A la vuelta de la peregrinación, mediada la
memoria por los objetos confabulados en el presente con los iconos privados y
los apuntes de esos días dulces, te dispones al recuento de aquellas vivencias,
escritas para ser vehículo de disfrute si es posible en la experiencia contada.
Caminemos por la ruta orientada por la Vía Láctea hasta llegar a
Compostela un año antes del fastuoso jubileo fraguense, antes de que los pelerines
y otras pobres invenciones oculten el esplendor de los vericuetos del Camino
cantado por los juglares, construido por tantos seres humanos sin más afán que
el de infinito. Para adentrarte en esta aventura has de seguir el motivo
inconforme del peregrino medieval, adaptarte a los ciclos horarios de una
sociedad que fue, con los útiles imprescindibles para que no supongan una
excesiva carga los siglos de modernidad de nuestra superficie cotidiana. Poco a
poco, el Camino te transforma, no será importante tu nombre ni los datos con
que nos ubicamos respecto a los otros. La densa red de siglos que se cierne
sobre la ruta no dejará la posibilidad del intercambio con las gentes y sus
horizontes. El campesino gallego saludará esquivo y sus non sei balbuceados con desgana se convertirá en
su única respuesta. El pastor castellano dejará de pegar la hebra alternando
silencios y máximas viejas, después se alejará de la vereda con sus rebaños.
Alguna niña espabilada querrá practicar su mejor inglés de primaria...
Velocidad, poco
espacio, incomodidad, cierto vacío de estómago en clase turista, diario
conservador, poses de viajeros profesionales en una reducida cafetería que se
desplaza a doscientos kilómetros por hora. Una locución monocorde que llama
clientes a los pasajeros. Queda prohibido despedirse desde las cercanías del
adiós y del pañuelo . La sacrosanta seguridad del artefacto de vanguardia
requiere la muerte del rito, de la agitación de la mano y de la mirada de la
despedida. En el desierto andén crece el desamparo, solo guardias de seguridad,
policías, barreras...Dicen de la alta velocidad que ha supuesto una obra
faraónica, exageraciones necesaria para la formidable acometida de túneles a
Sierra Morena. ¿La muestra del despilfarro generalizado, la posmodernidad en
raíles sin traviesas? Esta sociedad se mira en un espejo deformado para que no le devuelva la
imagen de su desquicie. Y los viajeros, sometidos y fieles cumplidores del
desplazamiento diario, encadenados al ciclo del trabajo y del ocio, cuentan
desde ahora con un aliciente más, sentirse clientes de un servicio público para
grandes minorías, paradójicas miserias diezmadas del poder.
De estación reciente a estación remozada,
de Sevilla a Madrid, de la nueva Santa Justa a la acondicionada Atocha, en menos
de tres horas, ya a las puertas del Camino del que cuentan engendró a Europa.
Aún en la noche del mito, aún a la grupa de aquel hermoso toro blanco con la
bravura del dios del rayo, cabalga una muchacha aferrada a sus cuernos. La
espuma de las olas mediterráneas bañan
sus pechos y casi engullida en la luz del poniente se despide de las playas de
Sidón. La misma doncella, subyugada hoy por los mercaderes, desgarrada y
decrépita oferta de lujo para los hambrientos del Sur, encerrada tras altas
murallas, recorridas cruzada de autopistas y trazado de alta velocidad,
inflamadas sus entrañas por pensamientos tenebrosos, no podrá olvidar las
arenas luminosas de Sidón.
Pamplona,
Iruña, castellana o euskaldún en su cacofonía de identidades forales y otras
leyendas heroicas. Llego a ella un año después de mi primer viaje por Euskadi.
Sus gentes de blanco y rojo, duermen la primera madrugada de los sanfermines.
Todas sus calles hueles a vómitos y a orines de borrachos. En las zapatillas de
los bacantes las manchas delatan el estado del inquilino. En el festín de rozar
la muerte tan cantada en los pitones de cualquier morlaco acosado, masas de
variopinto pela, vascos muy vascos, europeos rubios, yanquis mitómanos, hacen
la fiesta de la cita con Hemingway empapados
en tintos, rosados, en cava barato. Gozosos y procaces con el riesgo, liban sin
mesura del peligro. Dormitando bajo los setos de los parques esquivan el tibio
sol de esta tierra. Sin paso intermedio,
desde una cafetería abigarrada de mozos sedientos de la borrachera de la noche,
entre los grupos que toman chocolate con churro y se disponen al nuevo día,
disponemos la partida. En la estación de autobuses sucia y gris en cuyos
andenes hay que saltear a los jóvenes yacentes de la fiesta, me informo por una
buena señora del medio más accesible para llegar a Roncesvalles: haga autostop,
suelen parar para acercar a los peregrinos. Tengo la impresión optimista de que
el camino abre sus rutas.
Hacia
Roncesvalles después de salir a pie de la ciudad festiva en el mediodía soleado de julio. En un restaurante de
carretera hemos disfrutado la primera comida de importancia, con los vegetales
de la zona, con su vino y su carne para ir tomando el pulso a la ruta. Caía la tarde
en el santuario. Llevado hasta allí en
un todoterreno con cuatro jovenzuelos hasta el culo de calimocho que han ascendido por la maltrecha carretera
con acelerones al salir de las curvas, necesito silencio. Aún atronan en la
memoria sus gritos de guerra y victoria sobre tribus enemigas. En el
salpicadero del trasto llevaban la fotografía de un hombre de traje negro y
mirada oscura con una palabra en caligrafía gótica: fascista. Los cuatro
elementos, cuando cruzan algún pueblito simulaban golpear con sus trofeos de
guerra a los paseantes de las aceras. Retazo de ese magma perdido, entre
jóvenes alucinados de vino y violencia mientras soporto los cimbronazos de cada
bache del asfalto. Entre los trofeos, la camiseta sudada de un punki y el
pañuelo de flores de una hippy. Con la suerte del atrevido nos han dejado como
bártulos de una anécdota sin trascendencia, baúles sin dueño en la explanada
del monasterio.
