Prímulo Camino de invierno
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Puente de Barxa de Lor |
Cerramos las reservas de
los alojamientos y la previsión de gastos en uno de los veladores de la plaza de Los terceros de Sevilla en la
mañana nublada y cálida del 18 de marzo a la espera de recoger las bicis, ya
puestas a punto en el taller. A poco más de veinticuatro horas de la partida,
me columpio en el cordel de la ilusión y de los breves vértigos, a la cobija de
los carballos soñados y de la experiencia del Camino francés, larga caminata revivida en destellos para
horadar los muros de los duelos en este Camino de invierno. Treinta años
después, ahora en bicicleta, entonces a pie. La mujer con la que lo compartí también partió a su último viaje hace un tiempo.
Dormí unas horas en casa del compañero de la
ruta. Pretendíamos salir a las tres de la madrugada para estar antes del
mediodía en la Estación internodal de Santiago. Fui agasajado con el calor
hospitalario de la familia en una cena compartida con dos de sus hijas, sus parejas
y el matrimonio anfitrión. Las viandas del menú no fueron adecuadas para mi
delicado aparato digestivo, pero por deferencia a la atención recibida me
obligué a no rechazarlo a sabiendas de que empezaría el viaje con malas
consecuencias para mi tracto evacuatorio. Heces y aprensiones que no deberían
importunarme más de lo preciso. A las 2:50 de la madrugada del domingo 20 de
marzo, enfilábamos la autovía de la Ruta de la plata desde Tomares. Casi
novecientos kilómetros con un solo conductor y con un acompañante poco
acostumbrado a los largos trayectos en coche, en una vía por la que circulaban
demasiados camiones para una noche festiva que escapaban así de la presión los
piquetes de los convocantes de un paro del transporte propiciado desde una
plataforma minoritaria contundente en sus coacciones. Tuvimos ocasión de
participar de la tensión de uno de esos camioneros amenazados en la larga noche. En un adelantamiento, uno de
ellos aceleró sin sentido y por unos segundos nos sentimos en peligro, solo
pisando el acelerador más allá de la velocidad permitida salimos del aprieto.
Cuando se anunciaba el amanecer en el Valle de Ambroz, paramos en una gasolinera
para entonar el cuerpo con una
bebida caliente. En el no-lugar de paso, una pareja en la barra en atuendo
deportivo y un vecino de la zona de aspecto descuidado cerraban el triángulo
para ser servidos por un camarero somnoliento. Poco después asomaba un sol
tímido sobre los llanos charros. Cambió la luz, cambió la transparencia del
aire, volvía a las cabezadas descontroladas por la vigilia. En una lucha contra
el sueño fuimos adentrándonos en la grandes llanuras de Castilla, en toda su
extensión, en su evidente pobreza, en la expresión modesta de una cultura
milenaria como la que supuso la segunda parada del viaje en la localidad natal
de León Felipe, Tábara. Curiosamente sus apellidos, Camino y Galicia, serían un
buen presagio si creyera en la causalidad de las casualidades. El paseo
alrededor de la iglesia previsigótica fue un ungüento de alivio para los ojos
irritados de la noche de conducción monótona. Y ¿cómo no recordar los versos
más conocidos del olvidado poeta zamorano, muerto en el exilio como tantos otros creadores?
Yo no sé muchas cosas .es verdad.
Digo tan solo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha engendrado todos los cuentos. (1)
Al oeste quedaron las estribaciones de la Sierra de la Culebra y desde Tábara continuamos a La Puebla de Sanabria tras superar una larga recta que transcurre paralela al llamado Camino Sanabrés, uno de cuyos tramos compartiremos más adelante en el Camino de invierno. Accedimos a Galicia por el puerto de Padornelo. Una niebla leve se derramaba sobre la autovía de las Rías Baixas. A la salida del túnel, otro repostaje de combustible y un café espumoso para compensar el cansancio del desplazamiento y la pesadez de la inmovilidad en el habitáculo del coche. La trabajadora única del establecimiento cobra los repostajes, sirve los cafés y atiende todos los consumos con una actitud amable en su habla mixta de gallego y portugués.
