ZWEI
ANSICHTEN VON BERLIN
Preparación,
selección, elección, proyección, información, documentación, presupuesto,
realización, frustración, encuentro, enriquecimiento, experimentación,
revisión, resoluciones, recuerdos, prevención, osadía, representación,
descanso, cansancio, vivencia extra incluida en el lote del año cotidiano: el
viaje occidental.
En Ítacas yendo
Intuir
las diferencias de las culturas y de las sociedades que se conforman según los
mejores patrones posibles para la supervivencia tanto de la sociedad misma como
de los individuos que la componen. Apropiarse, al menos de unos rasgos, de la
diversidad de los modos de adaptación al medio
del ser humano. La manera de percibir el mundo se amplía y se enriquece,
porque en el poema más bello escrito sobre el viaje ya lo dejó dicho Kavafis:
en el viaje están todas las Ítacas. ¿Hay mejor metáfora para la muerte? Sin
embargo no me engaño, cumplo con el rito anual de la salida del espacio
habitual, respondo con displicencia a las pautas del consumo, aunque sea en el
nivel más bajo. Hacer de turista supone sentirse en una situación de
superioridad sobre los autóctonos en un mundo donde grandes masas de población
se ven obligadas a la emigración y que parten del estatus inverso para lograr
ganarse la vida en occidente. Usamos los servicios de la hostelería, visitamos
los lugares sagrados y sacralizados por el cine, ejercemos de paseantes
ostentosos, de mirones que aportan ingresos al PIB del país. Más allá del
cumplimiento del rito, el viaje sólo me
satisface si me ayuda a comprender el significado de las Ítacas. En la
vuelta a tu ciudad “la encuentras pobre, pero no te engaña”.
En 1972
volví en autobús desde
Madrid a la agrovilla de mi
infancia, al pisar los adoquines de la “Alameda Cristina”, una plaza pueblerina
de la Andalucía honda abierta al palacete de uno de los señoritos con más
raigambre en aquel pueblo de jornaleros y bodegas. Me pareció más pequeña,
reducida, casi una ciudad reducida por la que tenía ir con cuidado. Incluso la
estatua erigida a mayor gloria del cacique me hizo reír por primera vez. La
ciudad de la adolescencia me despedía con su aire aldeano, ya no me sentía de
allí. Tampoco me engañó. Casi cuarenta años después he vivido algo parecido en
mi ciudad elegida, en la última de sus plazas, un proyecto que, retrasado por
años, se inauguró la pasada primavera. Con nombre de centro comercial y sin
ahondar en el permanente desagüe de fondos públicos que ha supuesto para las
arcas municipales, sus torres de celdillas colmeneras a lo grande, más
conocidas como “las setas”, me parecieron pequeñas no en su tamaño sino en el
afán de gloria del proyecto y de sus promotores, una maqueta testimonial de la
megalomanía de unos años de vanidades, levantada sobre las ruinas de la ciudad
de 1.200 años atrás, por cierto, mal vendidas en sus testimonios arqueológicos.
Un intento logrado para poner a la ciudad del siglo XXI a la altura de los
mejores ejemplos de engendros inútiles esparcidos por las grandes urbes del
país, una muestra de la vulgaridad en
una arquitectura frívola que deja un endeble testimonio de un tiempo de
burbujas desinfladas.
En el
momento de la salida me alejo de cualquier proyección, los oídos dispuestos,
los ojos muy abiertos, las expectativas cortas, el ánimo alegre y frívolo, tomo distancia de cualquier interés que vaya
más allá de lo que pueda conocer en la superficie de las personas y de la
ciudad. “Si el tiempo y el espacio van unidos...¡Uf!”, que escuché en la boca
de un Einstein preadolescente y declamatorio hace poco tiempo. Viajar como
intento de confusión de esos planos, o como simple asistencia a los hechos que
corresponde cumplir anualmente, y sentirme único a sabiendas de la
imposibilidad de esta premisa ¿qué tengo que contar que no haya sido dicho o
escrito ya? Dulces quimeras sin miradas
petrificantes ni serpientes agresivas que me adormecen en la sala de embarque
después de una noche inquieta a pesar del somnífero, cuando la realidad del
resto de los meses se aleja y otras realidades se prestan a ser imaginadas en
el placer de dejar el día habitual para llegar a otro lugar/día. Ventanilla,
primera modesta alegría para avistar otra vez más la Depresión del
Guadalquivir, Sierra Morena, La Mancha y sus Montecitos de Toledo. Lagunas como
espejuelos de plata, embalses de rosa palo, verdes fluorescentes, platas viejas
que se alzan brillantes en el pardo cuadriculado del secano, efectos de los
rayos oblicuos del sol a través de las capas de cirros y de los cristales
velados de las gafas, espejismo regalado. Ilina, una doctoranda colombiana a la
que le ha subido el troley porque no podía con el bulto, le pide con una bonita
sonrisa criolla que la ayude llamándole
secretario, sonrisas y espera en el pasillo abarrotado del airbús. Antes
de pisar la terminal, han flirteado con sus
biografías sintetizadas y los aspectos profesionales de sus vidas. En
menos de un cuarto de hora han intercambiado datos reales o supuestos de sí
mismos. Al menos eran dos desconocidos llenando la soledad del viaje de
palabras ligeras que partían de la presencia física del interlocutor. Los
dispositivos electrónicos facilitan otras vías de intercambio más cómoda, a
cambio perdemos el gusto por la oralidad viva. Pocos de los trescientos pasajeros
han tenido alguna palabra con el vecino de asiento en estas granjas de gallinas
en que se han convertido los grandes aviones y sus modos de atención a los
clientes. Ella a Santa Fe, él a Berlín.
Por su propio interés mantengan vigiladas
sus pertenencias en todo momento.
Con la sintaxis y los retruécanos ideados por
los profesionales de la propaganda para tan amenazadora frase en 66 caracteres
¡cuántas lecturas! Lo peor es que aún dispondrían de 114 caracteres más para un
pío-pío completo. Es parte de la banda sonora de la ceremonia del tránsito.