Has
empezado, sin vuelta atrás hacia una meta a confirmar en el Campo de estrellas.
Más al norte casi en la frontera con Francia, en un romance
de épica vieja se cantaron las conjuras para frenar las iras de Roldán y
alimentar los sueños del Imperio carolingio. Tañían las campanas llamando a
vísperas, la compañera del caminar roncaba estrepitosamente, los elfos
susurraban historias en la duermevela, los matarifes de bermellón y oro
sacrificaban a sus miedos víctimas inocentes. Tomado por argentino por una
catalana, incluido entre los chilenos con seguridad por un inglés, disfruto de
la variedad del primer albergue, ¿signo de lo que vendrá después? Sin nombre ni
oficio, caminante en pos del peregrinar antiguo en búsqueda de las causas de un
camino hollado por tantos.
La primera mañana se vistió de sombras,
tornaluces diluidos en bosques de castaños, palabras que quedarían pendientes
ya recogidas por las guías al uso, por narrar de la belleza de su eco. Desbarro
entre profundos lodazales y en las bóvedas verdes del bosque me pierdo con
gusto. Hemos levantado la tienda en una finquita cercada por invitación de la
dueña porque vamos a Santiago. Ya instalados nos llevó un termo con café con
leche y unas magdalenas. Tendré que
rezar por ella al santo. La admiración al empeñado en esa meta hace milagros,
de la miseria obtiene la riqueza de la solidaridad, de la esperanza la ayuda,
el apoyo del otro que a veces nos define como seres humanos.
Al tercer día el cuerpo se resiente de las
caminatas, aparecen las ampollas en los pies, las agujetas acribillan los
muslos y más tarde impedirán los pasos hasta noquearte tendido en un parque de
Iruña desde el que oigo los gritos del riau-riau bajo un cielo de fuegos
artificiales. Hasta la ciudad hemos seguido la ribera del Arga por el valle de
Zubiri. En cada pisada sientes la distancia de la montaña navajera, un cruce de
tierras con aires verdes, senderos vencidos por las zarzas y piso inundado.
Aprendo a hundir las botas en los fangos negros y pardos con su distinta
resistencia, a vadear las charcas y a saltar las rocas puntiagudas de las
veredas. Vivo los silencios intercalados con los vientos, la respiración
acelerada por el esfuerzo. Cuando el sudor caer hasta las rodillas, los colores
de un ladera de frutales te hacen olvidar las molestias. Raudo pasó por esos montes un peregrino de fe
segura y paso ágil, de figura esquelética y con el brillo fanático del elegido
en su mirada. Quizás busque saltar de su fe sólida y castrante a la convivencia
con los dioses antiguos. El azar, el malfario o la osadía darían más tarde con
sus huesos en Valencia sin acabar con el abrazo al busto, en el punto de
partida antes de lo previsto, una pierna escayolada hasta la cadera y un
aspecto deplorable, como él mismo me dijo: Dios no ha querido que este año
hiciera el Camino. Qué estupideces dicen del Dios, seis mil millones de
archivos personales en relevo permanente, para una mente divina. Vicenc se
llamaba el frustrado peregrino.
El
Arga baja lleno y cantarín, ha nutrido aguas en Villaba, pueblo dormitorio de
Pamplona magnetizado por ser la patria chica del ídolo del deporte del pedal. En el Centro Católico,
un local de tertulia con mesitas de formica y sillas metálicas, se respira una
atmósfera familiar y devota. Desde la pantalla
el mito del ciclismo se muestra como pan consagrado, un nombre, un
pueblo que le admira y le enaltece, la siesta y el suave sopor del pacharán,
miradas extasiadas para el ídolo cejijunto al que le cuesta hilvanar su
discurso frente a un periodista locuaz
obligado a ofrecer la imagen más veraz del triunfo. Unos pacharanes para recuperar
el aliento y participar del homenaje
villablino a su insigne hijo. El Camino entra en tus carnes poco duchas
en tanto desgate, peregrino, caminante, buscador en un tiempo distinto. Al lecho en la primera
anochecida que el día empieza muy pronto.
En
el pórtico de un albergue regido por monjas de blancos hábitos, la hermana
Afanada se esfuerza por consolar a una mujer que se acerca a los cincuenta y no
deja de llorar en silencio. La hermana no habla inglés y la mística llorosa
procede de Edimburgo. Afuera, el sol de la tarde se reclama poderoso. En los
poyos del patio, tres peregrinas francesas se relajan en cuitado recogimiento,
párpados caídos en miradas adentro. La maldición de Babel cae sobre las
devotas, otra hermana sale al pórtico y le ofrece a la llorosa un rosario de
piedras blancas que consigue frenar su catarata de lágrimas. El trance místico
de la legión francesa me hace temer arrebatos de paroxismo, pero la tenencia
del rosario en las manos de la escocesa impide desbarres, deja de sollozar y su
rostro se ilumina con la paz de la orante. No acierto a entender la causa de su
llanto, el porqué de sus lágrimas.
