La memoria no es importante; lo importante es el olvido,
no los datos históricos o las fechas, sino cosas que ha percibido, el brillo de ese espejo, la luz de hoy en París, una mirada de alguien, una palabra que alguien te dijo, el amor furtivo.
Severo Sarduy
En la aduana de África
Dos
horas largas para el visado del pasaporte a lo lado de una frontera
desordenada y colorista, voces airadas,
miradas feroces de los guardias, protestas europeas, corruptelas de poca monta.
El guardia deletrea el cartel del furgón con parsimonia, arrastrando suavemente
las erres en el pavoneo ante los compañeros. A lo largo de las carreteras, los
hombres ríen sin cesar, viven de la nada, bajo los humos del hachís y el aroma
del té verde, thé a la menthe, tomado a pequeños sorbos edulcorados de
olvido.
Jóvenes y niños que juegan siempre, adultos
que pasean cogidos de las manos y viejos sentados al sol. Chilabas pardas
sobrepuestas a la ropa occidental. El país se escalona en un norte de verdes,
como los dioramas de los belenes infantiles, abstrae su miseria y sueña espejos
pasados, mientras la música raid se apodera de las callejuelas.
Acosado
entre el progreso y la sabiduría de estar de vuelta de ninguna parte. Miras al
niño que te sonríe mientras insiste pertinaz en el regalo, a la mujer encorvada
en sus harapos que recoge la hierbabuena del suelo para el día siguiente
empezar la venta, y un código se establece entre el comerciante de naderías y
tú. Reflejo del espejo en el que te has soñado.
Imágenes dispares que se cruzan. De los blancos muros del norte a las
tierras rojas del centro, hasta los pueblos ocres oscurecidos a las sombras de
las lomas primeras del Atlas. Tallín, cuscús, brochetas y kefkas como tentempié
para un pueblo que dispone todas las sillas de los cafés mirando al camino. Ali
Baba si llevas barba, Fatima si eres morena, recursos tópicos para entenderse
con el extranjero que suelta los dírhams, adulación necesaria para seguir
tirando. La represión se estandariza en el caminar de los soldaditos de talle
estrecho con pasos decididos hacia el centro de vigilancia. Frente a los pasos
marciales aparece un viejo en su pollino, de sus piernas cuelgan unas viejas
zapatillas sin cordones, en su mirada el esplendor de una cultura desdeñosa
para el objetivo de cualquier turista robafotos.
La novia de Chefchauen
La
noche previa al viaje no pudo dormir, los nervios por la novedad y la inquietud
para no llegar tarde se lo impidieron. Aquel sería el primer viaje a solas de
su vida después de acabar la carrera de medicina. Su alegría alucinada se
crispó en la demora de la aduana y breves rictus desangelados oscurecieron la
piel lechosa de su cara. Con las primeras compras reencontró la alegría
perdida. Guiada por uno de tantos niños hábiles se hizo pronto con toda la gama
de caftanes para la boda bereber. Encontró al fin en el juego de la compra el
motivo de su riesgo. Como hija única, sus padres habían podido costearle los
ocho años que empleó en obtener la
licenciatura. Antes del ingreso en la vida de trabajo, el viejo tacaño había
cedido a los deseos aventureros de la niña. Aquella noche sería mágica.
Consiguió ungir su cuerpo rollizo con todos los perfumes que consiguió en las
callejas de Chefchauen y pintó sus ojos
con todo col de un bote. Cuando apareció ante el grupo del viaje, unos y otros
se miraron con silencios cómplices. En el hotelito cutre, postrados ya por los
humos del hachís los compañeros de la ruta no estuvieron por hacer de coro a la
recién descubierta estrella. Desolada, se dirigió a un grupo de jóvenes que
habían conseguido acceder al bar y a una cerveza, dispuestos a compartirla en
segundos. Frente a su mesa inició la danza del vientre más triste. Quiso verlos
"a ellos en su juerga" y les invitó a una cerveza especial. Repetía
el rito de la turista subyugada por el exotismo oriental. Detrás quedaba el
pasado roto de solterías casi lorquianas. En aras gitanas se vio llevada hasta
la consumación orgásmica de aquel matrimonio ritual en el modesto patio del
establecimiento. Las primeras caladas que dio al cigarrillo nublaron la
felicidad del instante. La novia se desplomó sobre las losetas con todos sus
caftanes puestos. Los tres chavales desaparecieron pronto para evitarse
problemas. Fue el encargado del grupo el que se aprestó a recogerla para
llevarla hasta su habitación, una de las pocas individuales. Cuando llegó la
mañana, los nublados recuerdos del remedo de una boda bereber se abrían paso en
la maraña de una honda resaca. Los restos del excesivo col se extendían en
torno a las hundidas cuencas de sus ojos sobre su rostro abotagado por el
exceso, el cuscús de la cena le pesaba en el vientre como una piedra y el guía
aporreaba la puerta porque la salida era temprana. Los golpes sonaban en su
cabeza como campanadas de culpa, pero tenía que continuar el viaje. La aventura
prometida había comenzado con mal pie.
