gusto de una arquitectura cuidada que combina los materiales autóctonos, la piedra y la pizarra, con un diseño funcional atractivo y que prácticamente conurban hasta el longitudinal Carbajal de la Legua no es comparable con los pueblos que recuerdo conocí cuando hace poco más de un año pedaleaba por El Bierzo. En Carvajal sobraron ya las prendas de abrigo. Anuncio cierto del calor extremo que nos acompañaría durante las siguientes jornadas hasta Oviedo.

      Después de la primera legua cumplida el paisaje anuncia suavemente las montañas azuladas que aguardan solemnes para los días siguientes. Superado ya el estrés de la preparación, interiorizado el itinerario y asumida la información posible, entregado a la realidad de la aventura porque aunque sabes que todo está medido, cuantificado y planeado, siempre queda una posibilidad de lo imprevisto, el bendito riesgo que no evaluará nunca la IA. Tiempo en ti para apurar la experiencia  y centrar las expectativas que tienes por delante en este camino que dicen es duro por un terreno que poco a poco alcanzará alturas.

     Aunque la noche anterior nos habíamos retirado temprano aún pesaba el cansancio del viaje en coche y de la completa  tarde leonesa de turisteo. Una opípara comida de inauguración en el restaurante La taberna en el límite norte del Barrio Húmedo, un paseo hasta La plaza del Grano para tomar un café en una de los inestables veladores del irregular piso de piedras amojamadas por el tiempo, un breve descanso al fresquito de la fuente del rollo barroquizante con sus querubines fluviados a la espalda del ábside de la iglesia de Santa María del Camino o del Mercado. Después de una ojeada al patio del albergue público, sito en el antiguo convento de Las Carbajalas, donde las monjas seglares, de previsible imagen, entrevistaban a los jóvenes peregrinos postulantes al cobijo. La visita fue muy breve  porque el característico olor a humanidad caminada de estas hospederías me impulsó a la huida. Un paseo hasta la Pulchra Leonina por la abarrotada calle Ancha que separa el Barrio Húmedo del Barrio Romántico. Paseo anonadado bajo una luz hiriente que realza la plástica de los geranios profusos en los balcones de las llamativas fachadas modernistas.  Arquitectura ecléctica de forjas artísticas y amplios ventanales. Contra mi prejuicio pagaremos la entrada porque es imprescindible acceder a la muestra más rica del gótico francés en la Península. Volví a gozar con el juego de luces que a esa hora inundaban las naves de las vidrieras restauradas, originales, en proceso de restauración y de acumulación, mágicas, complejas en su factura e ingenuas en su iconografía. Más de treinta años después sigo subyugado por las nervaduras de las naves, el trascoro y la alargada ostentación de formas leves del templo. En la primera noche, tomamos una caña en la placita de la Pícara Justina junto a un velador en el que un avejentado Julio Llamazares, quizás bajo una lluvia amarilla que sólo a él le afectara, también apuraba el atardecer en compañía menos adusta. Aún tuvimos arrestos para acercarnos a la Colegiata de San Isidoro con la suerte de poder acceder al interior porque se celebraba la última misa dominical de las nueve. Asistencia significativa de edades provectas en los bancos y absorta visión de la estilizada nervadura, su bóveda de cañón y la conjunción de la arquería bajo la que los fieles se acercaban a la ingestión  de su deidad transmutada en delgada oblea. Superposición de estilos y tiempos, admirable el sencillo equilibrio del románico de la Puerta del Perdón y la armonía de los distintos edificios que circunvalan la amplia plaza discretamente iluminada en la noche casi otoñal.

     A partir de Cabanillas llegaron las subiditas primeras, los robledales y las encinas. El primer buzón para dejar una nota escrita, la tentación de dejar constancia de tu paso con palabras de loa a la tierra, las primeras vistas hacia el Bernesga en su recorrido por el fondo del valle. Aparecen altaritos con figuras de plástico o de escayola en representaciones ingenuas de la escena del portal de Belén, figurillas  ingenuas del misterio de la familia del Cristo salvífico, bustos de madamas de mercadillo, vírgenes cual ninfas precristianas en las oquedades de los troncos centenarios. Más adelante, en un segundo buzón para los textitos más o menos inspirados de los peregrinos, las alusiones cúrsiles y las procaces, la objetivación del esfuerzo por la cerveza de la meta o por búsquedas alucinadas, dejas aproximaciones en haikus, modos a los que no renuncié por ego, por chanza, por agradecimiento, por la alegría del haber llegado hasta allí.

Encinar del Bernesga,

raíz en aguas.

              Frescura y paz.

              

             Silencio sonoro,

             imbricación de vida

             en la hojarasca.

           

             Despojo del tiempo,

                                              perpetuidad del bosque.

             Serena tierra.        

