sábado, 9 de marzo de 2019

Del Jerte al Clamores


     En el ecuador del verano, después de un mes de ocio, de luchas varias, de las internas y de las conviviales, de un viaje por el Valle del Jerte en sus guapas transparencias, de una deliciosa visita a Segovia, cercada por sus ríos y encerrada frente al desnudo paisaje castellano, con otro tanto de tiempo por delante para llegar al otoño de de aulas y adolescentes desorientados, cuando cerca de la mitad de mis conciudadanos se disponen a cumplir con el trasiego habitual de la grandes ciudades a las costas o a la montaña para intentar un verano diferente y tan idéntico al mejor de los recordados que luego se confundirán todos en la frágil memoria, con el agridulce recuerdo de las tierras nuevas a mis ojos, de los dejes de cada lugar en los oídos prestos, de las costumbres que aún quedan distintas a las de mi tierra a pesar del macadán homogéneo que todo lo arrasa, con las retinas aún enriquecidas con los verdes del Valle y la especial luz del atardecer desde la Alameda segoviana, con imágenes y sensaciones nuevas de registro amplio, en esa brutal brecha que se abre a la vuelta, al lugar donde vives y nada es real y  sólo el polvo de los muebles sirve de albacea del recuerdo, el suelo conocido, las calles frescas, la fresquita del Río...
    En la Ruta de la Plata, otros viajes anteriores estuvieron presentes, con otra mujer, con un joven en el que no me reconozco ya, con igual ansia por el camino y con más fuerzas para soportar el trajín del desplazamiento masivo de la virgen de julio, el tiempo abierto encerrado en  un cacharro viejo, con una lluvia impropia dorando la Extremadura. Quizá otra oportunidad para descubrir la necesidad del viaje a las afueras siempre. Después de meses sin salida, a sabiendas de vivir una situación agónica, en un momento decisivo de cambio de rumbo si vale el dicho para estos destinos en los que nos empeñamos como si fuesen barquitos manejables en las aguas templadas de los estanques. Pronto sabremos de la muerte de Burroughs el último de los profetas del  fuera de juego que nos llegó de las tierras yanquis, con sus vivencias al borde y su desprecio de la mentalidad burguesa. Hoy, por esta otra tierra de nobles segundones lanzados por la miseria a la conquista de las Indias, que huele a retama y a corcho, a porquerizas y - extrañamente- a tierra mojada, a hierba recién segada quedan lejanos los olores del asfalto caliente de las grandes ciudades. Por estas sensaciones desconocidas paga el urbanita al pueblerino su tributo estacional, su parte alícuota de destrucción de la natura en la sociedad del imago común, en la aldea global de la cerveza y en el imperialismo dulzón de las colas, donde han florecido las abacerías paradójicas de productos de la tierra en envoltorios de diseño último, paradojas de esta época confusa en la que aún nos admira la perfección de un teatro clásico en sus proporciones humanas y justas, sobre el que se representan espectáculos para el presente abducidos de un pasado imaginado.
     El mismo cuadernillo de campo se hace objeto múltiple en la ribera del Jerte en una mañana de paseo suave hasta Navaconcejo. El pueblo se somete a un mediodía de duelo por uno de sus vecinos. En el frescor de las balconadas populares el murmullo de los corros de hombres es un eco del silencio de la calle. Los más viejos se alinean junto a la puerta del difunto en sillas de enea de varios tamaños, las mujeres entran despaciosas y solemnes al mortuorio en que se ha convertido esta casa de cal y roble viejo, algunas viejas llevan velos negros prendidos con alfileres al modo de la posguerra; sólo los hombres maduros intercambian a veces algunas sonrisas respetuosas. Han dejado las faenas de las parcelas y el cuidado de los cerezos para acompañar en el dolor a los deudos hasta subir al fiambre al cementerio de la parte alta donde los rumores de las aguas limpias del Transparente acunarán los restos de quien tantas veces se agachó sobre los surcos suaves para que hoy los nietos vendan al urbanita el kirch frío y poderoso de su fruto rey, el áspero vino de pitarra y las buenas chuletas de retinta autóctona.
     Al tercer despertar en Segovia desde una casa de la Judería vieja asomada a la muralla, esta ciudad declarada del patrimonio universal por la Unesco  ha mostrado algunos secretos al ojo atento, algunos testimonios de piedra de aquella historia caballeresca y guerrera con que la que tantos mandobles nos dieron en las escuelas de la dictadura, sus peculiares silencios y la franca disposición para la única industria en alza, la del turismo cultural de pequeños grupos de jubilados europeos y estudiantes de arte, de grupos familiares de clase media, vídeo en ristre y canillas al aire arrastrados por sus callejas con el objetivo presto y el ojo ciego a las  sagas escondidas.
     Frente a la Sierra de la Mujer Muerta, guapa leyenda de amor y muerte, mito fundacional con el atareado y enamoradizo Heracles como agónico amante acampado a sus faldas a la espera del favor de Zeus para ser nube y abrazo de la dama yacente, desde una balconada mínima hacia el paseo del Salón de la Reina, como un ojo de buey abierto en las cuadernas de babor de este barco de caliza en tierra firme, sabiendo que a su proa la corona  la Torre del Rey Estrellero dentro del complejo Alcázar  y que es el Acueducto el timón de la popa, el pinarcillo que acoge el camposanto judío y el insignificante morabito encalado alcanzan la categoría de signo nuclear, restos de culturas vencidas por las armas que perduran y se alean con la de los vencedores.
