En el ecuador del verano, después de un mes de ocio, de luchas varias,
de las internas y de las conviviales, de un viaje por el Valle del Jerte en sus
guapas transparencias, de una deliciosa visita a Segovia, cercada por sus ríos
y encerrada frente al desnudo paisaje castellano, con otro tanto de tiempo por
delante para llegar al otoño de de aulas y adolescentes desorientados, cuando
cerca de la mitad de mis conciudadanos se disponen a cumplir con el trasiego
habitual de la grandes ciudades a las costas o a la montaña para intentar un
verano diferente y tan idéntico al mejor de los recordados que luego se
confundirán todos en la frágil memoria, con el agridulce recuerdo de las
tierras nuevas a mis ojos, de los dejes de cada lugar en los oídos prestos, de
las costumbres que aún quedan distintas a las de mi tierra a pesar del macadán
homogéneo que todo lo arrasa, con las retinas aún enriquecidas con los verdes
del Valle y la especial luz del atardecer desde la Alameda segoviana, con
imágenes y sensaciones nuevas de registro amplio, en esa brutal brecha que se
abre a la vuelta, al lugar donde vives y nada es real y sólo el polvo de los muebles sirve de albacea
del recuerdo, el suelo conocido, las calles frescas, la fresquita del Río...
En la Ruta de la Plata, otros viajes anteriores estuvieron presentes,
con otra mujer, con un joven en el que no me reconozco ya, con igual ansia por
el camino y con más fuerzas para soportar el trajín del desplazamiento masivo
de la virgen de julio, el tiempo abierto encerrado en un cacharro viejo, con una lluvia impropia
dorando la Extremadura. Quizá otra oportunidad para descubrir la necesidad del
viaje a las afueras siempre. Después de meses sin salida, a sabiendas de vivir
una situación agónica, en un momento decisivo de cambio de rumbo si vale el
dicho para estos destinos en los que nos empeñamos como si fuesen barquitos
manejables en las aguas templadas de los estanques. Pronto sabremos de la
muerte de Burroughs el último de los profetas del fuera de juego que nos llegó de las tierras
yanquis, con sus vivencias al borde y su desprecio de la mentalidad burguesa.
Hoy, por esta otra tierra de nobles segundones lanzados por la miseria a la
conquista de las Indias, que huele a retama y a corcho, a porquerizas y -
extrañamente- a tierra mojada, a hierba recién segada quedan lejanos los olores
del asfalto caliente de las grandes ciudades. Por estas sensaciones
desconocidas paga el urbanita al pueblerino su tributo estacional, su parte
alícuota de destrucción de la natura en la sociedad del imago común, en la
aldea global de la cerveza y en el imperialismo dulzón de las colas, donde han
florecido las abacerías paradójicas de productos de la tierra en envoltorios de
diseño último, paradojas de esta época confusa en la que aún nos admira la
perfección de un teatro clásico en sus proporciones humanas y justas, sobre el
que se representan espectáculos para el presente abducidos de un pasado
imaginado.
El mismo cuadernillo de campo se
hace objeto múltiple en la ribera del Jerte en una mañana de paseo suave hasta
Navaconcejo. El pueblo se somete a un mediodía de duelo por uno de sus vecinos.
En el frescor de las balconadas populares el murmullo de los corros de hombres
es un eco del silencio de la calle. Los más viejos se alinean junto a la puerta
del difunto en sillas de enea de varios tamaños, las mujeres entran despaciosas
y solemnes al mortuorio en que se ha convertido esta casa de cal y roble viejo,
algunas viejas llevan velos negros prendidos con alfileres al modo de la posguerra;
sólo los hombres maduros intercambian a veces algunas sonrisas respetuosas. Han
dejado las faenas de las parcelas y el cuidado de los cerezos para acompañar en
el dolor a los deudos hasta subir al fiambre al cementerio de la parte alta
donde los rumores de las aguas limpias del Transparente acunarán los restos de
quien tantas veces se agachó sobre los surcos suaves para que hoy los nietos
vendan al urbanita el kirch frío y poderoso de su fruto rey, el áspero vino de
pitarra y las buenas chuletas de retinta autóctona.
Al
tercer despertar en Segovia desde una casa de la Judería vieja asomada a la
muralla, esta ciudad declarada del patrimonio universal por la Unesco ha mostrado algunos secretos al ojo atento,
algunos testimonios de piedra de aquella historia caballeresca y guerrera con
que la que tantos mandobles nos dieron en las escuelas de la dictadura, sus
peculiares silencios y la franca disposición para la única industria en alza,
la del turismo cultural de pequeños grupos de jubilados europeos y estudiantes
de arte, de grupos familiares de clase media, vídeo en ristre y canillas al
aire arrastrados por sus callejas con el objetivo presto y el ojo ciego a
las sagas escondidas.
Frente a la Sierra de la Mujer Muerta, guapa leyenda de amor y muerte,
mito fundacional con el atareado y enamoradizo Heracles como agónico amante
acampado a sus faldas a la espera del favor de Zeus para ser nube y abrazo de
la dama yacente, desde una balconada mínima hacia el paseo del Salón de la
Reina, como un ojo de buey abierto en las cuadernas de babor de este barco de
caliza en tierra firme, sabiendo que a su proa la corona la Torre del Rey Estrellero dentro del
complejo Alcázar y que es el Acueducto
el timón de la popa, el pinarcillo que acoge el camposanto judío y el
insignificante morabito encalado alcanzan la categoría de signo nuclear, restos
de culturas vencidas por las armas que perduran y se alean con la de los
vencedores.
