sábado, 31 de agosto de 2019

En tránsitos a Madeira


                     En tránsitos a Madeira


     Un desastrado taxista, de vientre prominente y pelo blanco grasiento nos ha recogido en la zona de llegadas del aeropuerto Humberto Delgado de Lisboa a las once de la noche del 25 de julio. Nos ha llamado a gritos desde la acera contraria para que no confundiéramos el orden de los servicios, casi me quita de las manos el talón del hospedaje para localizar el hotel que nos ha adjudicado la TAP para descansar unas horas, antes de volver a las seis de la mañana al mismo aeropuerto para tomar el vuelo de regreso a Sevilla. Si el aspecto del conductor es sospechoso, su conducción ha sido temeraria. No se ha colocado el cinturón de seguridad, ha empezado la marcha manipulando y discutiendo con el GPS, no ha dejado de hablar consigo mismo en un monólogo alucinado mientras cambia de carril sin aviso de intermitentes, sortea con brusquedad a los demás automóviles que a esas hora circulan con rapidez por las carreteras periféricas de la capital lusa hasta llegar a la recepción del hotel Corinthia, abarrotada por varias colas de otros pasajeros ante los mostradores, también desplazados por los desarreglos horarios de diferentes vuelos. El taxista ha entrado en tromba saltándose cualquier orden de espera y ha conseguido hacer efectivo el importe estipulado por parte del hotel. Se ha despedido amistosamente de mí con una manotazo en la espalda y ha salido raudo a la caza de un nuevo cliente. A estas horas deberíamos estar atendiendo a la cinta transportadora del aeropuerto de San Pablo de Sevilla para recoger el equipaje. A estas horas, aquí estoy, incrédulo y cansado, revivo la mirada de terror de Irena durante la carrera, asida con fuerza a la agarradera trasera del auto verdinegro del taxista enloquecido, miro al cielo lisboeta desde la planta trece de un hotel impuesto en un día más, añadido al viaje por deferencia de la compañía de aviación comercial que como tantas, son imprescindibles para mantener esta extraña actividad que ha llegado a ser el turismo de masas.
     
    ¿Cuándo empieza el viaje? ¿Con la intención, con el deseo, con las expectativas generadas en la elección del destino? ¿Una vez cerrado el pago y dispuesto el equipaje? Preguntas como estas me hacía unos días antes, pensando ingenuamente desde una óptica pasada. Me recreaba por puro asueto en los pecios genéticos que aún perduren en el ADN de nuestra especie sobre los cientos de miles de años de nomadismo y los escasos milenios desde la sedentarización. Algo quedará de las largas caminatas prehistóricas que nos impulsa a cumplir con el desplazamiento estacional, aunque sea sometido a unas reglas muy definidas, las del mercado del ocio proletarizado. Sí, buscamos experiencias conformadas desde la gestión profesional, goces medidos y tasados. Sí, formamos parte del circuito vacacional masivo que en la segunda mitad del siglo XX tomó el relevo del gran tour que los hijos de las clases burguesas europeas habían empezado en la anterior centuria. Sí, somos elementos imprescindibles para el funcionamiento de la economía global del presente. En el viaje turístico la proyección de la felicidad encuentra su mejor expresión porque absorbe los rasgos más superficiales de la realidad y las encadena en la virtualidad conectiva de las redes sociales.

    ¿Cuándo empieza el viaje?

    En las horas previas he acudido a la consulta del médico de familia para pertrecharme de los medicamentos preventivos ante un asunto molesto de salud que pudiera condicionar mi estancia en la isla. La edad te hace meter en la maleta productos que hasta hace poco tiempo veías innecesarios.
Por una vez he pasado el control de embarque sin dificultad, no me han obligado a abrir la ligera mochila ni he tenido que someterme a ninguna humillación añadida al trámite, ya enojoso en sí. La mañana de la partida ha amanecido con brumas matinales, impropias de este tiempo, que dejan una luz gris sobre la rampa de pista en la que esperamos veinte minutos hasta que nos recoja la jardinera que nos acercará al bimotor Santarém de ochenta plazas, con llegada prevista a Lisboa a las once y cuarto. Las llanuras de la Campiña se desdibujan pronto bajos las nubes persistentes. La temperatura en cabina es excesivamente baja, pero la vista aérea del impresionante estuario del Tejo te hace olvidar el repelús del vuelo. Poco más de dos horas en la zona internacional y saldremos para Madeira. Ilusión vana.