   

    Una primera caminata que fue bien hasta La Seca de Alba, con buen talante, con continuas subidas y bajadas pero que acabó con algún cuerpo en parte rotito y en parte glorificado por el salvífico esfuerzo sin redención. Hasta Cascantes duró el sendero y nada más áspero que el último tramo por asfalto. Ante las preguntas de Alvil sobre la distancia que nos restaba, un grupo de cascantinos, en tertulia de mediodía, añadió riesgo al resto y al reto sin llegar al consenso sobre la distancia y el trazado más adecuado hasta La Robla. Que si cinco kilómetros por la carretera, que si seis por el sendero, que mejor otro camino…Así que resignados al primer sufrimiento tomamos la carretera con más de treinta grados por el reducido arcén. Cuando llegamos al puente elevado sobre las vías para acceder a La Robla, más que puente me pareció áspera ascensión. A las tres y cuarto, la sonrisa de Mara esperándonos al final de la larga, larga calle central del pueblo, fue una alegría. A resultas del esfuerzo, recién sentada a la mesa del restaurante del Parque de Las Huergas, Irena superó una bajada de tensión fruto de la última caminata bajo el sol. Para Mara, la eficaz intendente del equipo, no fue algo extraño. Un peregrino también andaluz que había llegado un poco antes se había desplomado a sus pies. Y no acabarían ahí los desfallecimientos. Otro peregrino alemán de cierta edad, al salir del comedor también cayó desplomado llegando a perder la conciencia y el control de esfínteres. Tanto Alvil como ella acudieron prestos a su atención mientras los jóvenes responsables del albergue avisaban a Urgencias. Jornada de incidentes y sustos  pronto relativizados en la temprana cena con unas copas de tinto de la tierra en el bar El mundo, cuando aún no habían acabado la partida las señoras roblanas y los bebedores habituales se mantenían más o menos erguidos en el brocal de la vetusta barra del establecimiento.

Jornada segunda

     Habíamos dejado la pensión La milana de La Robla con el lucero del alba aún en el cielo, con el optimismo del segundo día cuando el cuerpo empieza a aceptar la fluidez en los pasos y las agujetas requieren sendero y pedregal para ser olvidadas. A poco más de un kilómetro quedó la indicación de Acedo de Alba, cuyo nombre llamó la atención de Irena. Llegamos a buen paso a Puente de Alba siguiendo las flechas amarillas, disfrutando del son de las aguas del Bernesga, de la profusa vegetación de sus riberas, de los cantos de los pájaros al amanecer y de la sólida factura del acueducto del siglo XVIII conocido como “El Encañao”. A pesar de la poca luz pude leer la placa en la que se recuerda el comentario de admiración de dejó Gaspar Melchor de Jovellanos al pasar por ahí, porque según el dicho roblano: “Ni muralla ni reducto que La Robla tiene acueducto”.

    Pasadas las diez paramos para reponer fuerzas en el parquecito infantil de  Acedo de Alba donde rubricamos nuestro error con anacardos, pistachos y dátiles que no consiguieron endulzar la frustración primera. Habíamos trazado un círculo de casi tres leguas  para volver a la salida de La Robla ¿Dónde perdimos el Norte? Fue al dejar el puente romano que da nombre a la localidad de Puente de Alba cuando giramos antes de tiempo a la derecha y nos adentramos en la Montaña Central Leonesa. Aunque las flechas amarillas dejaron de verse se mantenían las señales de la paralela blanca y amarilla de los senderos de corto recorrido. Alvil, el experimentado compañero conocedor del camino, enfiló una vereda de piedras y regatos de agua en subida un tanto áspera hasta un tupido robledal envuelto súbitamente en un verde silencio. A la salida del bosquecillo en pendiente llegamos a la pradera de un collado. Las dudas crecían en la mente del “sherpa”,  sus cimbreos de cuello a la izquierda y a la derecha no auguraban nada bueno. Antes de adentrarnos en el robledal, yo había observado que el sol naciente caía a nuestra izquierda pero fui incapaz de concluir que caminábamos hacia el sur. Aún así continuamos hasta la Peña del Asno desde la que se aprecia una magnífica panorámica de los pueblos de la comarca desde Cascantes del mal recuerdo hasta Nocedo de Gordón que nunca pisaríamos. Nos encontramos con más de un pivote de madera joven recién instalado con indicaciones para ciclistas y algún que otro pórtico de estética pseudoprimitiva para la comunicación televisiva. Allí mismo en uno de esos portales de troncos nuevos, un cartel (Asno Exprés) abría una senda para despeñarse sin miedo sobre una BMT y para ganar audiencia cautivada por la aventura y el riesgo atornillada en el sofá del salón. “Roca Dragón” era otro de los portales abiertos al riesgo. Caímos en la cuenta de que sendereábamos entre dos rutas de la Zona Alfa de León, proyecto de recuperación económica de cara al deporte de riesgo de los locos del pedaleo por los montes, aficionados prudentes y “ciclistas aguerridos” promovida con el apoyo de la Junta de Castilla-León por el mediático aventurero leonés Jesús Calleja. No habría tenido sentido hacerlas coincidir con el Camino del Salvador que ya tiene sus propios recursos de promoción. Una amplia pista de grava por una antigua cantera hasta la antigua mina a cielo abierto de Santa Lucía  y una larga bajada nos llevaría hasta el pueblito de bonito nombre de la salida.