Cada treinta minutos, intercaladas con otras más orientadoras hacia los
intereses de los transeúntes, la megafonía intercala en los cuartos
requerimientos de atención a los pasajeros que deben estar atentos a los
paneles informativos, “porque no se avisan por megafonía los cambios que estos
puedan tener...” De la función informativa del servicio a la función
imperativa del lenguaje en 66 caracteres. Reconoceré la profesionalidad
de los palabreros del orden después de escuchar por tercera vez la alocución de
marras. Curioso modo de tensar el tiempo de viaje para que cada cual centre en
el punto de llegada todo su interés. Hace más de cinco años viví las
consecuencias de un atentado terrorista en esta terminal emblemática del país,
vi como el veneno del premio final expresado en la meta se había inoculado con
eficiencia en cada viajero, entendí que los hechos luctuosos causados por la
irracionalidad eran percibidos como un estorbo hacia el objetivo, entendí
entonces la importancia del yo viajero para mantener el negocio del
turismo de masas. La meta, sólo la meta, el final, lo teleológico, el más allá
siempre trasladado ahora desde el paraíso pos mortem hasta el lugar de
vacaciones emplazado en cualquier punto cómodo del planeta, el parque temático
humano es tenaz, la oferta del entretenimiento ha de adaptarse a los gustos
recreados una y otra vez por la publicidad del transporte. El consumo de nuevas
experiencias es una ascendente geométrica, ha de seguir ofreciendo escapadas
del tiempo productivo, expectativas para llenar la insaciable necesidad de
felicidad. El yo viajero del romanticismo envejeció muy pronto y dejó paso al
individuo que tiene que escapar, desconectar, sentirse diferente, disfrutar de experiencias
nuevas, probar nuevos platos, gozar de la horrorosa oferta de la llamada comida
internacional, del fast-food global, ya sean pizzas, falafel,
humus...Además ha de digerir con prisas el tiempo intermedio para dar un salto
hasta el objetivo fijado. Recuerdo los empujones, las carreras, el vacío de
quien huye para no vivir en el triste presente de la muerte caótica causada por
un acto criminal en un no lugar como este al que vuelvo una y otra vez desde
entonces. El transeúnte, por muy conectado que esté a las redes, ignora la
realidad que ve. Esa realidad se hace más líquida, fluctúa en la corriente del
ansia de dejar de ser lo que en ese momento es, allí, cuando llegue, será otro
y navegará en las mismas virtualidades del lugar de partida. Espacios de paso,
grandes nodos de rutas aéreas han impuesto sus pautas a las establecidas en las
estaciones terrestre, puertos, lugares de paso frente a la estación de
principios del siglo pasado en la que se magnificaba a la ciudad de llegada,
más cercanas de las paradas de posta, cambiar de caballos, cambiar de avión,
continuar, seguir deprisa hasta llegar. Sólo queda soñar con la Ruta 66, con la
fotografía de una granjero delante de su finca apoyado en un cartel en el que
se lee “We do not have a dinosaur” y por aquellas cintas del periodo dorado de
Hollywood para dar el salto a los territorios de los sueños. Sabes que estás
vigilado, vas de paso, estás en un lugar que nunca tendrá significado si no lo
engarzas en una trama superior, la trayectoria. Aunque sea un no lugar aséptico de acceso restringido,
has de cumplir con todas las normas por tu seguridad, aunque no tengan sentido.
En el aeropuerto de partida no he tenido dificultad para superar el control de
las pertenencias ni el ejercido directamente despojado de los complementos. En
el de tránsito sin embargo, me han cacheado, me han hecho descalzarme y me han
pedido que ponga los zapatos sobre un monitor de explosivos para averiguar que
nada en mí es peligroso ¿a qué tanta parafernalia? Quizás para conseguir la
conformación absoluta según el orden, el parámetro atacado por el terrorismo
para la mayor cimentación de un status quo cada vez más acuciado por la
razón social, la única posible para organizar la convivencia. Es la metáfora de
la total seguridad expuesta con relativa brutalidad en los mantras de los mensajes de la megafonía: por su
propio interés vigile sus pertenencias, permanezca atento a los monitores de
información, si viaja a los Estados Unidos debe presentarse hora y media antes
en la sala de embarque...
(Recuerde: está en tránsito, por un tiempo
su seguridad es nuestra responsabilidad. Colabore en mantener el espejismo de
nuestro proyecto).
Vuelvo a la realidad del viaje en la correspondiente sala de embarque,
después de una hora embebido en una novelita comprada ayer para el caso.
También es muy útil si te toca estar encajonado tres horas en el estrecho
asiento que da al pasillo de la aeronave, mientras esquivas el paso de los
carrillos de venta en vuelo, puedes incluso identificarte con uno u otro
personaje de la historia de degradación de una pareja de treintañeros de clase media alta en la
Zaragoza reciente. Lejos quedan los recuerdos de los días pasados en aquella
ciudad anterior a las grandes obras que se levantaron para la última Exposición
mundial. Los paseos por las calles angostas de El tubo, los vinos duros
apurados en las tascas sucias del barrio, la contemplación admirada de la obra
de Pablo Gargallo en su exposición permanente. Él apresó el aire en sus
esculturas vaciadas hasta la esencia de la idea, yo quería atrapar entonces el
ambiente del Hotel España, con su recepcionista manquicojo cargado de caspa, de
años y de mugre; el olor del amoníaco del la habitación desvencijada en la que
me hospedé se impone sobre la atmósfera cargada de la nave. Veo sus paredes de
azulejos blancos desgastados y me asomo al ruinoso balcón que da a los tejados
de Cesar Augusta; entra una corriente de aire caliente en una noche de agosto
de finales de los ochenta, el ajoarriero del almuerzo y el áspero cariñena
ayuda al sopor mientras el ventilador de aspas de la habitación no consigue
refrescar la noche. El autor de la novela ha conseguido contar la experiencia
del cierzo en los días de invierno y la confusión en la generación a la que se
acerca en la primera década del tercer milenio. Algo aprehendí de la
superstición religiosa en las explanadas de la basílica más horrorosa de la
Península después de la Sagrada Familia. Antes fue el descubrimiento de la
aridez de Las Bardenas reales, ahora pretendo apresar el espíritu amable de La
Ciudad que pasearé por segunda vez en el
inmediato presente al que me acerco. ¿La diversidad de orígenes del pasaje se
alumbra como preludio del cosmopolitismo de La Ciudad de Europa? La aeromoza de
turno gesticula para cumplir con las medidas de seguridad sin recibir una
mirada del público ya apoltronado y
sujeto. Es la representación más inútil entre los modos de la aviación
comercial. Nadie le atiende, el tiempo de espera para el despegue se alarga,
estos grandes pájaros preñados de humanos necesitan acoplar sus tiempos. Abajo
se dibujan las superficies grises de la gran mancha urbana madrileña. Una luz
cenital aborda el vientre del pájaro de metal a siete mil pies de la superficie
terrestre. Cada viajero aprisionado en su estrecho asiento es como una gallina
ponedora que incuba su plan de viaje picoteando los granos de maíz en sus
adentros.