El mediodía cae al bies de la
plaza mayor de Pedraza, en un definido campo de luz y de sombra, tan conservada
como desierta en un lunes de verano. Los
hosteros y asadores de la Villa han entrado en franca y sucia competencia. Bajo
los soportales, la Taberna Nueva de los
noveles empresarios sobrevenidos de una generación de pastores ha abierto
pronto y tiene ya preparado los chicharrones para el pincho desde media mañana
en el frente solar, La Casa de Vinos regentada por don Mariano, un cristiano
viejo que abre cuando el sol está en su epicentro, tras aleccionar con dureza
al ama que le sirve y le cuida y preparar la tiza para anotar con pulso temblón
las consumiciones de los forasteros. Años lleva soportando sandeces de turistas
estúpidos amparado en una amplia chapela desde la que atisba con sus ojos
muertos al forastero con mal disimulada desgana detrás de un breve mostrador de
nogal, su atalaya, mesa de
despacho, su último puesto de vigía ante
las hordas bárbaras que retoman su emporio, a las que sirve un vino malo con
precisa medición de abstemio frecuentador del sorbito de agua en vasuco de vino
y enojosa pasada de pañuelo secador por unos labios imperceptibles. En otro
tiempo ocupó la alcaldía de la villa, cuando la democracia estuvo enterrada.
Dicen las voces de las esquinas que el viejo prócer amasa una gran fortuna nacida
de la extorsión del triunfo bélico, del estraperlo del comisionado falangista y
de la especulación que propició el auge del turismo de interior y piedra. Él se
mantiene como el faro de Occidente, tragando saliva por lo que tiene que
soportar de un mundo que ya ni siquiera se toma el esfuerzo de entender. Es la
referencia más clara del inmediato pasado en este cascarón de piedra donde un
escaso millar de moradores se busca la vida un tanto hastiados de asar corderillos para los ufanos triunfadores
de la urbe y de repetir una vez más que el Castillo de la familia Zuloaga no
está abierto al público. Pero en la calle de los Procuradores, después de
cruzar la Puerta de la Cárcel se encuentra el Asador Manrique, loado por los
conocedores y altar de los amantes del
lechal a los que me sumo con deleite a pesar de los malos modos de la rígida regenta heredera del fundador.
Memorable yantar de cordero divinizado por la leña del horno manriqueño, el
secreto es el baño de la carne y la destreza en el punto de asado de un orondo
y sucio cincuentón que además atiende el estanco y vende la prensa del día
antes de servir a la lumbre y a este laico
refectorio.
Una pobre habitación con estufa económica, un reducido armario y un
lecho de borras desde donde se atisba el cielo castellano a través de un
reducido balconcillo constituyen el testimonio de los treces años de paso de un
oscuro profesor de francés por esta ciudad de desniveles, en una modesta
pensión de techos bajos y huéspedes modestos
de una peseta diaria, atravesando cada día la habitación de otro
compañero entre el final de la primera Gran Carnicería de nuestro siglo y el
alborozo de la proclamación de la Segunda República, a cuya fiesta colaboró el
poeta grande enarbolando la tricolor desde el balcón del Ayuntamiento sobre la
Plaza Mayor. Allí nacieron versos
maduros y poderosos, allí vivió el segundo y apasionado amor, allí hoy, un busto en el jardín recuerda al Machado maduro de torpe aliño indumentario al que una esforzada
aprendiza de guía turística hace los honores culturalistas de rigor y se
desvive por demostrar a los visitantes sus conocimientos del personaje.
No consigo acertar el número de estatuas que se erigen en las calles de
esta ciudad de la profunda Castilla, pero para el visitador quedan claro los
afanes de sus habitantes por levantarlas por cualquier motivo y a cualquier
occiso, sea al premoderno comunero Juan Bravo, al Doctor Angélico o al más
afamado de sus maestros asadores dispuesto a mechar sus cochinillos con
pericia, pero más que estos recordatorios cualquiera de sus templos románicos
ofrece en los capiteles de sus pilares un mundo de seres antropomórficos
inabarcable, sugerente de leyendas y miedos de aquellos días oscuros. Sean los
descuidados pórticos de San Lorenzo, los recuperados de San Esteban o los elegantes soportes de San Millán.
Si se llegó a Segovia, como fue el caso, desde la ciudad de la Santa y
aún con el impresionante bloque granítico de sus murallas en las retinas, es la
torre de la catedral la que sobresale sobre los trigales, la última de la
Península construida según los cánones góticos después de la destrucción
llevada a cabo por la venganza de las tropas imperiales. Pronto la luz
caliza, la sobrepoblación de vencejos y
cigüeñas y la áspera espontaneidad de los segovianos hace olvidar la tristeza ceñuda de los
abulenses. Entre el Clamores y el Eresma y a la sombra del Acueducto, al
presente, fileteados sus sillares por una enumeración de técnicos alemanes, sus poco más de 50.000
habitantes parecen llevar una vida tranquila,
conocedores de la cercanía de la capital y de su privilegiada atmósfera
de ciudad limpia y monumental. Sólo así puede entenderse la cara de felicidad
del propietario del quiosco de la Plaza Mayor cuando ventea el armonio de la iglesia
de San Miguel para sí mismo en una mañana sin visitas. En su altar fue
confirmada una traición a la corona de Castilla, allí inició su ascenso al
trono la Reina Católica frente a la denostada Beltraneja. Frente a su fachada,
hace casi siete décadas, un poeta tremoló la tricolor con esperanza
republicana.
Sevilla, 30 de julio de 1997
No hay comentarios:
Publicar un comentario