    En el camino de vuelta, la frustración agazapada en Alvil emergía en sus  zancadas  decididas y  en sus miradas escrutadoras a un lado y otro del monte. En la opinión de este cronista, la autoexigencia desmesurada es una mala práctica y mi amigo, una vez más, se flagelaba sin sentido y como nos enseña el antiguo refranero castellano: “Hasta el mejor escribano hace un borrón”. Afortunadamente resolvimos el problema emplazando a un taxi en el cruce desde Acedo que nos llevaría hasta Buiza, la distancia que deberíamos haber recorrido siguiendo las flechas ¡Ay, las flechas amarillas con las que llegué a soñar cuando el treintañero que fui hacía EL Camino Francés! Como bien apuntaba Irena, sin el despiste nunca habríamos conocido la espléndida panorámica del valle. Incluso se dio un intento de encubrirlo ante la responsable de la intendencia que aún permanecía en La Robla a la espera del conductor contratado, cuando nuestro taxista depositaba las mochilas y los bastones en el maletero del auto. Desde sus asientos, vimos al alemán desfallecido el día anterior en La Robla seguir en el camino junto a su compañero de ruta y la silueta recortada en acero de un lobo en un risco, feliz recurso estético inspirado en el popular  toro de Osborne que aún se conserva en tantos lugares del país. Al fondo las alturas de Peña Raya y Peña Prieta a las que subiríamos después. Pero hubo un traidor al pacto de silencio en la tríada pedestre y en el almuerzo, entre cucharadas a las alubias del menú cerrado y risas, Mara sería informada al detalle de la desorientación del guía.

    Desde Buiza hasta Poladura de la Tercia nos quedaba la primera subida importante del Camino. La del Alto de Las Forcadas de San Antón, iniciada por el Camino de los arrieros con juegos de pendientes y collados para asomarnos al Valle del Rodiezmo con las peñas al norte descarnadas en sus blancos estratos. Las flechas amarillas no sólo estarán pintadas en los postes, en las tapias o en el suelo, también las encontraremos  en chapas soldadas a una pretina ancladas a la tierra o clavadas en los árboles, por iniciativa de Ender, pseudónimo de un promotor de este Camino de indudable belleza paisajística, sobre todo cuando miras atrás y los tejados de Buiza van desdibujándose al fondo del valle. Un tramo de la calzada romana que unía Legio y Llugo también se incluirá en la ascensión hasta el Alto. Los hitos de piedras amontonadas por el peregrinaje de siglos y las caprichosas formas de las rocas nos regalan un tramo inolvidable, aunque antes hayamos de olvidar el esfuerzo acometido hasta el Valle Oscuro. En San Martín de la Tercia hicimos una última parada para recuperar el ritmo y tomar fuerzas para seguir por la estrecha carretera comarcal unos kilómetros hasta la cercana Poladura, la meta desde la que salió a nuestro encuentro Mara en ese momento bonito de la recepción afectuosa a los caminantes. Con el paisaje de prados, de las altas laderas y de las rocas caprichosas del Alto de Las Forcadas en la memoria, nos abrazamos en el afán de hacerla partícipe del camino que tanto facilita en su labor de avanzadilla.   

    Los vecinos de Poladura no llegan al medio centenar pero los bancos para el descanso de sus tres calles se acercan a la veintena como bien ha apuntado Mara. En el norte de León y en las comarcas limítrofes de Asturias que conoceremos es llamativa la profusión de bancos, en los frontales de las viviendas y en cualquier lugar aprovechable, con  cualquier material, sean de madera, de piedra, de hierro forjado o de acero bruñido; basta un tablón sobre dos soportes de ladrillos, dos paneles de transporte bien angulados, mobiliario urbano en cualquier núcleo rural o en la curva de un sendero con amplias vistas,  elementos significantes de modos de vida perdidos al acabar la faena al volver de la mina o de la siderurgia en los que la conversación al sol de cada tarde sería un rito de cohesión social. Objetos testimoniales de otros tiempos que al presente lucen su desamparo sin posaderas que los ocupen. Un albergue público abierto en la antigua escuela y el hostal rural El Embrujo en el que nos alojaremos son las únicas instalaciones abiertas.

    Cae con calma la tarde en el jardín “embrujado” según se publicita en la red. A la sombra de unos muretes coronados por macetas en recipientes de todo tipo tratados para darle rigidez, botas de montaña, zuecos, zapatos de tacón, canastillas o vasijas rotas en los que crecen rosales, petunias y crasas contribuyen a un ambiente agradable con sus notas de color y sus referencias al mundo de los duendes y de las criaturas de los bosques que no sería posible sin el abrigo del agua de los ríos y manantiales que nos acompañan, tomo notas para la reconstrucción del viaje cuando los momentos vividos sean transmutados en recuerdos. En una de las mesas cinco señoras del lugar juegan al tute de cada día. Una de ellas viste un suéter beige y una falda plisada, las demás van en mallas, sudaderas multicolores y se cubren con gorras de marcas agropecuarias. A todas las unen los comentarios profusos en tacos y alusiones escatológicas. En otra una pareja de alemanes de edad avanzada toman un vino blanco en silencio. En la tercera mesa se han reunido siete peregrinos, todos hombres, entre los que se alojan en el albergue y los que se quedan en el hostal como es nuestro caso. La media de edad es alta  y de su cháchara deduzco sus orígenes. Los tres más talludos son leoneses, los andaluces pasan de los cuarenta y de los dos más jóvenes uno es catalán y otro extremeño. Conversaciones previsibles sobre las dificultades de la ruta, las proezas autorreferentes y los propósitos para la jornada siguiente, mientras los botellines se apuran con prisas y uno de los andaluces ejerce su tópico rol de gracia malagueña. A nuestra vuelta del corto paseo el mínimo trazado urbano, los propietarios ya recogían las mesas y las dos tertulias se habían disuelto. Mañana las señoras volverán a su timba cotidiana con sus tacos y sus puyas verbales. La célula peregrina no repetirá su composición efímera.

