No hay guía
turística de Nantes en las librerías de mi ciudad, sin embargo, tiene vuelo
directo dos días a la semana y son menos de dos horas entre los aeropuertos
respectivos, SVQ Y NTES. Alguna política de promoción estará detrás de esta
iniciativa de comunicación regulada, pero es suficiente argumento para
escogerla como destino. Al menos no debe ser muy visitada por turistas
extranjeros. La llaman la gran metrópoli del noroeste del continente y precisamente
el absoluto desconocimiento sobre esta ciudad bretona es un acicate para visitarla.
Un reto regulado y previsible al que apurar en lo posible en un tiempo y un
espacio limitados.
Afirmar que el transporte aéreo es cada vez
más incómodo y que la bajada de los precios de los vuelos conlleva a altos
niveles de incomodidad para los pasajeros no deja de ser un lamento de pobre
esnobismo e ignorar que la industria turística del presente sería inconcebible
sin este medio de traslado de masas. Para mí sigue siendo un placer ver la
geografía de la península Ibérica a nueve mil metros de altura, distinguir
hasta donde es posible el curso del Guadalquivir y la mancha oscura de Sierra
Morena hasta que un suelo de nubes albeda la luz limpia de
la tarde y actúa de barrera en la
nostalgia de las lecciones escolares. Gozo con la magia sempiterna del vuelo, con
ese espectáculo privilegiado para unas pocas generaciones desde poco más de
cincuenta años atrás. Y en ti la feliz predisposición hacia la ciudad
incógnita, al viaje siempre único; la disposición a la mirada abierta, el deseo
de compartir lo nuevo con quien viajas. En los primeros instantes, tras el
despegue, el turista que se sueña viajero se hace más niño y todo lo vivido
allí abajo, en la tierra, se diluye en este cielo infantil. Desde el sur, la
llegada al aeropuerto ofrece una lección de geografía local en torno al
estuario que a la luz de la tarde se dibuja con precisión en la superficie azul
de las aguas.
La primera impresión es la de una ciudad
deslavazada, en construcción, con un casco histórico descuidado en torno al
último o primer castillo del Loira, según se mire, el de los Duques de Bretaña.
Al otro lado, las vías del tranway y
las del tren, fijan un cinturón que separa la parte vieja de la nueva ciudad
que pretende convertirse en centro de referencia de empresas tecnológicas, con amplias
avenidas y edificios atrevidos aun en aires provincianos. La noche se atrasa
por la longitud oeste y las calles se despueblan pronto. La capitalidad de las
tierras del Loira no puede desprenderse de la aspereza bretona en los rostros
de sus habitantes. El descuido en el
atuendo, el caminar cansino y las miradas perdidas de los transeúntes no
auguran demasiadas perspectivas de comunicación. No te engañes, no hables de
comunicación salvo con la compañera con la que compartes el viaje. Es difícil
mantener una conversación que vaya más allá de la elección de un plato en
cualquier braserie o la petición de
información para un trayecto turístico. El carácter abierto parece que no forma
parte de esta zona de Francia.
Una línea verde
de cinco centímetros trazada por las aceras nos llama la atención, se alarga
por la ciudad visitable, por la mostrable y predecible a lo largo de quince kilómetros para que ningún visitante vaya más
allá. Forma parte de la campaña “Voyage a Nantes,” una campaña turística
temporal para definir el recorrido que deben hacer los visitantes por los lugares que se debe conocer, por el
centro histórico y puesta en marcha a partir de su nominación como Ciudad verde
europea en 2014. “Solo quiero caminar” será la banda sonora de esta visita a la
capital de las flores. Patearla, olerla, mirarla en las mañanas y en sus noches
ya solitaria…
Dispersa
ciudad atlántica, entre su nostalgia de océano abierto, de prósperos
astilleros, de centro de exportación de esclavos y en la actualidad dirigida
hacia el turismo de masas, hacia la disneylandización de un presente que quiere
beber de la imaginaria novelística de su ilustre nativo, Julio Verne, para
incorporarse como referencia en el gran parque temático de Europa.
En la primera
mañana cruzamos el río por el puente Aristides Briant desde Les
Champs de Mars para llegar a la isla de Nantes, dedicada a la gran atracción,
a la emblemática Machines de l’Ile, tan publicitada en todos los folletos, aunque
no sin prevención con el espíritu dispuesto a aceptar el divertimento que
ofreciera. Los últimos astilleros
cerraron en 1987. Sus viejos hangares se han transformado en espacios dedicados
al ocio del turismo nacional aprovechando los fondos de la UE cuando disponía
de mejores prebendas para sus dádivas.