Ouari, el vendedor
Con un primer gesto de repetición lenta
de tu nombre anuncia la hospitalidad del que nada tiene. En las paredes de su
covacha expone la mercancía, bolsos de piel, lámparas, piedras engarzadas en
hilos de cobres a modo de collares, pulseras, pendientes, bisutería adaptada
para saciar el apetito de suvenires del turismo joven. No llega a la treintena
pero en los rasgos afilados de su cara casi imberbe se manifiestan las huellas
del hambre. Permanece en cuclillas mientras te invita a sentarte en un taburete
de corcho, te habla de Andalucía, tan cercana en su imaginación y tan lejos
desde su pobreza. La luz ocre de la tarde entra tímidamente a la tienda. Por la
calle cruzan algunas sombras envueltas en chilabas pardas. Sientes su
curiosidad serena, disfrutas de la conversación sobre la mitificada historia
común de bereberes y andaluces, con los silencios espaciados con la calma de
quien no tiene prisa. Ouari es la primera persona con la que entablas un
contacto que va más allá de los tópicos del turista, la llave que te abre
orgullosa a la cultura en la que ha crecido y que siente tan propia. Te acercas
con respeto a otras maneras, entiendes la alegría sencilla de esas niñas que
jugaban en la cuneta y lanzan un beso a
los extranjeros a su paso. En la segunda visita a la tienda de Ouari, tiene que
hacer un encargo y te ha dejado a cargo del negocio. Por unas horas has sido
vendedor con poco éxito de sus baratijas. Conseguiste colocar a una pareja de
catalanas una rosa del desierto por más dírhams de lo esperado. Thé a la menthe
de por medio.
Atrás fue quedando el paisaje mediterráneo,
cojo y pobre sin viñedos para acercarnos hasta el pedregal premonitorio del
desierto.
Noche en el monte
Tidirhin
Has plantado tienda en un bosque de cedros
en las laderas del monte Tidirhin en la cordillera del Rif. El moderno iglú
barato no es de alta montaña, no dispone de suelo aislante y no resguarda del
frío de diciembre. Has vivido por primera vez la nieve, las has pisado, tocado,
alegre como un crío en su descubrimiento, pero su humedad te cala los huesos.
Sin ropa adecuada, te castañean los dientes y ni el calor del cuerpo cercano
consigue liberarte de la tiritona, aunque intentas recitar algunos versos del
Cantar de los Cantares, aquellos que refieren el aroma de los altos cedros del
Líbano. No fue propicia la noche para derrames líricos ante la realidad blanca
y húmeda de la nieve hecha cama de hielo.
-Cierra ventanas y postigos, Niña. ¡Que no
se cuele el frío!-
Marrakech
Almorávide
y bereber, oculta tras un inmenso palmeral, como otra Sevilla extendida en la amplia llanura, guarda en el corazón la Plaza de Djemaa el
Fna. La Koutubia enseñorea cada atardecer de la explanada,
como otra Giralda sin campanario ni
arquerías cercanas, ni pináculos que compitan con su ligereza, ni arquivoltas
que distraigan del estilizado perfil,
sin la cercanía del Guadalquivir que serpentea por sus tierras jiennenses, por
aquellos días sujetos a planes de reforma agraria que nunca llegaron a
concretarse. Cada tarde, el espacio se hace por las relaciones de quienes lo
visitan en su frecuencia con el tiempo
de las leyendas. También conocida como Reunión de los malditos o Asamblea de
los santos según las fuentes eruditas. Sombra quizás de la Plaza de los
ahorcados según otra versión documental, o acaso transmitida oralmente, o
quizás pergeñada en las corrientes de sus cuentistas. Ahí está, resguardada a
la sombra del Alto Atlas majestuoso, como epicentro de Marrakech la roja, a la
orilla del desierto en el umbral de la hammada. Entras a ella desde una boca de
la Medina, con la congoja y la expectación en el ánimo, exaltado por las
lecturas sobre su materia que cayeron en tus manos. Y no puedes ser testigo
ausente, ojo ajeno, porque entras en su fenomenología de deseos y de espíritus
encabritados que cabalgaron tus fantasías adolescentes. Eres ya una pieza de su
mecánico engranaje, partícula de su magma y fluido de eternos presentes.