     El mediodía cae al  bies de la plaza mayor de Pedraza, en un definido campo de luz y de sombra, tan conservada como  desierta en un lunes de verano. Los hosteros y asadores de la Villa han entrado en franca y sucia competencia. Bajo los soportales, la Taberna Nueva de  los noveles empresarios sobrevenidos de una generación de pastores ha abierto pronto y tiene ya preparado los chicharrones para el pincho desde media mañana en el frente solar, La Casa de Vinos regentada por don Mariano, un cristiano viejo que abre cuando el sol está en su epicentro, tras aleccionar con dureza al ama que le sirve y le cuida y preparar la tiza para anotar con pulso temblón las consumiciones de los forasteros. Años lleva soportando sandeces de turistas estúpidos amparado en una amplia chapela desde la que atisba con sus ojos muertos al forastero con mal disimulada desgana detrás de un breve mostrador de nogal, su atalaya,  mesa de despacho,  su último puesto de vigía ante las hordas bárbaras que retoman su emporio, a las que sirve un vino malo con precisa medición de abstemio frecuentador del sorbito de agua en vasuco de vino y enojosa pasada de pañuelo secador por unos labios imperceptibles. En otro tiempo ocupó la alcaldía de la villa, cuando la democracia estuvo enterrada. Dicen las voces de las esquinas que el viejo prócer amasa una gran fortuna nacida de la extorsión del triunfo bélico, del estraperlo del comisionado falangista y de la especulación que propició el auge del turismo de interior y piedra. Él se mantiene como el faro de Occidente, tragando saliva por lo que tiene que soportar de un mundo que ya ni siquiera se toma el esfuerzo de entender. Es la referencia más clara del inmediato pasado en este cascarón de piedra donde un escaso millar de moradores se busca la vida un tanto hastiados de  asar corderillos para los ufanos triunfadores de la urbe y de repetir una vez más que el Castillo de la familia Zuloaga no está abierto al público. Pero en la calle de los Procuradores, después de cruzar la Puerta de la Cárcel se encuentra el Asador Manrique, loado por los conocedores y altar de los  amantes del lechal a los que me sumo con deleite a pesar de los malos modos de la  rígida regenta heredera del fundador. Memorable yantar de cordero divinizado por la leña del horno manriqueño, el secreto es el  baño de la carne y  la destreza en el punto de asado de un orondo y sucio cincuentón que además atiende el estanco y vende la prensa del día antes de servir a la lumbre y a este laico  refectorio.
     Una pobre habitación con estufa económica, un reducido armario y un lecho de borras desde donde se atisba el cielo castellano a través de un reducido balconcillo constituyen el testimonio de los treces años de paso de un oscuro profesor de francés por esta ciudad de desniveles, en una modesta pensión de techos bajos y huéspedes modestos  de una peseta diaria, atravesando cada día la habitación de otro compañero entre el final de la primera Gran Carnicería de nuestro siglo y el alborozo de la proclamación de la Segunda República, a cuya fiesta colaboró el poeta grande enarbolando la tricolor desde el balcón del Ayuntamiento sobre la Plaza Mayor.  Allí nacieron versos maduros y poderosos, allí vivió el segundo y apasionado  amor, allí hoy,  un busto en el jardín recuerda al  Machado maduro de  torpe aliño indumentario al que una esforzada aprendiza de guía turística hace los honores culturalistas de rigor y se desvive por demostrar a los visitantes sus conocimientos del personaje.
     No consigo acertar el número de estatuas que se erigen en las calles de esta ciudad de la profunda Castilla, pero para el visitador quedan claro los afanes de sus habitantes por levantarlas por cualquier motivo y a cualquier occiso, sea al premoderno comunero Juan Bravo, al Doctor Angélico o al más afamado de sus maestros asadores dispuesto a mechar sus cochinillos con pericia, pero más que estos recordatorios cualquiera de sus templos románicos ofrece en los capiteles de sus pilares un mundo de seres antropomórficos inabarcable, sugerente de leyendas y miedos de aquellos días oscuros. Sean los descuidados pórticos de San Lorenzo, los recuperados de San Esteban o los  elegantes soportes de San Millán.
    Si se llegó a Segovia, como fue el caso, desde la ciudad de la Santa y aún con el impresionante bloque granítico de sus murallas en las retinas, es la torre de la catedral la que sobresale sobre los trigales, la última de la Península construida según los cánones góticos después de la destrucción llevada a cabo por la venganza de las tropas imperiales. Pronto la luz caliza,  la sobrepoblación de vencejos y cigüeñas y la áspera espontaneidad de los segovianos  hace olvidar la tristeza ceñuda de los abulenses. Entre el Clamores y el Eresma y a la sombra del Acueducto, al presente, fileteados sus sillares por una enumeración de  técnicos alemanes, sus poco más de 50.000 habitantes parecen llevar una vida tranquila,  conocedores de la cercanía de la capital y de su privilegiada atmósfera de ciudad limpia y monumental. Sólo así puede entenderse la cara de felicidad del propietario del quiosco de la Plaza Mayor cuando ventea el armonio de la iglesia de San Miguel para sí mismo en una mañana sin visitas. En su altar fue confirmada una traición a la corona de Castilla, allí inició su ascenso al trono la Reina Católica frente a la denostada Beltraneja. Frente a su fachada, hace casi siete décadas, un poeta tremoló la tricolor con esperanza republicana.

                                                                                    Sevilla, 30 de julio de 1997                                  

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