Echo unos sorbos de una infusión fría de
menta y miel de la cantimplora de un joven suizo que camina con otro paisano y
un belga apellidado Fernández que hace
remontar sus orígenes a los temidos tercios de Flandes. Adornado de ronchas,
picaduras iberas al descendiente de aquellos legionarios, el doliente belga se
toma el ataque como el precio a pagar por hacer el Camino. De iluminados se
pueblan las hijuelas. El bosque espeso propicia las leyendas cuando pisas la
tierra cubierta de humus y durante horas atraviesas una permanente umbría
verde. El agua de la última lluvia aún hace grandes charcas y los barros exigen
esfuerzo a los pasos del caminante. Ratones y urracas acompañan nuestro andar
bajo el vuelo de insectos diversos mientras las babosas como minúsculas morsas
negras lucen a los tímidos rayos sus cuernos húmedos.
Aparecen los personajes despojados de una
comedia soterrada en las guías al uso. La representación de cualquier compañía
de cómicos ambulantes contará al estimado público las hazañas y escarceos de
los pícaros peregrinos que cerraron la
Edad Media extendiendo Compostela hasta la negra y azulada Fisterra. Como primeras
damas osaría presentar a la flor y nata de la experiencia peregrina, dos
andarinas por castillas de mil años con las que disfruté de una merienda
acólita, atención a cambio de un bocadillo y unos tragos de vino. Me sentí cual
epígono de su fe, enamorado de la
rectitud de sus principios, hijo adoptivo de su sueño de paz eterna.
En
el recuerdo Madrid, plural e inhóspita, despreciada y chula entre vericuetos de
los siglos imperiales, sus calles repletas de gentes, sus plazas sin fuentes,
la mayor aldea de las Españas, abierta a los miedos en los antiguos corrales,
caricatura y prolongación de una gran urbe aldeana. Allí asistí al desfile
estrafalario de un comité de antiguos nobles, actores callejeros para recuperar
las esencias de la villa y corte, cultura popular lo llaman. En ella probé el
pescado crudo de la cocina japonesa y alterné por la noche en los bares de
Lavapiés. Bajo estos cielos, su noche me queda muy lejos.
Esa jornada la cumplí a solas y no recuerdo otra para la que tuviese el mejor
tentempié. Dos vasos de vino de la fuente del monasterio de Irache. Siguiendo
la tradición hospitalaria del monasterio es ofrecida al peregrino para llegar
con salud a Santiago. Bien que tomé mi vaso y el de la compañera ausente en
este tramo. Desde una cabina telefónica hice una llamada, quien descolgó el
teléfono me dijo con la voz rota de la nocturnidad: Estás como una chota.
Alentado por el breve optimismo del buen rioja no quise dar pábulo a la
clasificación recibida. A nadie daño,
dejadme caminar. En el silencio de la capilla románica se recogía en oración un
joven brasileño de melena rizada como un cristo orante bahiano. Paseo el claustro y los patios abandonados.
No doy demasiado cuartelillo al afán conversador del guarda del lugar. Las pinturas
murales recientes de la sacristía rompen el toque elegante del tiempo monacal.
Tras
una dura subida y la amenaza de dos mastines jóvenes, los gritos de defensa y
la risa incontenible del dueño que me devuelven a la serenidad del camino llego
a Azqueta. Hacia el mediodía he bajado hasta una alberca del siglo XII, un
portal románico para una poza en la que he podido refrescar los pies ya
doloridos. Sentado en una escalinata de fuerte pendiente compartí charla con
dos senderistas de pedal y equipaje deportivo. Sobre la suerte del inexistente
brocal departimos de los orígenes y descuidos de esa obra civil de siglo tan
lejano. La recuperación de la fuente había costado doce millones de pesetas y
un año de trabajo según me dijeron los ciclistas originarios de la zona. La
impronta del tiempo se manifiesta en la oscuridad de sus sillares y en la
humedad del aire. Tres hombres conversaron sobre el presente del mundo. La luz
cegadora del mediodía los retuvo un buen rato en el vientre del pozo románico.
Los
Arcos se alejaban como el espejismo de un oasis del desierto, aunque en vez de
dunas, lomas de trigales y una incómoda pista de gravilla que acaba
destrozándote los pies. El piso aumenta el cansancio. En unas horas no me crucé
con nadie en el camino. La piel se secaba por la sal y las agujetas se hacen
cotidianas en el descanso. La siesta a la sombra de la plaza actuará como
bálsamo al cansancio.
Por
una temporada gozaré del tiempo antiguo, al menos me acercaré a sus ritmos con
la ilusión de ser solo un caminante dedicado a medir las distancias y la
resistencia al esfuerzo. En un día cruzas un valle y subes un puerto. Voy
sintiéndome en la tierra, en sus collados, en los saltos de los montes a los
llanos. De los trigales cojo espigas para mitigar el hambre cuando el destino
del condumio se aleja. Ha soplado el cierzo, el “burgalés” como lo llama el
alguacil de Uterga que echa la partida con dos parroquianos con ganas de charla
en el único bar del pueblo. El viento frío hace que el sudor se enfríe de
repente, el café con leche sería reparador.
Desde
Obanos a Puente de la Reina, poco más de tres mil habitantes y casi una larga
calle a la que se accede desde el puente románico que le da nombre sobre el
Arga, señalado en el Códice Calixtinus como la unión de los caminos jacobeos.
Inscripción de una leyenda, ambientito de juego de peregrinaje viejo en el paso
triunfal hacia la Rioja. Impresionante su Cristo con los brazos en alto al modo
templario. A pesar de su hieratismo, la talla transmite dolor y violencia en la
penumbra de la mañana. Prolongación de estilos es su iglesia de Santiago y
merece la pena visitarla.