El acceso a la isla por el llamado barrio de
la creación, supuso un aviso de lo que depara, propuestas huecas sobre modas
efímeras. Signos de repetición de unas formas de las vanguardias de sesenta
años atrás que en la actualidad resultan superfluas. En un corralito enmallado,
levantado contra la fachada trasera de un edificio anodino, picotean unos
granos de maíz de recipiente obtenido de
una botella de refresco una triste pareja de gallinas, tres huevos de metal
dorado y una lámpara poliédrica de discoteca de carreta colgada de una viga,
completan la instalación. Un medio de construir convivialidad vecinal, apunta
el texto explicativo anexo. Se me escapa el sentido, estaré haciéndome mayor o
descubriendo la vacuidad de lo artístico como espectáculo.
Un
elefante mecánico de 25 metros de altura, realmente majestuoso en su deambular
por la amplia explanada provoca la risa con su aspersión de agua pulverizada
sobre los espectadores. Después de todo, van allí para soñar una infancia y
proyectar sobre los hijos las frustraciones de las risas que no fueron y de los
falsos terrores que no vivieron. Dos curiosos carruseles limitan la zona para
solaz de la chiquillería ávida.
Un tanto ampulosa en una oferta hueca de
muestras de arte contemporáneo que una vez más toman al público por imbécil.
Una ciudad de realidades lúdicas que convive con una población diversa en la
que las fronteras raciales son apreciables. No son raros los hiyabs ni las
chilabas árabes en las calles céntricas
y en el mercadillo semanal de la Petite
Holande, el abundante pescado fresco, las especias y los tejidos de producción asiática se
presentan en una oferta plural con
dogmáticas publicaciones islámicas. La población negra, heredera de las
antiguas colonias también marca simbólicamente sus zonas urbanas. A su vez, Los
indigentes blancos muestran sin pudor sus miserias, acuclillados en las amplias
aceras de las avenidas o guarnecidos en los escasos soportales de edificios
desvencijados.
Una anciana
octogenaria, con las piernas curvadas y la cerviz inclinada sobre el pecho,
toma notas con una letra minúscula, en unas hojillas sueltas de la información
que acompaña a cada cuadro de la exposición. En la sala, bajo el nombre de “Flamencos
y holandeses”, se exponen menos de cincuenta óleos de dudosa calidad en su
mayor parte. La misma sirve para
justificar el cierre temporal del Museo de Bellas Artes de la ciudad por
restauración y busca ampliar la oferta turística del espacio del castillo de
los Duques de Borgoña. Un grupo de veinte personas sigue con atención los
comentarios de una guía ante el pobre cuadro del Triunfo de Judas Macabeo de
Rubens. Una niña toca sin problema otro lienzo, las voces de los visitantes
impiden una mínima concentración para distinguir el grano de la paja en estas
componendas entre museos en que se ha convertido la pintura tradicional.
Comenzó a llover suavemente hace unas horas y la insistencia a ratos de la
lluvia agolpa las visitas en una tarde vedada para estar al aire libre.
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A Trentemoult se llega en menos de diez
minutos desde la rivera derecha del Loira. El antiguo pueblecito de pescadores
es en la actualidad un reducto privilegiado de callejuelas imposibles donde las
flores son más que un adorno, forman parte del ser de Trente. Margaritas, hortensias,
claveles, rosas, maracuyás,
campanillas...en feliz competencia con las coloridas fachadas de las
casas de tres plantas. Un rincón cromático que en nada necesita de una de esas
intervenciones artísticas llamadas contemporáneas sobre un antiguo depósito de
combustibles. Un péndulo gigantesco que según el perpetrador nos quiere hacer
sentir la vaciedad del tiempo y su sentido. Afortunadamente en La Guinguette,
un exquisito restaurante del modesto muelle, uno se reconcilia con los placeres
que la vida proporciona una vez asumido su sinsentido. Arenque ahumado, magret
de pato, crema nantesa que acompañados de una copa de vino del Ródano, te
reconcilia con la sencilla degustación del tiempo en el paladar. Esto también
es Francia.
Sevilla, agosto de 2015
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