Tercera jornada

Amanece sobre el Cantu la Tusa

    El declive de la luz solar cubre en ocres las laderas orientales del valle del río Pajares. Allá abajo la estación de tren de La Frecha por la que Alvil y tú habéis pasado antes de cruzar el largo puente de Los Fierros que ahora veis desde la ladera opuesta. El último tramo ha sido difícil por estar cubierto de zarzas y te ha dejado más de una marca en la piel. Estás exhausto pero tan imbuido en el camino que te invade una euforia nueva por el hecho mismo de estar completando la jornada de la llamada etapa reina en la que has tenido el privilegio de asistir al orto y al ocaso de un día marcado por la belleza de Los Picos de Europa. En la difícil orientación en la maleza te han venido a la mente las penurias que debieron pasar los maquis que intentaron la resistencia en los años atroces de la posguerra. Sin el conocimiento de estas sierras y sin el apoyo de los paisanos no hubieran podido resistir como resistieron. Has pasado por una oquedad propicia al escondite y te has preguntado si la usarían alguna vez, si hasta ella llegó una de las patrullas perseguidoras de la Guardia Civil. Pensabas en las delaciones que sufrirían, en los escondidos, muertos en vida, cuyos familiares justificarían su ausencia, en las crisis de identidad y de miedo de los resistentes, en sus soledades, en sus frustraciones y en su desesperación última ante la brutal represión de los vencedores. Cuando lo comentabas con el compañero en una de las paradas para recuperar el aliento, él encontró casualmente el casquillo de una bala en la hierba baja. Por su calibre (270 WSM) y su estado de conservación es un proyectil reciente de un rifle de caza pero no dejan de ser casualidades en una jornada intensa ¿Azares del tiempo o hambre de fabulación? Sugestión del sendero, identificación con sus silencios, placer sereno de sentir el piso húmedo y de salvar el embarrado al apoyarte con cuidado en las piedras de los regueros. Después de todo, sin proyectar en tu presente las experiencias de otros semejantes en el mismo medio no entenderías nada, serías nadie. No queda demasiado para llegar a Herías, la penúltima población antes de la casa rural El bache de Campomanes en la que desde el mediodía están instaladas Mara e Irena. La tríada peregrina ha subido hasta el Puerto de Pajares y según habíais previsto por prudencia, para evitar daños innecesarios, allí Irena se ha incorporado al coche del joven Jesús que en este tercer día ya mantiene una relación familiar con Mara.

      En la paradita técnica anterior os sentasteis en uno de tantos bancos al borde del camino frente a la ermita de la salida del puente de Los Fierros, indecisos entre continuar por el arcén hasta Fresneo o buscar la senda para llegar por la montaña hasta Herías. Se os acercó una anciana apoyada en un bastón con puño de plata, conjuntada en su atuendo de digna modestia, olorosa a lavanda y necesitada de conjurar la soledad. Con una bonita sonrisa os dio las buenas tardes. Al quite pronto, aprovechasteis para hilar la charla distendida con la buena señora que a sus ochenta y siete años encontró en vosotros un respiro para hablaros de su viudez, de la casona pintada de verde al otro lado del río en la que vivió el joven con el que se casó, de las fiestas y de los bailes que en el pasado se celebraban…

— Porque aquí había vida no crean, pero esto se fue quedando solo…Hay días en los que desde que salgo de la cama hasta que vuelvo a las sábanas no hablo con nadie. Porque no siempre pasa alguien. Hace poco también eché un rato con un muchacho que iba solo aunque era extranjero pero muy amable…

    También os habló de su renuncia a vivir en Oviedo porque «no me hallo en la ciudad, demasiado ruido sin estos bosques»… Fue ella quien os animó a coger “el camino de verdad por la senda del monte, porque lleváis pantalones largos y es por dónde hay que ir…” Con tal inyección de ánimo os despedisteis dispuestos a encontrar y a superar  “la auténtica senda del monte”.