Y
escrivivir
eternamente
huido,
siempre aire.
Sorry, Ich kann nicht Deutsch sprechen
La primera vez que
llegué a Berlín había partido desde el aeropuerto de Alvedro con el tiempo
medido en minutos para embarcar en el vuelo internacional, correteé por la
T-4 como liebre acosada por los podencos del tiempo. Sabía que nunca volvería a
Galicia, sabía que la lluvia intensa que caía sería mi despedida para siempre
de aquella tierra verde en la que dejaba el más triste de los recuerdos. Al
fin, acodado a lado de la ventanilla podía dejar atrás las lágrimas y la
consumación de una evidencia. Ya en
ruta, el cielo del ocaso me ofreció un espectáculo de nubes en ascensión por el
tornasol al oeste. Abajo, en la llanura los lagos y las zonas verdes destacaban
sobre la superficie parda de la gran urbe. Pronto estuve en su vientre, sentado
en un asiento de un vagón anticuado del U-Bahn, de tapicerías gastadas y
grafitti en cada rincón. Dejaba atrás estaciones de paredes pálidas de años y azulejos agrietados al son
de la música desconocida de su lengua. Salía de las tripas del subsuelo a
Alexander Platz, abierta en zubias y pavimentaciones varias con el reto del
primer acercamiento para coger un taxi hasta Warschauer Strasse. Me alojé en un
hotel alternativo, con habitaciones reducidas y las musarañas más densas que
había visto en mi vida en un antiguo edificio industrial de la extinta R.D.A.
Una bandeja de jamón serrano como presente, pilsner ligeras y frecuentes
alegraron la noche que acabó con el recitado de
versos de Gil de Biedma por mi parte y de Rainer M. Rilke en el muy
digno alemán de mi anfitriona. En el patio desvencijado del hostal, la música
de las palabras nos ayudó a planear el
primer acercamiento a la ciudad, aunque los paseos de algunas ratas de las
cloacas recordaran la pobreza del distrito. El temprano amanecer a las cuatro
de la madrugada me pilló intentando reubicar los muebles del cubil en el que me
hospedaría para disponer de algo más de espacio, misión imposible.
Por primera vez recorría el largo lienzo de
grafitti que queda como testimonio de la fractura de una urbe y de la derrota
de una ideología. Pasé por sentimientos contradictorios entre lo que pudo
suponer aquel mundo cerrado, las esperanzas levantadas en la población y la
posterior realidad uniforme con la que nos castiga el siglo XXI. Dentro del
espectáculo nacido de ese mundo roto, desde Branderburger Tor hasta el Check
Point Charlie, los figurantes disfrazados de soldados soviéticos o aliados
distraen a las masas de turistas inmortalizando sus remedos de viajeros por la
Historia, siempre abarrotada de figuraciones esperpénticas.
Mañana en Volkspark Friedrichshain
El día amaneció
claro pero a media mañana el sol se fue haciendo más esquivo tras las nubes, es
el verano en La Ciudad y el parque está ocupado desde muy temprano por los
ciudadanos. Una ciudadanía que se siente en las sonrisas, que se ve en el
cuidado medido y la atención a los niños, criaturas alegres, arriesgadas pero
prudentes, saben del riesgo desde que dan los primeros pasos. Los niños aquí no
lloran, ríen, sonríen, miran con curiosidad y no chantajean ni a mamá ni a
papá. Un sentido del civismo que se ve el cuidado extremo de la vegetación, ni
un papel, ni un envoltorio en la hierba. Algunos paseantes llevan ya de su mano
una cerveza. En una pista de arena, unas jóvenes que responden al estereotipo
germano de la belleza, altas y esbeltas, juegan un partido de vóley playa. A
pocos metros, padres y niños trepan por los salientes de un rocódromo con muros
agujereados, niños en los columpios de la zona de juegos infantiles,
patinadores solitarios por los senderos de grava de esa gran vaguada verde.
Torsos al sol intentando aprovechar los cada vez más fugaces rayos, lectores
enfrascados en libros amarillentos tendidos en la hierba. La mejor forma de
entrar a la primera mañana en la ciudad, disfrutar de un cigarrillo liado como
hace la mayor parte de los fumadores y, apoyado en el tronco de un arce,
escuchar a las cacatúas. He recogido la bicicleta prestada en uno de los patios
cuadrados y cuidados que ofrecen a los vecinos la tranquilidad de la
convivencia cercana. Teresa, una joven
embarazada a punto de parir, de rostro ovalado y mirada triste, me ha
dejado la bici de su marido polaco, al que agradeceré unos días más tarde su gesto
con una cena en la casa que me hospeda.