Poco antes de la una llegamos a la estación internodal de Santiago. Las vivencias y los recuerdos emulsionaron en una bronca lucha interna. Me quedé en la entrada guardando las bicis y el equipaje mientras que Alvil conducía hasta el parking para dejar allí el coche hasta la vuelta. En ese mediodía, la niebla de la mañana había dado paso a una luz radiante que hacía más intenso la variedad de verdes, de las leiras a los bosquecillos de las lomas; que afilaba los perfiles de los tejados a dos aguas de los bloques tradicionales de los barrios de la periferia santiaguina, enlucía a su vez la diatriba entre el dolor por su ausencia y la resignación de imaginar el placer de sus sensaciones penúltimas antes de que el negro azar actuara, al atisbar ese mismo paisaje desde la canastilla de un globo un Día del libro. Una vez más, la respuesta fisiológica condicionada por la vivencia inmediata requirió con urgencia de un servicio para soslayar la íntima derrota.
A las tres montamos en el bus con destino a Ponferrada que no va directamente a la capital del Bierzo, no. Su primer destino es Coruña, una visita a la ciudad en la que él creció con la que no había contado. La estación de autobuses no queda lejos del tanatorio donde fue velado. En los descuidados andenes esperan numerosos viajeros también desastrados. El cielo intensificó su gris de tristeza, los altos edificios anodinos de la zona se erigían adocenados en el mal gusto. El malestar por la falta de sueño y las horas de inmovilización en el asiento del bus agravaron el desequilibrio de la percepción en presente del viaje. De Coruña a Lugo y subida a su estación de autobuses, de muretes desconchados y andenes repletos de pasajeros de la Galicia más pobre.
Por íntima desesperación escribí en el bloc
de notas del teléfono estos haikus:
Vuelvo a Santiago
desde el sur, ya sin llanto.
Bruma en el aire.
Cerco el tanatorio
donde fuiste velado.
Mar huido.
Océano escondido
tras galerías
de altos edificios.
Tú no estás,
la ciudad es otra.
Maromas sin noray.
Al fin superamos el puerto de Piedrafita del Cebrero, agobiado por la transmisión radiofónica del fútbol de la tarde dominical en la cadena de los obispos, cuyos cronistas cantan los goles y los eslóganes publicitarios con desafinados gritos. Con ellos, el conductor castigó a los sufridos viajeros a lo largo del cansino trayecto. Aún tuvimos que esperar diez minutos de parada de regulación horaria en Villafranca a escasos kilómetros de Ponferrada.
La capital berciana parecía desierta en la zona baja. Solo cuando accedimos al casco histórico, en la parte alta, algunos paseantes de domingo y unos pocos grupos de turistas de la región en las exiguas terrazas animaban el frío atardecer ponferradino. Compartí con el compañero del viaje la última vez que estuve en la ciudad como peregrino del Camino francés, aún en la treintena, cuando « la obligatoriedad del estricto horario del albergue nos hizo desdeñar la posada gratuita para acampar al pie de las murallas del castillo templario. Aún se veían pintadas como “Puta León, Bierzo libre”. A más de cincuenta metros sobre el cauce del Sil establecimos la tienda. Cuentan algunos estudiosos que bajo el torreón del castillo del Temple se esconden tesoros y griales. Las leyendas crecen según te acercas a Galicia, el gusto por los cuentos emana de sus tierras brumosas. Este caminante sufrió en sus carnes el acoso de los caballeros de la Orden, fue atacado por todos los flancos con agrias lanzadas y feroces puñaladas de templarios transmutados en chinches picajosas. Los infames bichejos, como cruzados crueles, dispusieron todas sus huestes al ataque y consiguieron que la vigilia de la noche se hiciera interminable. Ansioso del alba para superar la paliza picajosa, amanecí con el cuerpo cubierto de pupas de las que tardaría días en reponerme. Aquellos verdugones violetas que estigmatizaban la piel requirieron dosis masivas de antihistamínicos, baños de agua caliente y todo un día encerrado en la habitación de un hotel digno. Aún así no fue del todo suficiente. Chinches del Temple, vengativas almas transmutadas desde el fondo de los siglos que dejaron en mí un doloso testimonio de su afán de mal». (2) Vas por el mismo camino pero eres otro. Amalgamas lo que fuiste con quien ahora eres. No te reconoces, solo el hilo de la memoria te da continuidad en la conciencia de ti mismo.