   Y no fue esta conversación con desconocidos la única mantenida en la jornada reina. A vuestro paso por Santa Marina, otra señora mayor que apilaba leña junto a un castaño centenario, entró al trapo del acercamiento en palabras con el dúo de peregrinos. Desde unos ojos azules aún llenos de vida, os contó que aunque su hijo vivía en Llanes y allí se trasladaba los veranos con su marido, no podía de dejar aquellos pagos en los que nació y en los que había pasado muchos años. Ahora cuidaba del marido que fue minero, padecía silicosis y dependía de la bombona de oxígeno casi veinte horas diarias. « Tenía un buen jornal pero entonces había muchas huelgas…» Su padre, también minero, había muerto a los cincuenta por silicosis. Ella había trabajado el campo y ahora tenía problemas en la espalda. Pero allí estaba, en bata de guatiné y botas de media caña, dispuesta a compartir con dos extraños la antigüedad que calculaba de aquel castaño enfermo al que trepaba de niña…

    En la relación de conversaciones de la jornada cabe que nombres la mantenida con la joven hospedera del albergue privado de Chanos de Somerón. Madre desesperada antes las invectivas de su hija adolescente que volvía enfurruñada del instituto de Pola al que la muchacha va y viene cada día en bus. Encontró en vosotros un momento para compartir su impotencia y buscar remedios para encauzar la rebeldía sin más causa que la biológica de esta difícil etapa de crecimiento en el interior del bar. En el patio exterior cuatro de los peregrinos de la tertulia de El embrujo continuaban con sus bravuconadas machas. En Llanos  habían acabado su  etapa. Los dos sexagenarios os despedisteis con cierto orgullo de la menguante célula peregrina porque vosotros seguíais hasta Campomanes. Alguna mirada envidiosa sentiste en tu nuca rasurada al retomar la marcha por una larga bajada por la carreta LN-12. Cinco kilómetros que se te hicieron largos, largos, cansinos…Pero no había vuelta atrás aunque te sientas pesado por el aperitivo del albergue, porque la bajada hasta San Miguel del Río y el paso por el bosque de Valgrande te haya castigado las rodillas. A esas alturas del caminar, ya solo queda automatizar los pasos y hacer que la mente divague y las sensaciones de plenitud arraiguen en los perfiles de las montañas, en los robles, en los abedules, en los tejos y en las hayas bajo las que has caminado. Porque si en la visión de lo pequeño puedes recrearte en la colonia de renacuajos del pilón de una de las fuentes ¿cómo no guardar en tu retina la perpendicularidad de las cárcavas transversales de la dorsal cantábrica?

    Cuando llegasteis a Herías ya te quedaban pocas fuerzas pero la pulcritud de su fuente, el extremo cuidado del reducido trazado, la policromía de la fachada  de la Casa del indiano con su galería en voladizo, su placa de mármol de agradecimiento y su ostentación ingenua de riqueza, los hórreos recuperados, las nuevas construcciones al estilo tradicional injertas en el medio y la última visión de la aldea, uno de las más bonitas de la jornada, desde el duro repecho conocido como Las Cuestas, haría que una vez más, el esfuerzo se viera recompensado. Aún te quedaba la peligrosa y larga bajada a Campomanes donde el río Pajares se unirá con el Huerna y formarán el Lena. En la oblicua luz de una tarde ya en su agonía quedará algún resbalón y alguna jeremiada que mantendrás para tus adentros. La más larga de las jornadas se cumpliría  satisfactoriamente poco antes del ocaso, aunque la expresión de sorpresa de Irena por tu aspecto derrotado al verte llegar no fue menor que la tuya al verla a ella y a Mara en pantalón de pijama y chanclas, desprejuiciadas y contentas en uno y otro extremo de la empinada calle en la que se ubicaba el hospedaje del día. Junto a la casa había un manantial regulado por un grifo al que acudían los  campomanenses por la calidad del agua. Tras la imprescindible ducha para no sentirte un apestado a la mesa, tus  últimos pasos serían para acercarte al manantial. Desde la terracita de la casa. Mara observaba con una sonrisa compasiva  “tu andar de Frankenstein” antes de apalancarte en el patio para la cena.  ¿Había sido excesivo el esfuerzo realizado? Cuando sientes que has conseguido superar las dificultades para hollar uno de los parajes más hermosos del viaje te dirás a ti mismo que mereció la pena.