Impregnarse después del olor dulzón de las
hayas que flanquean la amplia avenida de Karl-Marx-Alle, hoy una muestra
decadente de la equivocada grandeza arquitectónica socialista, por la que he
disfrutado como un niño con una bicicleta nueva, es estar ya en el corazón del
primer día berlinés. Recibir el aire
fresco en la cara por Danziger Strasse por el carril
bici y por las grandes calzadas hasta el mercadillo de Mauer Park es sentirte
menos extranjero. Achtung! para avisar a los que ocupan el carril-bici a
falta de timbre, el recurso del idioma desconocido.Más de un kilómetro de
tenderetes en una larga hilera de ofertas, comestibles de oriente y de
occidente, panes turcos, tortas mexicanas, oscuros panes de la tierra, prendas de segunda mano, vestiditos de diseño
del vendedor, anticuallas de todas clases, relojes de leontinas oscuras,
porcelanas de antes de las guerras, muestrario de despojos y de huidas,
herramientas usadas, tijeras de costura, tornillos, limas gastadas, pocas
marcas made in china, mercancía icónica del antiguo bloque comunista, gorros de
piel rusos, cucharas oxidadas, artesanía en complementos originales, un coro de
escuchantes rodean a un joven que ataca el bajo con voz dulce y melodías tristes,
monedas sucias, billetes manoseados, antiguos ejemplares de las ediciones del
Bloque, sonrisas blancas, coros de
jóvenes celebrando el domingo en la hierba, tiernas parejas de gays cogidas de
la mano, miradas perdidas en los vendedores turcos, con media vida ya en La
Ciudad, mostachos descuidados y semblantes ásperos. A más de cien metros, de
una gran grada al aire libre que aprovecha la pendiente de una loma, un sonido de pop populachero contrasta con el
silencio de los asistentes a la ceremonia de los intercambios dominicales,
ruido del karaoke a gritos, a tope de jóvenes turistas con ganas de diversión. El día de mercado
permanece en el corazón de la urbe. Almuerzo en Endelsberg, un
restaurante muy alemán, atendido por camareras con camisas bordadas y faldas
negras, el cliente elige los platos en los expositores y después te lo llevan a
la mesa, una berliner ayudará a una salchicha blanca poco hecha
acompañada de patatas en salsa y el
tradicional apfel-cake de postre.
A dos manzanas del
Oberbaumbrücke y casi a la
espalda del Muro, en Helsingforser Str. un grupo de amigos pasa la tarde
buscando la luz del verano. Sentados en sillas de plástico sacadas del jardín
comunal del estricto bloque gris que tienen a sus espaldas. El botellín de
cerveza en la acera y un tronchito va de mano en mano, mientras las palabras
sobran. Llegan las presentaciones formales, se levantan uno a uno y ofrecen la
mano con un ligero amago de posición firme e inclinación de cabeza. Rondan los
cuarenta, dos de los tres hombres llevan siempre gorra, incluso permanecen con
ella en el interior de la casa. Sophia
es una mujer entrada en carnes y con una melena negra entreverada de
canas que participa de la cerveza de su pareja, Karl, con sorbitos ligeros de
cuando en cuando. Me enteraré después que este hombre de ojos saltarines y
humor suave trabaja con grupos de niños marginados. Frank, el único barbado del
grupo, se dedica al transporte de enseres domésticos con una furgoneta
desvencijada y habla un español sin acento que me permite algunas palabras en
mi idioma sobre la tierra de origen. Pasamos al jardín porque las nubes
amenazan descarga pronta. Tras un espeso seto, en la parte derecha una mesa
baja de gruesos tablones es el centro del espacio pobre y acogedor. Una modesta
sala al aire libre, un sofá de columpio ajado a un lado y una banqueta de
troncos aserrados al otro completan el mobiliario. A su alrededor, macetas,
cubos con botellas vacías, una carretilla, cubetas para el forraje, un amplio
arriate a un palmo del suelo con flores de temporada, flores picantes
comestibles y margaritas alegran los grises de los muros, los grafitti hasta la
primera planta también aportan su colorido. Decadencia compartida con calma,
con tiempos vecinales. Un jardín que habla por sí solo del cuidado que recibe
como un lugar trabajado con cariño que facilita la vida al aire libre de la que
tanto gustan en los climas fríos y oscuros del centro y norte de Europa. En la
mitad izquierda me sorprende un espeso huertecillo urbano sombreado por un alto
castaño con ciruelos, perales, manzanos y olor a tierra húmeda. De ahí saldrá
un gato atigrado que pasa entre mis piernas con el consiguiente sobresalto.
Casi embozado bajo la visera de su gorra yanqui y unas gafas de montura dorada,
Peter enseña a sus amigos y vecinos unas planchas de diseño y fabricación
propia para usos múltiples en la mesa. Se aplican todos a buscarles funciones a
las plaquitas como si fuera la misión más importante, seriamente, distendidos,
con calma. Peter vuelve a sacar ahora de su mochila una tortuga de felpa. Abre
una cremallera de su vientre y extrae una tortuga más pequeña. Es una tortuga
madre, risas de todos. La amenaza de lluvia se hace realidad y la tertulia
continuará en la casa de Sophia y de Karl. Todos dejan los zapatos a la
entrada. En la noche temprana el andar despacio de su gente es un reflejo de su
desinhibición ante los demás, de su liberalidad para aceptar las diferencias.
Los pisos bajos abren su principal habitación a la calle por ventanas grandes con
puertas de doble apertura, persianas y sin rejas, la mayor parte sin cortinas.
Entiendo más el sentido de lo religioso desde el orgullo del pueblo que empezó
la reforma luterana, orgullo de ser tal cual cada uno es y mostrar su limpieza
de intenciones, su no tener nada que esconder o ¿es doble apariencia? Calles de
muros grafitteados, portales que no se pintan desde hace décadas, puertas
vetustas de un color indefinible que dan
a aceras amplias en las que los bancos de los bares perpendiculean las miradas,
en las que los veladores disponen de mantitas para que los clientes puedan
disfrutar del frescor del tiempo, velen sus ansias de luz y aire y aspiren el
humo de sus cigarrillos liados entre sorbos frecuentes a la botella. Calles de
Friedrichshain, altas rubias de belleza fría, ojos enturbiados, tocados
imposibles, combinaciones de prendas que a veces parecen concebidas
expresamente para el desagrado, punkis de crestas nostálgicas y andar sereno,
bebedores pausados, perros dóciles. La calle es el bien más preciado, el
espacio deseado porque es de todos, porque sólo se puede disponer de ellas por
unos días al año en el breve verano berlinés. El viaje se mete en mí, soy el
viaje que no viajero, fruto de otro estar en otro lugar, en otro media, en otro
clima, en otra lengua. En los otros, otro.