Sebastián
Easo, miembro de Los amigos del Camino de Pamplona, había acudido a Estella a
propagar las ventajas de la ruta. Estas agrupaciones completan las redes
jacobeas apoyadas por las parroquias, extendidas en los albergues y las
hospederías recuperadas para el turismo de finales de siglo y ofrecen folletos
detallados por etapas. En su labor lo
acompaña su santa esposa a la que había arrastrado a Santiago y que enseñaba
orgullosa su blusa con la concha cosida y la orla. Charla. Propagandista
sincero o al menos respetuoso, interesado en saber del camino mozárabe desde
Andalucía. Propuestas de intercambio de información para el futuro y de
direcciones en torno a unos chiquitos de buen rosado. Tarde de sábado y de
descanso por segundo día en Lizarra. En la iglesia de san Pedro de Rúa un
grupito de beatas reza el rosario en tono monocorde. La ciudad, que en la
mañana ha estado invadida de turistas de jornada diurna, se prepara para la
noche. Las familias se recogen con sus críos, las señoras de edad toman el
último café en una terraza sobre el río Ega, los jóvenes salen acicalados para
la noche de música, alcohol y sexo. Esta tarde no eres peregrino, aún no te
delata tu aspecto cansado ni la piel quemada, eres un turista más en esta villa
de veraneantes de interior, resguardado en el ciclo vacacional; otras
realidades no cabrían en Estella. Casi un año ha transcurrido desde la primera
vez que la visité. Las peñas no aparecen, aún no han llegado las fiestas, ni la
bajadita del Che ni el torito de fuego han cumplido con el rito.
Recuerdos agradables de la fiesta pasada frente al naif monumento al blusa en
una noche festejada.
De
Logroño, una estación de autobuses de la más pobre posguerra y largas avenidas
de barriadas obreras fruto del
desarrollismo de los setenta. Acento áspero castellano y actitud poco amable
con los peregrinos. Ciudad olvidable para este caminante.
Me hago al tiempo solar y a la luz tibia de
los amaneceres. En camino al alba para acabar la jornada en la tarde temprana,
en el albergue que toque, en el pradillo donde montamos la tienda, en la mejor
de las rutinas, caminar cada día en mundos pequeños de olores nuevos, insectos
desconocidos, mariposas espléndidas en lujurias de colores, otras especies de
moscas...Una garrapata estuvo a punto de cobijarse en mi brazo sin conseguirlo
pero las picaduras varias dejaban su rastro en todo el cuerpo. He dormido en
canchales, en una tarima carcomida de termitas, en los pórticos desvencijados
de iglesias olvidadas. He probado el agua de todas las fuentes mojándome la cara en sus chorros,
sumergiéndome en las costumbres ajenas. En los gestos comunes me retrato. En el
chalaneo del caminante en perpetuo tránsito abundo. No haces amigos, te
encuentras con los otros también de paso, peregrinos por una parte, lugareños
hechos a la tipología común y diversa de los peregrinos. Compartes un termo de
café, una cerveza, unas palabras sobre el origen y un afán soterrado de hacer de esta experiencia algo único. De
los habitantes de los pueblos de la vía recibes el saludo, la curiosidad, el
interés por el desconocido y las indicaciones más o menos precisas si llevas
una orientación errónea.
La hospedería de san Juan de Ortega es una
sorpresa grata después de la subida del Puerto de la Pedraja. Su fundador
cuenta en la nómina santoral como patrón de los arquitectos técnicos, algo así
como el perito en obras de otro santo, constructor de más alto rango teológico
que soporta a su vez el patronazgo de los ingenieros de caminos, canales y
puertos. Maravillosa gradación celestial según capacitaciones milagreras de las
disciplinas constructoras. Un hospedero con retranca obliga a la separación de
las parejas que ha de buscar su desahogo en los alrededores de la hospedería. Y
el hospedero te enseña la saeta por donde entra el rayo de luz el día de la
Anunciación y da justamente en el vientre embarazado de María Santísima. El
señor Juan, que así responde el fornido cincuentón, sabe contar milagros,
aunque insista en la prohibición del intercambio carnal entre los peregrinos
merece la pena pegar la hebra con él tras haber salvado la necesidad del
encuentro en los incómodos recodos de las peñas cercanas. En el templo de Santo
Domingo de la Calzada se mantienen enjaulados un gallo y una gallina en permanente recuerdo de
la leyenda del santo con potencialidades milagreras inútiles. El complejo
edificio se opone a la monacal humildad del recinto del discípulo Juan de
Ortega, trazada por los canteros en líneas limpias de piedra y luz. Aún lejos
de Finisterre pero ya asoman las huellas
de los druidas que buscaban la ruta al extremo oeste de las tierras conocidas.
Más allá asomaban los monstruos védicos sus fauces desde el abismo oscuro de la
nada.
Conocimiento lento en el caminar por los
pedregales, por las veredas, por gravillas gruesas y menudas, por las tierras
rojizas de las viñas y por las escurridizas pendientes. En cada paso del
sendero te espera la sorpresa. Un encinar da
sombra y cobijo en medio de un llano abrasador. La vida como doble
ficción encaminada entre el amor y la muerte por la guía de la Vía Láctea. Tan
claro como el dolor de los pies quemados y tan diáfano como la luz de las mañanas.
Un
tiempo frío acompaña la ascensión a la Meseta. Se suceden los mosaicos de
cereales y las nubes se hacen fina neblina en los páramos. Bajo un clima
extremo se alternan los sembrados de patatas y los de trigo y alfalfa.
Un calabobos suave cae sobre Rubena, un pueblecillo dormido en su
grises, parapetado tras un bosquecillo de álamos, cuenta con una taberna
regentado por una joven escuálida de pocas palabras y que desconoce la
distancia hasta el siguiente municipio.
Entramos a Burgos por Villafría en un autobús destartalado y renqueante que
atraviesa un cinturón industrial en decadencia para dejarte a los pies del
hiperbólico monumento al de Vivar. Y su catedral se eleva sobre su horizonte.
