sábado, 9 de marzo de 2019

Ucrónica jacobea


     A la vuelta de la peregrinación, mediada la memoria por los objetos confabulados en el presente con los iconos privados y los apuntes de esos días dulces, te dispones al recuento de aquellas vivencias, escritas para ser vehículo de disfrute si es posible en la experiencia contada.

     Caminemos por la ruta orientada por la Vía Láctea hasta llegar a Compostela un año antes del fastuoso jubileo fraguense, antes de que los pelerines y otras pobres invenciones oculten el esplendor de los vericuetos del Camino cantado por los juglares, construido por tantos seres humanos sin más afán que el de infinito. Para adentrarte en esta aventura has de seguir el motivo inconforme del peregrino medieval, adaptarte a los ciclos horarios de una sociedad que fue, con los útiles imprescindibles para que no supongan una excesiva carga los siglos de modernidad de nuestra superficie cotidiana. Poco a poco, el Camino te transforma, no será importante tu nombre ni los datos con que nos ubicamos respecto a los otros. La densa red de siglos que se cierne sobre la ruta no dejará la posibilidad del intercambio con las gentes y sus horizontes. El campesino gallego saludará esquivo y sus non sei  balbuceados con desgana se convertirá en su única respuesta. El pastor castellano dejará de pegar la hebra alternando silencios y máximas viejas, después se alejará de la vereda con sus rebaños. Alguna niña espabilada querrá practicar su mejor inglés de primaria...
  
Velocidad, poco espacio, incomodidad, cierto vacío de estómago en clase turista, diario conservador, poses de viajeros profesionales en una reducida cafetería que se desplaza a doscientos kilómetros por hora. Una locución monocorde que llama clientes a los pasajeros. Queda prohibido despedirse desde las cercanías del adiós y del pañuelo . La sacrosanta seguridad del artefacto de vanguardia requiere la muerte del rito, de la agitación de la mano y de la mirada de la despedida. En el desierto andén crece el desamparo, solo guardias de seguridad, policías, barreras...Dicen de la alta velocidad que ha supuesto una obra faraónica, exageraciones necesaria para la formidable acometida de túneles a Sierra Morena. ¿La muestra del despilfarro generalizado, la posmodernidad en raíles sin traviesas? Esta sociedad se mira en un  espejo deformado para que no le devuelva la imagen de su desquicie. Y los viajeros, sometidos y fieles cumplidores del desplazamiento diario, encadenados al ciclo del trabajo y del ocio, cuentan desde ahora con un aliciente más, sentirse clientes de un servicio público para grandes minorías, paradójicas miserias diezmadas del poder.

     De estación reciente a estación remozada, de Sevilla a Madrid, de la nueva Santa Justa a la acondicionada Atocha, en menos de tres horas, ya a las puertas del Camino del que cuentan engendró a Europa. Aún en la noche del mito, aún a la grupa de aquel hermoso toro blanco con la bravura del dios del rayo, cabalga una muchacha aferrada a sus cuernos. La espuma  de las olas mediterráneas bañan sus pechos y casi engullida en la luz del poniente se despide de las playas de Sidón. La misma doncella, subyugada hoy por los mercaderes, desgarrada y decrépita oferta de lujo para los hambrientos del Sur, encerrada tras altas murallas, recorridas cruzada de autopistas y trazado de alta velocidad, inflamadas sus entrañas por pensamientos tenebrosos, no podrá olvidar las arenas luminosas de Sidón. 
     Pamplona, Iruña, castellana o euskaldún en su cacofonía de identidades forales y otras leyendas heroicas. Llego a ella un año después de mi primer viaje por Euskadi. Sus gentes de blanco y rojo, duermen la primera madrugada de los sanfermines. Todas sus calles hueles a vómitos y a orines de borrachos. En las zapatillas de los bacantes las manchas delatan el estado del inquilino. En el festín de rozar la muerte tan cantada en los pitones de cualquier morlaco acosado, masas de variopinto pela, vascos muy vascos, europeos rubios, yanquis mitómanos, hacen la fiesta de la cita con Hemingway  empapados en tintos, rosados, en cava barato. Gozosos y procaces con el riesgo, liban sin mesura del peligro. Dormitando bajo los setos de los parques esquivan el tibio sol de esta tierra.  Sin paso intermedio, desde una cafetería abigarrada de mozos sedientos de la borrachera de la noche, entre los grupos que toman chocolate con churro y se disponen al nuevo día, disponemos la partida. En la estación de autobuses sucia y gris en cuyos andenes hay que saltear a los jóvenes yacentes de la fiesta, me informo por una buena señora del medio más accesible para llegar a Roncesvalles: haga autostop, suelen parar para acercar a los peregrinos. Tengo la impresión optimista de que el camino abre sus rutas.
     Hacia Roncesvalles después de salir a pie de la ciudad festiva en el mediodía  soleado de julio. En un restaurante de carretera hemos disfrutado la primera comida de importancia, con los vegetales de la zona, con su vino y su carne para ir tomando el pulso a la ruta. Caía la tarde en el santuario.  Llevado hasta allí en un todoterreno con cuatro jovenzuelos hasta el culo de calimocho  que han ascendido por la maltrecha carretera con acelerones al salir de las curvas, necesito silencio. Aún atronan en la memoria sus gritos de guerra y victoria sobre tribus enemigas. En el salpicadero del trasto llevaban la fotografía de un hombre de traje negro y mirada oscura con una palabra en caligrafía gótica: fascista. Los cuatro elementos, cuando cruzan algún pueblito simulaban golpear con sus trofeos de guerra a los paseantes de las aceras. Retazo de ese magma perdido, entre jóvenes alucinados de vino y violencia mientras soporto los cimbronazos de cada bache del asfalto. Entre los trofeos, la camiseta sudada de un punki y el pañuelo de flores de una hippy. Con la suerte del atrevido nos han dejado como bártulos de una anécdota sin trascendencia, baúles sin dueño en la explanada del monasterio.
