sábado, 9 de marzo de 2019

¡Con lo bonito qué es París!


     Nombres y lugares tantas veces leídos, la ciudad narrada en miles de voces y descrita por las grandes plumas, bulevares frecuentados por los mitos del arte de los últimos dos siglos, años atrás un sueño, una quimera adolescente para romperla o para añadirle escamas.
      A unas horas de la partida se mezclan sin orden las expectativas y los recuerdos imaginados. El viaje permite atesorar para el acerbo de la memoria autobiográfica, permite desdoblar la línea entre la fantasía y la realidad en un vago horizonte de tardes lúcidas. Se anuncian en el azul los días soleados para suponer lo imprevisible, para jugar al medineo  por la kasbash de la memoria, para el goce que quedará como testimonio pasado. Todo en torno a esa ciudad mítica, sublimación en el corazón del imaginario occidental.

Del Guadalquivir a La Seine.

     Parto con una densa niebla y ¿cómo no? una luna creciente que veré llena en el cielo parisino. El tiempo, invernal y gris, se adueña del paisaje que huye de las nubes. En el vagón de no fumadores el silencio se corta con un cuchillo entre los viajeros, sin duda el cigarro favorece la conversación entre otros olores y algunas toses. Caras marcadas por el cansancio y el goce del consumo en el tiempo más consumista del año. Bolsas de grandes almacenes, paquetes en papel de regalo. El viaje ha empezado la ruptura con lo previsible. Al sur queda la ciudad dormida y de una vez me hago al tránsito. Frente a la fuga la necesidad del encuentro con otros modos y otras maneras del ver el mundo.
      A tres minutos para que el “Puerta del Sol” dejé la estación de Chamartín. Haré Madrid París en la noche, así que los paisajes de Francia me están vedados. En el departamento, un inmigrante almeriense que habla por los codos y nunca acaba una frase sin pedir la aquiescencia de su paciente y oronda esposa. Lleva más de media vida en París, allí han tenido tres hijos que se siente más franceses que españoles. En su cháchara mezcla olalás y ojalás, en su discurso, sentencias de refranes castellanos y máximas del interculturalismo ambiente, anécdotas de la información televisada pasadas por su tamiz  de interpretación tópica del mundo. Además se repite una y otra vez en sus batallas de trabajador serio y que responde a las exigencias. Curiosidad, algunas preguntas sobre la vida de uno y unos comentarios racistas de mal agüero. Intento que no me impida disfrutar de la entrada a la Ile de France, después de dejar unos campos cultivados con esmero, el gran cinturón urbano, los océanos de tejados a dos aguas bajo un manto de lluvia. Andenes poco concurridos de la Gare d'Austerlitz. Desde el taxi, veo las torres de Nôtre Dame, su fachada está oculta por un convoy de autocares turísticos, las aceras poco transitadas. Primera visita al  mercado de Clichy para oler sus quesos, para disfrutar con las verduras, para oír las palabras cotidianas entre vendedores y clientes.
    