(13:55)
Accedemos a la cabina del Airbús320 que debe despegar en diez minutos. Me ha tocado al lado de la puerta de emergencia de acceso libre y sin asiento delante, me prometía un cómodo vuelo...
(14:35)
Aún en tierra. Las explicaciones que dan por megafonía no son convincentes. Vagos problemas de tráfico aéreo...El pasaje comienza a dar muestras de inquietud educadamente. Necesidad de ir al baño, reparto de vasos de agua por parte de los auxiliares de vuelo. El ambiente se ha ido caldeando, la temperatura ha subido. Los miembros de una numerosa familia anglolusa sentada detrás de nuestra fila van perdiendo la compostura.
-Oh, my God! Grita la joven madre a la niñita que lleva un rato golpeando rítmicamente el respaldo de mi plaza.
-Open the window! Requiere la cría con desesperación sin dejar su baqueteo pedestre en el asiento delantero. La supuesta flema británica está a punto de saltar por los aires en el sopapo que le suelta la joven mamá.
Uno no quiere ser mal educado ni llamar la atención a la aspirante a la percusionista en ciernes.
No es la primera vez que recibo un NO mayúsculo, radical y rotundo como el que me ha dado una azafata cuando le he preguntado si habla español. Portugués o english ha respondido como un resorte. Estoy de acuerdo con la imagen negativa de los turistas españoles en el país vecino, pero no todos respondemos a tal prejuicio. Culpas históricas me lleven.
(15:00)
Se ha cumplido la primera hora. Afortunadamente la amplitud del habitáculo permite cierta comodidad en la postura. El ruido permanente en la cabina funciona como una carga narcótica para el adormecimiento del personal. El sistema de refrigeración deja de funcionar. Las frecuentes visitas a los servicios colapsan el pasillo.
(15:45)
Seguimos en tierra. Parece ser que los referidos problemas de tráfico aéreo impiden el despegue según nos ha explicado en español la única azafata que habla el idioma. Todo el personal auxiliar pide a cada pasajero que identifique sus bolsos de mano abriendo y cerrando una y otra vez las portezuelas de los maleteros. Las maniobras de distracción son cada vez más burdas. Algunos pasajeros se han cambiado de asiento, pero no justifica esta identificación gratuita. El sistema de refrigeración solo funciona a ratos.
(16:00)
En una comunicación breve y monótona, el comandante ha informado de que a los problemas de tráfico aéreo se ha añadido un incendio en la zona norte del aeropuerto y todos los vuelos han retrasado sus operaciones. Continuamos a la espera…
(16:30)
Una azafata ha hecho la pregunta tópica:
¿Hay un médico a bordo?
Un señor mayor con un bigote majestuoso y una camisa de cuadros de leñador se ha levantado desde las filas delanteras con cara de fastidio y le han indicado que se dirija a la cola de la cabina. Una mujer se ha desmayado. La curiosidad añadida al estado de inquietud generalizado hace subir la temperatura y empiezan a oírse todo tipo de comentarios. Cinco pasajeros han discutido con la tripulación mientras el doctor atiende a la enferma y han conseguido que les dejen bajar. A continuación, por el mismo acceso un equipo médico de urgencias del aeropuerto ha accedido a la nave. La atención al incidente sirve de entretenimiento hasta que media hora más tarde una ambulancia acude a recoger a la señora. El doctor viajero ha vuelto indiferente al asiento junto a su esposa.
(17:30)
La familia mixta lusobritánica no puede contener la desesperación de las criaturas. Al menos la percusionista ha entrado en un ligero sueño. Vuelves a sentirte una marioneta en el escenario de un transporte colectivo destructor del medio y denigrante para el individuo.
A las seis de la tarde nos anuncian la suspensión del vuelo y nos hacen dirigirnos hacia otra puerta de embarque en el que nos dicen que darán explicaciones. En el grupo de pasajeros ya se han establecido algunos vínculos de familiaridad tras las cuatro horas encerrados en un avión que no llegó a despegar. La larga espera no había originado respuestas de mala educación ni siquiera reivindicativas. Pero ante el mostrador, donde dos auxiliares de la compañía se encargan de asignar nuevas salidas en la misma tarde o adjudican los vales para pasar la noche en un hotel lisboeta sin explicación alguna sobre los criterios empleados. “¡Quítate tú pa ponerme yo!” Los intereses individuales se han desatado. Empujones, presión, no se respeta ninguna cola, quien estaba detrás ha pasado delante de ti a base de codazos. ¿Qué haces en medio de un grupo que te empuja y acosa con la insufrible indiferencia ante el otro que tiene el mismo derecho que tú a viajar? Y supongo que la mayoría lo hace por placer, ¿qué no podríamos hacer en un caso de verdadera necesidad? ¿Qué nivel de presión se vivirá en la estrechez de una patera? Preguntas que me producen un repentino cansancio que va más allá del incumplimiento del plan previsto para el día de la ida. Creo que sopesaré de ahora en adelante las ventajas e inconvenientes de viajar en avión.

    Tres años antes había vivido la experiencia de recorrer a toda prisa la terminal 1 del aeropuerto Humberto Delgado, siguiendo a un auxiliar de tierra de la TAP para ser llevado en autobús hasta un hotel en el que pasar la noche breve y volver al día siguiente muy temprano para coger un vuelo al pospuesto destino. Entonces fue a Ponta Delgada en la isla de Sao Miguel. Ahora, deberíamos coger el vuelo de las 7:30 con destino al aeropuerto de Funchal en la isla de Madeira. Cierre de ciclo de las visitas a las Macaronesias portuguesas y cierre de ciclo de mis vuelos con transbordo. Esta vez, la vivencia del recorrido por las instalaciones aeroportuarias no tendrá anotación jocosa. No esperaba ver la estatua del Marqués de Pombal en este viaje, pero el bus la ha rodeado para dejarnos en el hotel de la cadena Sana que nos servirá de apeadero forzado y del que saldremos muy pronto, otra vez más, para repetir el paseíllo por los corredores zizagueantes de las cintas hasta el control de seguridad. Las consecuentes hojas de reclamación cumplimentadas. La vista desde el aire de los azules del estuario del Tejo y sus puentes me reconcilian brevemente con el vuelo por sí mismo. Será la penúltima ocasión que pueda disfrutarlo. Deberíamos haber despertado en la Isla de las flores pero hemos visto amanecer desde el no-lugar de la sala de embarque. En la vivencia de un tiempo uniforme, en el tránsito de dos espacios y en lo efímero de la oferta del viaje. Desde las seis de la mañana se abren todas las tiendas, todas las marcas de complementos y modas de pseudolujo exponen sus muestras, bisutería y joyas asequibles, bebidas y recuerdos presentados por dependientes de imagen trabajada como intermedio preciso para favorecer el deseo hacia el innecesario objeto. La intensidad monocorde de la luz hace olvidar el ciclo natural del día y de la noche. Los pasajeros, meros portadores de su ansia de tránsito quedan absolutamente sometidos al vaivén del no-lugar sin tiempo. Solo los que malduermen sus esperas en cómodos sillones o en improvisados descansaderos recuerdan a los recién llegados del exterior que las categorías normalizadas de los acontecimientos pueden romperse en cualquier momento. Aeropuerto. En la primera jornada había pasado más de siete horas en un avión, cuatro de ellas inmovilizado en la pista y más de ocho en dos aeropuertos. Solo habían quedado nueve exentas del sistema de transporte de masas más contaminante y sin duda, también me había afectado a la percepción del mundo.