     Has empezado, sin vuelta atrás hacia una meta a confirmar en el Campo de estrellas. Más al norte casi en la frontera con Francia, en un  romance  de épica vieja se cantaron las conjuras para frenar las iras de Roldán y alimentar los sueños del Imperio carolingio. Tañían las campanas llamando a vísperas, la compañera del caminar roncaba estrepitosamente, los elfos susurraban historias en la duermevela, los matarifes de bermellón y oro sacrificaban a sus miedos víctimas inocentes. Tomado por argentino por una catalana, incluido entre los chilenos con seguridad por un inglés, disfruto de la variedad del primer albergue, ¿signo de lo que vendrá después? Sin nombre ni oficio, caminante en pos del peregrinar antiguo en búsqueda de las causas de un camino hollado por tantos. 
     La primera mañana se vistió de sombras, tornaluces diluidos en bosques de castaños, palabras que quedarían pendientes ya recogidas por las guías al uso, por narrar de la belleza de su eco. Desbarro entre profundos lodazales y en las bóvedas verdes del bosque me pierdo con gusto. Hemos levantado la tienda en una finquita cercada por invitación de la dueña porque vamos a Santiago. Ya instalados nos llevó un termo con café con leche  y unas magdalenas. Tendré que rezar por ella al santo. La admiración al empeñado en esa meta hace milagros, de la miseria obtiene la riqueza de la solidaridad, de la esperanza la ayuda, el apoyo del otro que a veces nos define como seres humanos.
     Al tercer día el cuerpo se resiente de las caminatas, aparecen las ampollas en los pies, las agujetas acribillan los muslos y más tarde impedirán los pasos hasta noquearte tendido en un  parque de  Iruña desde el que oigo los gritos del riau-riau bajo un cielo de fuegos artificiales. Hasta la ciudad hemos seguido la ribera del Arga por el valle de Zubiri. En cada pisada sientes la distancia de la montaña navajera, un cruce de tierras con aires verdes, senderos vencidos por las zarzas y piso inundado. Aprendo a hundir las botas en los fangos negros y pardos con su distinta resistencia, a vadear las charcas y a saltar las rocas puntiagudas de las veredas. Vivo los silencios intercalados con los vientos, la respiración acelerada por el esfuerzo. Cuando el sudor caer hasta las rodillas, los colores de un ladera de frutales te hacen olvidar las molestias.  Raudo pasó por esos montes un peregrino de fe segura y paso ágil, de figura esquelética y con el brillo fanático del elegido en su mirada. Quizás busque saltar de su fe sólida y castrante a la convivencia con los dioses antiguos. El azar, el malfario o la osadía darían más tarde con sus huesos en Valencia sin acabar con el abrazo al busto, en el punto de partida antes de lo previsto, una pierna escayolada hasta la cadera y un aspecto deplorable, como él mismo me dijo: Dios no ha querido que este año hiciera el Camino. Qué estupideces dicen del Dios, seis mil millones de archivos personales en relevo permanente, para una mente divina. Vicenc se llamaba el frustrado peregrino.  
     El Arga baja lleno y cantarín, ha nutrido aguas en Villaba, pueblo dormitorio de Pamplona magnetizado por ser la patria chica del ídolo  del deporte del pedal. En el Centro Católico, un local de tertulia con mesitas de formica y sillas metálicas, se respira una atmósfera familiar y devota. Desde la pantalla  el mito del ciclismo se muestra como pan consagrado, un nombre, un pueblo que le admira y le enaltece, la siesta y el suave sopor del pacharán, miradas extasiadas para el ídolo cejijunto al que le cuesta hilvanar su discurso frente a  un periodista locuaz obligado a ofrecer la imagen más veraz del triunfo. Unos pacharanes para recuperar el aliento y participar del homenaje  villablino a su insigne hijo. El Camino entra en tus carnes poco duchas en tanto desgate, peregrino, caminante, buscador en un  tiempo distinto. Al lecho en la primera anochecida que el día empieza muy pronto.
     En el pórtico de un albergue regido por monjas de blancos hábitos, la hermana Afanada se esfuerza por consolar a una mujer que se acerca a los cincuenta y no deja de llorar en silencio. La hermana no habla inglés y la mística llorosa procede de Edimburgo. Afuera, el sol de la tarde se reclama poderoso. En los poyos del patio, tres peregrinas francesas se relajan en cuitado recogimiento, párpados caídos en miradas adentro. La maldición de Babel cae sobre las devotas, otra hermana sale al pórtico y le ofrece a la llorosa un rosario de piedras blancas que consigue frenar su catarata de lágrimas. El trance místico de la legión francesa me hace temer arrebatos de paroxismo, pero la tenencia del rosario en las manos de la escocesa impide desbarres, deja de sollozar y su rostro se ilumina con la paz de la orante. No acierto a entender la causa de su llanto, el porqué de sus lágrimas.