    Mereció la pena la incertidumbre de empezar a caminar a ciegas, más temprano que  nunca, siguiendo el halo del foco frontal de Alvil, empeñado en abrir una vereda de luz    para subir por un camino de hierba húmeda, dejando atrás un desconcierto de mugidos de los corrales de Poladura y los ladridos concatenados de los canes alertados a vuestros pasos. Además de  las flechas de hierro clavadas en el terreno, aparecerán nuevas indicaciones, piruletas del mismo material con la vieira santiaguina. Por imaginación señalética que no quede.  A poco de la amanecida llegasteis a buen paso a la Cruz de San Salvador con una vista del Valle de la Tercia que te sobrecoge hasta el borde de las lágrimas. Ha amanecido en un arrebol de  cielos  desparramado en la arista del Cantu de La Tusa. Según te comentaría otro joven amigo al recibir la imagen, en la lengua astur significa “una línea que divide a dos laderas” y que él quiso entender como “una línea que une a dos personas en un Cantu a la vida”. Parada imprescindible, fotos testimoniales, síndrome stendhaliano ante la belleza desnuda de las montañas al sur. Chute de alegría para seguir el ascenso hasta el techo del Camino del Salvador, el Collado del Cueto, con otra cruz de menor tamaño.  Y bajadas y subidas por el Collado de la Sierra del Cuchillo hasta ver al fondo del último valle leonés el caserío de Arbás del Puerto y la colegiata de Santa María. Interesante muestra de iglesia tardorrománica de larga trayectoria, con consecuente leyenda fundacional, con buey y oso incluidos, con vicisitudes varias, desamortizada en el XIX, cuya imagen original fue pasto de las llamas en los días siguientes al golpe de 1936. Desde tu óptica de aficionado, el templo es un ejemplo de restauración demasiado intervencionista llevada a cabo por el arqueólogo heredero del ínclito don Ramón Menéndez Pidal. Pero no dejarás de recomendar la imprescindible visita para degustar las intenciones de la espiritualidad medieval y deambular en los silencios de sus naves. Un último recorrido por el arcén de la N-630 para esperar en el Puerto de Pajares al coche que recogería a Irena. Desde allí emprenderíamos el resto del equipo la segunda parte de la jornada. Si la vista desde el Cantu de la Tusa te había impresionado, no fue menor la huella que quedó en ti la visión desde la alta ladera que rodea el Puerto de Pajares de siete de los catorce Picos de Europa y del trazado al fondo de la carretera. Del orto al ocaso viviste la fértil travesía de una vertiente a otra. A partir de allí, las corrientes de los ríos irían hacia el norte. Vosotros también.

Jornada cuarta

    Pronto anochecerá  sobre Mieres mientras esperas a los amigos que siguen en el interior de la iglesia de San Juan, de estilo neobarroco y que no levantó en ti interés alguno más allá del toque neocolonial de su fachada. Tenía lugar una misa con un cuarto de entrada, alta concurrencia para el amplio aforo de sus naves. La anacronía de una mujer arrodillada ante la rejilla de un confesionario te llevó al lejano recuerdo de la infancia del niño beato que fuiste. En la información previa al viaje leíste que fue siempre una ciudad roja, importante núcleo de activismo durante los hechos de las Revolución de Asturias de 1934, de la que quedó el eslogan “Coyones y dinamita”. Y un dato llamativo: fue la localidad asturianas que más miembros aportó a la lucha del maquis y más voluntarios a la División Azul. Radicales de un pasado trágico. Una localidad en la que denotas el declive del cierre de las minas de la década de los setenta y que intenta encontrar otra identidad y otras vías de desarrollo a pesar de la  traumática reconversión de entonces. Intuyes que los servicios y el turismo no podrán equiparse al desarrollo económico anterior. Ahora unos críos juegan en un parquecito infantil bajo la vigilancia de los adultos y tú disfrutas de la fresca, sentado en uno de los bancos de la plaza de La Pasera frente al ampuloso monumento erigido en 1931 como homenaje al poeta y músico local Teodoro Cuesta en el centenario de su nacimiento. Fue uno de los más populares difusores del bable y de la cultura popular cuyas letrillas serían repetidas en todas las clases sociales de su tiempo. Te ha llamado la atención la farfolla triunfalista de Calíope, caracterizada como una Victoria alada que lo ampara y las dos figuras ataviadas al modo tradicional que lo flanquean, ella con su mantón de lana y flecos y él tocado con la montera picona, en actitud pensativa mientras guarda la xiblata bajo el brazo. Cuando recojas información sobre el vate mierense, conocerás algunos fragmentos de una de sus obras más populares, “Andalucía y Asturies”, enjaretada en versos polémicos sobre los tópicos de cada cultura con su amigo Diego Terrero, gaditano, catedrático de matemáticas en Oviedo y promotor de la fotografía estereoscópica allá por 1870. El asturiano desarrollaba el corpus de una lengua, el matemático andaluz intentaba transcribir la imposible fonética de una de tantas hablas ceceantes andaluzas. Y más allá de esta banal diatriba la única certeza que el tiempo justifica, es la del afecto que se profesaron. Valgan estos versos del obituario que Teodoro pergeñó  a la muerte de Diego Terrero:

                «Y mientres aliende n'aquisti desiertu 

     que lluegu dexamus al soplu de Dios

                                     barrúntote vivu, pa mí nun tas muertu

                                     pos dientro del alma vivimos los dos».