    La intensidad del aplauso de los pasajeros al comandante, investido casi con la aureola de héroe, tras el aterrizaje en el aeropuerto de Madeira, ha sido una muestra espontánea de agradecimiento y de alivio por la dificultad que la operación encierra. Ha girado 180º para encarar la única pista de no más de 1800 metros que caracteriza al recién bautizado aeropuerto con el nombre de Cristiano Ronaldo. Parece que todos los pasajeros han leído sobre la requerida experiencia de los pilotos para llegar hasta aquí. Nuevas leyendas en viejos moldes. Una vez pasado el denso manto de nubes bajas, los perfiles abruptos de las Islas Desiertas y de Las Salvajes anunciaron la cercanía de la isla de destino. Desde el NE, la visión desde la ventanilla de la Ponta de Säo Lourenço con su extrema sequedad y sus oscuros acantilados puede llevar a engaño sobre la vegetación del resto del territorio. Las empinadas laderas de las riberas sobre las que serpentean las viviendas de Machico y Santa Cruz y la proliferación de cultivos en terrazas por todas partes confirman la falsa impresión de la aridez del extremo oriental.

    Es tan frustrante llegar un día después al destino que el hecho de haber podido recoger la maleta facturada en origen sin dificultad te resulta un gran alivio. El transporte contratado para el transporte a Funchal no ha aparecido: no pasa nada. Las dependencias del recogido aeropuerto son manejables. Gestionas un taxi, cuyo el importe nos será devuelto por la agencia del operador. Has llegado al fin. El hecho de que el taxista haya conducido hasta el hotel como un niñato exhibicionista por los túneles que anulan los saltos de los acantilados no tiene importancia. El hecho de que en el hotel hayamos tenido que esperar porque nuestra llegada ha sido más tardía no supone ningún contratiempo. La pausada gestión del recepcionista es achacable al ritmo lento de la insularidad según los más trillados tópicos. Y llegan las primeras impresiones del medio desde el hotel encargado a Niemeyer en 1966. La impronta vanguardista de su planta curvilínea, el complemento de un edificio destinado a casino aunque concebido como cine por el maestro brasileño, su ubicación privilegiada junto al parque de Santa Catarina y a la casa de la presidencia de la región abren perspectivas a una estadía agradable. Pertenece a una de las empresas significativas del oligopolio hostelero de esta ciudad que en principio solo llama la atención por la acumulación de edificios mastondónticos de grandes cadenas hoteleras. Desde la terraza de nuestra habitación el panorama no es muy alentador. Balconadas de otros hoteles y apartamentos sobrepuestos, hacia la derecha se atisba la montaña, hacia la izquierda asoma una esquina del Atlántico. Afortunadamente, la profusa vegetación compone diversos verdes que ayudan a digerir el paisaje hosterizado de la capital madeirense.

    Hay que regular la descompensación horaria del retraso y salimos hacia el casco antiguo para cumplir con el primer almuerzo isleño. Entramos al restaurante O lampiäo, a la espalda de la catedral porque solo había fuchalenses. Pruebas el bollo do caco tradicional, las lapas típicas o el pez de espada con banana que hacen olvidar los agobios del trayecto. Después de una imprescindible siesta, salimos para pasear hacia la zona este por la avenida do Almirante y la Estrada Monumental con la intención de recorrer la línea de costa urbana y de acercarnos a las calas incrustadas en los acantilados. Frustración primera, los pasos a la costa son inaccesibles al público. Los atractivos paisajísticos de esta isla, publicitada como la mejor del mundo en no pocos folletos y campañas de promoción, las bondades de su clima subtropical y la estabilidad política actual del país al que pertenece desde hace seiscientos años han convertido el territorio urbano de Funchal en un claro ejemplo de los efectos de un urbanismo especulador, sujeto a las leyes del mercado del turismo global y alejado del interés público. Las grandes edificaciones de las cadenas hoteleras, Pestana, Savoy, Carlson, Lydo… flanquean con su apabullantes moles las estrechas aceras de la línea cercana a la costa, entre bloques recientes de apartamentos levantados sin mesura y una pobre oferta de restaurantes con afán internacional unos o con atributos regionales otros. Si no fuese suficiente con la aglomeración de la oferta al turista, en las rúas perpendiculares que desembocan a esa desdichada avenida se erigen horrorosos edificios pastiches que pretenden ser villas con encanto enfocadas hacia la hostelería y a la restauración, con nombres pomposos y cartas caducas respecto a los modos culinarios del presente. El tráfico de utilitarios con muchos años de rodaje, de los ruidosos buses del transporte público, de las innumerables furgonetas dedicadas a la realización de tours por la isla, con breves paradas en los rincones más atractivos para cumplir con las fotos de rigor, que no dejan de ser los únicos vehículos renovados del parque insular y una común conducción temeraria por parte de todos, constituyó con sus notas discordantes la banda sonora del difícil paseo a pie hasta el extremo oeste de la capital. Solo al acercase a la zona antigua vuelven los peatones a las aceras, parejas uniformadas de turistas mayores que caminan lentamente para dirigirse a la cena en los locales típicos del barrio de pescadores. Si acaso, grupos familiares de edad media, la mayoría alemanes, con hijos niños o adolescentes aportan alguna variedad cronológica al geronturismo mayoritario en el que tendré ocasión de sumergirme durante la estancia. Una jornada deslavazada y larga para este geronturista que no cumplirá ya sesenta y al que ahora asedia el sueño pronto.