      Echo unos sorbos de una infusión fría de menta y miel de la cantimplora de un joven suizo que camina con otro paisano y un belga  apellidado Fernández que hace remontar sus orígenes a los temidos tercios de Flandes. Adornado de ronchas, picaduras iberas al descendiente de aquellos legionarios, el doliente belga se toma el ataque como el precio a pagar por hacer el Camino. De iluminados se pueblan las hijuelas. El bosque espeso propicia las leyendas cuando pisas la tierra cubierta de humus y durante horas atraviesas una permanente umbría verde. El agua de la última lluvia aún hace grandes charcas y los barros exigen esfuerzo a los pasos del caminante. Ratones y urracas acompañan nuestro andar bajo el vuelo de insectos diversos mientras las babosas como minúsculas morsas negras lucen a los tímidos rayos sus cuernos húmedos.
                                    
      Aparecen los personajes despojados de una comedia soterrada en las guías al uso. La representación de cualquier compañía de cómicos ambulantes contará al estimado público las hazañas y escarceos de los pícaros peregrinos  que cerraron la Edad Media extendiendo Compostela hasta la negra y azulada Fisterra. Como primeras damas osaría presentar a la flor y nata de la experiencia peregrina, dos andarinas por castillas de mil años con las que disfruté de una merienda acólita, atención a cambio de un bocadillo y unos tragos de vino. Me sentí cual epígono de su fe,  enamorado de la rectitud de sus principios, hijo adoptivo de su sueño de paz eterna.
     En el recuerdo Madrid, plural e inhóspita, despreciada y chula entre vericuetos de los siglos imperiales, sus calles repletas de gentes, sus plazas sin fuentes, la mayor aldea de las Españas, abierta a los miedos en los antiguos corrales, caricatura y prolongación de una gran urbe aldeana. Allí asistí al desfile estrafalario de un comité de antiguos nobles, actores callejeros para recuperar las esencias de la villa y corte, cultura popular lo llaman. En ella probé el pescado crudo de la cocina japonesa y alterné por la noche en los bares de Lavapiés. Bajo estos cielos, su noche me queda muy lejos.
     Esa jornada la cumplí a solas y no  recuerdo otra para la que tuviese el mejor tentempié. Dos vasos de vino de la fuente del monasterio de Irache. Siguiendo la tradición hospitalaria del monasterio es ofrecida al peregrino para llegar con salud a Santiago. Bien que tomé mi vaso y el de la compañera ausente en este tramo. Desde una cabina telefónica hice una llamada, quien descolgó el teléfono me dijo con la voz rota de la nocturnidad: Estás como una chota. Alentado por el breve optimismo del buen rioja no quise dar pábulo a la clasificación recibida. A  nadie daño, dejadme caminar. En el silencio de la capilla románica se recogía en oración un joven brasileño de melena rizada como un cristo orante bahiano.  Paseo el claustro y los patios abandonados. No doy demasiado cuartelillo al afán conversador del guarda del lugar. Las pinturas murales recientes de la sacristía rompen el toque elegante  del tiempo monacal.
     Tras una dura subida y la amenaza de dos mastines jóvenes, los gritos de defensa y la risa incontenible del dueño que me devuelven a la serenidad del camino llego a Azqueta. Hacia el mediodía he bajado hasta una alberca del siglo XII, un portal románico para una poza en la que he podido refrescar los pies ya doloridos. Sentado en una escalinata de fuerte pendiente compartí charla con dos senderistas de pedal y equipaje deportivo. Sobre la suerte del inexistente brocal departimos de los orígenes y descuidos de esa obra civil de siglo tan lejano. La recuperación de la fuente había costado doce millones de pesetas y un año de trabajo según me dijeron los ciclistas originarios de la zona. La impronta del tiempo se manifiesta en la oscuridad de sus sillares y en la humedad del aire. Tres hombres conversaron sobre el presente del mundo. La luz cegadora del mediodía los retuvo un buen rato en el vientre del pozo románico.
     Los Arcos se alejaban como el espejismo de un oasis del desierto, aunque en vez de dunas, lomas de trigales y una incómoda pista de gravilla que acaba destrozándote los pies. El piso aumenta el cansancio. En unas horas no me crucé con nadie en el camino. La piel se secaba por la sal y las agujetas se hacen cotidianas en el descanso. La siesta a la sombra de la plaza actuará como bálsamo al cansancio. 
      Por una temporada gozaré del tiempo antiguo, al menos me acercaré a sus ritmos con la ilusión de ser solo un caminante dedicado a medir las distancias y la resistencia al esfuerzo. En un día cruzas un valle y subes un puerto. Voy sintiéndome en la tierra, en sus collados, en los saltos de los montes a los llanos. De los trigales cojo espigas para mitigar el hambre cuando el destino del condumio se aleja. Ha soplado el cierzo, el “burgalés” como lo llama el alguacil de Uterga que echa la partida con dos parroquianos con ganas de charla en el único bar del pueblo. El viento frío hace que el sudor se enfríe de repente, el café con leche sería reparador.
     Desde Obanos a Puente de la Reina, poco más de tres mil habitantes y casi una larga calle a la que se accede desde el puente románico que le da nombre sobre el Arga, señalado en el Códice Calixtinus como la unión de los caminos jacobeos. Inscripción de una leyenda, ambientito de juego de peregrinaje viejo en el paso triunfal hacia la Rioja. Impresionante su Cristo con los brazos en alto al modo templario. A pesar de su hieratismo, la talla transmite dolor y violencia en la penumbra de la mañana. Prolongación de estilos es su iglesia de Santiago y merece la pena visitarla.