Jüdische
Museum
Después de salir del museo nos resguardamos de la lluvia en uno de
tantos soportales con una berliner en mano y la conciencia alterada por la
experiencia contradictoria vivida en su interior. Todo el lobby por antonomasia
ha aplicado en este edificio su inyección de oro y de ideas y sin duda que su
arquitecto, Daniel Libeskind, ha sabido aprovechar la violencia de sus ángulos
y la fuerza icónica de la Estrella de David para llegar con certeza al campo de
las emociones. Inaugurado en 2001, ya es una referencia imprescindible en las
guías de viaje. El recorrido por sus galerías, identificadas
perspicazmente con ejes que van desde el
exterminio a la continuidad, introyecta en el visitante la sensación del
despojo y la gravedad del Holocausto. En sus esquinas tajadas sobre un jardín
de planos inclinados puede vivirse la alucinación del terror aplicado de modo
sistemático por unos seres humanos sobre otros. Por unos euros puedes rememorar
el miedo íntimo del hombre ante la muerte, especialmente en la sala a oscuras
de la llamada Torre del Holocausto. Lo demás, propaganda sionista del Estado de
Israel en una conseguida construcción laberíntica y claustrofóbica para mostrar
la grandeza del autodenominado pueblo elegido. Lejos quedaban ya para mí otros
círculos íntimos del dolor abandonados en la ensenada del Orzán, días atrás.
Las cúpulas azules de la Frankfurter Tor
que veía en las altas madrugadas sentado en el alféizar de la ventana
del estrecho aposento del Odyssee Crew fueron un bálsamo suave aplicado a la
herida del recuerdo.
¿Qué beberán los habitantes de una ciudad en la que el agua del grifo es
imbebible por su cantidad de cal y la embotellada tiene un precio más alto que
la cerveza? La respuesta es evidente, la cerveza es la bebida por antonomasia.
En este distrito al menos, los vecinos parecen tener un apéndice especializado
en llevar la Pfand casi con dos dedos mientras pasean o van a sus
asuntos, casi a cualquier hora del día, como los norteamericanos portan su
aséptica botellita de agua, o los griegos juegan sus koloboi sempiternos
entre los dedos. En las tiendas de bebida, tabaco y alimentación, puedes
encontrar una oferta de lo más variada, desde el lúpulo al trigo fermentado, dulces o ácidas, las
cervezas guardadas en cámaras a temperatura media atraen la curiosidad a precio
muy asequible. El dependiente oriental, el turco o el sudamericano asumen con
distancia esta beneficiosa afición universal de los europeos. Estas tiendas, getränke
laden, regidas por inmigrantes, son una muestra de integración real
en una sociedad que busca soluciones para mejorar la convivencia en tiempos
cada vez más difíciles. Sin embargo, a pocos días del atentado de un ultra
derechista islamófobo en Noruega
que ha acabado con la vida de 77 personas, he visto una pintada en
Rigaerstrasse, cercana a la Frankfurter Tor, una zona que hasta hace poco fue
un emblema para los punkis y okupas. Una
frase escrita en rojo sobre el cartel de S.O.S de una ONG para pedir ayuda en
la lucha contra el hambre en África que me hace pensar:Oslo? Ich find es gut
El
huevo de la serpiente sigue incubándose. Quizás como una práctica exorcista
frente a su desarrollo, los jóvenes reivindican patrones estéticos del cabaret
de las traumáticas décadas del siglo pasado, tisús, medias caladas, sombreritos
multicolores, gasas, espejuelos...que ellas adoptan como prendas habituales,
como anuncio de la fiesta permanente que reivindican frente a la atrocidad que
se vivió en estas mismas calles más de sesenta años atrás.
La mayor parte de los antiguos edificios
industriales del Este que aún no ha caído bajo la grúa de la especulación son
en el presente usados como centros sociales, bares, talleres, escuelas
deportivas, modestos estudios de grabación, reducidas salas para conciertos y
toda una red de servicios comunales, puestos en marcha por los herederos de la
destrozada utopía, aquellos jóvenes que demolieron el muro y hoy son supervivientes que no han sabido
adaptarse a las normas del capital. Hombres y mujeres avejentados que llevan a
sus espaldas la conciencia de un origen diferente, la insatisfacción permanente
de quien ha vivido un sistema represor y mantiene los tic de entonces, la
conformidad con la subvención de un estado que sigue siendo lo más parecido al
Estado del bienestar en Europa. En ellos el alcohol y otras drogas han hecho
mella, veo en sus miradas turbias la huella de los excesos en los rostros
demacrados, en la delgadez de sus miembros y en la actitud de emboscamiento con
el que manifiestan su estar.
Una amplia tipología de la derrota se
manifiesta en los habituales de estos centros sociales. Con uno de ellos, por
circunstancias que no vienen al caso, quedé emplazado para hablar de su
proyecto, parece ser que quien no tiene un proyecto a realizar no es nadie en
este mundillo de conspiración antisistema desde el corazón de la marginalia.