    La primera excursión, el tour del este- nordeste, nos la ofreció a poco de llegar la misma empresa que no estuvo en el aeropuerto. Un joven venezolano de padre madeirense, ejemplo de la segunda generación de inmigrantes de vuelta a la isla, se encargó de convencernos para contratar el paquete de varios recorridos. No será el único venezolano con el que tratemos en este viaje. Camareras de hotel, encargados de cafeterías, trabajadores de mantenimiento o residentes haciendo rutas por las levadas, todos de orígenes isleños y satisfechos de haber recalado en la tierra de los ancestros ante el desastre que vive Venezuela. Supongo que la integración de la comunidad venezolana en Madeira será positiva y ayudará a desmontar estereotipos respecto a lo hispano. Así que, superando los propios prejuicios contra las excursiones dirigidas, en la primera mañana funchalense, hemos subido a un vehículo monovolumen de diez plazas, conducido por Manoel Santana, junto a dos parejas más. Una de Granada, de mediana edad, cuya primera expresión es de alegría por ser todos españoles (me da mala espina su contento por la homogeneidad patriótica), y otra de Tenerife, también mayores de sesenta que se acribillarán a selfies a los largo del día. Lo reducido del grupo obliga a compartir la jornada viajera. Poco a poco el guía va comentando detalles de interés, anécdotas curiosas o nimias de la ruta y expresando algunas opiniones comunes sobre la política y los políticos que no viene al caso. La primera parada la hacemos en el Miradouro de Francisco Alvares Nóbrega, poeta local conocido como el Camoes Pequenho. Un pilar central de bronce con un soneto del autor de loa a su patria chica es el motivo para apreciar desde allí el conjunto urbano de Machico, la primera capital de la isla. Me enteraré más tarde que fue perseguido por la Inquisición y que se suicidó joven. Similar final al de Antero de Quental, poeta insigne de Sao Miguel, la principal isla de Las Azores. Curiosos meandros de la literatura y la muerte en las islas macaronesias. Cercana a los treinta mil habitantes, Machico conserva un aire recoleto y villas señoriales entre “La refriega de los altos acantilados.”Mas no hay tiempo para recrearse en las vistas, se supone que el grupo de excursionistas ha cumplido con el rito de las fotografías y hay que continuar la ruta. Siguiendo la costa sureste llegamos a una paisaje desolado y seco. La Ponta de Säo Lourenço, un cabo de acantilados abruptos y tierras rojizas azotado por los vientos en la mañana fresca en la que hacemos la segunda y breve parada. Más fotos y más grupos de excursionistas repitiendo las mismas conductas. Mirar, fotografiar y fotografiarse.

    Hasta Porto da Cruz por antiguas carreteras estrechas en un brusco cambio de paisaje. Después de las laderas áridas del cabo oriental, fue impactante la inmersión casi sin transición gradual en la densa vegetación subtropical. Las servicias del viaje organizado se imponen. El guía aparca en un antigua planta de transformación de caña de azúcar, Ingenho do Norte, recuperada y puesta en funcionamiento por iniciativa privada como bien se encarga de repetir Manoel. La exposición para el turismo es el primer objetivo y el especial ron insular 970 allí fabricado, el objeto del deseo. Aneja al ingenio, la tienda para la degustación en escasísima muestra, las galletitas de miel y diferentes pruebas de la bebida fuerte insular, la poncha, aguardiente con limón, naranja o maracuyá, a dos euros la copa. Un lingotazo seco a las once de la mañana gris para buscar otras luces al día y un paseo breve por la playa de piedras negras amparada bajo la Penha de Águila, enorme roca que resisitió la erosión y alcanza quinientos ochenta metros sobre el nivel del mar. El océano sigue en un tono oscuro a pesar de la falsa luminosidad de la poncha y de la espuma de las olas sobre las que chapotean jóvenes aprendices de una escuela de surf, embutidos en neopreno entre risas y zambullidas. Santana, localidad costera, de calles limpias y profusión de orquídeas en los parterres, popularizada para el turismo porque conserva numerosas muestras de casas tradicionales madeirenses, la mayor parte reconstruidas, con cubiertas a dos aguas hasta el suelo y estructura de madera, fue la parada para el almuerzo. Al no haberlo contratado con la empresa tuvimos oportunidad de degustar la mejor espetada, el plato típico a base de carne de vaca a la plancha en pincho de laurel y abundante guarnición con legumbres, ensalada y patatas dulces o batatas en la plaza del pueblo. Se celebraba un festival gastronómico regional y tal evento nos vino a pedir de boca. En la caseta de La Casa da Chá de Faial cumplimos golosamente con el empeño de conocer la cocina tradional. De vuelta al monovolumen, el resto del grupo formaba ya un compacto bloque de amistades recién nacidas al calor de la jornada viajera. Y Faial, el pueblo de origen de nuestro buen yantar, fue el eslabón de la ruta por Ribeiro Frío hasta el Pico de Areeiro en la dorsal central, el segundo en altura de la isla, donde el bosque desaparece y desde los escasos prados se puede apreciar su especial conjunción geológica y entender la belleza de este macizo volcánico. Una última parada en Poiso dentro del Parque Ecológico de Funchal nos permitió caminar durante media hora por uno de los ansiados senderos paralelos a las levadas, esas nombradas acequias cuya red de tres mil kilómetros recorren la isla de norte a sur. Tendríamos ocasión de hacer una ruta a pie por ellas, teníamos que conocer más de esta obra de ingeniería y tozudez. La presión del grupo impera y el tiempo del paseo ha pasado pronto. Hay que volver al punto de partida, se acaba pronto el recreo. - ¡Niños a clase! Aún con la belleza de las cumbres sobre las nubes bajas en la retina, me doy de bruces con la realidad más triste en la vuelta Funchal. Han pasado tres años del gran incendio que trastornó el delicado equilibrio del bosque de laurisilva de la mitad sur de la isla y solo matorral cubre las laderas pardas de las ribeiras. Cuando redacto estas notas, aún quedan rescoldos de un gran incendio en la isla de Gran Canarias y las noticias que llegan del desastre agrogenocida de la Amazonia apabullan por su extensión e intencionalidad. A las cinco, cumplida la ruta prevista, nos devolvieron al hotel. Paseamos en la tarde por la marina de Funchal en un intento de captar el aire portuario de los límites de la ciudad levantada en campos de hinojos. Las lagartijas abundan por los muelles, las aceras y los parques.