Para cerrar la larga jornada de sur a norte, de norte a noroeste y de nuevo al sur, después de haber circulado por la autovía de la Ruta de la plata, por la de Las Rías Baixas, por la del Atlántico y por la del Noroeste, de haber cruzado cuatro comunidades autónomas, con paso de ida y de vuelta por León, nos sumamos a la expectante afición local al derbi por excelencia de la liga futbolística en el bar La tertulia, que más que favorecer la plática, favorecía con sus dos pantallas gigantes enfrentadas la presencia masiva de los vecinos dispuestos a apurar más de una copa de tinto de la tierra llevados por la seducción del balompié. Hasta tres llegamos a degustar por nuestra parte para justificar nuestra presencia en el previsible coro de loas, críticas y frustraciones por la llegada de la pelota a la red ¡Goool! Gritan unos, silencios de disgusto y gestos de aparente enfado en los otros. Me asombra la capacidad de seducción del juego, las vibrantes emociones que pueden generar este juego de territorios y la fidelidad a unos colores que permanece más allá de la espectacularización del mismo y del capital que moviliza.
Desayuné muy temprano a solas en el bar del hostal San Miguel, mientras el propietario repasaba la contabilidad en un libro de cuentas tradicional con su Debe y su Haber. Me preparaba para el reto que tenía por delante. Empezaríamos realmente la pedalada. A la salida de Ponferrada, una indicación mal interpretada nos hizo volver a las murallas del castillo templario por una callejuela empinada que me obligó a echar pie a tierra por primera vez. Mal presagio para la primera jornada que empezaba con una subida suave por la falda del monte Pajariel bordeando el río Sil, mientras que la ciudad de tejados grises quedaba a nuestra derecha. En la primera media hora de pedaleo, el compañero pinchó. Giramos a rueda para que actuase la grasa antipinchazo sin resultado. Pronto tuvimos que cambiar la cámara, la jornada no acababa de fluir. El ascenso por las estribaciones del Pico Pajariel obliga al esfuerzo constante. De nuevo vuelvo a tener que arrastrar la máquina que parece duplicar su peso para superar los desniveles. En el corazón de la comarca berciana atravesamos pueblos silenciosos, pasamos bajo los voladizos de sus balcones apolillados de dejadez y de abandono hasta llegar a Priaranza del Bierzo con intención de emprender la subida al Castillo de Cornatel pero un error de orientación nos llevó a la ruta de las impresionantes Barrancas de Santalla, unos erosionados farallones arcillosos que se levantan majestuosos en su tonos rojizos sobre el valle del Sil. A sus pies se extienden extensos bosques de chopos aún desnudos de invierno en este día primero de la primavera. El desvío nos obligará a dar un largo rodeo en torno a la cumbre del castillo de Cornatel que a pesar de las expectativas originadas por los comentarios de Alvil sobre el interés del paraje no llegaré a apreciar. En los avatares de la ruta vas conociendo al compañero, su capacidad física y su resistencia mental, su apoyo cuando desfalleces y también su autoexigencia y su excesivo enfado consigo mismo cuando se equivoca en algo tan banal como no percatarse de un mojón del Camino que nos obligó a hacer algunos kilómetros de más. Tras varias dudas y esforzadas subidas, conseguimos desembocar a la ruta por carretera hacia Borrenes. Una aldea más en franca decadencia, en la que intentamos ayudar a Socorro, una mujer de noventa y seis años que nos pidió agobiada que le abriésemos el portón de una habitación al borde de la calle en la que guardaba los comestibles porque llevaba dos días con la llave en la mano sin conseguirlo. Tampoco nosotros lo logramos. La pobre señora, con unos pocos dientes oscurecidos, más de un pelo recio en la barbilla y una mirada ida, desprendía un fuerte olor a mugre, con una falda grasienta sobre unos pantalones sucios, expresaba con palabras desabridas su desesperación y su rencor contra un mundo incomprensible. Al poco apareció Luisa, una vecina algo más joven y de mejor presencia con la que entró en discusión sobre los hijos que vivían en Ponferrada, sobre el porqué se la habían llevado del pueblo contra su voluntad y contra su opinión la habían devuelto, sobre la actitud de una nieta que “era un caballo”, sobre nuestra imposibilidad para socorrerla…Y uno se deja envolver en el problema de tantos mayores sin cuidados, en las condiciones de una sociedad en la que los viejos estorban y los llevamos a morideros o les damos de lado. En el futuro que me resta como viejo pronto. Una ligera llovizna arrinconó por unos instantes mis preguntas.