     Sebastián Easo, miembro de Los amigos del Camino de Pamplona, había acudido a Estella a propagar las ventajas de la ruta. Estas agrupaciones completan las redes jacobeas apoyadas por las parroquias, extendidas en los albergues y las hospederías recuperadas para el turismo de finales de siglo y ofrecen folletos detallados por etapas. En su labor  lo acompaña su santa esposa a la que había arrastrado a Santiago y que enseñaba orgullosa su blusa con la concha cosida y la orla. Charla. Propagandista sincero o al menos respetuoso, interesado en saber del camino mozárabe desde Andalucía. Propuestas de intercambio de información para el futuro y de direcciones en torno a unos chiquitos de buen rosado. Tarde de sábado y de descanso por segundo día en Lizarra. En la iglesia de san Pedro de Rúa un grupito de beatas reza el rosario en tono monocorde. La ciudad, que en la mañana ha estado invadida de turistas de jornada diurna, se prepara para la noche. Las familias se recogen con sus críos, las señoras de edad toman el último café en una terraza sobre el río Ega, los jóvenes salen acicalados para la noche de música, alcohol y sexo. Esta tarde no eres peregrino, aún no te delata tu aspecto cansado ni la piel quemada, eres un turista más en esta villa de veraneantes de interior, resguardado en el ciclo vacacional; otras realidades no cabrían en Estella. Casi un año ha transcurrido desde la primera vez que la visité. Las peñas no aparecen, aún no han llegado las fiestas, ni la bajadita del  Che ni  el torito de fuego han cumplido con el rito. Recuerdos agradables de la fiesta pasada frente al naif monumento al blusa en una noche festejada.
    De Logroño, una estación de autobuses de la más pobre posguerra y largas avenidas de barriadas obreras  fruto del desarrollismo de los setenta. Acento áspero castellano y actitud poco amable con los peregrinos. Ciudad olvidable para este caminante.

    Me hago al tiempo solar y a la luz tibia de los amaneceres. En camino al alba para acabar la jornada en la tarde temprana, en el albergue que toque, en el pradillo donde montamos la tienda, en la mejor de las rutinas, caminar cada día en mundos pequeños de olores nuevos, insectos desconocidos, mariposas espléndidas en lujurias de colores, otras especies de moscas...Una garrapata estuvo a punto de cobijarse en mi brazo sin conseguirlo pero las picaduras varias dejaban su rastro en todo el cuerpo. He dormido en canchales, en una tarima carcomida de termitas, en los pórticos desvencijados de iglesias olvidadas. He probado el agua de todas las fuentes  mojándome la cara en sus chorros, sumergiéndome en las costumbres ajenas. En los gestos comunes me retrato. En el chalaneo del caminante en perpetuo tránsito abundo. No haces amigos, te encuentras con los otros también de paso, peregrinos por una parte, lugareños hechos a la tipología común y diversa de los peregrinos. Compartes un termo de café, una cerveza, unas palabras sobre el origen y un afán soterrado  de hacer de esta experiencia algo único. De los habitantes de los pueblos de la vía recibes el saludo, la curiosidad, el interés por el desconocido y las indicaciones más o menos precisas si llevas una orientación errónea.
    La hospedería de san Juan de Ortega es una sorpresa grata después de la subida del Puerto de la Pedraja. Su fundador cuenta en la nómina santoral como patrón de los arquitectos técnicos, algo así como el perito en obras de otro santo, constructor de más alto rango teológico que soporta a su vez el patronazgo de los ingenieros de caminos, canales y puertos. Maravillosa gradación celestial según capacitaciones milagreras de las disciplinas constructoras. Un hospedero con retranca obliga a la separación de las parejas que ha de buscar su desahogo en los alrededores de la hospedería. Y el hospedero te enseña la saeta por donde entra el rayo de luz el día de la Anunciación y da justamente en el vientre embarazado de María Santísima. El señor Juan, que así responde el fornido cincuentón, sabe contar milagros, aunque insista en la prohibición del intercambio carnal entre los peregrinos merece la pena pegar la hebra con él tras haber salvado la necesidad del encuentro en los incómodos recodos de las peñas cercanas. En el templo de Santo Domingo de la Calzada se mantienen enjaulados un  gallo y una gallina en permanente recuerdo de la leyenda del santo con potencialidades milagreras inútiles. El complejo edificio se opone a la monacal humildad del recinto del discípulo Juan de Ortega, trazada por los canteros en líneas limpias de piedra y luz. Aún lejos de  Finisterre pero ya asoman las huellas de los druidas que buscaban la ruta al extremo oeste de las tierras conocidas. Más allá asomaban los monstruos védicos sus fauces desde el abismo oscuro de la nada.
     Conocimiento lento en el caminar por los pedregales, por las veredas, por gravillas gruesas y menudas, por las tierras rojizas de las viñas y por las escurridizas pendientes. En cada paso del sendero te espera la sorpresa. Un encinar da  sombra y cobijo en medio de un llano abrasador. La vida como doble ficción encaminada entre el amor y la muerte por la guía de la Vía Láctea. Tan claro como el dolor de los pies quemados y tan diáfano como la luz de las mañanas.
    Un tiempo frío acompaña la ascensión a la Meseta. Se suceden los mosaicos de cereales y las nubes se hacen fina neblina en los páramos. Bajo un clima extremo se alternan los sembrados de patatas y los de trigo  y alfalfa.  Un calabobos suave cae sobre Rubena, un pueblecillo dormido en su grises, parapetado tras un bosquecillo de álamos, cuenta con una taberna regentado por una joven escuálida de pocas palabras y que desconoce la distancia hasta el siguiente municipio.