    Con la contratación de la ruta del oeste-noroeste completaríamos a grandes rasgos una visión del territorio insular. Otro monovolumen, otro guía que se presenta como Rafael aunque “los amigos me llaman Bardem por parecerme al actor español,” comenta al grupo de ocho excursionistas del día con una sonrisa de boca desdentada y modales cuidados para las edades a las que se dirige en su comunicación bilingüe. Esta vez vamos al 50% entre británicos octogenarios y sexagenarios españoles, geronturismo a tope para ser llevados con cariño en la conducción y en la comunicación profesional. A las diez hemos hecho la primera parada de media hora para pasear por Ribeira Brava. Una población tranquila en la mañana de domingo con ceremonia religiosa solemne en su iglesia, con numerosas plantas en la nave central y curiosa fachada asimétrica en tres cuerpos. La factura de su retablo barroquizante es de una factura más sobria que los del continente ye incluso menos cargante que los de las Azores. Los ritos de la liturgia llegan hasta la plaza desde la que la siguen un buen grupo de feligreses y algunos turistas que no han conseguido acceder al interior. La religiosidad de los isleños es patente, la presencia de tipos humanos marginales también. Aquí se constata el aprovechamiento total de las tierras en bancales o poios para el cultivo de plataneras, batatas y cualquier otra legumbre. Las terrazas se despeñan por las laderas del alto valle y cierran las rúas transversales al río, en la actualidad con un caudal escaso. Un modesto mercado de frutas, legumbres y especias, abierto al público a pesar de la festividad, ofrecía su modesta oferta a la corta clientela local. Seguimos bordeando la costa sur, dejando la Ponta do Sol, así llamada porque una roca aislada en el océano no deja de recibir sus rayos a lo largo del día. Curiosidades nimias, información local sin trascendencia para conformar la pequeña historia del día.

    En Madalena do Mar nos desviamos hacia el interior para la única meseta madeirense conocida como Paúl da Serra a 1500 metros. Antes hemos paseado por los estrechos carriles de las extensas plantaciones de plátanos que caracterizan la localidad costera. Con los datos aportados por el guía y por la pareja tinerfeña con la que hemos vuelto a coincidir en esta ruta por el oeste, he aprendido toda una lección vívida sobre cultivos subtropicales. Del sistema de cosecha de las plataneras, del régimen de propiedad, de las señales para aprovechar el único racimo anual de cada planta, de su rápido crecimiento, de las cualidades del fruto según la ubicación del cultivo, de los sabores según el moteado de la piel y del tamaño...Y ya lanzados en la comunicación de sus conocimientos, sabiéndose escuchados con atención, los tinerfeños se extienden en la información sobre la condición de planta silvestre del ñame y su manera de cocinarlo en Canarias para la cena de Nochebuena, sobre las clases de papayas y sus combinaciones gastronómicas. Placeres modestos de aprendizajes de modos culturales que también ofrece el turismo de masas. En la condición del geronturista prima más la vista y la escucha que la experiencia física. Cuando nos desplazamos por los altos llanos de Paúl da Serra, nos ha adelantado un jeep de supuesto safari en cuya trasera brincan imprudentemente varios jóvenes turistas. Otras alternativas de consumo según las edades. Las pocas vacas libres de la isla pastan en estos prados. En el café de Rabaçal, anexo al único establecimiento hostelero de este mínimo altiplano, se encarga de las brasas un venezolano más de segunda generación, que a poco de ser inquirido por su situación, manifiesta con crudeza la rabia por su país y su contento por haber sido acogido en la tierra paterna por el propietario, también venezolano, como bien demuestran dos enormes banderas prendidas en la techumbre. la portuguesa y la tricolor de las ocho estrellas. - Aquí soy libre, aquí me siento seguro y tranquilo y duermo con la ventana abierta. ¿Saben quien es una de las grandes fortunas del mundo? La hija de Chávez.- Afirma con la arrogante mirada del despecho. Después se vuelve para la preparación de la plancha.

