Pudo ser cualquier verano con tantas tardes griseadas como ratos de
ociosas luces impertinentes, pudiera ser un grito arrancado al silencio extremo del recurrir en ignotos
melismas los cantes del sur. Espacio y tiempo en einsteiniana cabalgadura.
Praga por ejemplo, se extiende en un horizonte de viaje medido,
milimetrado de concatenados ritos asimilados al sacrosanto mercado. Un quídam
que viaja para cumplir el nonagésimo mandamiento, chapoteante gozoso en
el vil pecado de la ilusión, que no se resigna al oasis vendido por las fuerzas de la seducción icónica, que juega al
mus del desencanto de azahar.
De la calle estrecha sube un vaho de rumores mojados, se ha agolpado la bruma vespertina para hacer
del día un escenario torneado de gris impropio, cálido en su triste lujuria.
Verano nuevo, afincado en la perspectiva finisecular del viejo cambio
climático. Transcurre julio. Artificio enconado en el espectáculo retransmitido
en pantalla doméstica. - ¡Pardiez, me
falta un aeropuerto!- Toros ufanos
representando el juego eterno de la vida y el riesgo. Admiraciones broncas a la
representación de los valientes. Un
matador dotado por los dioses
mediáticos para encandilar a un público predispuesto, un actor aficionado y un pundonoroso pegapases
han ocupado el fragor de la tormenta en la tarde. Corren los días del
estreno siempre repetido de la explosión medida del riesgo.
El viaje ha comenzado hace días. El plano de la “ciudad dorada” para
Mozart cierra un estante de la biblioteca con su atractivo de nombres extraños
a mi idioma. Ayer, en un viaje a Pueblidad, noté que la piedra infernal
engarzada en mi anillo de plata se había dañado con algún golpe. Después de
perdido su brillo ahora es un cuerpo extraño acoplado en el meñique, como un
símbolo de un tiempo que acaba. La canícula se enseñorea de un parto real y el
país entero se congratula de tal evento. Buscar la huida o buscar el encuentro
es una misma acción. Salir a empellones de la realidad inmediata, de la calle
cotidiana, si acaso por una tierra de broncos acentos eslavos.
Los praguenses se jactan de poseer el casco histórico más amplio y mejor
conservado de Europa. Los praguenses no salen a las calles de su ciudad si no
es con un bolso, un maletín, una cartera remendada con varios siete, que habla
de las múltiples ocupaciones de su portador. El verano continental azota fuerte
en una ciudad dispuesta para captar la luz, tan escasa el resto del año. Apenas
dura una quincena y hay que aprovechar las altas temperaturas. Se ha impuesto
el pantalón corto en los hombres y las minifaldas en las mujeres jóvenes, la
mímesis del turista tipo hace estragos en el atuendo ciudadano. Aunque las
sandalias estén tan gastadas como las viejas proclamas comunistas es el calzado
generalizado en un pueblo orgulloso que mira con esperanza el futuro de consumo
y bienestar que el gran mercado les ofrece. Aún disfrutan del dulce momento en
el que las miserias del nuevo sistema no han aflorado sobre las viejas heridas
de la débil utopía de hierro soviético.
Una crucecilla de madera en un breve parterre de la impresionante Plaza
de Venceslao recuerda a dos jóvenes patriotas que se inmolaron en llamas un año
después de que los rugidos de los tanques del Pacto de Varsovia aplastaran
aquella primavera encabezada por Ducheb y los frustrados predicadores del
socialismo con rostro humano. En el mismo lugar, por un ramo de flores en su
homenaje fue detenido por última vez un dramaturgo disidente. Hoy es el
presidente de todos los checos, la mitad de la nación de entonces. Acosado por
un cáncer de pulmón, con tres cuartas partes menos de intestinos y varias
traqueotomías mantiene incólume su prestigio de hombre de consenso
imprescindible para la nueva República.
Aún no se ha cumplido una década desde que pisara las celdas de la
intolerancia. Unos metros más arriba, la presencia de algunos norteafricanos en
la actitud indolente de las culturas cálidas componen un extraño paisanaje ante
la mole monumental del Museo de Ciencias, aún regido por viejas militantes del
partido, como se desprenden de sus modales casi prusianos. En sus amplias
escalinatas descansan agotados visitantes de plano en ristre. Otros tiempos.
En el nuevo cementerio judío, las lápidas
modernistas emergen de las cabeceras de los montículos cubiertos de hiedra como
un batallón desordenado de recuerdos de la comunidad elegida, tan unida a la
historia de esta ciudad de mil años. Corre una ligera brisa seca en la tarde
del último sábado de julio. Una pareja de alemanes maduros son los únicos
visitantes. El guarda del recinto me ha obligado a cubrirme la cabeza con una keppa
de polietileno con la inscripción de la Staronova Sinagoga…
Sevilla. julio de 1998
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