Nick se acerca a los cincuenta aunque según las circunstancias parece que
adelanta o atrasa su edad real. Dice ser de origen suizo aunque se considera
apátrida y nacido en una familia burguesa con la que cortó cualquier relación
hace años. Dice haber viajado por todo el mundo por un tiempo en que fue
auxiliar de vuelo en una compañía aérea y ha decidido que pasará sus últimos
días en Cádiz. Dice tener un proyecto en la vida ¿qué seríamos sin un
proyecto?: impedir que se construya el segundo puente que bautizado como “La
Pepa” cuya inauguración está prevista para 2012 sería. Vivió en esa Bahía
durante cuatro años trabajando de camarero en el chiringuito de La Caleta, allí
conoció a una mujer con la que aprendió el idioma y con la que hoy no tiene
relación. Despliega sus argumentos en un español muy correcto, tiene una
elaborada hipótesis sobre los intereses de un núcleo determinado del poder
político andaluz para conseguir hacer de Sevilla un centro de distribución de
mercancías hacia el norte de Europa con
un gran puerto para el siglo XXI, aunque de llevarse a cabo supondría aumentar
el calado del Guadalquivir, con lo que quedarían muy perjudicados tanto los
arrozales como el ecosistema de Doñana. - A su vez- insiste Nick, ya elevado en
su ardor por el conocimiento de mi tierra, la construcción del segundo puente
se quiere hacer para que los que mandan en Cádiz sigan manteniendo sus
mansiones en Vistahermosa y puedan acudir al trabajo en sus coches, Cádiz
quedaría como una ciudad de funcionarios. El puerto debería estar en la Bahía,
en el muelle de La cabezuela con vías terrestre adecuadas para el transporte de
mercancías, que completaría con un trazado nuevo del tren...Y su amor por esa
Cádiz lo lleva a querer recuperar la casa de Pemán para hacerla un centro
social sobre la historia del movimiento obrero andaluz, casi una nueva
desamortización ideológica, una cataratas de ideas esgrimidas desde una
superioridad ancestral de calvinista sobre el pueblo católico e ignorante del
sur necesitado de la luz del progreso. Para conseguir paralizar al puente de la
Pepa, dice que va a enviar informes a La Comisión de Medio-ambiente de la UE para que se revise la política del
reparto de fondos comunitarios ante tal desastre, al Congreso de los Diputados
de España, al Defensor del Pueblo...Me pide que lea su trabajo para que opine
sobre él, se manifiesta con dudas, tenía una página web pero la cerró por
amenazas, quedaremos otro día para ver el texto. Hasta ahí, una experiencia de
viaje más. Olvidé la abrumadora verborrea y la innegable carga de datos
ciertos, acertados y erróneos con los que me había ametrallado el suizo, con
unas cervezas en el Artliner, actuaba un trío de músicos que hacían country,
más o menos. El coro de perpetuos del pub permanecía acodado en el mismo lugar
de la barra que dos años atrás, cinco amigos habituales, cinco bebedores
profundos, más de cinco años siendo servidos por la misma camarera, corpulenta
y seria. Seguro que no pagarán precios extras por la consumición, aunque haya
espectáculo. Aparece en el mismo local la misma mujer que apareció dos años
atrás, con sus labios tintados de rojo sangre, su tez pálida lustrada con una
espesa capa de maquillaje, con su
pitillera de nácar y sus movimientos lánguidos hasta dejarse caer con
parsimonia en uno de los rincones más barroquizantes del local. Aún mantiene la
mirada voraz que capté entonces. Para la segunda cita de trabajo, nuestro amigo
requería tiempo, supuestamente tendría que estar presente mientras yo leyera su
trabajo. Sigo siendo un ingenuo, Nick tenía la sombra del perseguido por su
propia paranoia, tardé en verla. En el momento de trasvasar el texto, dice que
no, que no puede confiar en mí si no dispongo más que de unas horas para
dedicárselas a su trabajo. Me pidió mi cuenta de correo antes de marcharse.
Días después nos saludamos en el R.A.W. en una tarde al sol del poniente. Con
una cerveza en la mano, a juzgar por sus maneras oratorias y por la atención
que le prestaban, ejercía de pope discurseando a dos chicas y un chico suizos a
los que había conocido unas horas antes. Les hablaba de su proyecto, de sus
conocimientos musicales, de su faceta de guitarrista, una de las muchachas lo
miraba embelesada. - Esto es Berlín- dejó caer en su parlamento. Como un
reyezuelo del cine mudo, melenudo y saltarín, dejó la terraza seguido por los
jóvenes saltimbanquis suizos. Mundo de proyectos al sol de la tarde. -Estamos
en contacto- fue su despedida. Fue el Caso Cádiz, con el que me topé en el bajo
derecha del número 16 de Simon Dacht Strasse en una tarde lluviosa y del que
salí en otra tarde soleada recostado en la ajada fachada de Die Küste, en esta
playa que ni siquiera se sueña bajo los adoquines ¿Conexiones globales del
planeta o intercambios de irrealidades entre soñadores?
Pergamonaltar
El templo de Pérgamo en la Isla de los museos, es una “visita
obligada” en los paquetes completos. ¿Cómo no acercarse a este altar
helenístico encapsulado en una gran mole neoclásica? Siglo II a. de C, siglo
XX, tiempos imbricados en crisis de civilizaciones. Una apología del expolio de
la que puedes disfrutar si no te planteas la barbarie cometida por las
civilizaciones depredadoras sobre los pueblos pobres que levantaron las
primeras culturas. Recuerdo el traslado del Obelisco de Egipto a Francia por
Bonaparte y los robos que han acompañado desde entonces a los colonizadores
pero no puedo olvidarme de la aportación de Champollion cuando descifró los
textos de la Piedra de Rosetta que también llegó hasta él desde la expedición
napoleónica. La Piedra, después de todo, es un bien mueble equiparable a la
escultura, una porción de materia extraída de la naturaleza para contener un
mensaje ex profeso. Saberte ante una obra desarraigada, prostituida en su
significado completo, robada, es una experiencia dura. No dejas de ver sus
escalinatas y columnas como una impostura en el afán del traslado imposible del
significado de estas grandes muestras en el contexto de su territorio y de su
tiempo. Demasiada entrega litúrgica a la exposición de las
culturas del pasado. Pero nada te impide extasiarte ante la Puerta de Ichtar
cuando sabes que hace poco, muy poco en el tiempo histórico, carros blindados
destrozaban las calzadas de Babilonia y soldados del actual imperio destrozaban
y robaban una vez más las riquezas de los museos de Bagdad. Los relieves de
guerreros asirios, los majestuosos leones sometidos al dios Ashur en su trono,
protegido para siempre de la erosión del aire y del tiempo. Dilemas entre la
destrucción o la apropiación indebida. Casi te sientes figura de un pictograma
en la reconstrucción a medias de la Puerta romana del mercado de Mileto. Tiempo después, sentado en los
atardeceres de otro verano mediterráneo
en un banco de la via Impero frente a la Porta Romana de Firenze, entendería
que la belleza necesita su propia siembra; los edificios pierden su sentido trasladados,
expuestos sin más función que la de ser vistos se transmutan en banales
decorados. Nada puede decir el Frontón del palacio de Mahatta, acarreado aquí
desde las tierras jordanas de 1.200 años, ni la completa reconstrucción de la
habitación de Alepo, ni siquiera los minhares de una religión que nació en
tribus nómadas adquieren entidad por sí mismos, casi pobres pastiches. Mas la
publicidad avanza hasta organizar extrañas coyundas y ahondar en lo que llaman
el diálogo entre las obras de arte. Maneras de vender. Esculturas clásicas y tallas
caribeñas, entretenimientos interculturales para el mercado de masas
acomplejadas ante tamañas grandezas. Las lágrimas que se te escapaban en un
frío uno de enero frente al Partenón bajo su andamiaje perpetuo, anclado en las
tripas de la Acrópolis, es difícil que vuelvan a llegar, como las golondrinas
de Bécquer, no volverán.