    Porto Moniz, en el extremo noroeste, al que descendemos después de la parada de rigor en el miradouro para las obligadas fotos, es un ejemplo plástico de urbanismo integrador entre la montaña y el océano. La diversidad de los azules, el perfil rotundo del islote de Moles, el impacto de las olas contra la barrera de rocas volcánicas que cierran sus piscinas naturales, dispuestas para el recreo y el baño público ofrecían ese mediodía una estampa perdurable. Allí biencomimos en el restaurante “Orcas” en un amplísimo salón volcado sobre las cercadas aguas de las ingeniosas piscinas enrocadas. La vuelta fue por la Ribeira da Janela, en la que no faltó la explicación precisa sobre la ventana del roquedo aislado que nomina esa zona por parte del guía y alguna parada más para disfrutar de las cascadas que bajan de los numerosos veneros de la zona norte hasta Encumeada, la divisoria de aguas de este-oeste donde la laurisilva alcanza maravillosas densidades y donde el atento conductor recomendó al grupo con anunciada imparcialidad que hiciese las compras de recuerdos por ser el lugar más barato. Preferí disfrutar del desborde de agapantos de las cunetas y de los densos olores del bosque. Por la Serra de Água retornamos desde el norte del valle de Ribeira Brava hasta Cabo Giräo, desde cuya plataforma de suelo transparente a más de quinientos metros se puede ver la playa conocida como Faja dos padres y no deja de ser otro foco más de atracción de vistas de los altos acantilados. Con toda la delicadeza, el conductor ayudó a bajar del vehículo a los octogenarios británicos, un tanto ajados por la excursión rodada y los acompañó hasta el hall de su hotel. Gesto respetuoso que honró al Bardem de Funchal.

    Una vez vistas las tierras del este y del oeste de la isla desde el habitáculo de un vehículo, las ganas de patear algún sendero se acentúan. El arriero también ha de bajar a sentir la tierra bajo sus pies, dejar el pescante del carro, apostar por el camino en silencios, intentar al menos la conexión pedestre con el paisaje de origen volcánico bajo la densidad de sus bosques. La inmersión en la laurisilva ha de ser también guiada. Es casi imposible hacer una ruta por tu cuenta y bien se advierte en los folletos publicitarios. Diferentes alternativas y precios para cualquier necesidad. La ruta desde el Parque de Queimadas hasta el Caldeiräo Verde fue la que contratamos con otra empresa desde el mismo hotel. Esta vez la composición mayoritaria del grupo de senderistas era alemana. Nueve germanos, una pareja madura y dos familias con hijos adolescentes, una profesora universitaria de geografía de Madrid y una joven venezolana completamos el grupo dirigido por Cidonio, profesor de de Educación Física, buen conocedor y mejor comunicador. Seis horas entre la ida y la vuelta, tras aprovisionarnos de agua y de un bolo de miel, pastel típico a base de frutos secos en un supermercado de la multinacional Continente en el pueblo ya conocido de Santana. La subida no es difícil aunque el sendero paralelo a la acequia o levada es angosto en ocasiones y hay que atravesar algunos túneles excavados en la roca, de piso húmedo y salientes peligrosos en las paredes si no se presta atención. Hasta tres mil kilómetros constituyen esta red de levadas construidas para llevar el agua desde la vertiente norte a la vertiente sur desde el siglo XVII hasta mediados del siglo XX. El sistema de riego es alternante y regulado manualmente por los levadeiros o atandadores. Fue bajo el salazarismo cuando la red se hizo pública en su totalidad. En la actualidad, se integran a la perfección en la oferta para el turismo paseante. A lo largo del recorrido, las vistas hacia la ribeira de Santana y las hondas quebradas cubiertas del denso bosque de laureles ofrecen un regalo visual y aromático a los excursionistas, siempre que se atienda a la vez a lo resbaladizo del suelo y a las raíces a flor de superficie de las zonas más anchas de la vereda. La altura de determinados tramos muy estrechos sobre el vacío no la hacen apto para muy mayores ni para personas con vértigo. El afán de la joven venezolana de inmortalizar vanamente todas sus expresiones en la cámara del móvil, llegó a bloquear en ocasiones el caminar, interrumpiendo el disfrute pausado que esta naturaleza requiere. El caminar junto a los alemanes me confirma en la belleza de su idioma y en la predisposición casi mística hacia el bosque que estas familias de latitudes más frías demuestran. Al hilo de la corta experiencia como senderista guíado, me han informado de la importancia para la conservación del medio que tiene la pomba trocaz o paloma torcaz, ave endémica de Madeira y he identificado el alegre canto del pinzón o tentilhoes como es conocido aquí, pajarillo de vivos colores que se acerca sin miedo para aprovechar las migajas dejadas por los visitantes. La fuerza de la cascada que se despeña sobre el antiguo cráter del Caldeiräo Verde en una laguna helada fue una meta agradable en la ascensión, aunque te quedas con ganas de continuar en los senderos. Solo el ruido de la perorata interminable de la profesora de geografía con el guía supuso una nota discordante en la vuelta, cuando estás hecho a la caminata y te dejas ir en los pasos regulados y rítmicos del grupo que va integrándose con los sonidos del bosque. Pretendo empaparme de esta orografía transformada a lo largo de quinientos años por el ser humano constructor, explotador de sus semejantes, destructor, inteligente, vil, cruel, tenaz en sus empeños, capaz de tamaño esfuerzo y que hoy me permite el disfrute como caminante, aunque las divagaciones verborreicas sobre los grados universitarios de la referida docente no dejen de percutir con su ruido en la inmersión. La jornada senderista tuvo un broche culinario con una deliciosa cena en el restaurante Londres, recomendado por el primero de los guías, que dio de pleno en la diana de la buena cocina tradicional.

