Nombres y lugares tantas veces leídos, la ciudad narrada en miles de
voces y descrita por las grandes plumas, bulevares frecuentados por los mitos
del arte de los últimos dos siglos, años atrás un sueño, una quimera
adolescente para romperla o para añadirle escamas.
A unas horas de la partida se mezclan sin orden las expectativas y los
recuerdos imaginados. El viaje permite atesorar para el acerbo de la memoria
autobiográfica, permite desdoblar la línea entre la fantasía y la realidad en
un vago horizonte de tardes lúcidas. Se anuncian en el azul los días soleados
para suponer lo imprevisible, para jugar al medineo por la kasbash de la memoria, para el goce
que quedará como testimonio pasado. Todo en torno a esa ciudad mítica,
sublimación en el corazón del imaginario occidental.
Del Guadalquivir a La Seine.
Parto con una densa niebla y ¿cómo no? una luna creciente que veré llena
en el cielo parisino. El tiempo, invernal y gris, se adueña del paisaje que
huye de las nubes. En el vagón de no fumadores el silencio se corta con un
cuchillo entre los viajeros, sin duda el cigarro favorece la conversación entre
otros olores y algunas toses. Caras marcadas por el cansancio y el goce del
consumo en el tiempo más consumista del año. Bolsas de grandes almacenes,
paquetes en papel de regalo. El viaje ha empezado la ruptura con lo previsible.
Al sur queda la ciudad dormida y de una vez me hago al tránsito. Frente a la
fuga la necesidad del encuentro con otros modos y otras maneras del ver el
mundo.
A tres
minutos para que el “Puerta del Sol” dejé la estación de Chamartín. Haré Madrid
París en la noche, así que los paisajes de Francia me están vedados. En el
departamento, un inmigrante almeriense que habla por los codos y nunca acaba
una frase sin pedir la aquiescencia de su paciente y oronda esposa. Lleva más
de media vida en París, allí han tenido tres hijos que se siente más franceses
que españoles. En su cháchara mezcla olalás y ojalás, en su discurso, sentencias
de refranes castellanos y máximas del interculturalismo ambiente, anécdotas de
la información televisada pasadas por su tamiz
de interpretación tópica del mundo. Además se repite una y otra vez en
sus batallas de trabajador serio y que responde a las exigencias. Curiosidad,
algunas preguntas sobre la vida de uno y unos comentarios racistas de mal
agüero. Intento que no me impida disfrutar de la entrada a la Ile de France,
después de dejar unos campos cultivados con esmero, el gran cinturón
urbano, los océanos de tejados a dos aguas bajo un manto de lluvia. Andenes
poco concurridos de la Gare d'Austerlitz. Desde el taxi, veo las torres
de Nôtre Dame, su fachada está oculta por un convoy de autocares turísticos,
las aceras poco transitadas. Primera visita al
mercado de Clichy para oler sus quesos, para disfrutar con las verduras,
para oír las palabras cotidianas entre vendedores y clientes.