Atardecer de rojos y ocres. Ordenada
sensualidad bajo el caos aparente de de los miles de seres humanos que comen y
hablan a la vez, que regatean precios y escuchan las largas salmodias, las
intrincadas historias de los narradores en corros apretados y móviles que se
mueven por unas pautas marcadas por los siglos. Te sumes en nubes de olores,
atraviesas la veta del vaho del
queroseno y desde su cerco de humo te envuelve en el aroma de las
especies desconocidas para pasar sin tregua a la de las pestilentes letrinas de
los cafés que la rondan. Estás en el ángulo imposible de cuatro ritmos
acompasados en una acción poliédrica. Panderos y crótalos que se mezclan con el
tintinear de campanas del aguador y sus odres de bronce. Aúllan las bocinas de
los taxis y sus claxon atronan las letanías pedigüeñas de los ciegos y los
requerimientos armónicos de los charlatanes.
La miseria actúa como palanca para sacarte del anonimato. Los niños y
trajinantes de toda clase de objetos te llaman. No dejas de ser un turista, un
pobre incauto del que es obligatorio obtener unos dírhams. Bicicletas viejas,
recompuestas con trozos de aquí y de allá, coches desvencijados de dos
caballos, ciclomotores y triciclos cargados de mercancías recrean el movimiento
permanente del lugar. Dobles direcciones en un pulsar espasmódico de sentidos
alternativos. ¿Por qué partituras se riman estos compases? Cada ser humano es un
acorde en esta orquesta de movimientos de la masa en un tempo que combina el
molto allegro vivace y el piano forte, que se hace allegretto y
mezzo forte en vertiginosos movimientos.
Sales de ella como si de un descanso en el juego del amor se tratara
para volver con el deseo renovado, como vuelves a la persona amada. En el más
acabado y desolador de los espacios, si apuras tu afán de conocer ya no eres,
vives el vértigo de la nada de la propia corporeidad. Vuelves desde el círculo
a la espiral en un lapsus de luces decadentes, cuando los riñones de vaca
zanjados en dos mitades, las hariras y los huevos duros hierven en las
cocinillas de latón. Las manadas de turistas se ven engullidas en el
espectáculo. El público es el señor de este templo de palabras. Las terrazas
que las circundan, la del Café de la
Place, la del Marrakech, la del Montreal
están abarrotadas de visitantes, también quedan envueltas el centro de gravedad
del magno ensayo. Al oeste se levanta la Koutubia en la luz cenital del ocaso como
símbolo premonitorio de un futuro imposible. En un segundo cinturón del magma,
unos monos se abrazan al cuello de algunos paseantes, vendedores que te ofrecen
zumos de pomelo o de naranja por un dírham y vaharadas de la menta fresca aromatizan la atmósfera
con los olores a frutos secos de los tenderetes móviles. Has de tomar respiro
en una de tantas terrazas. Hacia el este, trincheras de jóvenes que ofrecen a
la venta una sola prenda cuando el grueso del turismo se retira a los hoteles de la parte occidental de la ciudad. Su papel
en la función ha terminado. Queda en suspenso el doble salto mortal de un
saltimbanqui. Los músicos y narradores serán los últimos protagonistas de los
círculos de los oyentes locales, cada vez más escasos y más prietos, prendidos
en el hilo de cada narración.
Crótalos y panderos una vez más. A su espalda queda vacía la ciudad
nueva y sus avenidas desiertas. Amparado en las horas del oleaje perpetuo de la
masa, el bullicio nace en cada esquina de ti, para dejar constancia en tu
memoria de la resaca temerosa de su constante trajinar. Las múltiples
inflexiones de la voz tremenda de un cuentista, las risas ruidosas del público
que atiende a los escurridizos comediantes que alargan la trama a golpes de dírham
y gestos de aprobación en la salmodia dulce y gutural de una cultura oral que
explosiona cada tarde en Djemaa el Fna.