    En el antigua barrio de pescadores de Funchal, casas bajas y calles estrechas, de puertas decoradas con imágenes residuales del poshipismo, conviven las presiones carta en mano de los camareros a la masa de turistas para que ocupen los acosados veladores con las miradas turbias de los náufragos de adicciones varias, en un desagradable revoltijo de insistentes reclamos de los hosteleros, con las insistentes fotos a las puertas decrépitas redecoradas en tristes tonos naif, figuras de piratas y sirenas para obviar las ruinosas viviendas e ignorar la oscura presencia de algunos grupitos de marginados agazapados en sus miserias. Para agravar la sensación del fracaso social, los guías turísticos advierten a sus seguidores antes de entrar al Mercado dos lavradores de los posibles hurtos que pueden sufrir durante el recorrido por el edificio modernista proyectado por Edmundo Tavares en la década de los cuarenta. Poco antes he disfrutado de la visita sin notar tensión alguna en la clientela habitual. Pero este pobre rito de la levedad del turismo de masa requiere un poco de suspense y de la mirada desconfiada de unos a otros para dotar de singularidad a la anodina experiencia de mirar sin comprender, para asomarse a las realidades ajenas a través de los propios prejuicios. La exótica oferta de las fruterías con una panoplia extensa de colores y sabores desconocidos, de incógnitas flores endémicas y la riqueza de las plantas aromáticas y especias compensan la vulgar exhibición de objetos de corcho en las tiendas de souvenirs que compiten con las de la alimentación diaria. Como si del corcho se hubiese encontrado una feliz réplica en un material parecido capaz de nutrir todas las nuevas tiendas de recuerdos de Europa. Es imposible este crecimiento exponencial de la producción de los alcornocales mediterráneos.

    Sentado en un banco delantero de la Seo, más conocida por la torre del reloj que por su calidad artística, procuro apreciar la feliz resolución de la bóveda que acoge el altar y la sobriedad en el retablo. Pero a pesar de mi buena disposición estética, la infantilización de las tallas que lo completan me llevan a por otros derroteros. La presencia de locales de mediana edad de ambos sexos en una mañana de un día laborable es significativa. Allí quedan los fieles, unos, arrodillados en profundo silencio, otras, entregadas al bisbiseo de las plegarias en los labios, con miradas petitorias ante los santos pobrecitos. De la soledad del templo y tras el deleite de un café cortado en la terraza circular de la cafetería Penha dé Aguia, pasamos al ajetreo comercial de la parte antigua cruzando el puente de la Ribeira de Santa Luzia para pasear por la Rúa da Alfándega el eje más tradicional de esta ciudad que escala hacia los montes y se expandió desde la rada aprovechando dos ribeiras. Bastan dos días para entender su trazado y la función de avituallamiento de las flotas españolas y portuguesas en sus largos periplos. Parece ser que la isla mantuvo su importancias estratégica hasta principios del siglo XX y que la emigración masiva caracterizó a sus población hasta la década de los sesenta, cuando el turismo de lujo especialmente británico comienza a hacerla destino vacacional. En el presente, “The best island on the wordl” como refiere el penúltimo eslogan, no puede entenderse sin la presencia masiva del geronturismo al que se intenta añadir el de aventuras y naturaleza. Me pregunto cuánto tiempo podrá mantenerse esta presión turística sobre un medio natural tan delicado. En el caso de Funchal, su población de 112.000 habitantes cuenta con más de 30.000 plazas hoteleras, un 26% de población flotante. Mas de un millón trescientos mil visitas tuvo la isla el pasado año. Para preguntarse una vez más sobre las consecuencias del hecho turístico masivo en un territorio tan reducido.

    Vuelvo a las búsquedas estéticas, imbuido en la leve banalidad del turista en ejercicio. No encuentro ningún rasgo diferente en la arquitectura popular de las demás islas macaronesias. Quizás el uso del granito negro en los dinteles de los portales y en las jambas de las ventanas sobre las fachadas blancas, poco más. La segunda visita fue a la Igreja do Carmo. Para no quedar alejado del sentido devocional de los madeirenses, completamos las cuentas del rosario visitante subiendo hasta la iglesia matriz de la capital, la ermita de Nossa Senhora do Monte, según la información de último guía de un corto circuito regalado dentro del paquete de los tours del este y del oeste. Dispusimos de una hora para visitar a la santinha de la devoción popular en su sede. La talla de la Señora del Monte es tan pequeña que se guarda en el sagrario de un decadente altar reformado en la onda de un pomposo manierismo del XIX, flanqueado por una espantosa talla de la Virgen de Fátima con los tres pastorcitos del milagro elegidos de alguna juguetería de muñecos de terror de las posguerras del siglo pasado. En tan abigarrado espacio de culto, la guinda al pastel la pone una capilla lateral con el catafalco de Carlos I, el último titular nominal del imperio austrohúngaro que a la sazón murió allí en 1922. Posteriormente en 2004 fue beatificado por sus esfuerzos por evitar la Primera Gran Guerra. Allí yacen los restos del supuesto pacifista rodeado de estandartes imperiales y a los pies de una talla de un Cristo cuyo barniz da uniformidad a la madera del cuerpo, del madero y de las potencias. Alucinada visión de un dios fusionado en la materia de su tormento. Parece que la relación de Madeira con los miembros de la casa de los Austria es alargada, pues también la casquivana Isabel de Austria pasó dos temporadas en la isla. Nunca falta un ramillete de flores silvestres en la cursi estatua que la recuerda en los jardines del hotel, inspirada claro está, en la Sissi inmortalizada por Romy Schneider, siempre fresca y joven. En el mismo circuito regalado hicimos paradas en dos miradores periféricos de la capital, uno de ellos, el de la estatua de Cristo Rey, en la Ponta do Garajau, una ostentosa mole levantada en 1927, cuyo mayor mérito es ser anterior al de Río, según decía en tono cansino el guía-conductor mientras cuesteaba por las lujosa urbanización playera de Garajau. A su playa solo se puede acceder en barco o por teleférico.