La
noche de San Silvestre
El cosmopolitismo, la diversidad de sus
gentes, de culturas, de razas, la dureza y la violencia que construyen otro
París, subterráneo y sobrepuesto, asoma a la Place de l'Etoile en la noche de
San Silvestre. Pandillas de jóvenes magrebíes adaptados prontamente al
calendario occidental llegan hasta l'Etoile desde todas las direcciones,
bebidos, con una actitud agresiva ante una sociedad que les ha dejado huérfanos
de raíces y que los deja al margen del desarrollo, segunda generación
inmigrante en la que crecen semillas de violencia como respuesta única ante una
riqueza a la que no tienen acceso. En sus hogares, las familias de las clases
medias se preparan para recibir con ostras y champán el nuevo año. Los beurs
toman las aceras de los campos Elíseos con cantos y bailes en la onda de la
música raid que se vende en cualquier tenderete
de los zocos norteafricanos y en las tiendas de discos de las
periferias de la capital de la
metrópoli. Por una noche son visibles en el centro dorado, se enfrentan con
gestos a las bocinas de los coches que colapsan las avenidas del lujo. Algunos
muchachos se encaraman a un deportivo de lujo, imponen sus besos a las chicas
blancas entre amagos de forcejeos que se resuelven con risas de ambas partes. A
las dos de la madrugada ya los grupos de turistas han abandonado las calles de
la celebración para refugiarse en la seguridad de los hoteles de los
alrededores, algunos a más de cincuenta kilómetros. Los grupos que siguen
celebrando la cercanía a la última década del siglo sufren bajas por el exceso
de alcohol y la excitación de la noche. Las mesnadas de la CNR imponen por su
altura y la tensión contenida que llevan como un aura en sus uniformes azules,
con escudos siniestros y actitudes hieráticas. El peligro de la sangre se
extendería si hubiese bronca. El pavimento está sembrado de cristales rotos,
las vomitonas impregnan las esquinas de los edificios del champán agriado. Para
llegar a Clichy hay que pasar por el bulevar de Batignolles. El metro ha
cerrado a las doce y no hay un taxi en la madrugada. A los pies del L'Arc du Triomphe un camello
escuálido distribuye su mercancía. Triunfo sugerente en el marasmo de gentes
que bajamos hasta la Seine. La particular travesía de París para iniciar un año
es dura, para empezar a decidirme por el amor, para amar a esta ciudad, para
amarla a ella. En una calle perpendicular, seis chicos acorralan a otro igual
contra la reja metálica de una tienda de lujo y le propinan golpes entre gritos
y alaridos. La travesía de París es dura. Un chino borracho me había deseado en
mi idioma “un año bonito”, y parece que a los chinos se les suelen cumplir los deseos.
Aún retengo en el silencio que avanza con la noche los bonne année en
todos los tonos, escupidos con ira en labios adolescentes, cantados en las
voces graves de los viejos. Quedan abiertas las tiendas de comida rápida, los
expendedores de pinchitos y baguettes, y ni un solo café abierto para entonar
el cuerpo del año nuevo.
Ciudad-mito
El
barrio de Pigalle, una caricatura de sí mismo a través de un espejo roto del
París golfo donde se vende carne perfumada a alto precio y las aspas del Moulin
son movidas por un engranaje de dólares invertidos en el entretenimiento de las
clases medias de occidente. Abstracción de un pasado, mala recreación de una
bohemia más compleja y más gris de lo que imaginamos.
Y
colas, colas para comprar tabaco, colas para los museos, colas para comprar el
pan y hasta para las ostras.
Museo Picasso, muestra esencial de todos sus tiempos, con algún Miró
aportando otras búsquedas, con el feliz aduanero Rousseau rindiendo homenaje a
la hoguera picassiana. ¿Qué habría sido de él sin las mujeres que quiso, que
odió, que maltrató? El creador en permanente estado de acción, predispuesto a
transformar, a recrear, a descomponer, a incluir, cambiar la función de los
objetos, repetirse a sí mismo, dar salida a la violencia interna a través del
azul más frío o de las aristas cúbicas de un
rostro de mujer. Puedo conocer más del maestro sin escuela, del genio
que recorrió casi todo el siglo XX. Aún recuerdo la portada de la revista Triunfo
al día siguiente de su muerte en 1973. La fuerza de una pincelada última aquí,
la presión que ejerció en ese trazo de tinta, el movimiento de sus dedos sobre
los lienzos en blanco...Picasso.
En
los muros de Nôtre Dame el dios de las ciudades ha dejado algún resto
sobrecogedor en la pulcritud de una restauración quizás excesiva, abordada con
más afán creativo que conservador. En el tiempo de la moda neogótica del XIX.
En la rica penumbra violeta del ábside, al amparo de los rayos que entran por
las vidrieras, Quasimodo se esconde de los turistas.
Bajo una lluvia permanente paseo por la
explanada del Centro Pompidou. Juegos
del niño, cercano al humor de sus surtidores, subyugado por las cortinillas de
agua de la fuente. El arlequín central ha sido la inspiración para la mascota de
la próxima Expo de Sevilla.
