sábado, 9 de marzo de 2019

Voyage a Nantes



     No hay guía turística de Nantes en las librerías de mi ciudad, sin embargo, tiene vuelo directo dos días a la semana y son menos de dos horas entre los aeropuertos respectivos, SVQ Y NTES. Alguna política de promoción estará detrás de esta iniciativa de comunicación regulada, pero es suficiente argumento para escogerla como destino. Al menos no debe ser muy visitada por turistas extranjeros. La llaman la gran metrópoli del noroeste del continente y precisamente el absoluto desconocimiento sobre esta ciudad bretona es un acicate para visitarla. Un reto regulado y previsible al que apurar en lo posible en un tiempo y un espacio limitados.
     Afirmar que el transporte aéreo es cada vez más incómodo y que la bajada de los precios de los vuelos conlleva a altos niveles de incomodidad para los pasajeros no deja de ser un lamento de pobre esnobismo e ignorar que la industria turística del presente sería inconcebible sin este medio de traslado de masas. Para mí sigue siendo un placer ver la geografía de la península Ibérica a nueve mil metros de altura, distinguir hasta donde es posible el curso del Guadalquivir y la mancha oscura de Sierra Morena hasta que un suelo de nubes albeda la  luz limpia de  la tarde y  actúa de barrera en la nostalgia de las lecciones escolares. Gozo con la magia sempiterna del vuelo, con ese espectáculo privilegiado para unas pocas generaciones desde poco más de cincuenta años atrás. Y en ti la feliz predisposición hacia la ciudad incógnita, al viaje siempre único; la disposición a la mirada abierta, el deseo de compartir lo nuevo con quien viajas. En los primeros instantes, tras el despegue, el turista que se sueña viajero se hace más niño y todo lo vivido allí abajo, en la tierra, se diluye en este cielo infantil. Desde el sur, la llegada al aeropuerto ofrece una lección de geografía local en torno al estuario que a la luz de la tarde se dibuja con precisión en la superficie azul de las aguas.
     La primera impresión es la de una ciudad deslavazada, en construcción, con un casco histórico descuidado en torno al último o primer castillo del Loira, según se mire, el de los Duques de Bretaña. Al otro lado, las vías del tranway y las del tren, fijan un cinturón que separa la parte vieja de la nueva ciudad que pretende convertirse en centro de referencia de empresas tecnológicas, con amplias avenidas y edificios atrevidos aun en aires provincianos. La noche se atrasa por la longitud oeste y las calles se despueblan pronto. La capitalidad de las tierras del Loira no puede desprenderse de la aspereza bretona en los rostros de sus habitantes.  El descuido en el atuendo, el caminar cansino y las miradas perdidas de los transeúntes no auguran demasiadas perspectivas de comunicación. No te engañes, no hables de comunicación salvo con la compañera con la que compartes el viaje. Es difícil mantener una conversación que vaya más allá de la elección de un plato en cualquier braserie o la petición de información para un trayecto turístico. El carácter abierto parece que no forma parte de esta zona de Francia.
     Una línea verde de cinco centímetros trazada por las aceras nos llama la atención, se alarga por la ciudad visitable, por la mostrable y predecible a lo largo de quince  kilómetros para que ningún visitante vaya más allá. Forma parte de la campaña “Voyage a Nantes,” una campaña turística temporal para definir el recorrido que deben hacer los visitantes por  los lugares que se debe conocer, por el centro histórico y puesta en marcha a partir de su nominación como Ciudad verde europea en 2014. “Solo quiero caminar” será la banda sonora de esta visita a la capital de las flores. Patearla, olerla, mirarla en las mañanas y en sus noches ya solitaria…
     Dispersa ciudad atlántica, entre su nostalgia de océano abierto, de prósperos astilleros, de centro de exportación de esclavos y en la actualidad dirigida hacia el turismo de masas, hacia la disneylandización de un presente que quiere beber de la imaginaria novelística de su ilustre nativo, Julio Verne, para incorporarse como referencia en el gran parque temático de Europa.
    En la primera mañana cruzamos el río por el puente Aristides Briant  desde Les Champs de Mars para llegar a la isla de Nantes, dedicada a la gran atracción, a la emblemática Machines de l’Ile, tan publicitada en todos los folletos, aunque no sin prevención con el espíritu dispuesto a aceptar el divertimento que ofreciera.   Los últimos astilleros cerraron en 1987. Sus viejos hangares se han transformado en espacios dedicados al ocio del turismo nacional aprovechando los fondos de la UE cuando disponía de mejores prebendas para sus dádivas.