    En la actualidad, el Monte es la freguesia de recreo y el punto de atracción turística más conocido de Funchal, la meta del vistoso funicular que recorre más de tres kilómetros y permite apreciar el trazado urbano y el aprovechamiento de cualquier porción del terreno para el cultivo en terrazas desde más de quinientos metros. En su entorno se ubica el Jardín Tropical y los Jardines públicos en la falda de la ermita. También es el punto de enlace con otro teleférico sobre una ribeira paralela para llegar al interesante Jardín Botánico. Más de cinco hectáreas sobre la falda de una ladera que fue propiedad de la familia Reid´s hasta 1936. En la antigua Quinta do bom sucesso, más de tres mil especies de todo el mundo y unas magníficas vistas de Funchal paseamos al día siguiente. En el Monte exhiben su pericia los cesteiros. Encargados de conducir los cestos tradicionales para vertiginosas bajadas de recreo turístico por las empinadas calles de la localidad. Presencié la agresión de uno de los más jóvenes a un compañero mayor ante la indiferencia de los demás, con tal violencia que creí que bromeaban. Gondoleros de las pendientes, vestidos de blanco, con canotiers y zapatones recauchutados al servicio del riesgo controlado para el recreo de los visitantes. Los cestos vuelven al punto de partida en una camioneta y los cesteiros en microbús. Pobres oficios adaptados a la industria del ocio.

    Aprovechamos la penúltima mañana en Funchal para visitar el museo de titularidad municipal dedicado a los hermanos Henrique y Francisco Franco, creadores plásticos de principios del siglo XX en el que se exponen buena parte de su obra. Me llegó la tristeza de los retratos femeninos de Henrique y su factura en el límite de la figuración frente a la tradición. De Francisco, el escultor, el trabajo entre planos y volúmenes y la fuerza de algún busto supera a las estatuas patrioteras de encargo, según muestran sus proyectos. Éramos los únicos visitantes de unas salas cuidadas aunque no espaciosas. Al parecer, no es un objetivo elegido por el turismo de circuitos, a pesar de la gratuidad del acceso y de la calidad de la producción de estos hermanos Franco.

    Debía ser el último día del viaje y después de una noche de mal dormir y de un desayuno frugal para evitar la pesadez de los excesos en el luminoso salón del hotel, vives las horas previas a la partida con adornos de nostalgia por lo mejor de lo vivido y aferrado a esos momentos que sepultarán las malas experiencias en cuanto el tiempo cumpla su poda de los recuerdos desagradables. Momentos para asumir el final de tu tiempo de geronturista, objeto final de una industria cuyo nivel de resultados son más simbólicos que materiales: hacer sentir al objeto-sujeto de decisiones previstas al consumir la experiencia ya definida con antelación. Última mañana en Funchal, al fresquito de una alta canhoneira en los cuidadísimos jardines de la Marina. Un imponente crucero, el “Aurora,” acaba de atracar en el puerto. Miles de turistas se dirigen prestos hacia las callejuelas del barrio de pescadores para el almuerzo típico. La maquinaria continua a pleno rendimiento.

    Con el debido tiempo llegamos al aeropuerto para el vuelo de vuelta. A las 17:50 estaba previsto el embarque para despegar a las 18:35. A las 18:10 se suprime el dato del tablero de información y se anuncia por megafonía que el embarque será a las 19:10. Empiezas a vivir con descreimiento y desesperación por lo repetido, el tiempo de espera. A las 19:20 vuelve a desaparecer el dato del tablero. Nadie de la empresa da explicación alguna. Al fin, una hora después estamos dentro del avión. El comandante cuenta la causa del retraso: un pájaro se ha introducido en la turbina del avión al despegar de Lisboa y ha habido que sustituir el aparato. Me pregunto si no hay halcones en todos los aeropuertos del mundo. Con toda seguridad pernoctaremos obligadamente en Lisboa. Al menos el despegue ha tenido la emoción de los primeros vuelos. Ante la incómoda noche a la vista aceptas con resignación la cena en el aire. Desperdicio de envases y de papel, porción mínima de queso, cinco galletitas saladas y el wrap o fajita de salmón ahumado acompañado por un té negro como el ánimo con el que enfrentas el obligado hospedaje lisboeta. Ha llegado el momento para ti de dejar de montar en avión, al menos de rechazar los vuelos en tránsito. Como se deja de fumar por motivos de salud, como se deja de conducir para no contribuir más a la destrucción del planeta. Dejar de volar para no sentirte humillado y manipulado como una marioneta.



                                                                                       Sevilla, 30 de agosto de 2019