 La noche de San Silvestre
    
     El cosmopolitismo, la diversidad de sus gentes, de culturas, de razas, la dureza y la violencia que construyen otro París, subterráneo y sobrepuesto, asoma a la Place de l'Etoile en la noche de San Silvestre. Pandillas de jóvenes magrebíes adaptados prontamente al calendario occidental llegan hasta l'Etoile desde todas las direcciones, bebidos, con una actitud agresiva ante una sociedad que les ha dejado huérfanos de raíces y que los deja al margen del desarrollo, segunda generación inmigrante en la que crecen semillas de violencia como respuesta única ante una riqueza a la que no tienen acceso. En sus hogares, las familias de las clases medias se preparan para recibir con ostras y champán el nuevo año. Los beurs toman las aceras de los campos Elíseos con cantos y bailes en la onda de la música raid que se vende en cualquier tenderete  de los zocos norteafricanos y en las tiendas de discos de las periferias  de la capital de la metrópoli. Por una noche son visibles en el centro dorado, se enfrentan con gestos a las bocinas de los coches que colapsan las avenidas del lujo. Algunos muchachos se encaraman a un deportivo de lujo, imponen sus besos a las chicas blancas entre amagos de forcejeos que se resuelven con risas de ambas partes. A las dos de la madrugada ya los grupos de turistas han abandonado las calles de la celebración para refugiarse en la seguridad de los hoteles de los alrededores, algunos a más de cincuenta kilómetros. Los grupos que siguen celebrando la cercanía a la última década del siglo sufren bajas por el exceso de alcohol y la excitación de la noche. Las mesnadas de la CNR imponen por su altura y la tensión contenida que llevan como un aura en sus uniformes azules, con escudos siniestros y actitudes hieráticas. El peligro de la sangre se extendería si hubiese bronca. El pavimento está sembrado de cristales rotos, las vomitonas impregnan las esquinas de los edificios del champán agriado. Para llegar a Clichy hay que pasar por el bulevar de Batignolles. El metro ha cerrado a las doce y no hay un taxi en la madrugada.  A los pies del L'Arc du Triomphe un camello escuálido distribuye su mercancía. Triunfo sugerente en el marasmo de gentes que bajamos hasta la Seine. La particular travesía de París para iniciar un año es dura, para empezar a decidirme por el amor, para amar a esta ciudad, para amarla a ella. En una calle perpendicular, seis chicos acorralan a otro igual contra la reja metálica de una tienda de lujo y le propinan golpes entre gritos y alaridos. La travesía de París es dura. Un chino borracho me había deseado en mi idioma “un año bonito”, y parece que a los chinos se les suelen cumplir los deseos. Aún retengo en el silencio que avanza con la noche los bonne année en todos los tonos, escupidos con ira en labios adolescentes, cantados en las voces graves de los viejos. Quedan abiertas las tiendas de comida rápida, los expendedores de pinchitos y baguettes, y ni un solo café abierto para entonar el cuerpo del año nuevo.
     