Descubrimiento del día, motivo de chanza. El “Beaubour” es una muestra
estilizada de una civilización brutal, haces de tubos y formas cilíndricas de
acceso hacia el volumen plomizo de su interior. Toberas por arquivoltas, conjunción
de siglos de estilos y técnicas, patrimonio de todos.
Construir el sentimiento de ser parisino a partir del París primero, al
menos simular la proyección de la ciudad luz en el París de cada cual, puede
ser cruzar las mirada a través de los espejos de los café-tabac, sentir
indiferencia ante el paso del tiempo, curiosear por las librerías del Quartier
Latin en la tarde, escuchar jazz en algún lugar hallado por milagro en la noche
de Montparnasse. Sentirse parisino para ignorar la violencia que se ejerce
contra los franceses de segunda generación hijos de la emigración, para ignorar
el cinturón de la banlieue y su ghetización progresiva.
Bajo por la rue de Souflot para enfrentarme al Panteón la demostración
de la grandeur de un Estado orgulloso de sí mismo. El edificio ha
servido a funciones religiosas y laicas. En su interior las tumbas de Voltaire,
de Rousseau, de Víctor Hugo... pero no me atrae ese altar al poder. La diosa
Razón sabrá perdonarme por no cumplir con todas las visitas imprescindibles.
Del templo al Estado al altar del lujo de las exclusivas tiendas de Saint
Germain des Pres, a vislumbrar un mundo de acceso restringido a la masa, una
sociedad cerrada en la red de los objetos exquisitos, tiendas de escaparates
blindados, restaurantes de cartas con precios desorbitados, un mundo vedado a
la mayoría.
En
el jardín de la torre de Saint Jacques, punto de encuentro para iniciar el
Camino de Santiago, hoy se mezclan las culturas y los orígenes, mujeres con
chilabas descansan en los alrededores, presurosos BGBC se alimentan como si la
hamburguesa fuese la última de sus vidas, pandillas de chicas ataviadas como
muñecas punk dejan al aire sus risas. Bajo los soportales se abren tiendas de lutiers
con anteojos quevedescos, un trabajo cuidadoso que requiere herramientas de
precisión y amor por los instrumentos, amor por la música. Imprentas,
encuadernadores, papel y literatura, bibliofilia y consumo de élites,
procacidad de la riqueza.
Sales en la mañana, dispuesto a
absorber con todos los sentidos la ciudad donde empezó lo contemporáneo. En su
cielo hay hoy al fin algunas pinceladas blancas. Metro hasta el Louvre, nervios
a la entrada, visión de la Pirámide de Pey que aún no ha cumplido un año de su
inauguración facilita el acceso a los pabellones del Grand Louvre. Toneladas de
aluminio y vidrio en un marco barroco que integra estilos y tiempos en un
sereno atrevimiento de fin de siglo. No tiene sentido pretender ver toda las
colecciones que alberga, ni siquiera con un día basta para ver a fondo una de
ellas. Imprescindible la elección de las obras, vivir esta celebración del arte
desde la modestia de un tiempo corto. En el subsuelo está abierta a la visita
temporalmente una zona de las murallas medievales de la antigua fortaleza. Bajar
hasta allí, a los cimientos de un mundo tan diferente es un privilegio. Cuantos
episodios de luchas por el poder, de asaltos y cuchilladas junto a esos
sillares desgastados. Sobrecogimiento al tocar la esfinge de cuatro mil años,
ver las dioritas caldeas, sentir la violencia belicista de los relieves
sumerios. La quietud que resbala por las caderas de la Venus de Milo, la
truncada majestad de la Victoria de Samotracia como el mejor mascarón de proa
de una civilización germinal. La sugestión ante la Gioconda atrapada en un
instante despejado de público, sola en su sfumato y en sus misterios. El arte
como expresión de todos los estados del individuo y de la sociedad de cada
época, la expresión sublime de la obra humana, la materia como testimonio de la
agonía creadora frente a la muerte. Perdura la influencia del vértice en la
mente, la distribución de los visitantes siguiendo a los guías, público
curioso, público entendido, público atónito, gente indiferente, turistas ávidos
de recuerdos y mitos; yo mismo. Por la amplia galería en la que se exponen
copias romanas de obras de Fidias aparece la Verdad, permanentemente anclada en
la tierra de nadie de lo supremo inalcanzable, desafiante a todos los vientos
de la historia.