     Entramos a Burgos por Villafría en un  autobús destartalado y renqueante que atraviesa un cinturón industrial en decadencia para dejarte a los pies del hiperbólico monumento al de Vivar. Y su catedral se eleva sobre su horizonte. Joya única tallada en la horizontalidad del páramo. Sus gentes candean la tradición como hacen su pan, áspero y dulce, como elaboran sus morcillas de arroz y sus chorizos prietos en las matanzas broncas del otoño. Burgos, ciudad de cristianos viejos, amigos de la olla podrida y de las creencias inamovibles en un pasado imperial y  falseado hasta la náusea. Las bancadas de las iglesias son  ocupadas ampliamente por cabezas plateadas y mujeres  mayores tocadas por el velo del recato y del miedo. Su paseo del Espolón es una galería de presente eterno por el que pasea la sociedad burgalesa con ropa de sábado. Malcomí en el Círculo Católico de Obreros, institución decrépita, casi comedor de caridad para ancianos y clientes de honra sin fortuna. La cocinera, escudada en un delantal de lamparones bien marcados, nos sirvió unas patatas hervidas al aroma de cualquier pescado y un combinado pobre, rápido fat-food castellano para no olvidar la riqueza de los fogones de la Rioja, sus exquisitas verduras y sus rotundos caldos. El encargado del comedor puso en la mesa una jarra de vino avinagrado con gesto hosco. El sudor dibujaba cercos oscuros en las axilas y el blanco macilento de su camisa decía  mucho de la mugre de todo el establecimiento. Apenas unas mesas ocupadas en un amplio salón sin ecos. La imagen vieja de la Castilla olvidada y pobre,  la gente callada de más allá del río Arlanzón. Un viejo desdentado desgrana los gajos de una mandarina entre sus manos huesudas antes de echárselos a la boca. Silencios. En el día de Santiago vadeo el río cubierto de espumarajos industriales mientras sueño con el mar huido, en la dulzura de su estar que deseo libar a tinta libre como ella libera su mal en cada paso. -Tarde vais para llegar al santo en su fiesta- nos dice un abuelo de boina y bastón grueso sentado en un poyo del camino.
     En Hornillos, pueblecito alejado de la carretera, una buena mujer  invita a estos caminantes a probar el vino de su bodega familiar, una de tantas  cuevas horadas en la tierra para la crianza de los caldos poderosos de la zona. Un vino ofrecido sin más pagaré que el del agradecimiento y las palabras. Un peregrino abstemio, un Tonet cualquiera  del Levante soleado y fanático pasa el mal trago de rechazar la invitación y se aleja presuroso. Se ha incorporado al Camino en Burgos y parece que le costará adaptarse a los ritos del peregrinaje, andaba quejoso por el esfuerzo y pudendo en sus modales. Los diosecillos de la ruta aún no se habían encargado de adiestrarle en los misterios de las canciones de las cigarras que impiden la siesta y atronan los mediodías.
      Mientras en los Campos Elíseos los héroes del Tour reciben el aplauso de las masas de aficionados, en esta meseta de tierras secas aún se atan a mano las gavillas y dos caminantes se adentran en la soledad del páramo. Junto a la fuente de San Roi levantamos la tienda para pasar la noche más negra. Mi compañera tiritaba de fiebre y la luna de julio no tenía el remedio para sus males. ¡Ay mar, que lejos quedas en estas parameras secas!  El amanecer llegó pronto. En la siguiente parada, el ama de un cura, conocida por La Jandula, me echó con malos modos de la casa parroquial por no haber presentado mis respetos al sacerdote como ella entendía que debía hacerlo, cuestión de formas y de valores antagónicos. Mezquindades de la caridad cristiana que se manifiestan en los entresijos de la ruta. Experiencias que van curtiéndote y hallazgos diferentes de cada jornada.
      Los tamboreos de la chicharras no consiguen apagar las notas de una flauta dulce que suena no muy lejana cerca de Castrojeriz, castillo de los trigos, ciudadela parda y dormida en sus alturas sobre la que vuelan unos cuervos. Al borde de la calzada, un joven quemado por el sol y extenuado por la caminata   se aplica con esmero a la flauta, pronto los faunos le enseñarán sus compases seductores. Aprieta el calor y la sombra de Castrojeriz se alarga por la falda del  monte coronado de ruinas. Al fin el alto, la inmensidad mesetaria en sus horizontes perdidos. Adiós al hospitalero, cargado de medallas y reliquias bendecidas que ofrece a los peregrinos masajes y jaculatorias.
      Estos pies no aguantan esta paliza, ampollas o “bambollas” que diría Tonet, arrecian contra su decisión de continuar, la única decisión sin embargo es continuar, continuar en cualquier medio. Tomar el coche de línea desde Carrión de los Condes a Sahagún es una opción necesaria cuando llegar hasta Santiago parece imposible. Desde unos asientos incómodos oteas la fértil vega que frontea Palencia. Continúas por la carretera y te separas de la ruta, pierdes la música de las flautas y la sintonía con la tierra, sientes que anulas en parte la búsqueda.