Joya única tallada en la horizontalidad del páramo. Sus gentes candean la
tradición como hacen su pan, áspero y dulce, como elaboran sus morcillas de
arroz y sus chorizos prietos en las matanzas broncas del otoño. Burgos, ciudad
de cristianos viejos, amigos de la olla podrida y de las creencias inamovibles
en un pasado imperial y falseado hasta
la náusea. Las bancadas de las iglesias son
ocupadas ampliamente por cabezas plateadas y mujeres mayores tocadas por el velo del recato y del
miedo. Su paseo del Espolón es una galería de presente eterno por el que pasea
la sociedad burgalesa con ropa de sábado. Malcomí en el Círculo Católico de
Obreros, institución decrépita, casi comedor de caridad para ancianos y
clientes de honra sin fortuna. La cocinera, escudada en un delantal de
lamparones bien marcados, nos sirvió unas patatas hervidas al aroma de
cualquier pescado y un combinado pobre, rápido fat-food castellano para no
olvidar la riqueza de los fogones de la Rioja, sus exquisitas verduras y sus
rotundos caldos. El encargado del comedor puso en la mesa una jarra de vino
avinagrado con gesto hosco. El sudor dibujaba cercos oscuros en las axilas y el
blanco macilento de su camisa decía
mucho de la mugre de todo el establecimiento. Apenas unas mesas ocupadas
en un amplio salón sin ecos. La imagen vieja de la Castilla olvidada y
pobre, la gente callada de más allá del
río Arlanzón. Un viejo desdentado desgrana los gajos de una mandarina entre sus
manos huesudas antes de echárselos a la boca. Silencios. En el día de Santiago
vadeo el río cubierto de espumarajos industriales mientras sueño con el mar
huido, en la dulzura de su estar que deseo libar a tinta libre como ella libera
su mal en cada paso. -Tarde vais para llegar al santo en su fiesta- nos dice un
abuelo de boina y bastón grueso sentado en un poyo del camino.
En Hornillos, pueblecito alejado de la
carretera, una buena mujer invita a
estos caminantes a probar el vino de su bodega familiar, una de tantas cuevas horadas en la tierra para la crianza
de los caldos poderosos de la zona. Un vino ofrecido sin más pagaré que el del
agradecimiento y las palabras. Un peregrino abstemio, un Tonet cualquiera del Levante soleado y fanático pasa el mal
trago de rechazar la invitación y se aleja presuroso. Se ha incorporado al
Camino en Burgos y parece que le costará adaptarse a los ritos del peregrinaje,
andaba quejoso por el esfuerzo y pudendo en sus modales. Los diosecillos de la
ruta aún no se habían encargado de adiestrarle en los misterios de las
canciones de las cigarras que impiden la siesta y atronan los mediodías.
Mientras en los Campos Elíseos los héroes
del Tour reciben el aplauso de las masas de aficionados, en esta meseta de
tierras secas aún se atan a mano las gavillas y dos caminantes se adentran en
la soledad del páramo. Junto a la fuente de San Roi levantamos la tienda para
pasar la noche más negra. Mi compañera tiritaba de fiebre y la luna de julio no
tenía el remedio para sus males. ¡Ay mar, que lejos quedas en estas parameras
secas! El amanecer llegó pronto. En la
siguiente parada, el ama de un cura, conocida por La Jandula, me echó con malos
modos de la casa parroquial por no haber presentado mis respetos al sacerdote
como ella entendía que debía hacerlo, cuestión de formas y de valores
antagónicos. Mezquindades de la caridad cristiana que se manifiestan en los
entresijos de la ruta. Experiencias que van curtiéndote y hallazgos diferentes
de cada jornada.
Los tamboreos de la chicharras no
consiguen apagar las notas de una flauta dulce que suena no muy lejana cerca de
Castrojeriz, castillo de los trigos, ciudadela parda y dormida en sus alturas
sobre la que vuelan unos cuervos. Al borde de la calzada, un joven quemado por
el sol y extenuado por la caminata se
aplica con esmero a la flauta, pronto los faunos le enseñarán sus compases
seductores. Aprieta el calor y la sombra de Castrojeriz se alarga por la falda
del monte coronado de ruinas. Al fin el
alto, la inmensidad mesetaria en sus horizontes perdidos. Adiós al hospitalero,
cargado de medallas y reliquias bendecidas que ofrece a los peregrinos masajes
y jaculatorias.
Estos pies no aguantan esta paliza,
ampollas o “bambollas” que diría Tonet, arrecian contra su decisión de
continuar, la única decisión sin embargo es continuar, continuar en cualquier
medio. Tomar el coche de línea desde Carrión de los Condes a Sahagún es una
opción necesaria cuando llegar hasta Santiago parece imposible. Desde unos
asientos incómodos oteas la fértil vega que frontea Palencia. Continúas por la
carretera y te separas de la ruta, pierdes la música de las flautas y la
sintonía con la tierra, sientes que anulas en parte la búsqueda.
En El Burgo Ranero aún quedan casas de
adobe habitadas y proliferan las macetas de geranio en sus ventanucos aunque se
anuncien la pronta llegada de los fondos de ayuda europeos. Pronto se
levantarán pistas rectilíneas sembradas
en sus arcenes con alevines de falsos plátanos a cuya sombra se resguardará la
jubilada. Haces una etapa entre doce teutones de edad avanzada con atuendo
tirolés y voces broncas que cubren algún kilómetro de cada etapa y completan
los restantes en minibús seguido de un coche de apoyo. Cuando caminan se
sienten alegres y en su esfuerzo se sienten los jóvenes que alguna vez fueron.