El esfuerzo en el primer tramo de la subida hasta Las médulas, ese paisaje de alucinantes pilares de tierra rojiza, erigidos como fantásticas estalagmitas, restos de la montaña horada hace dos mil años por los maestros de obra romanos al frente de miles de esclavos para conseguir la mayor mina a cielo abierto de extracción de oro, declarado Patrimonio de la Humanidad, casi me llevó al desfallecimiento. Los últimos tres kilómetros hasta el enclave, ya por el arcén de la carretera, fueron una dura prueba de resistencia. Llegué exhausto, necesitado de glucosa que busqué compensar con avidez con un té caliente y una magdalena. Por el desgaste sufrido, renuncié a subir un tramo más hasta el alto de Las Predices, que según todas las guías ofrece la mejor de las vistas. Renuncias para evitar otra crisis. Solo el descenso de cinco km por el valle del Valdebría hasta Puente de Domingo Flórez, lugar de paso entre León y Galicia, por una pista de tierra que serpentea por laderas aromadas de pinos silvestres y pinos negros, te compensa en tus vacilaciones. Te dejas mecer en la bajada entre verdes y juegos de luces. En el comedor del hostal San Miguel saldamos el almuerzo apurando el primer menú de la ruta por doce euros. La cocina popular berciana, marcada por el cerdo en casi todos los platos, condicionaría de nuevo mi bienestar digestivo para liberar urgencias en la continuación del pedaleo hasta Sobradelo, la meta del día, subiendo por la margen derecha del río Sil en paralelo a la vía del tren. Ya en la comarca de Valdeorras, en tierra gallega, quedan a nuestra izquierda las canteras de pizarra de las que el país es el primer exportador mundial. Contrastan los tonos grises de estas explotaciones a cielo abierto con sus altos montículos de restos a los que aún no se han encontrado soluciones de reutilización con los intensos verdes de los bosques de la Sierra del Eje. Para entrar a esta localidad que no llega a los seiscientos habitantes pasamos frente al cementerio situado en la parte más alta como es habitual en esta tierra definida por el culto que rinde a los muertos. Olvidables las pésimas condiciones higiénicas de las destartaladas estancias en las que nos alojamos en el único albergue del pueblo, solo mitigadas por la amabilidad y la atención en el trato que recibimos del propietario de luengas barbas, gorra permanente y pasos bamboleantes en ajadas babuchas de fieltro más que usadas. El miembro activo de Los amigos del Camino de invierno nos preparó con cariño unos filetes de pollo a la plancha y una rica ensalada para la cena que, regada con una jarra de áspero tinto de Mencía y dos chupitos de licor de hierbas o de licor café, alivió el cansancio y ayudó a superar la repulsión hacia la suciedad del dormitorio. Incluso a la mañana siguiente cumpliríamos con el rito de una fotografía para endosar su nómina de peregrinos. Bicigrinos, según nos había definido a nuestra llegada uno de los dos caminantes que también hicieron noche en el sucio albergue. Un tipo habitual entre el variopinto peregrinaje, exultante al final de la jornada, estrafalario en su chándal amarillo con el escudo de la Orden de Santiago, personaje locuaz y fanfarrón, caldeado con el cumplimiento de la etapa y con algún trago largo que se extendió más de lo necesario en el relato de sus proezas del día. Antes de la partida, después de nuestro posado para la asociación de Los amigos, el peregrino del chándal amarillo apareció con la cara desencajada y con aire compungido, preguntó al hospedero por el centro de salud para ser atendido de una urgencia estomacal. Su compañero en el peregrinar había salido una hora antes.
En Sobradelo empezamos la rutina de la ruta,
la llegada a la meta del día, la instalación en la habitación, la organización
de las alforjas, el paseo por la zona, la programación mínima del día
siguiente, la cena y el imprescindible retiro temprano cada cual a sus
vivencias. Frente al monumental puente sobre el Sil insistió mi amigo en que
nos hiciéramos un selfi a lo que accedí a pesar de mi rechazo a esta iconolatría
narcisista. El puente, del que no tenía entonces información, me llamó la
atención por la factura de arquitectura industrial y sus siete arcos de piedra
roja. Después recopilaré información en la red en la que se afirma que “… en la Guerra de la Independencia contra los franceses, el
abad de Casaio, Juan Ramón Quiroga, al frente del ejército de voluntarios de
Valdeorras, mandó derribar el arco principal para evitar el paso de las tropas
enemigas al otro lado del Sil. Se había construido entre los siglos XVI y XVII,
tras ese incidente, tardó bastante tiempo en repararse, pero finalmente se hizo
a finales del siglo XIX”. Asimismo, me llamó la atención la curiosa
arquitectura racionalista de la iglesia de Santa María de Sobradelo, levantada
sobre una antigua planta térmica y que según se expone en una placa informativa
fue erigida con la subvención del Estado alemán de 1943 para la atención
espiritual de los técnicos germanos desplazados allí durante la Segunda Guerra
Mundial para la obtención de wolframio necesario para la industria
armamentística por lo que según se cuenta el núcleo de población fue conocido
como “ciudad de los alemanes.” La información no me convence, dudo de la veracidad y la objetividad de la Historia y
de las historias que nos conforman. Con posterioridad he leído que la Xunta
subvencionó su reforma recientemente y que se
pretende incluirla como referencia para el peregrinaje. Al fin y al
cabo, los caminos siempre son resultado de crisoles de culturas y tiempos
sobrepuestos sobre el mismo itinerario, sobre espacios enriquecidos por
diferentes creencias y percepciones del mundo ¿Por qué nos atraen tanto
recorrer los caminos anteriores a la sociedad industrial, sea el Camino de
Santiago o cualquier otro que no
coincida con su sistema de comunicación? ¿Por qué gusta seguir los trazados
sobre el relieve que fueron surcados a pie, a lomos de animales o en carro?