      En El Burgo Ranero aún quedan casas de adobe habitadas y proliferan las macetas de geranio en sus ventanucos aunque se anuncien la pronta llegada de los fondos de ayuda europeos. Pronto se levantarán  pistas rectilíneas sembradas en sus arcenes con alevines de falsos plátanos a cuya sombra se resguardará la jubilada. Haces una etapa entre doce teutones de edad avanzada con atuendo tirolés y voces broncas que cubren algún kilómetro de cada etapa y completan los restantes en minibús seguido de un coche de apoyo. Cuando caminan se sienten alegres y en su esfuerzo se sienten los jóvenes que alguna vez fueron. A veces nos cruzamos entre sus llegadas a las ventas. El grupo es conducido en un turismo casi de lujo hasta las bodegas excavadas en la roca a degustar el espeso néctar de los viñedos dispersos entre los trigales. Has de seguir hasta Mansilla de las mulas. Recogidas en el recuerdo de días pasados la tertulia con un hospedero enamorado que hacía ripios a su amada con el candor ingenuo del adolescente. En la memoria la asistencia entre el público enajenado a las “Evocaciones najerenses” con el pueblo interpretando gestas medievales sobre grabaciones previas. Con frecuencia sus gestos no se acoplan a los textos y las frases quedaban en el aire   el olvido del movimiento requerido del actor, pero no importa, es la fiesta anual, es el disfraz y es el pasado imaginado de la villa lo importante. Para representación memorable, la improvisada por Monsieur Aranjuez y David de Pavía  ante un reducido grupo de peregrinos en el local jacobeo de Calzada del Coto. Un encuentro salaz entre Franco y Mussolini que aventó las risas sobre el silencio de un pueblo dormido en la polvorienta estepa castellana. Poco antes había caído un aguacero de verano que no consiguió aminorar la calima, pero las procaces escenas entre los dictadores consiguieron relajar a tan distinguido y extraño público. En la memoria el paso por un bosque quemado, su olor a muerte, los restos  de los troncos ennegrecidos, el silencio opresivo de aquellas horas sin pájaros, sin insectos, sin vida...
     En Mansilla dispusimos de un apartamento con cocina y cuarto de baño que daba a un patio leonés, un lujo gratuito como bien se encargaba de repetir el hospedero solícito aunque poco ducho en idiomas, orgulloso de regentar el mejor albergue que podía encontrarse en la ruta. En torno a ese patio durmieron una doctora sevillana y su marido, una pareja de australianos, jabatones y de alto poder adquisitivo y dos holandeses silenciosos que pedaleaban el Camino. A todos repetía el hospedero las bondades del hotel gratuito. Entre el mundo ido de la hospedería de oficio y la oferta turística que se acercaba fue un hecho que la hospitalidad era palpable.
       Resultaba incómodo tomar notas en un camping, no por la cercanía de los vecinos sino por los modos vacacionales que se estilan en estas aglomeraciones de tiendas y afanes de residencias veraniegas imposibles. Una sociedad efímera de lonas y cachivaches varios para reproducir las condiciones urbanas del resto del año. Una invasión de orugas rompió la monotonía de los campistas. Unos, histéricos levantaban muretes de contención, otros recurrían a la protesta a gritos ante recepción. - Si esto continua así, saldremos mañana.
- He encontrado una en la tortilla, mamá, decía espantada una chiquilla madrileña.
- Hay que fumigar los álamos, apuntaba un hombre barrigudo.
-Ayer encontré toda la cocina invadida...
     Nadie dejaría la acampada ¿Cómo justificarse después ante el abandono de unas vacaciones ya pagadas?...En el solaz de la tarde calló la ola de protestas. La infancia disfrutaba de la aventura inesperada cercando a las invasoras y las amas de tienda se reponían de sus protestas en el tiempo vacío. Indiferentes al problema, una pareja de jubilados cenaba en silencio, sentados en su mobiliario portátil. Años de convivencia cimentaban la distancia y la resignación a la realidad triste del aburrimiento.
     La catedral de León, en continua restauración nos dio un baño de luces y frescor a pesar de la inundación de turistas que rompían el silencio del recinto. Por las cristaleras de este templo insignia jugaban los monstruos de Gaudí con guiños de luz y piedra antigua. El palacio gaudiano, sede de una caja de ahorros ofrece un curioso contraste de búsqueda de formas a las filigranas góticas de las altas torres.
     La Maragatería, cuyo nombre me recuerda a las canciones memorísticas de la enciclopedia patria, me resulta triste. Tristes pueblos abandonados por el éxodo rural de veinte años atrás, tristes los patios ruinosos de sus casas donde se oxidan antiguos aperos de labranza, triste la soledad de las calles mal  empedradas. Tristeza maragata propicia al olvido. Será la Vega del Órbigo la que alegre el ánimo del caminante con sus tierras fértiles y cuidadas, con sus manchas de choperas y regadíos que parece dulcificar el carácter de sus habitantes.
     Cuando se divisa desde el páramo Astorga, una mole gris sobresale sobre los demás edificios de la villa, es su catedral, desproporcionada en el tamaño, en la mezcolanza de estilos, en las adicciones neogóticas y en su proyección del  tiempo del imperio hacia Dios de la España guerra-civilista y cruel de las décadas negras. La ciudad intenta sacar partido al incipiente turismo cultural promocionando sus restos romanos y sus mantecadas y merles de hojaldre bajo un cielo de nubarrones y un bochorno áspero. Caímos  por la “Pensión García” para cumplir con el almuerzo. En su comedor oscuro y gris, trabajadores, turistas pobres y peregrinos de mochila ligera alternan las mesas con los huéspedes de temporada, clientes solitarios y taciturnos con la miradas hundidas en el plato, viajantes de trajes ajados y pensionistas. El local está completo pero el silencio se desparrama sobre los manteles de papel hasta dejar que oigan  las burbujas de la gaseosa del vino de mesa. Una comida insufrible pero a un precio más que razonable. Vivo el paso por Astorga como aspiración de gloria frustrada del pasado,  respiro su  decadencia de villa medieval sin lugar el presente. En la casa natal del patriarca de los Panero una plaquita conmemorativa subraya un pobre verso del bardo franquista: Como el peso del torno y a dos metros de la nieve. ¿Dónde la lírica, dónde la épica? Calles provincianas en las que las obras de Gaudí son mojones extraños en el tejido urbano, como el palacio episcopal que da nombre y marca a productos de la industria confitera. Astorga, maragata contradictoria  y renegada de la comarca, más cercana al imaginario madrileño que a su capital cercana, lugar de paso colgado de un barranco.