A veces nos cruzamos entre sus llegadas a las ventas. El grupo es conducido en
un turismo casi de lujo hasta las bodegas excavadas en la roca a degustar el
espeso néctar de los viñedos dispersos entre los trigales. Has de seguir hasta
Mansilla de las mulas. Recogidas en el recuerdo de días pasados la tertulia con
un hospedero enamorado que hacía ripios a su amada con el candor ingenuo del
adolescente. En la memoria la asistencia entre el público enajenado a las
“Evocaciones najerenses” con el pueblo interpretando gestas medievales sobre
grabaciones previas. Con frecuencia sus gestos no se acoplan a los textos y las
frases quedaban en el aire el olvido
del movimiento requerido del actor, pero no importa, es la fiesta anual, es el
disfraz y es el pasado imaginado de la villa lo importante. Para representación
memorable, la improvisada por Monsieur Aranjuez y David de Pavía ante un reducido grupo de peregrinos en el
local jacobeo de Calzada del Coto. Un encuentro salaz entre Franco y Mussolini
que aventó las risas sobre el silencio de un pueblo dormido en la polvorienta
estepa castellana. Poco antes había caído un aguacero de verano que no
consiguió aminorar la calima, pero las procaces escenas entre los dictadores
consiguieron relajar a tan distinguido y extraño público. En la memoria el paso
por un bosque quemado, su olor a muerte, los restos de los troncos ennegrecidos, el silencio
opresivo de aquellas horas sin pájaros, sin insectos, sin vida...
En Mansilla dispusimos de un apartamento
con cocina y cuarto de baño que daba a un patio leonés, un lujo gratuito como
bien se encargaba de repetir el hospedero solícito aunque poco ducho en
idiomas, orgulloso de regentar el mejor albergue que podía encontrarse en la
ruta. En torno a ese patio durmieron una doctora sevillana y su marido, una
pareja de australianos, jabatones y de alto poder adquisitivo y dos holandeses
silenciosos que pedaleaban el Camino. A todos repetía el hospedero las bondades
del hotel gratuito. Entre el mundo ido de la hospedería de oficio y la oferta
turística que se acercaba fue un hecho que la hospitalidad era palpable.
Resultaba incómodo tomar notas en un
camping, no por la cercanía de los vecinos sino por los modos vacacionales que
se estilan en estas aglomeraciones de tiendas y afanes de residencias
veraniegas imposibles. Una sociedad efímera de lonas y cachivaches varios para
reproducir las condiciones urbanas del resto del año. Una invasión de orugas
rompió la monotonía de los campistas. Unos, histéricos levantaban muretes de
contención, otros recurrían a la protesta a gritos ante recepción. - Si esto
continua así, saldremos mañana.
- He encontrado una
en la tortilla, mamá, decía espantada una chiquilla madrileña.
- Hay que fumigar
los álamos, apuntaba un hombre barrigudo.
-Ayer encontré toda
la cocina invadida...
Nadie dejaría la acampada ¿Cómo
justificarse después ante el abandono de unas vacaciones ya pagadas?...En el
solaz de la tarde calló la ola de protestas. La infancia disfrutaba de la
aventura inesperada cercando a las invasoras y las amas de tienda se reponían
de sus protestas en el tiempo vacío. Indiferentes al problema, una pareja de
jubilados cenaba en silencio, sentados en su mobiliario portátil. Años de
convivencia cimentaban la distancia y la resignación a la realidad triste del
aburrimiento.
La catedral de León, en continua
restauración nos dio un baño de luces y frescor a pesar de la inundación de
turistas que rompían el silencio del recinto. Por las cristaleras de este
templo insignia jugaban los monstruos de Gaudí con guiños de luz y piedra
antigua. El palacio gaudiano, sede de una caja de ahorros ofrece un curioso
contraste de búsqueda de formas a las filigranas góticas de las altas torres.
La Maragatería, cuyo nombre me recuerda a
las canciones memorísticas de la enciclopedia patria, me resulta triste.
Tristes pueblos abandonados por el éxodo rural de veinte años atrás, tristes
los patios ruinosos de sus casas donde se oxidan antiguos aperos de labranza,
triste la soledad de las calles mal
empedradas. Tristeza maragata propicia al olvido. Será la Vega del
Órbigo la que alegre el ánimo del caminante con sus tierras fértiles y
cuidadas, con sus manchas de choperas y regadíos que parece dulcificar el
carácter de sus habitantes.
Cuando
se divisa desde el páramo Astorga, una mole gris sobresale sobre los demás
edificios de la villa, es su catedral, desproporcionada en el tamaño, en la
mezcolanza de estilos, en las adicciones neogóticas y en su proyección del tiempo del imperio hacia Dios de la España
guerra-civilista y cruel de las décadas negras. La ciudad intenta sacar partido
al incipiente turismo cultural promocionando sus restos romanos y sus
mantecadas y merles de hojaldre bajo un cielo de nubarrones y un bochorno
áspero. Caímos por la “Pensión García”
para cumplir con el almuerzo. En su comedor oscuro y gris, trabajadores,
turistas pobres y peregrinos de mochila ligera alternan las mesas con los
huéspedes de temporada, clientes solitarios y taciturnos con la miradas
hundidas en el plato, viajantes de trajes ajados y pensionistas. El local está completo
pero el silencio se desparrama sobre los manteles de papel hasta dejar que
oigan las burbujas de la gaseosa del
vino de mesa. Una comida insufrible pero a un precio más que razonable. Vivo el
paso por Astorga como aspiración de gloria frustrada del pasado, respiro su
decadencia de villa medieval sin lugar el presente. En la casa natal del
patriarca de los Panero una plaquita conmemorativa subraya un pobre verso del
bardo franquista: Como el peso del torno y a dos metros de la nieve.