Caminos difíciles para el transporte de mercancías y para los desplazamientos
rápidos. Para el transporte de turistas se impone el antiecológico transporte
aéreo, para el transporte de la energía la contaminante navegación de los
grandes petroleros, de los gaseros, de los contenedores para los productos de
consumo masivo y sin embargo, cada vez resultan más sugerentes los
desplazamientos lúdicos por los antiguos caminos. Quizá los centenares de miles
de años de nomadismo como especie y los cinco mil años de civilización agrícola
nos resultan muy cercanos y aún permanecen en el ADN del homo sapiens frente a
los escasos tres siglos de civilización industrial. Quizás aún recordemos
tantos pasos y tantas búsquedas bajo la oscuridad de los bosques, tantas
búsquedas titubeantes por los accidentes del terreno sometidos al terror a lo
desconocido, a la proyección del propio miedo a la muerte y avivemos en el
subconsciente el culto a los dioses paganos a los que reservábamos lugares
inaccesibles y cuevas oscuras. Restos del politeísmo de las primeras religiones
con sus entidades protectoras de la naturaleza y sus dioses malignos frente a
los monoteísmos indiferentes al medio natural o claramente utilitaristas: “…y
llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del
cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra...” escribió alguien en
nombre del Dios único. Porque buscamos encontrar raíces y conexiones con la realidad física,
con el terreno, con el aire libre, con los sonidos de los vientos y con los
silencios de los páramos en un anhelo de un tiempo ajeno a la virtualidad del
presente.
Salimos de Sobradelo, subiendo por la rúa Real por el segundo puente de origen medieval de
un solo arco sobre el río Casaio, bajo una ligera llovizna que ni siquiera
impedía la visión del valle que se nos ofrecía desde la carreta OU-981 de
cómodo asfalto hasta O Barco de Valdeorras.
A la salida de Villamartín, antes de tomar un cruce para A Rúa, una
conductora bajó del utilitario para una pregunta obvia ¿sois peregrinos? Sonia R. se presentó como periodista y nos
pidió permiso para hacernos una foto, accedimos por cortesía y después nos
pidió hacernos una entrevista. Trabajaba para un medio local de la comarca de
Valdeorras: Somos comarca. Se
comprometió a mandarnos el enlace una vez que la hubiera editado y le dejé mi
número de teléfono. Cuando pasaban los días sin recibirlo, le comentaba al
compañero que no lo haría como era
propio del ser periodista. Pero me equivoqué. El último día, ya en Fisterra,
recibimos el enlace, el texto escrito y la interviú grabada. Siempre se aprende
a rectificar y a pensar mejor de los demás. Más allá del relativo interés de
nuestras respuestas a sus preguntas improvisadas sobre la marcha, las preguntas
de una profesional de la comunicación que aprovecha cualquier ocasión para la
crónica del día a día, transcribo su respuesta a mi agradecimiento por haber
cumplido y a mi deseo de que su medio siguiera creciendo porque “Las personas son las que nos hacen crecer y
las que son como vosotros nos hacen grandes. Gracias”.
En el centro de la comarca, ya en A Rúa paramos para el
desayuno. Frente al rico café con la cremosa leche gallega y al aceite de oliva,
opté por la seguridad del té verde y de la no menos rica mantequilla para
evitar nuevas alteraciones fisiológicas como así fue desde entonces. Pequeñas
renuncias para obtener otros beneficios más duraderos. Desde la desviación de A
Rúa hasta la aldea de Albaredos en el municipio de Quiroga. En la tercera
jornada, superé con ritmos acompasados en series la subida de más de siete km.