Afanes de tardes
En una ciudad líquida se acumulan los afanes de tardes de sol, por ser
estas huidizas y breves, y los
berlineses las apuran hasta el último rayo. Las oscuras tardes del invierno son
muy largas y en Görlitzer Park, modesta extensión verde si se compara con las
inmensas manchas de vegetación que caracterizan a la ciudad, pero muy adoptado por el vecindario dispar de
Kreuzber, en torno a su gran vaguada central el paisanaje es diverso, un
muestrario de maneras de vivir diferentes, de modos de vestir, de buscar la
propia imagen fuera de los patrones al uso o de seguir las tendencias estéticas
marginales al mercado de la moda, en un mundo en el que las tendencias se
deciden en Occidente y las prendas se fabrican en Oriente. Cabezas rapadas, con
moños, con rastas, chicas con cortes de pelo de inverosímiles asimetrías,
prendas talares de las mujeres turcas, sudaderas con capuchas en casi todos los
jóvenes, paseantes de la tarde berlinesa. Una numerosa familia turca en la que
se unen tres generaciones celebra la luz en torno a una humeante barbacoa
(prohibidas dicen) inundando de olor a fritanga los alrededores, críos que
escapan a la tutela de las madres, gritos de atención de estas mujeres de las
que me pregunto cómo vivirán bajo la autoridad patriarcal en una sociedad
abierta los nuevos roles de su sexo, mientras una música machacona a mis oídos
me distrae de las respuestas. En una lomita cercana, un grupo de adolescentes en minifalda se
arrepanchigan sobre la hierba pasándose con parsimonia un cigarrillo de hierba
al que dan largas caladas sin ostentación ni miedo. Parques, cementerios y
mercadillos, lugares públicos para entender el pasado y el presente de las
ciudades, la vivencia de la muerte, la satisfacción de las necesidades básicas
y el uso del ocio, coordenadas de
acercamiento a otras realidades.
Es martes, día del mercado turco. Alguna cafetería modesta abre su
terraza estrecha hacia el lecho de agua gris del Landwehrkanal a lo largo de
Paul Linke Ufer. Mesitas reducidas entre geranios y buganvillas para disfrutar
de un café casi entre dos mundos o entre dos realidades en simbiosis. Una es la
del espectáculo occidental, la del recital de música “new age” que ofrecen una arpista de piel casi
translúcida y un joven con gong y violín, la de un público sentado en la acera
que se deja llevar por sus notas
lisérgicas, la del par de contorsionistas que ofrecen un espectáculo de clown
de tierno humor blanco. Otra es la de las ancianas turcas con sus miradas
huidizas, con su remoto pasado en Anatolia abotonado en la memoria, parapetadas
en sus largas gabardinas, buscando los precios más bajos en la amplia oferta de
verduras y frutas, la del coreano que no ha dejado un hueco en la piel que
enseña sin tatuaje, la del argentino que vocea melodiosamente sus repujados en
piel bovina. Y uniendo ambas, las voces, las pregonadas cancionetas
mediterráneas sobre la bondad de los productos. Especias de todo el globo, con
ellas empezó la globalización, quioscos de comida rápida, en los que no faltan
las salchichas, los falafel, las pizzas, las tortitas de maíz mexicanas, los
batidos de mango y de papaya, los ramilletes de hierbas aromáticas, el perejil,
la hierbabuena, el laurel, el hinojo,
los yunakami que fríen expertas manos japonesas, el pan de centeno, de maíz, de
sésamo, con almendras, con nueces...olores penetrantes, algún pescado fresco y
caro en estas tierras de interior. Una cara más de esta ciudad bipolar en la
que me encuentro tan a gusto. A la vuelta, con flores en la mochila, al cruzar
el Oberbaumbrücke, bajo de la bici para ver desde sus arcos neogóticos las dos
siluetas de la reconciliación, que más que al abrazo me parece que se disponen
al combate, orgullosas sobre el cauce del Spree, espero equivocarme, en este
suelo hubo demasiado sufrimiento.
Hacer colas y mirar cuadros
Una
joven y su padre guardan más de una hora
de cola para visitar el recién intervenido Reichstag. La cúpula de Norman Foster
es la meta de la mañana, subir a ella, seguir el itinerario señalado, someterse
a las medidas de seguridad, asomarse al mirador, cumplir otra de las estaciones obligadas del
turista en ese viacrucis suave de las visitas programadas, con largas jornadas
tempraneras que suelen terminar en una
íntima frustración por no haber visto todo lo que se ha planeado, por
tener pendiente la compra de recuerdos para la familia o los amigos. Mientras
esperan, sacan de las mochilas un sándwich y una cerveza. La chica hace saltar
la chapa del botellín con un mechero en palanca en un pis-plas. Debe haber
abierto miles de botellas en su vida. Mastican con ganas y dan sorbos cortos
mientras se cobijan bajo un paraguas de la lluvia que una vez más veranea por
aquí. “DEM DEUTSCHEM VOLKE” en el frontispicio del remozado parlamento en el
que se libró la última batalla de la Segunda Guerra Mundial, como una proclama
de afirmación ilustrada sobre la soberanía de un pueblo. Padre e hija bromean
con la frase lapidaria, son alemanes y acarrean su carga de culpa con el
pasado, para él es un acto íntimo de alegría, para ella una obligación
impuesta.