¿Dónde la lírica, dónde la épica? Calles provincianas en las que las obras de
Gaudí son mojones extraños en el tejido urbano, como el palacio episcopal que
da nombre y marca a productos de la industria confitera. Astorga, maragata
contradictoria y renegada de la comarca,
más cercana al imaginario madrileño que a su capital cercana, lugar de paso
colgado de un barranco.
La
opresión del abandono estrangula el último baluarte maragato, Foncebadón.
Sus únicos pobladores vivos, una viuda
septuagenaria y su hijo loco conviven con los fantasmas de los muertos a los
que puedes imaginar parapetados en los recodos de la única calle empedrada,
escondidos en los tapiales derruidos o formando coros espectrales como ánimas
mudas. Por el olvido y la desidia, por la atracción de la ciudad y la demanda
de mano de obra de la industria, sólo oyes el soplo del viento ábrego
encajonándose en los trazos de las callejas. Un orinal abollado sobre un poste
se hace símbolo del mundo ido, objeto testimonial del precipitado abandono de
los que en vida amaron este solar hoy cubierto de boñigas y suelo de brezos. El
campanario desolado, que llamó a bodas y a entierros deja escapar la maleza de
sus muros agrietados. Un perro escuálido escapaba hacia los montes.
El agotamiento te posee por los
prolongados días de largas marchas. Con el vuelo inesperado de un cuervo llega
la risa joven y loca. Con la cencerrada sempiterna de las vacas pastueñas en
las noches te abres a otros sones. Las
estrellas se precipitan en las pesadillas cansinas del camino y emanan de las
gozosas coyundas sobre la tierra cálida bajo la lona de escarcha.
La Cruz de ferro sobre un pedestal de
piedras acumuladas por los deseos de los peregrinos abre el paso al Bierzo. La
mañana era fría pero no así las ganas ni el ánimo. Compostela parece más
cercana. El paso por los montes de León se hace un agradable paseo aromado de
plantas olorosas. Dejamos hacia el oeste a Manjarín en la soledad de sus
ruinas. Bebimos el agua fresca de la fuente de las truchas de Acebo para bajar
por un sinuoso carril hasta la herrería goda de Compludo, aunque la
documentación consultada más tarde cifra su origen en el siglo XIX. El
ingenioso mecanismo hidráulico de forja que es el orgullo de la zona fue motivo
de una detallada explicación entre la realidad y el mito de un viejo asmático que disfrutaba de una de
sus penúltimas excursiones en un utilitario más achacoso que sus pulmones
rotos. Con él compartí un vino familiar y unas lonchas de jamón curado en casa,
un café de puchero y vulgares tópicos de la ruta. A veces, el descanso
necesario te depara la sorpresa y te olvidas del esfuerzo. Así fue en
Molinaseca en cuya playita de asfalto en
torno a un embalse, las pandillas de jóvenes retozaban y el verano se hizo
lugar de encuentros.
La
obligatoriedad del estricto horario del albergue nos hizo desdeñar la posada
gratuita para acampar al pie de las murallas del castillo templario de
Ponferrada, ciudadela fronteriza y gris, en la que el recio castellano
mesetario se endulza ya con la musicalidad gallega. “Puta León, Bierzo libre”,
pintadas por la independencia del terruño en los muros sucios. A estas alturas
del viaje, las condiciones materiales de los albergues más o menos limpios ya
no importan. Son las imposiciones y las normas sin sentido del hospedaje las
que resultan poco soportables y las que nos empujan al rechazo del asilo
católico. A más de cincuenta metros sobre el cauce del Sil establecimos la
tienda. Cuentan algunos estudiosos que bajo el torreón del castillo del Temple
se esconden tesoros y griales. Las leyendas crecen según te acercas a Galicia,
el gusto por los cuentos emana de sus tierras brumosas. Este caminante sufrió
en sus carnes el acoso de los caballeros de la Orden, fue atacado por todos los
flancos de su cuerpo con agrias lanzadas y feroces puñaladas de templarios
transmutados en chinches picajosas. Los infames bichejos, como cruzados
crueles, dispusieron todas sus huestes al ataque y consiguieron que la vigilia
de la noche se hiciera interminable. Ansioso del alba para superar la paliza
picajosa, amanecí con el cuerpo cubierto de pupas de las que tardaría días en
reponerme. Aquellos verdugones violetas que estigmatizaban la piel requirieron
dosis masivas de de antihistamínicos, baños de agua caliente y todo un día
encerrado en la habitación de un hotel digno. Aún así no fue del todo
suficiente. Chinches templarias, vengativas almas transmutadas desde el fondo
de los siglos que dejaron en mí doloroso testimonio de su afán de mal.
Tiempo
para el amor robado del tiempo del caminar, tiempo para el encuentro en el
andar del deseo. Pensamientos que van y vienen entre las huellas ajenas de
otros que hollaron antes las mismas veredas, recuerdos saltarines entre
castaños y robledales. La subida al puerto de O Cebreiro discurre entre una
espesura de verdes por angostas laderas y un hondo valle hasta la sinuosa
frontera galaica supuesta bajo los tojos. Ya en El Cebrero los grupos de
excursión, los libros de notas, las firmas y citas testimoniales anuncian la
dimensión más turística del Camino. Grupos que comenzaron su caminata en Burgos
o en Astorga, con amplia parafernalia de pañuelos votivos y uniformes, con
aparataje de supervivencia, ollas y marmitas, infraestructura de viajes
organizados, de aventura medida y visitas concertadas a las pallozas
restauradas en mal remedo de los castros celtas.