Descansa a mi cuidado, reina del Nilo.
Recupera el aliento de tanto asombro.
Bajo
los amplios soportales de la Rue Rivoli, una baguette de pollo y una lata de
cerveza compartida acallan el hambre y ayuda a recuperar la calma tras la
exposición continuada a tanta obra de arte. El magrebí que vende el tentempié
urbano, lo sirve tal como lo vi hacer Meknès, modos de ida y vuelta en el
camino de la mundialización. Tras la ingestión rápida pero imprescindible para
continuar las andanzas admiradas por las zonas menos turísticas, pero París es
inabarcable. El atardecer temprano llena los cafés y las brasseries, a través de
las ventanas de los hogares la televisión emite la misma basura de cualquier
parte. La ciudad luz también tiene amplias zonas oscuras, conglomerado de razas
a los largo de la Seine en barrios que adquieren otras fisonomías y que se
construyen sobre todas las historias que nos
contaron., donde se quieren hacer oír los pasos de los artistas que
patearon sus aceras en días lluviosos, que sus tertulia bebieron la palidez de
la primavera y el verde éxtasis de la absenta. Desde el barrio de Pigalle,
decadente y decaído, en el que el porno y el juego de apuestas alternan con
atracciones de feria de aldea hasta la exquisitez de los bienes de lujo de las
boutiques de Saint Germain, desde los estantes plenos de las librerías del
Quartier Latin hasta la explosiva transformación de la Rue de la Seine. Si de
Montmartre queda su aire viciado, y por
sus gastadas escalinatas interminables que desembocan en minúsculas plazoletas
vagan sombras señeras, de Montparnasse los planteamientos urbanos de la
posmodernidad han sentado sus formas imponiéndose al urbanismo decimonónico.
Uno en su fondo es religioso y cumplo con la peregrinación al cementerio de
Père Lachaise el más grande del perímetro urbano. Silencio respetuoso ante la
tumba de Oscar Wide con sus esfinges mutiladas, la larga cola ante la lápida de
Jim Morrison que vadeo, cada uno practica la devoción que quiere. Sobre la losa
gris de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, sin flores ni visitas en esta
tarde plomiza empiezan a caer gruesas gotas de lluvia. Una urraca salta entre
las ramas desnudas del invierno, en su grito hay un eco de agonía, un pájaro
negro existencialista que anuncia negros sucesos. Del silencio de las calles de
los muertos al Montparnasse de tráfico frenético, a las masas de consumidores
que abordan las Galerías Lafayette para mirar y comprar, a las carreras de los
jóvenes adictos a la fiebre del patín por las aceras y la calzada. Globalidad y
visión panorámica de un paisanaje dispar. El rito de la compra diaria y el
especial de las fiestas del recién estrenado invierno. La apuesta de futuro del
mercado de Les Halles parece que responde a los objetivos previstos por los
refundadores. Saint André de Arts mantiene su esencia cerca de la torre de
Saint Jacques en su misterio. En el paseo entre la Place Carrée y la iglesia de
Saint Eustache los establecimientos de comida rápida se suceden con sus olores
de fritangas y su asepsia funcional, Free Time, Mc Donalds, Quicq, cadenas
internacionales de la alimentación como negocio a gran escala a sus puertas se
agolpan árabes ociosos, africanos de ébano del Sahel, alguna patrulla de la CNR
que cumple con minuciosa dedicación su papel de filtro de las fronteras interiores,
fronteras móviles, difusas, difíciles de delimitar en el vientre de la gran
ciudad. Cualquier negro es parado con fría distancia por los gendarmes para
exigirle la documentación, si eres europeo es difícil que te molesten y por
supuesto los BGBC no son objeto de su aduana simbólica. En el gran foso de
cristal, en las ruinas del antiguo mercado, una variopinta humanidad se
desplaza con prisa, come deprisa, compra deprisa. Los marginados de gorro
frigio y sucias levitas se resguardan de la intemperie bajo este gran iglú
mientras dure la luz opiácea del día.