Nuestra pareja toma el tram hasta Potsdamer
Platz, ese gran expositor de la arquitectura del espectáculo y de los momentos
de esplendor de las grandes multinacionales. No se detienen sin embargo para
contemplar las ostentosas construcciones, pasarán la tarde en el Kulturforum
que contiene una de las mejores colecciones de pintura desde la Edad Media hasta el siglo XVIII. Además
pueden gozar sin prisas de la pinacoteca porque no es lugar elegido para los
paquetes turísticos. Se detienen ante
las tablas medievales de Holbein y Cranach, pasan del infierno de la peste
europea del siglo XIV a la equilibrada belleza de las madonas sin olvidar los
interiores burgueses de la pintura flamenca o las fiestas populares donde la
alegría y la miseria conviven en los lienzos. Van desde la mitología cristiana
hasta los mitos griegos, del Rapto de Europa de Rubens a la línea genial del
dibujo en Dürer. El padre no deja de dar explicaciones a su hija ante la
elegante frialdad de los primeros paisajistas ingleses, ante las muestras del
rococó francés o la Venecia detallista del Canaleto. Casi entra en éxtasis ante
la perfección de la Venus de Botticelli. La chica desea íntimamente que acabe
la perorata de su viejo, harta de tanto canto a la belleza. Dejaron el museo a
pocos minutos del cierre.
Llovía sobre Berlín
Ha amanecido lluvioso y gris para el adiós después de la noche más
cálida que haya tenido en mi estadía, con una cena digna en Smitt,
restaurante de cocina alemana escueta y
asequible, en una esquina de Boxi .¿Cómo no tomar un gulash y brindar con un
burdeos con la anfitriona con la que tantos paraguas abandonados he recogido
para reciclar sus telas? El adiós tradicionalmente relacionado con el idioma el
Auf wiedersehen con el que identificábamos a los alemanes en las películas bélicas de la infancia
ha caído en desuso. Se impone el más cercano y coloquial Tschuss a modo
de despedida que prefiero para despedirme de La Ciudad. Sólo lo he oído en una
canción que entonaba un viejo centenario en la corta travesía por el lago
Wansee en una mañana nublada hacia la zona residencial de Kladow, una de tantas
urbanizaciones privilegiadas con chalés de altos tejados a dos aguas y
espaciosos jardines donde los jubilados de las clases medias altas estiran sus
días, mientras degustan a sorbos cortos una Kristal Weise en las
terrazas frente al embarcadero. El cantante por horas acompañaba sus gorgoritos
con las notas de un acordeón que exprimía con esfuerzo. Embutido en el traje
típico y cubierto con un tocado de brujo adornado con flores de plástico
ofrecía al pasaje una canción al empezar el trayecto y otra antes de atracar.
Su boca desdentada no dejaba de sonreír, como reían sus ojillos de pupilas casi
translúcidas en el clímax de la exaltación artística sin el más mínimo sentido
del ridículo. Cuánto dolor se escondía en sus risas.
Terminal desk
A media mañana el airbús ha aterrizado en la T-
4 de Barajas. Dispongo de más de cuatro horas para usar este escritorio como
rampa de adaptación suave al regreso. Los precios a pagar por el alquiler son
muy caros, el segundo desayuno del día y el breve almuerzo exigen una
disposición mental alerta para no caer en la hipoglucemia por restricción de
las magras finanzas de uno. En este no-lugar de amplios ventanales y una larga
serie de pilares que se levantan hacia
la cubierta como crucifijos templarios, la luz, matizada por las claraboyas se
esparce sinuosamente entre las líneas ondinas, crea un espacio irreal en torno
a un eje simétrico por el que camina gente con prisas, con agobios, con alguna
ilusión a veces, en permanente dependencia de los apéndices electrónicos. Pero
el precio simbólico por la permanencia aquí es más alto. Si cruzas el umbral
hacia el exterior ya no puedes volver a entrar, sólo saldrás en su momento a
través de los largos túneles que han dado en llamar fingers, a través de
los cuales entras al vientre de los aviones que te transportarán a otros
no-lugares paras transeúntes. En este gran estudio la asepsia social es extrema
y has de cumplir con las condiciones exigidas para conseguir tu objetivo, salir
cuanto antes de allí. Acunado una vez más por la salmodia de la seguridad, me dejo
llevar por el espejismo del nuevo Madrid, por su ski line en el que las
últimas torres levantan su memorial de desequilibrios urbanos salpicados de
ínfulas de grandeza y cimentados en la burbuja del suelo. Es una panorámica de
cine, es decir, un plano que jamás será tratado por la industria del raquítico
cine español. Eso sí, los empleados de la limpieza son eficientes y las visitas
no me buscan a mí, van de paso, están en tránsito, su viaje es la única meta,
no me interrumpen el trabajo. A ojo de buen cubero, calculo que entre la
expresión estresada y la de puro trabajo se mueven el 90% de las expresiones de
los pasantes. No molestan, los pasillos son amplios y las líneas del guión son
muy fáciles, todos las incluyen sin dificultad en la performance del viaje
anual. Un hombre gordito ataviado con bermudas y camiseta pasa corriendo en un
sentido y más tarde en el contrario, sudoroso a pesar de la climatización de
este estudio parece que va a exhalar el último suspiro en el esfuerzo, me
reconozco en ese tipo antes de haber aprendido a aprovechar las ventajas de
esta catedral lineal consagrada al sacrosanto desplazamiento de masas, cuyos
altares laterales abren las puertas al cielo y ante los que se disponen los
fieles para dar el salto hacia los destinos.
Me impongo un descanso para ponerme al día
de lo que cuentan que ha ocurrido en el mundo en los últimos días. El
endeudamiento de los EE.UU. Parece no encontrar vías de acuerdo entre
demócratas y republicanos, o recortes sociales o más impuestos. China se asoma
cada vez con más ímpetu al balcón del poder planetario. En el decadente
imperialismo yanqui soplan los vientos duros del Tea Party. Logro
informarme de los detalles y motivos esgrimidos por el terrorista noruego para
cometer la matanza de 77 personas en una de las sociedades más estables del
continente. La pintada que vi en Rigaerstrasse martillea en mi conciencia como
un mal augurio. Sin embargo, ayer en el S-Bahn hacia Warschauer una pandilla de adolescentes hacía las gamberradas propias de la
edad, molestaban a los adultos, jugaban peligrosamente con el cierre automático
de las puertas o se besuqueaban con la avidez del deseo recién llegado. Todos
llevaban teléfonos de última generación, dos chicos eran negros, tres blancos,
una chica rubia, otra latina y otros dos árabes. Todos berlineses. Un hombre
maduro entrado en carnes les llamó la atención por su conducta y todos
cambiaron de actitud. Un hecho banal que después de la masacre del nórdico me
da esperanzas a pesar de todo.
Sevilla, 11 de septiembre de 2011
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