Ciudad-mito
    
     El barrio de Pigalle, una caricatura de sí mismo a través de un espejo roto del París golfo donde se vende carne perfumada a alto precio y las aspas del Moulin son movidas por un engranaje de dólares invertidos en el entretenimiento de las clases medias de occidente. Abstracción de un pasado, mala recreación de una bohemia más compleja y más gris de lo que imaginamos.
    Y colas, colas para comprar tabaco, colas para los museos, colas para comprar el pan y hasta para las ostras.
     Museo Picasso, muestra esencial de todos sus tiempos, con algún Miró aportando otras búsquedas, con el feliz aduanero Rousseau rindiendo homenaje a la hoguera picassiana. ¿Qué habría sido de él sin las mujeres que quiso, que odió, que maltrató? El creador en permanente estado de acción, predispuesto a transformar, a recrear, a descomponer, a incluir, cambiar la función de los objetos, repetirse a sí mismo, dar salida a la violencia interna a través del azul más frío o de las aristas cúbicas de un  rostro de mujer. Puedo conocer más del maestro sin escuela, del genio que recorrió casi todo el siglo XX. Aún recuerdo la portada de la revista Triunfo al día siguiente de su muerte en 1973. La fuerza de una pincelada última aquí, la presión que ejerció en ese trazo de tinta, el movimiento de sus dedos sobre los lienzos en blanco...Picasso.
  En los muros de Nôtre Dame el dios de las ciudades ha dejado algún resto sobrecogedor en la pulcritud de una restauración quizás excesiva, abordada con más afán creativo que conservador. En el tiempo de la moda neogótica del XIX. En la rica penumbra violeta del ábside, al amparo de los rayos que entran por las vidrieras, Quasimodo se esconde de los turistas.
     Bajo una lluvia permanente paseo por la explanada del  Centro Pompidou. Juegos del niño, cercano al humor de sus surtidores, subyugado por las cortinillas de agua de la fuente. El arlequín central ha sido la inspiración para la mascota de la próxima Expo de  Sevilla. Descubrimiento del día, motivo de chanza. El “Beaubour” es una muestra estilizada de una civilización brutal, haces de tubos y formas cilíndricas de acceso hacia el volumen plomizo de su interior. Toberas por arquivoltas, conjunción de siglos de estilos y técnicas, patrimonio de todos.
    Construir el sentimiento de ser parisino a partir del París primero, al menos simular la proyección de la ciudad luz en el París de cada cual, puede ser cruzar las mirada a través de los espejos de los café-tabac, sentir indiferencia ante el paso del tiempo, curiosear por las librerías del Quartier Latin en la tarde, escuchar jazz en algún lugar hallado por milagro en la noche de Montparnasse. Sentirse parisino para ignorar la violencia que se ejerce contra los franceses de segunda generación hijos de la emigración, para ignorar el cinturón de la banlieue y su ghetización progresiva.
    Bajo por la rue de Souflot para enfrentarme al Panteón la demostración de la grandeur de un Estado orgulloso de sí mismo. El edificio ha servido a funciones religiosas y laicas. En su interior las tumbas de Voltaire, de Rousseau, de Víctor Hugo... pero no me atrae ese altar al poder. La diosa Razón sabrá perdonarme por no cumplir con todas las visitas imprescindibles. Del templo al Estado al altar del lujo de las exclusivas tiendas de Saint Germain des Pres, a vislumbrar un mundo de acceso restringido a la masa, una sociedad cerrada en la red de los objetos exquisitos, tiendas de escaparates blindados, restaurantes de cartas con precios desorbitados, un mundo vedado a la mayoría.
   En el jardín de la torre de Saint Jacques, punto de encuentro para iniciar el Camino de Santiago, hoy se mezclan las culturas y los orígenes, mujeres con chilabas descansan en los alrededores, presurosos BGBC se alimentan como si la hamburguesa fuese la última de sus vidas, pandillas de chicas ataviadas como muñecas punk dejan al aire sus risas. Bajo los soportales se abren tiendas de lutiers con anteojos quevedescos, un trabajo cuidadoso que requiere herramientas de precisión y amor por los instrumentos, amor por la música. Imprentas, encuadernadores, papel y literatura, bibliofilia y consumo de élites, procacidad de la riqueza.
      Sales en la mañana,  dispuesto a absorber con todos los sentidos la ciudad donde empezó lo contemporáneo. En su cielo hay hoy al fin algunas pinceladas blancas. Metro hasta el Louvre, nervios a la entrada, visión de la Pirámide de Pey que aún no ha cumplido un año de su inauguración facilita el acceso a los pabellones del Grand Louvre. Toneladas de aluminio y vidrio en un marco barroco que integra estilos y tiempos en un sereno atrevimiento de fin de siglo. No tiene sentido pretender ver toda las colecciones que alberga, ni siquiera con un día basta para ver a fondo una de ellas. Imprescindible la elección de las obras, vivir esta celebración del arte desde la modestia de un tiempo corto. En el subsuelo está abierta a la visita temporalmente una zona de las murallas medievales de la antigua fortaleza. Bajar hasta allí, a los cimientos de un mundo tan diferente es un privilegio. Cuantos episodios de luchas por el poder, de asaltos y cuchilladas junto a esos sillares desgastados. Sobrecogimiento al tocar la esfinge de cuatro mil años, ver las dioritas caldeas, sentir la violencia belicista de los relieves sumerios. La quietud que resbala por las caderas de la Venus de Milo, la truncada majestad de la Victoria de Samotracia como el mejor mascarón de proa de una civilización germinal. La sugestión ante la Gioconda atrapada en un instante despejado de público, sola en su sfumato y en sus misterios. El arte como expresión de todos los estados del individuo y de la sociedad de cada época, la expresión sublime de la obra humana, la materia como testimonio de la agonía creadora frente a la muerte. Perdura la influencia del vértice en la mente, la distribución de los visitantes siguiendo a los guías, público curioso, público entendido, público atónito, gente indiferente, turistas ávidos de recuerdos y mitos; yo mismo. Por la amplia galería en la que se exponen copias romanas de obras de Fidias aparece la Verdad, permanentemente anclada en la tierra de nadie de lo supremo inalcanzable, desafiante a todos los vientos de la historia.
    