    La opresión del abandono estrangula el último baluarte maragato, Foncebadón. Sus  únicos pobladores vivos, una viuda septuagenaria y su hijo loco conviven con los fantasmas de los muertos a los que puedes imaginar parapetados en los recodos de la única calle empedrada, escondidos en los tapiales derruidos o formando coros espectrales como ánimas mudas. Por el olvido y la desidia, por la atracción de la ciudad y la demanda de mano de obra de la industria, sólo oyes el soplo del viento ábrego encajonándose en los trazos de las callejas. Un orinal abollado sobre un poste se hace símbolo del mundo ido, objeto testimonial del precipitado abandono de los que en vida amaron este solar hoy cubierto de boñigas y suelo de brezos. El campanario desolado, que llamó a bodas y a entierros deja escapar la maleza de sus muros agrietados. Un perro escuálido escapaba hacia los montes.
      El agotamiento te posee por los prolongados días de largas marchas. Con el vuelo inesperado de un cuervo llega la risa joven y loca. Con la cencerrada sempiterna de las vacas pastueñas en las noches te abres a otros sones.  Las estrellas se precipitan en las pesadillas cansinas del camino y emanan de las gozosas coyundas sobre la tierra cálida bajo la lona de escarcha.
      La Cruz de ferro sobre un pedestal de piedras acumuladas por los deseos de los peregrinos abre el paso al Bierzo. La mañana era fría pero no así las ganas ni el ánimo. Compostela parece más cercana. El paso por los montes de León se hace un agradable paseo aromado de plantas olorosas. Dejamos hacia el oeste a Manjarín en la soledad de sus ruinas. Bebimos el agua fresca de la fuente de las truchas de Acebo para bajar por un sinuoso carril hasta la herrería goda de Compludo, aunque la documentación consultada más tarde cifra su origen en el siglo XIX. El ingenioso mecanismo hidráulico de forja que es el orgullo de la zona fue motivo de una detallada explicación entre la realidad y el mito  de un viejo asmático que disfrutaba de una de sus penúltimas excursiones en un utilitario más achacoso que sus pulmones rotos. Con él compartí un vino familiar y unas lonchas de jamón curado en casa, un café de puchero y vulgares tópicos de la ruta. A veces, el descanso necesario te depara la sorpresa y te olvidas del esfuerzo. Así fue en Molinaseca en cuya playita  de asfalto en torno a un embalse, las pandillas de jóvenes retozaban y el verano se hizo lugar de encuentros.
     La obligatoriedad del estricto horario del albergue nos hizo desdeñar la posada gratuita para acampar al pie de las murallas del castillo templario de Ponferrada, ciudadela fronteriza y gris, en la que el recio castellano mesetario se endulza ya con la musicalidad gallega. “Puta León, Bierzo libre”, pintadas por la independencia del terruño en los muros sucios. A estas alturas del viaje, las condiciones materiales de los albergues más o menos limpios ya no importan. Son las imposiciones y las normas sin sentido del hospedaje las que resultan poco soportables y las que nos empujan al rechazo del asilo católico. A más de cincuenta metros sobre el cauce del Sil establecimos la tienda. Cuentan algunos estudiosos que bajo el torreón del castillo del Temple se esconden tesoros y griales. Las leyendas crecen según te acercas a Galicia, el gusto por los cuentos emana de sus tierras brumosas. Este caminante sufrió en sus carnes el acoso de los caballeros de la Orden, fue atacado por todos los flancos de su cuerpo con agrias lanzadas y feroces puñaladas de templarios transmutados en chinches picajosas. Los infames bichejos, como cruzados crueles, dispusieron todas sus huestes al ataque y consiguieron que la vigilia de la noche se hiciera interminable. Ansioso del alba para superar la paliza picajosa, amanecí con el cuerpo cubierto de pupas de las que tardaría días en reponerme. Aquellos verdugones violetas que estigmatizaban la piel requirieron dosis masivas de de antihistamínicos, baños de agua caliente y todo un día encerrado en la habitación de un hotel digno. Aún así no fue del todo suficiente. Chinches templarias, vengativas almas transmutadas desde el fondo de los siglos que dejaron en mí doloroso testimonio de su afán de mal.
     Tiempo para el amor robado del tiempo del caminar, tiempo para el encuentro en el andar del deseo. Pensamientos que van y vienen entre las huellas ajenas de otros que hollaron antes las mismas veredas, recuerdos saltarines entre castaños y robledales. La subida al puerto de O Cebreiro discurre entre una espesura de verdes por angostas laderas y un hondo valle hasta la sinuosa frontera galaica supuesta bajo los tojos. Ya en El Cebrero los grupos de excursión, los libros de notas, las firmas y citas testimoniales anuncian la dimensión más turística del Camino. Grupos que comenzaron su caminata en Burgos o en Astorga, con amplia parafernalia de pañuelos votivos y uniformes, con aparataje de supervivencia, ollas y marmitas, infraestructura de viajes organizados, de aventura medida y visitas concertadas a las pallozas restauradas en mal remedo de los castros celtas.