Al desierto
En el Alto Atlas las casas de adobe de las aldeas bereberes empiezan a
abrirse a un incipiente turismo de masas. Las familias ofrecen tomar un té en
la azotea al caer la tarde a cambio de
unos dírhams. La hospitalidad se ha dirigido a la supervivencia, al cambio por
camisetas o cualquier prenda que abrigue, las más valoradas, los pantalones
vaqueros. La hospitalidad es ya un objeto de comercio, una proyección para el
futuro. Una muchacha te invita a probar sus nueces abiertas con los dientes por
un par de calcetines. La necesidad, el hambre, las bocas desdentadas de sus
gentes escupen salivazos de vergüenza en tu buena conciencia occidental. Corría
un viento frío y seco, mientras desde la mousqué la llamada a la oración
rompía el silencio del amplio valle de tierras rojizas. Aprendes a ver la
miseria sin los anteojos estereotipados del europeo que se siente superior. Su
alegría de vivir como defensa de la dignidad, como muralla para contener la
resignación a aceptar un mundo injusto, la realidad de un país dolorosamente
explotado por una lejana clase dominante y una monarquía portadora de la
palabra divina, teocracias malditas.
En
la habitación de un hotelito de Erfoud, la puerta del desierto, la cuna de la
dinastía Alauita, tras varios jornadas de acampadas y polvo por impresionantes
cañones, la cama de sábanas de algodón fresco es una acogedora llamada al juego
de Eros y al descanso. Las imágenes de los días recientes acuden a tu
despertar, las miradas furtivas, las sonrisas abiertas, las discusiones sin
violencia de los cocineros de una casa de comidas por la premura de un grupo de
turistas franceses en Meknès, las bien conservadas murallas de esa ciudad
imperial, la sorpresa de los oasis de Tafilalet con su lujuria de palmeras, la
contradictoria estética de la artesanía magrebí, el trabajo del repujado del
bronce de los artesanos de Marrakech, la complicidad sin palabras que estableciste
con los contertulios del café de “La place”...Ella duerme plácidamente, quizás
en su sueño se anuncie la ambigua transparencia del desierto.
Has subido hasta la gran duna del Erg Chebbi
de la mano tendida de un joven “guía” cuyo gesto era un signo de orgullo y
amistad momentánea tras compartir con él
un bocadillo de chorizo – Alá no manda en mi hambre- te había dicho antes de
aceptarlo. Te recuerda el dicho de los jornaleros andaluces de principios de siglo:
“En mi hambre mando yo.” La suma cromática y los efectos de la sombras en el
mar de dunas te emboca a un paisaje alucinado bajo un silencio que se impone a
las voces entrecortadas en jadeos del grupo por el esfuerzo de la ascensión. Un
tuareg ofrece su pose azulada como imagen de galán de guardarropía para la
turista robacielos en el marco incomparable de las arenas. En este desolado
paisaje sientes la soledad última en la piel, en las altas dunas tocas la desnudez parda de la Tierra. Tu
sombra se alarga en la noche más clara hasta confundirse con los ecos de las
canciones bereberes, con la percusión de palmas planas en tambores de piel de
cabra. Un joven poeta bereber, director espontáneo del coro de voces, nos habla
de la bondad de corazón como de la única riqueza útil. Él, que no tiene más
prenda que la chilaba tejida por la madre, hambre de siglos y unos profundos
ojos sonrientes.
El país
te ha conquistado, sabes que volverás, te emplazas a ti mismo en llegar más al
sur, más allá de los pueblos de adobe hasta el Sahara bronco donde un pueblo es
masacrado y aislado detrás de muros con
vigilancia electrónica. Volver a Chefchauen es volver a reencontrar el aire de
los pueblos serranos andaluces. Sobre las lomas del Rif se despeñan torrentes
de azules y llegas a él con los paisajes de otros atardeceres, con la luz de la
arena y la de la nieve, con el bullicio mágico de Djemaa el Fna en el memoria,
con el espectáculo de las saltarinas cabras del Atlas arrojándose por los
cañones, con el desconocido mundo de olores de los tenderetes de especias, con
el olor de los mercados y de la mugre de sus kasbash, con la fugaz visión
medieval de Fez...
Es la última noche en este país. En el descanso temprano del mundo
musulmán sólo se oyen ladridos oscuros. ¿Cuándo acaba un viaje?
Jerez,
28 de enero de 1988
No hay comentarios:
Publicar un comentario