         Descansa a mi cuidado, reina del Nilo. Recupera el aliento de tanto asombro.
         Bajo los amplios soportales de la Rue Rivoli, una baguette de pollo y una lata de cerveza compartida acallan el hambre y ayuda a recuperar la calma tras la exposición continuada a tanta obra de arte. El magrebí que vende el tentempié urbano, lo sirve  tal como lo  vi hacer Meknès, modos de ida y vuelta en el camino de la mundialización. Tras la ingestión rápida pero imprescindible para continuar las andanzas admiradas por las zonas menos turísticas, pero París es inabarcable. El atardecer temprano llena los cafés y las brasseries, a través de las ventanas de los hogares la televisión emite la misma basura de cualquier parte. La ciudad luz también tiene amplias zonas oscuras, conglomerado de razas a los largo de la Seine en barrios que adquieren otras fisonomías y que se construyen sobre todas las historias que nos  contaron., donde se quieren hacer oír los pasos de los artistas que patearon sus aceras en días lluviosos, que sus tertulia bebieron la palidez de la primavera y el verde éxtasis de la absenta. Desde el barrio de Pigalle, decadente y decaído, en el que el porno y el juego de apuestas alternan con atracciones de feria de aldea hasta la exquisitez de los bienes de lujo de las boutiques de Saint Germain, desde los estantes plenos de las librerías del Quartier Latin hasta la explosiva transformación de la Rue de la Seine. Si de Montmartre  queda su aire viciado, y por sus gastadas escalinatas interminables que desembocan en minúsculas plazoletas vagan sombras señeras, de Montparnasse los planteamientos urbanos de la posmodernidad han sentado sus formas imponiéndose al urbanismo decimonónico. Uno en su fondo es religioso y cumplo con la peregrinación al cementerio de Père Lachaise el más grande del perímetro urbano. Silencio respetuoso ante la tumba de Oscar Wide con sus esfinges mutiladas, la larga cola ante la lápida de Jim Morrison que vadeo, cada uno practica la devoción que quiere. Sobre la losa gris de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, sin flores ni visitas en esta tarde plomiza empiezan a caer gruesas gotas de lluvia. Una urraca salta entre las ramas desnudas del invierno, en su grito hay un eco de agonía, un pájaro negro existencialista que anuncia negros sucesos. Del silencio de las calles de los muertos al Montparnasse de tráfico frenético, a las masas de consumidores que abordan las Galerías Lafayette para mirar y comprar, a las carreras de los jóvenes adictos a la fiebre del patín por las aceras y la calzada. Globalidad y visión panorámica de un paisanaje dispar. El rito de la compra diaria y el especial de las fiestas del recién estrenado invierno. La apuesta de futuro del mercado de Les Halles parece que responde a los objetivos previstos por los refundadores. Saint André de Arts mantiene su esencia cerca de la torre de Saint Jacques en su misterio. En el paseo entre la Place Carrée y la iglesia de Saint Eustache los establecimientos de comida rápida se suceden con sus olores de fritangas y su asepsia funcional, Free Time, Mc Donalds, Quicq, cadenas internacionales de la alimentación como negocio a gran escala a sus puertas se agolpan árabes ociosos, africanos de ébano del Sahel, alguna patrulla de la CNR que cumple con minuciosa dedicación su papel de filtro de las fronteras interiores, fronteras móviles, difusas, difíciles de delimitar en el vientre de la gran ciudad. Cualquier negro es parado con fría distancia por los gendarmes para exigirle la documentación, si eres europeo es difícil que te molesten y por supuesto los BGBC no son objeto de su aduana simbólica. En el gran foso de cristal, en las ruinas del antiguo mercado, una variopinta humanidad se desplaza con prisa, come deprisa, compra deprisa. Los marginados de gorro frigio y sucias levitas se resguardan de la intemperie bajo este gran iglú mientras dure la luz opiácea del día.
         De todas las atmósferas de París, queda anclado en la memoria la sala de luz tenue en el que las acuarelas y pasteles de Degas se exponen al recogimiento de su fragilidad y a la mirada de la visita en la estación que fue la más coqueta de París, hoy museo d'Orsay, salas didácticas, espacios dinamizadores que los llaman los técnicos, búsquedas de planteamientos de cercanía al arte y magnificencia de la ingente producción impresionista además de las exposiciones temporales. Una muestra de los expresionistas alemanes en esta ocasión. Maquetas operísticas y sesudos realistas tristes del XIX. De la luminosa paleta de Monet a las líneas sinuosas del holandés atormentado, a sus autorretratos de mirada feroz en su ruptura de genio. Un personajillo  escapado de un esbozo de Toulouse-Lautrec me guía por los carteles y los dibujos agónicos del gran jorobado hasta dejarme perdido para seguir en su puesto de voyeur de las delicadas bailarinas de la luz huida de las noches de la bohemia.
         Al descorrer las cortinillas del coche-cama, la ciudad mito forma parte de la memoria. Quedan al norte unas lejanas cimas blancas. Un toro berrendo pace solitario en el páramo castellano. -¡Con lo bonito que es París! -le susurro al oído.