De todas las atmósferas de París,
queda anclado en la memoria la sala de luz tenue en el que las acuarelas y
pasteles de Degas se exponen al recogimiento de su fragilidad y a la mirada de
la visita en la estación que fue la más coqueta de París, hoy museo d'Orsay,
salas didácticas, espacios dinamizadores que los llaman los técnicos, búsquedas
de planteamientos de cercanía al arte y magnificencia de la ingente producción
impresionista además de las exposiciones temporales. Una muestra de los
expresionistas alemanes en esta ocasión. Maquetas operísticas y sesudos
realistas tristes del XIX. De la luminosa paleta de Monet a las líneas sinuosas
del holandés atormentado, a sus autorretratos de mirada feroz en su ruptura de
genio. Un personajillo escapado de un
esbozo de Toulouse-Lautrec me guía por los carteles y los dibujos agónicos del
gran jorobado hasta dejarme perdido para seguir en su puesto de voyeur de las
delicadas bailarinas de la luz huida de las noches de la bohemia.
Al descorrer las cortinillas del
coche-cama, la ciudad mito forma parte de la memoria. Quedan al norte unas
lejanas cimas blancas. Un toro berrendo pace solitario en el páramo castellano.
-¡Con lo bonito que es París! -le susurro al oído.
Jerez, 27 de enero de 1990
Cuando cumplí aquel viaje culminé la ensoñación a la que un joven de mi
tiempo podía aspirar. Allí, en aquel instante, sobre un imaginado compás de un
vals que sólo sonaba para nosotros muy dentro de la burbuja de la fiesta de la
Noche de San Silvestre, o quizás sólo en nuestros oídos, bajo el efecto
espumoso del champán en el corazón de una multitud beoda bajo L’Arc de
l'Etoile, allí se realizaban las aspiraciones quiméricas de la adolescencia. Al
menos así lo creía en esos momentos. ¿Qué más podía desear? Bailaba con la
mujer de mi vida, embelesado por la belleza de la noche de esperanza y por los
ojos de Ella, fragancias de los sueños. Volvíamos andando hasta el hotel en el
bulevar de Clichy, cuando unos jóvenes, inmigrantes de segunda generación, se
lanzaban envites de navajas contra la persiana metálica de un comercio, por
aquellas avenidas menos iluminadas de la ciudad luz, con parejas follando en la
penumbra de las esquinas o en los coches recién aparcados por las urgencias del
deseo, no dejaba de ser también la ciudad del amor y de la violencia, de los
estallidos de elegancia y de rasgones que amenazaban las débiles costuras
sociales, en la que nada quedaba del mayo tan cantado por la juventud
revolucionaria, aún no tenían esa ribera cubierta de arena que en los últimos
veranos hace soñar a algunos sexagenarios con la fantasía de haber encontrado
al fin, la playa bajo los adoquines. La noche larga y la mañana deliciosa en el
juego de los cuerpos bajo la luz tamizada de la habitación de la quinta planta del caserón que albergaba
el encuentro radical con la vida de la urbe reina dos siglos atrás, ya entonces
periclitando hacia la informe conurbación europea. Pero estaba allí, con ojos
para mirar a las calles, a las gentes, con el goce de perderme en la mirada
entregada de Ella, para gozar a la vez de la belleza de un trazado urbano y del
brillo del enamoramiento en sus pupilas, para medinear y cumplir con el oteo
desde la Torre Eiffel de la vasta capital del primer Estado republicano de la
Modernidad. El treintañero del Sur de la Península que cruza con todos los
bagajes de los sueños los Pirineos para transmutarse en cumplidor de sus
quimeras en el balanceo de la llegada del amor eterno. En el primer día de la
última década del siglo pasado, París se abrió como la mujer más ardiente al
amante más deseado. Ella fue París y yo su enamorado.
Sevilla, verano del 2008
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