A partir de ese puerto volvieron a flaquearme las fuerzas pero el cuerpo va
adquiriendo una capacidad de sacrificio y empieza a dar señales de resistencia
de las que me creía incapaz. Bordeamos las laderas de la Sierra del Caudel hasta ver en el fondo del valle el cauce ya ensanchado del Sil, que por algo
seguimos La Ribeira Sacra, la siguiente denominación de origen, la nueva
comarca al paso. El nuevo paisaje me ayuda a superar la primera crisis de la
mañana. A las doce y media cruzamos la primera aldeíta de la provincia de Lugo,
Albaredos, silenciosa y desierta. En el horizonte los primeros viñedos en
bancales. A la salida, en el lavadero público hicimos una parada breve de
recuperación y solaz acompañados por el runrún de la fuente sobre el pilón bajo
la estricta vigilancia de una diosa desconocida de inspiración hindú tallada en
el tronco de un carvallo. El descenso, largo y con una pronunciada pendiente
exigía atención y cuidado; después llegaría la nueva subida y la primera bajada
para retomar oxígeno hasta un nuevo
descanso en un antiguo molino de aceite o muiño
poco antes de Bendilló. Picamos unos frutos secos sentados en una de las
piedras de amolar dando la espalda a un reducido monolito dedicado al
industrial local que promovió su aceite, de un alto porcentaje de acidez y
extracción sobre balsa de agua. La planta rectangular de una ermita en ruinas
flanqueó el momento. Mas los pistachos no fueron suficientes para recuperar
fuerzas y en el peralte siguiente volví a gustar del paseo con la bici a
rastras hasta normalizar la respiración y conseguir aliento para continuar en
el pedaleo. En la siguiente bajada hasta Soldón sufrí la primera caída de la
ruta. Atenazado por el miedo, no conseguí mantener la rueda trasera enfilada al
superar una zanja en las lascas y salté a besar el lado derecho de las pizarras
sin más consecuencias. Desde Soldón un obligado tramo de bajada cómoda por
carretera y un arcén ancho y seguro fue un regalito de la etapa hasta la meta
del día: Quiroga. El rico almuerzo en
Casa Aroza, local de comida casera, abundante, de sabores tradicionales y un
trato excelente por parte de la camarera, así como contar con un más que digno
hospedaje por uno de los precios más módicos en el hostal Quíper de esta ciudad pequeña y cohesionada de Lugo, me hizo
olvidar las duras condiciones de la pitanza y del alojamiento del día anterior.
Alternancias de bienestares y displaceres del esfuerzo diario.
Si
en El Bierzo, el carácter áspero de los leoneses es una seña de identidad más
allá del tópico, como compruebas en las respuestas recibidas cuando hemos
preguntado por alguna dirección o alguna bifurcación dudosa, en Galicia, cuando
preguntas a cualquier paisano por la dirección adecuada si te has desviado del
camino, este te va a ofrecer siempre una primera posible y otra también “porque
puedes llegar tomando esa rotonda y después la segunda salida, o bien sigues
hacia adelante y despides el puente a la izquierda o mejor antes os desviáis
por la derecha…” Tú pones cara de estar comprendiendo el mensaje y la
información que con la mejor voluntad te ofrecen pero no has entendido nada. Le
das las gracias y procuras organizar las
múltiples opciones, entre ellas la de guiarte por la intuición, la de recurrir
a un nuevo informante o la de volver al punto de la duda. A los gallegos
mayores de las numerosas aldeas les gusta contar historias, fabulan incluso
para informar de un recorrido, se sienten portadores de un conocimiento único
respecto a su medio cercano en este tiempo de globalización de datos, de
dependencia del GPS y de redes. En otra ocasión, un septuagenario del rural, de
inequívoco aspecto celta que trabajaba su sembrado, nos precisó que el pueblo
por el que preguntábamos estaba por carretera a mil ochocientos metros
aproximadamente y que si cogíamos por el camino a dos mil cien metros, que él
lo tenía comprobado. Magnificencia en la exactitud de la medida. Otro de los
placeres de la ruta, el gusto por el valor de la palabra viva nacida de la
inmediatez física con los otros.