Sentado
en un poyo de Mirallos, en una tarde tormentosa frente al cementerio y la
delicada igresiña del cementerio, en la Galicia más pobre y olvidada,
vuelve la pregunta insistente mientras que las respuestas escapan jugando al
escondite entre las lápidas de los indianos ricos que beneficiaron con sus
mansiones a la parroquia. Me refugiaré de la llovizna en una fragua abandonada,
en un lar yerto al borde de un atajo
cerrado por una enorme piedra de amolar bajo la atenta vigilancia de un gato
atigrado.
Pronto
se cumplirán treinta años desde que el original Portomarín quedó inundado por
las aguas del pantano de Belesar y aunque algunos de sus edificios emblemáticos
se trasladaron piedra a piedra, como la imponente iglesia de San Nicolao, el
trazado racionalista de sus calles y esas muestras del pasado ancladas a la
fuerza, sugieren un extraño espacio falto del cimiento del tiempo. Los pórticos
añadidos a edificios recientes, las cafeterías y la casa consistorial en un
pazo de mudanza parecen pertenecer como los mismos veraneantes a una
representación, ficción de pueblo que surgiera desde las brumas del Miño. Las
figuras de los caminantes quedan difusas por el suave orbaio que no deja
de caer durante toda la jornada. Siempre te encuentras con la hospitalidad para
el caminante. En esta ocasión fue una empresaria ganadera, que así se definía
la buena mujer, quien nos ofreció la nave de su
finquita como resguardo y asilo de la lluvia ya no suave sino duro
aguacero. No contenta con su ofrecimiento, nos regaló el condumio del día y
contó con pelos y señales su laboreo diario con las reses, que así las llamaba.
Cumpliendo con la imagen que da la tierra de Breogán y la pertinaz lluvia de
cada día, no sería la única vez en recurrir al resguardo de las casas de
labranzas, atendidas o abandonadas. Largos ratos bajo la uralita protectora
sobre la que tamborileaba el agua mientras que el alma licuada de esta tierra
húmeda te empapa de sus nostalgias y de la resignación en la pobreza que aún se
palpa en el rural galaico. Tierra de límites sinuosos, de montezuelos y valles
oscuros sobre los que también puedes atisbar extrañas sinfonías de luces. Hacia
el oeste, hacia el norte, a la búsqueda del espíritu del océano, hacia la costa
deseada. Galicia prove y triste, donde las mujeres trabajan la
tierra y los hombres están ausentes,
campesinas de zuecos enfangados y gritos huérfanos de “vacavée” por los
senderos.
A partir de Arzúa, bien provistos del mejor
queso para la ruta, el final del Camino está cerca. Una pausa, un descanso
penúltimo antes de las últimas jornadas. Ya afloran las alegres gaiteradas de
este pueblo atlántico, gritos de farra y voceo alegre en las pulperías con su
paisanaje humilde y sus caras sonrosadas por el ir y venir de las cunquiñas de
ribero. Hasta Melide llegaba el olor al mar y la población, encinta de bosques
de pinos y tojos, bajo el orbaio sempiterno simulaba un barco varado tierra
adentro. Hacia la mar última, imán de peregrinos buscadores, fugados y adictos
a la nomadía tras siglos de oscuridad y fanatismos. Brumas hasta la aldea de
Lavacolla, casi perdida en las pistas y accesos al principal aeropuerto
gallego. De su arrollo surgen cantos de adioses a los que volvieron la mirada
atrás, a los que no cumplieron el camino, a los que volverán orgullosos con sus
certificados compostelanos.
Los
ritos y las despedidas no sustituirán el enganche al caminar diario. Puesta de
manos en la columna a la que “el santo dos croques”, según la leyenda
autorretrato del Maestro Mateo, guarda. Sobre su frente desgastada se dan de
coscorrones los peregrinos. Ya estás fuera del camino, ya no formas parte de la
culminación pretendida. Paso fugaz por el sepulcro del fantasmal apóstol, subida
hasta el camarín tras el impresionante retablo en el que la talla es abrazada
sin descanso, asistencia a la misa de doce, al sacrificio simbólico y a la
insulsa plática del celebrante sobre la interpretación de las figuras del
Pórtico de la Gloria, para el intento inútil de recibir la fe perdida hace
tantos años (cuestión imposible), para acercarse al arrobo místico de las
satisfechas almas cumplidoras y cumplidas en la ingestión de la hostia
consagrada, riada de comulgantes y apoteósico desfile de los chamanes
dogmáticos en sus casullas rojas. Riadas paralelas de fotógrafos al pairo que
interrumpen la divina libación que allí se consuma...El mejor lugar, bajo la amenaza del suspendido
botafumeiro, para confirma la profesión de descreencia, para entender un poco más los oscuros caminos de la culpa
que las religiones propagan frente a la razón y sus fronteras. Enfocada por su
marido, una mujer madura entrada en carnes posa oronda para el dios Zoom frente
a los oropeles litúrgicos.
Tumbado en las losas de la plaza del
Obradoiro, al arrullo de las masas
roba-imágenes, solapado en la satisfacción que desprenden los que creen que se
han acercado más al paraíso, un muchacho, apoyado en una aparatosa mochila,
cabecea un sueño. Las esculturas del Pórtico, hijas de la pericia del Maestro
Mateo, con su infierno y su gloria a cuestas, con sus terrores y sus trances
han cobrado vida, se han desprendido de las peanas y caminan a la luz del día
hacia Finisterre entonando salmodias obscenas para cumplir con el camino de
Prisciliano.
Esa noche cayó sobre Compostela una lluvia
de estrellas.
Sevilla,
25 de septiembre de 1992
No hay comentarios:
Publicar un comentario