     Sentado en un poyo de Mirallos, en una tarde tormentosa frente al cementerio y la delicada igresiña del cementerio, en la Galicia más pobre y olvidada, vuelve la pregunta insistente mientras que las respuestas escapan jugando al escondite entre las lápidas de los indianos ricos que beneficiaron con sus mansiones a la parroquia. Me refugiaré de la llovizna en una fragua abandonada, en un lar yerto al borde  de un atajo cerrado por una enorme piedra de amolar bajo la atenta vigilancia de un gato atigrado.
     Pronto se cumplirán treinta años desde que el original Portomarín quedó inundado por las aguas del pantano de Belesar y aunque algunos de sus edificios emblemáticos se trasladaron piedra a piedra, como la imponente iglesia de San Nicolao, el trazado racionalista de sus calles y esas muestras del pasado ancladas a la fuerza, sugieren un extraño espacio falto del cimiento del tiempo. Los pórticos añadidos a edificios recientes, las cafeterías y la casa consistorial en un pazo de mudanza parecen pertenecer como los mismos veraneantes a una representación, ficción de pueblo que surgiera desde las brumas del Miño. Las figuras de los caminantes quedan difusas por el suave orbaio que no deja de caer durante toda la jornada. Siempre te encuentras con la hospitalidad para el caminante. En esta ocasión fue una empresaria ganadera, que así se definía la buena mujer, quien nos ofreció la nave de su  finquita como resguardo y asilo de la lluvia ya no suave sino duro aguacero. No contenta con su ofrecimiento, nos regaló el condumio del día y contó con pelos y señales su laboreo diario con las reses, que así las llamaba. Cumpliendo con la imagen que da la tierra de Breogán y la pertinaz lluvia de cada día, no sería la única vez en recurrir al resguardo de las casas de labranzas, atendidas o abandonadas. Largos ratos bajo la uralita protectora sobre la que tamborileaba el agua mientras que el alma licuada de esta tierra húmeda te empapa de sus nostalgias y de la resignación en la pobreza que aún se palpa en el rural galaico. Tierra de límites sinuosos, de montezuelos y valles oscuros sobre los que también puedes atisbar extrañas sinfonías de luces. Hacia el oeste, hacia el norte, a la búsqueda del espíritu del océano, hacia la costa deseada. Galicia prove y triste, donde las mujeres trabajan la tierra  y los hombres están ausentes, campesinas de zuecos enfangados y gritos huérfanos de “vacavée” por los senderos.
      A partir de Arzúa, bien provistos del mejor queso para la ruta, el final del Camino está cerca. Una pausa, un descanso penúltimo antes de las últimas jornadas. Ya afloran las alegres gaiteradas de este pueblo atlántico, gritos de farra y voceo alegre en las pulperías con su paisanaje humilde y sus caras sonrosadas por el ir y venir de las cunquiñas de ribero. Hasta Melide llegaba el olor al mar y la población, encinta de bosques de pinos y tojos, bajo el orbaio sempiterno simulaba un barco varado tierra adentro. Hacia la mar última, imán de peregrinos buscadores, fugados y adictos a la nomadía tras siglos de oscuridad y fanatismos. Brumas hasta la aldea de Lavacolla, casi perdida en las pistas y accesos al principal aeropuerto gallego. De su arrollo surgen cantos de adioses a los que volvieron la mirada atrás, a los que no cumplieron el camino, a los que volverán orgullosos con sus certificados compostelanos.
     Los ritos y las despedidas no sustituirán el enganche al caminar diario. Puesta de manos en la columna a la que “el santo dos croques”, según la leyenda autorretrato del Maestro Mateo, guarda. Sobre su frente desgastada se dan de coscorrones los peregrinos. Ya estás fuera del camino, ya no formas parte de la culminación pretendida. Paso fugaz por el sepulcro del fantasmal apóstol, subida hasta el camarín tras el impresionante retablo en el que la talla es abrazada sin descanso, asistencia a la misa de doce, al sacrificio simbólico y a la insulsa plática del celebrante sobre la interpretación de las figuras del Pórtico de la Gloria, para el intento inútil de recibir la fe perdida hace tantos años (cuestión imposible), para acercarse al arrobo místico de las satisfechas almas cumplidoras y cumplidas en la ingestión de la hostia consagrada, riada de comulgantes y apoteósico desfile de los chamanes dogmáticos en sus casullas rojas. Riadas paralelas de fotógrafos al pairo que interrumpen la divina libación que allí se consuma...El mejor  lugar, bajo la amenaza del suspendido botafumeiro, para confirma la profesión de descreencia, para entender  un poco más los oscuros caminos de la culpa que las religiones propagan frente a la razón y sus fronteras. Enfocada por su marido, una mujer madura entrada en carnes posa oronda para el dios Zoom frente a los oropeles litúrgicos.
    Tumbado en las losas de la plaza del Obradoiro, al arrullo de  las masas roba-imágenes, solapado en la satisfacción que desprenden los que creen que se han acercado más al paraíso, un muchacho, apoyado en una aparatosa mochila, cabecea un sueño. Las esculturas del Pórtico, hijas de la pericia del Maestro Mateo, con su infierno y su gloria a cuestas, con sus terrores y sus trances han cobrado vida, se han desprendido de las peanas y caminan a la luz del día hacia Finisterre entonando salmodias obscenas para cumplir con el camino de Prisciliano.
      
     Esa noche cayó sobre Compostela una lluvia de estrellas.

                                                                Sevilla, 25 de septiembre de 1992                                                                                                                                

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