    A lo largo del día, el cansancio ha hecho mella en el cuerpo y has sentido un velo de nostalgia en el ánimo. Quizás el ruido del tráfico de la primera hora a la salida de Campomanes por el restaurante El reundu, en una vía comarcal paralela a la N-630, ya desdoblada, no fuese el mejor comienzo. Después de cruzar la pasarela peatonal sobre la autovía y culminar la pronunciada subida hasta la ermita de Santa Cristina de Lena, las veladuras de tristezas se fundieron en la limpia atmósfera del alto. Aunque no hayáis podido acceder al interior, el privilegio de rodear con calma su planta alzada equilibrando el desnivel de la loma, los poderosos contrafuertes levantados con afán de eternidad, la bóveda de cañón de su exiguo pórtico, la adecuada restauración de sus muros y la paz de los prados que desde allí se otean fueron el mejor remedio al inesperado desánimo. Y a poco, la “estampa ecléctica”  del edificio de la estación de La Cobertoria, hoy apeadero de trenes de cercanías y Centro de interpretación del Prerrománico asturiano avivará más aún el atractivo de esta tierra. Como afirman con orgullo en un pueblo sí y en el otro también: “Esto es Asturias, amigu”. Después recorrer la larga calle de El Robledo de sur a norte de  Pola de Lena, una población bien dotada de servicios y con calidad de vida a la vista, atravesasteis al otro lado del río para continuar por el largo paseo y adentraros en uno de los bosques más densos de castaños, hayedos y acebos del Camino. No has entrado a la bóveda de Santa Cristina pero has pasado bajo las cúpulas de verdes, has pisado el humus resbaladizo, te has arañado con las zarzas, has caminado entre el matorral bajo y has gozado con los rayos del sol filtrados a través de las hojas de los altísimos árboles. En su travesía, has entendido el disfrute del komorebi, término japonés para esta luz, percibida en su exacta dimensión cromática, definida en su levedad, en sus sombras y en su poesía.

     Día de cruzar pasarelas y de atravesar puentes, la de la autovía en la mañana temprana, la de madera sobre el río Aller, el pase por un  túnel y el cruce del puente sobre el río Caudal que da entrada a Uxo. En su iglesia de Santolaya o de Santa Eulalia de Ujo poco queda del románico originario, salvo la exedra del ábside y parte de la portada incluida en la fachada que pronto cumplirá el siglo. No obstante, su estilo historicista  consigue una conjunción armónica  de volúmenes que preside una plaza en salón bien arbolada. No olvidarás tu beatitud al pedirle al párroco, un señor de avanzada edad en ajado traje gris y amarillento alzacuellos, el sellado de las credenciales. El buen hombre, que leía el periódico local sentado en una antigua silla con pala de formica a la puerta de la rectoral, te hizo pasar a su despacho una dependencia pequeña con una mesa de trabajo cubierta de periódicos viejos, hojas parroquiales desordenadas y otros papelotes en los que hizo hueco para estampar con mano trémula la prueba de vuestro paso por su aprisco espiritual. «Tenga cuidado con el escalón, no se vaya a caer». Para llegar al asiento tuvo que desplazar los sobres esparcidos por el suelo con la punta de los pies. Una escena galdosiana vivida en la dependencia parroquial. Viajar para ver y para verte a ti mismo. En uno de los veladores de la placita decidisteis por prevención y prudencia que Irena y tú cubriríais los seis kilómetros a Mieres en bus. Alvil continuó a pie por el duro arcén en el día más caluroso de los vividos.

     Os encontraríais de nuevo para el almuerzo en uno de los bares de la Plaza de Requexu, renombrada en todas las guías y páginas como la plaza más sidrera de Asturias, también loada por el poeta José Hierro, quizás afectado por los efluvios del vino de manzana porque “Hay tres lugares en el mundo donde uno puede encontrarse realmente a gusto porque supieron no perder su sabor a pueblo: la isla de Manhattan en Nueva York, el barrio romano de Trastevere y la plaza de Requejo en Mieres”. En el pasado fue lugar de intercambio de tratos de ganado  y hoy es ocupada en  gran parte por los veladores de las sidrerías. Volveríais en la tarde para catar el jugo de manzana identitario que no acabas de apreciar más allá de dos culines. Un modo de entender la convivencia en torno a las botellas de sidrina que han de escanciar con pericia los camareros con la botella en alto, el gesto serio  y la mirada al frente. El oficiante marca el ritmo de la ingesta e incluso recrimina al neófito si no toma el culín de un trago. Demasiada pompa para tan débil regusto en el paladar. Como apuntaba sobre la sidra,  tu paisano Diego Terrero en el debate en versos con su amigo, cuya transcripción a la ortografía española te permites y vendría a afirmar que… “Ese vino de manzanas/ que no emborracha y refresca/ te los guardas buen amigo/ para que otro se lo beba/ que para enjuagar la garganta/ es mejor el agua fresca;” Referencia a la que acudes no por desbarrar de esta bendita tierra, sino porque aún tendrás que apurar alguna botella para apreciarla en su ligereza alegre.                                                         

Última jornada

    La distancia entre Mieres y Oviedo propició la mejor despedida del Camino de San Salvador, veinte kilómetros, cuatro leguas si la aproximamos a la cuantificación tradicional y al tiempo que tardamos en recorrerlas Alvil y yo a buen ritmo, con pasos montañeros “cortos y ligeros”, para llegar pasadas las doce del mediodía a la Ronda Sur de la capital asturiana. Cinco horas desde que dejamos el hotel Mieres del Camin a las siete y media de la mañana del penúltimo día de septiembre.                                                              

