sábado, 9 de marzo de 2019

Dabrou dest, Praha


                                                                                       
    Pudo ser cualquier verano con tantas tardes griseadas como ratos de ociosas luces impertinentes, pudiera ser un grito arrancado  al silencio extremo del recurrir en ignotos melismas los cantes del sur. Espacio y tiempo en einsteiniana cabalgadura. Praga por ejemplo, se extiende en un horizonte de viaje medido, milimetrado  de concatenados ritos  asimilados al sacrosanto mercado. Un  quídam  que viaja para cumplir el nonagésimo mandamiento, chapoteante gozoso en el vil pecado de la ilusión, que no se resigna al oasis vendido por las  fuerzas de la seducción icónica, que juega al mus del desencanto de azahar.
   De la calle estrecha sube un vaho de rumores mojados, se  ha agolpado la bruma vespertina para hacer del día un escenario torneado de gris impropio, cálido en su triste lujuria. Verano nuevo, afincado en la perspectiva finisecular del viejo cambio climático. Transcurre julio. Artificio enconado en el espectáculo retransmitido en pantalla doméstica. - ¡Pardiez,  me falta un aeropuerto!- Toros  ufanos representando el juego eterno de la vida y el riesgo. Admiraciones broncas a la representación de los valientes. Un  matador  dotado por los dioses mediáticos para encandilar a un público predispuesto,  un actor aficionado y un pundonoroso  pegapases  han ocupado el fragor de la tormenta en la tarde. Corren los días del estreno siempre repetido de la explosión medida del riesgo.
    El viaje ha comenzado hace días. El plano de la “ciudad dorada” para Mozart cierra un estante de la biblioteca con su atractivo de nombres extraños a mi idioma. Ayer, en un viaje a Pueblidad, noté que la piedra infernal engarzada en mi anillo de plata se había dañado con algún golpe. Después de perdido su brillo ahora es un cuerpo extraño acoplado en el meñique, como un símbolo de un tiempo que acaba. La canícula se enseñorea de un parto real y el país entero se congratula de tal evento. Buscar la huida o buscar el encuentro es una misma acción. Salir a empellones de la realidad inmediata, de la calle cotidiana, si acaso por una tierra de broncos acentos eslavos.
    Los praguenses se jactan de poseer el casco histórico más amplio y mejor conservado de Europa. Los praguenses no salen a las calles de su ciudad si no es con un bolso, un maletín, una cartera remendada con varios siete, que habla de las múltiples ocupaciones de su portador. El verano continental azota fuerte en una ciudad dispuesta para captar la luz, tan escasa el resto del año. Apenas dura una quincena y hay que aprovechar las altas temperaturas. Se ha impuesto el pantalón corto en los hombres y las minifaldas en las mujeres jóvenes, la mímesis del turista tipo hace estragos en el atuendo ciudadano. Aunque las sandalias estén tan gastadas como las viejas proclamas comunistas es el calzado generalizado en un pueblo orgulloso que mira con esperanza el futuro de consumo y bienestar que el gran mercado les ofrece. Aún disfrutan del dulce momento en el que las miserias del nuevo sistema no han aflorado sobre las viejas heridas de la débil utopía de hierro soviético.
    Una crucecilla de madera en un breve parterre de la impresionante Plaza de Venceslao recuerda a dos jóvenes patriotas que se inmolaron en llamas un año después de que los rugidos de los tanques del Pacto de Varsovia aplastaran aquella primavera encabezada por Ducheb y los frustrados predicadores del socialismo con rostro humano. En el mismo lugar, por un ramo de flores en su homenaje fue detenido por última vez un dramaturgo disidente. Hoy es el presidente de todos los checos, la mitad de la nación de entonces. Acosado por un cáncer de pulmón, con tres cuartas partes menos de intestinos y varias traqueotomías mantiene incólume su prestigio de hombre de consenso imprescindible para  la nueva República. Aún no se ha cumplido una década desde que pisara las celdas de la intolerancia. Unos metros más arriba, la presencia de algunos norteafricanos en la actitud indolente de las culturas cálidas componen un extraño paisanaje ante la mole monumental del Museo de Ciencias, aún regido por viejas militantes del partido, como se desprenden de sus modales casi prusianos. En sus amplias escalinatas descansan agotados visitantes de plano en ristre. Otros tiempos.
     En el nuevo cementerio judío, las lápidas modernistas emergen de las cabeceras de los montículos cubiertos de hiedra como un batallón desordenado de recuerdos de la comunidad elegida, tan unida a la historia de esta ciudad de mil años. Corre una ligera brisa seca en la tarde del último sábado de julio. Una pareja de alemanes maduros son los únicos visitantes. El guarda del recinto me ha obligado a cubrirme la cabeza con una keppa de polietileno con la inscripción de la Staronova Sinagoga…

                                 Sevilla. julio de 1998                                                

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