    El acceso a la isla por el llamado barrio de la creación, supuso un aviso de lo que depara, propuestas huecas sobre modas efímeras. Signos de repetición de unas formas de las vanguardias de sesenta años atrás que en la actualidad resultan superfluas. En un corralito enmallado, levantado contra la fachada trasera de un edificio anodino, picotean unos granos de maíz de  recipiente obtenido de una botella de refresco una triste pareja de gallinas, tres huevos de metal dorado y una lámpara poliédrica de discoteca de carreta colgada de una viga, completan la instalación. Un medio de construir convivialidad vecinal, apunta el texto explicativo anexo. Se me escapa el sentido, estaré haciéndome mayor o descubriendo la vacuidad de lo artístico como espectáculo.
     Un elefante mecánico de 25 metros de altura, realmente majestuoso en su deambular por la amplia explanada provoca la risa con su aspersión de agua pulverizada sobre los espectadores. Después de todo, van allí para soñar una infancia y proyectar sobre los hijos las frustraciones de las risas que no fueron y de los falsos terrores que no vivieron. Dos curiosos carruseles limitan la zona para solaz de la chiquillería ávida.   
     Un tanto ampulosa en una oferta hueca de muestras de arte contemporáneo que una vez más toman al público por imbécil. Una ciudad de realidades lúdicas que convive con una población diversa en la que las fronteras raciales son apreciables. No son raros los hiyabs ni las chilabas árabes en las calles céntricas  y en el mercadillo semanal de la Petite Holande, el abundante pescado fresco, las especias  y los tejidos de producción asiática se presentan en una oferta plural con  dogmáticas publicaciones islámicas. La población negra, heredera de las antiguas colonias también marca simbólicamente sus zonas urbanas. A su vez, Los indigentes blancos muestran sin pudor sus miserias, acuclillados en las amplias aceras de las avenidas o guarnecidos en los escasos soportales de edificios desvencijados.                                               
    Una anciana octogenaria, con las piernas curvadas y la cerviz inclinada sobre el pecho, toma notas con una letra minúscula, en unas hojillas sueltas de la información que acompaña a cada cuadro de la exposición. En la sala, bajo el nombre de “Flamencos y holandeses”, se exponen menos de cincuenta óleos de dudosa calidad en su mayor parte. La  misma sirve para justificar el cierre temporal del Museo de Bellas Artes de la ciudad por restauración y busca ampliar la oferta turística del espacio del castillo de los Duques de Borgoña. Un grupo de veinte personas sigue con atención los comentarios de una guía ante el pobre cuadro del Triunfo de Judas Macabeo de Rubens. Una niña toca sin problema otro lienzo, las voces de los visitantes impiden una mínima concentración para distinguir el grano de la paja en estas componendas entre museos en que se ha convertido la pintura tradicional. Comenzó a llover suavemente hace unas horas y la insistencia a ratos de la lluvia agolpa las visitas en una tarde vedada para estar  al aire libre.
                                                        
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    A Trentemoult se llega en menos de diez minutos desde la rivera derecha del Loira. El antiguo pueblecito de pescadores es en la actualidad un reducto privilegiado de callejuelas imposibles donde las flores son más que un adorno, forman parte del ser de Trente. Margaritas, hortensias, claveles, rosas, maracuyás,  campanillas...en feliz competencia con las coloridas fachadas de las casas de tres plantas. Un rincón cromático que en nada necesita de una de esas intervenciones artísticas llamadas contemporáneas sobre un antiguo depósito de combustibles. Un péndulo gigantesco que según el perpetrador nos quiere hacer sentir la vaciedad del tiempo y su sentido. Afortunadamente en La Guinguette, un exquisito restaurante del modesto muelle, uno se reconcilia con los placeres que la vida proporciona una vez asumido su sinsentido. Arenque ahumado, magret de pato, crema nantesa que acompañados de una copa de vino del Ródano, te reconcilia con la sencilla degustación del tiempo en el paladar. Esto también es Francia.
                                          
                                                                                                 Sevilla, agosto de 2015

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