Fular de las cumbres

   Pronto empezaríamos la subida por la carretera AS-375 en las laderas orientales del valle del Caudal, mientras a nuestra izquierda, la niebla, fular de las cumbres, tul de la mañana, nos acompañaba con su magia infantil en el esfuerzo para alcanzar el Alto de El Padrún. Contrastan los contraluces de la amanecida con el ruido maquinal de la central térmica de La Perea, en la base del valle, antes dedicada al carbón y ahora a la biomasa para obtener energía. A partir de Casares tomamos un tramo primitivo en el que volverán los silencios sonoros del bosque atlántico. Un nuevo cruce sobre la autovía para recuperar fuerza en el bar Ultreya de  Olloniego y seguir con otra breve parada para ver el puente de piedra de tres arcos ya sin río y la Torre de Muñiz que fue aduana en su momento. El paisaje se enriquece con el Valle del río Nalón con su caudal mermado pero aún voluminoso que volveremos a pasar por el puente de la Carretera de Castilla, magnífica construcción del siglo XVIII. A partir de ahí la subida más áspera de la jornada bajo altos eucaliptos y un tramos de antigua calzada romana que llega a Picullanza. Aún nos quedaría superar la última subida de La Manjoya, compensada después por la vista de Oviedo desde la cara sur. En la ladera de enfrente, la verticalidad de Santa María del Naranco y la estampa etérea de San Miguel de Lillo confirmaban la realidad del fin del Camino.

    En una horas, aseados y contentos, celebraríamos los cuatro miembros del equipo la enriquecedora experiencia con una opípara comida en la terraza del restaurante Vistalegre en la falda de los monumentos prerrománicos. Que la importancia del viaje no está en su meta sino en el trayecto mismo es un axioma conocido bien cantado por  Kavafis. Sensaciones de nostalgia cuando ni siquiera habíamos cerrado el tiempo caminante. Aún nos quedaría parte de la tarde para cumplir con la visita a la catedral, recoger la salvadorana, recorrer sus naves, su museo y su claustro. Incluso hubo un par de tipos que por azar salieron bajo una galería de nardos formada por los asistentes a una boda en la Capilla Real a la que no pudimos acceder por el evento nupcial. Un corto paseo por la capital del Principado, nuestra Ítaca coyuntural, sería la palanca para el descanso en el último alojamiento, una habitación ruidosa frente a la estación del tren de la que nos despedimos a las cinco de la madrugada  para coger el primer autobús del día hasta León. Punto de partida y de vuelta. Alfa y omega de la experiencia andariega por las sierras asturleonesas de la cordillera Cantábrica.

     Lástima que la oscuridad de la hora temprana me impida ver el paisaje pateado el día anterior desde Mieres desde la segunda planta del bus que nos lleva. Pero van conmigo todos los parajes conocidos, intento recomponer la última jornada antes de recrearla en la memoria. Los pasos por el roquedal, el dorado de los castaños de la parroquia de Casares, el serpeante trazado del Nalón, desde la subida a Picullanza, su hilo de plata bajo el puente de la Carretera de Castilla, los praos y las cuidadas viviendas de los alrededores de Oviedo. Hago un balance rápido de las andanzas compartidas durante las cinco jornadas, de lo aprendido de mí mismo y de lo que me queda por aprender. El camino en sí, metáfora redundante de la vida. Exprimo la experiencia de la superación y la conciencia de los propios límites. Vuelvo al sutil hilo que separa la alegría de la tristeza, a la inocente hostilidad de una zarza, al dulce asilo del mismo bosque que cruzas, a los amplios horizontes, a las montañas azules de una mañana, al reguero fresco que pasas con cuidado, a la vereda peligrosa y al piso de hierba húmeda. Percepción del monte como terra ignota para los sentidos que siempre encuentran estímulos nuevos en la naturaleza cuando te acercas con la curiosidad despierta y  avivado el sentir.

                                                                                Jero Acal

                                                                                20 de octubre de 2023

 

  


Adenda 

      Al día siguiente de enviarme la crónica de sus Jornadas Salvadoranas, recibí un correo de Jero con este mensaje que subo al blog porque creo que su petición va dirigida  a cualquier visita que haya tenido a bien leerla.

 

 Querido amigo:

      Te agradezco la imagen moral que ofreces de mí en tu blog. No creo que sea tan optimista como me caracterizas pero sí me afirmo en el privilegio que siento por nuestra amistad. Ahora te pido en nombre de nuestra amistad que ésta no nuble tu criterio crítico y seas objetivo en la valoración del texto si has tenido la santa paciencia de llegar hasta su final. Me encantaría conocer tu opinión sobre estas Jornadas Salvadoranas que amablemente me editas como “Orto y Ocaso en los Picos de Europa”. No sé si será la última de las crónicas que escriba, que no el último de los viajes que pueda hacer. Quiero registrar las que he ido haciendo en los últimos treinta y cinco años para intentar su publicación como libro. Puede que el proyecto sea una quimera y que no interese a ninguna editorial, porque sea un tostonazo, porque no tengan más valor que el de un testimonio personal de un Nadie, porque se publica demasiado, se escribe demasiado y se lee muy poco. Tú y yo sabemos que cantidad y calidad son polos de difícil equilibrio.

      Confío en recibir tu opinión porque necesito el juicio de personas como tú, que cuentan con un criterio de lector empedernido y más que suficiente bagaje librario para emitirla desde la objetividad imprescindible y sin duda honrada.

        Un abrazo