Aunque en ese día será Galicia la única comunidad autónoma en la que no llueva mientras que en el resto del país las lluvias abundarán, salimos de Quiroga con el piso mojado por una ligera llovizna caída antes del amanecer como pude ver desde el ventanal de la habitación del hostal en mi despertar temprano. La subida al pinar de Nocedo es larga y dura, su prolongada pendiente se hace aun más áspera porque una parte de estos pinares han ardido hace poco. El olor a madera quemada batalla en la pituitaria con el aroma de los nuevos pinos de repoblación. Los pulmones se quejan por falta de aire, cada célula requiere más oxígeno, se imponen paradas breves para recuperar el tono y el aliento. Un motivo cualquiera ayuda a la recuperación. Alvil me espera poco antes del final del puerto cuando mi agotamiento es evidente. Durante unos minutos observamos en silencio la labor de tala de troncos y despojamiento de ramas que realiza el brazo mecánico de una máquina de oruga, manejada con soltura por un solo hombre.
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Ermita de Los Remedios |
A la una de la tarde entramos en Monforte, la segunda ciudad de la provincia lucense cercana a los veinte mil habitantes. Atrás quedaba el largo vadeo por la ribera del Saa con corredoiras inundadas entre bosques de abedules y de pinos. En la memoria inmediata los líquenes y las yedras vistiendo los troncos, los olores de la hojarasca en descomposición, el efluvio del humus regenerador del estiércol del vacuno, los ladridos de los perros encadenados a sus funciones de alarma, los troncos de las cepas a la espera del injerto. Cuando aparcábamos las bicis ante la puerta de la Pensión Miño, un hombre de mediana edad con chaleco amarillo de la policía local, bajó con diligencia de un coche particular y se dirigió a nosotros preguntándonos con contundencia si éramos peregrinos. Con expresión aturrullada, en un gallego “muy de Lujo” nos conminó sin más a que fuésemos a la comisaría que estaba al final de la calle para conseguir el sello nuevo con una concha de la Policía. Respiramos aliviados, habíamos creído que venía a amonestarnos por algún motivo o por haber tomado una calle a contramano. En la tarde nos dirigimos a la comisaría indicada por el supuesto agente del orden para que nos sellaran la credencial compostelana. El uniformado de puerta se extrañó de nuestra intención y contuvo una sonrisa al oír la conminación del supuesto compañero. Nos hizo pasar a una dependencia en la que un policía de paisano nos pidió el DNI y nos selló la dichosa hoja con indiferencia. Un sello común del C.N.P. sin más florituras. A esa hora, el presunto agente del orden seguiría riéndose de la ingenuidad de los dos ciclistas sexagenarios.
Dedicamos el resto del día a conocer la ciudad del Colegio de Nuestra Señora de la Antigua, conocido como el Escorial gallego, enorme edificio de planta herreriana levantado por los jesuitas y hoy regido por los escolapios. La fachada principal se abre a una gran explanada, plaza de Campo de la Compañía en la que los críos jugaban a la pelota y las mamás y las abuelas pasaban las horas al inesperado solecito de marzo. En los bancos del parque cercano al río Cabe y en el entorno del Puente Romano, que a pesar de su pomposa denominación fue construido en el siglo XVII, se palpaba cierto ambiente de ciudadanía viva. Subimos después a pie hasta la mal llamada acrópolis monfortina por las callejuelas surgidas en torno a la antigua muralla para acercarnos hasta la torre del homenaje del castillo, la parte mejor conservada de la fortaleza que fue saqueada por las tropas napoleónicas. Se conservan en buen estado tanto el palacio de los Lemos, los señores que dominaron durante siglos la villa y el monasterio de San Vicente de los pinos, reconvertido en parador de turismo. Un ejemplo más de una restauración adecuada del patrimonio artístico pero en la que no se tiene en cuenta las necesidades de integración en la vida del municipio y de sus habitantes. De todos modos, la caminata merece la pena porque se aprecian unas vistas inmejorables de todo el valle del Cabe. Antes de salir para la frugal cena, tomo las notas del día en la mesita camilla de la habitación que me ha tocado en la pensión de doña Elpidia. Un paño de crochet cubre la enagua del reducido escritorio, una tulipa de botella acoge la bombilla de vela de la lámpara sobre el cabecero de brocado, en el espejo del baño un grabado a fuego modernista decora el ángulo izquierdo, el rollo de papel higiénico de repuesto cuelga de otro paño con calado hecho a mano, las puertas del armario lucen varias capas de barniz lustroso…una hostería modesta y digna propia de un tiempo de viajantes de comercio y de funcionarios de paso hacia plazas más prometedoras. En esta habitación, después de una noche de sueños inquietantes, tuve que desayunar en la mañana siguiente una triste manzana y unos frutos secos ante la imposibilidad de que el bar más cercano abriese a las siete y media aunque intenté negociarlo con el camarero la noche anterior sin conseguirlo.