                                                                                                       Jerez, 27 de enero de 1990

            Cuando cumplí aquel viaje culminé la ensoñación a la que un joven de mi tiempo podía aspirar. Allí, en aquel instante, sobre un imaginado compás de un vals que sólo sonaba para nosotros muy dentro de la burbuja de la fiesta de la Noche de San Silvestre, o quizás sólo en nuestros oídos, bajo el efecto espumoso del champán en el corazón de una multitud beoda bajo L’Arc de l'Etoile, allí se realizaban las aspiraciones quiméricas de la adolescencia. Al menos así lo creía en esos momentos. ¿Qué más podía desear? Bailaba con la mujer de mi vida, embelesado por la belleza de la noche de esperanza y por los ojos de Ella, fragancias de los sueños. Volvíamos andando hasta el hotel en el bulevar de Clichy, cuando unos jóvenes, inmigrantes de segunda generación, se lanzaban envites de navajas contra la persiana metálica de un comercio, por aquellas avenidas menos iluminadas de la ciudad luz, con parejas follando en la penumbra de las esquinas o en los coches recién aparcados por las urgencias del deseo, no dejaba de ser también la ciudad del amor y de la violencia, de los estallidos de elegancia y de rasgones que amenazaban las débiles costuras sociales, en la que nada quedaba del mayo tan cantado por la juventud revolucionaria, aún no tenían esa ribera cubierta de arena que en los últimos veranos hace soñar a algunos sexagenarios con la fantasía de haber encontrado al fin, la playa bajo los adoquines. La noche larga y la mañana deliciosa en el juego de los cuerpos bajo la luz tamizada de la habitación  de la quinta planta del caserón que albergaba el encuentro radical con la vida de la urbe reina dos siglos atrás, ya entonces periclitando hacia la informe conurbación europea. Pero estaba allí, con ojos para mirar a las calles, a las gentes, con el goce de perderme en la mirada entregada de Ella, para gozar a la vez de la belleza de un trazado urbano y del brillo del enamoramiento en sus pupilas, para medinear y cumplir con el oteo desde la Torre Eiffel de la vasta capital del primer Estado republicano de la Modernidad. El treintañero del Sur de la Península que cruza con todos los bagajes de los sueños los Pirineos para transmutarse en cumplidor de sus quimeras en el balanceo de la llegada del amor eterno. En el primer día de la última década del siglo pasado, París se abrió como la mujer más ardiente al amante más deseado. Ella fue París y yo su enamorado.

                                                                                                   Sevilla, verano del 2008
                                                                                                                 

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