Diez horas después, pasadas las seis y cuarto de la tarde llegamos a Rodeiro. Setenta km de subidas y bajadas, de pasos por antiguas calzadas, de arrastres de la bici y de las alforjas, de caídas y de experiencias reconfortantes en la templanza del esfuerzo. El paso del ecuador del tiempo previsto fue una de las jornadas más extenuantes. Habíamos salido de Monforte cruzando a pie el Puente romano también conocido como Puente viejo por ser de un solo sentido. Tras dejar atrás A vide continuamos por un camino de lodos paralelo a un canal en el que fui al suelo al cruzar una zona inundada. La patinada me dejó dolorida la rodilla izquierda por el impacto contra una piedra, sin más daño que el del enfado con mi propia torpeza. No sería la última del día. Subimos sin demasiada dificultad hasta el alto de Moreda y en la fuente de Piñeiro, pude renovar el agua de la botella comprada en Monforte. Necesito agua y más agua cada vez para frenar la deshidratación en el esfuerzo. Aún es posible degustar el agua potable de las fuentes y de los manantiales en esta tierra de humedades y verdes. Después de hijuelas enfangadas bajo bosques de robles y de castaños continuamos hasta Diomondi en un tramo de rodada fluida por pistas de grava y de asfalto desgastado. Parada inexcusable para admirar su iglesia de estilo románico santiaguino y considerar los errores de la restauración de las archivoltas de la portada con materiales nuevos. En dos días inaugurarían un albergue ubicado en el edificio parroquial anejo al templo, según nos informó un paisano que contribuyó con su comentario a que Alvil decidiera continuar la bajada por la antigua calzada romana conocida por Codos de Belesar hacia el valle del mismo nombre surcado por el Miño. Alá baixan os rapaces pero vostedes sodes patrós ̶ había sentenciado el paisano. Y como si fuésemos jóvenes incautos, por allí bajamos descartando la opción de la carretera. Una larga bajada no ciclable, es decir de imprescindible frenado constante por el desnivel con una pendiente vertical a la derecha que hacía difícil contener el peso de la máquina, ni siquiera a pie. Un resbalón precipitado, una raspadura seca en los gemelos de la pierna izquierda para desembocar en crisis abierta, sin fuerzas y desfondado en el pueblo de Belesar. Una manzana y más nueces en otra parada imprescindible. Noté en mi compañero la duda sobre mi capacidad la continuidad en la ruta. Yo mismo llegué a plantearme el abandono. Pero la luz espléndida se desparramaba generosa sobre los bancales de viñedos en un mediodía esplendoroso con una temperatura impropia de esta tierra y en esta fecha. Así lo había comentado un poco antes una señora desde la ventana de su casa sin enfoscar en la aldea de Galegos, esto es el cambio climático que dicen…Y decidimos continuar en la ascensión de cinco km hasta San Pedro de Líncora, con pausas en la respiración y series en el pedaleo, haciendo de cada herradura del camino un escalón más de superación, parando casi al final del monte para refrescarme en una fuente de un recodo, aligerarme del maillot y empaparme de agua el pañuelo. Continuar, seguir, mantener el tipo hasta Chantada y disfrutar de un condumio breve con un par de cañas de Estrella, unas exquisitas tapas de tortilla de patatas y otra de queso del país servidas por Rosa, que además hacía sonar a Mahalia Jackson en su local sin estridencias. Animados y optimistas, dejamos pronto atrás los soportales y las casonas de la villa. Una suave espuela para abordar la parte más dura que aún restaba de la jornada: la subida hasta la Ermita do Faro, el lugar desde el que se pueden ver las cuatro provincias gallegas. En el estribo de la subida, poco antes de la empinada cuesta, en Penasillás, un pueblito de unas pocas viviendas, paramos junto a su peto de ánimas. Uno más de los monumentos populares en memoria de los idos que van más allá de la intención recaudatoria y de la propagación de los dogmas de la Contrarreforma. Fueron erigidos a partir del siglo XVI en estas tierras que cimentan el permanente culto a los difuntos, tan presentes, tan suyos, tan nuestros. Postes de granito con remate triangular o en arco semicircular como en este caso, coronados por una cruz y una hornacina en la que se esculpían en bajo relieve las almas penantes del ardiente Purgatorio asomadas a una hendidura en el peto o bolsón en el que depositar las limosnas para conseguir su ascenso al Cielo y de paso colaborar con el mantenimiento del clero. No conseguimos que nos abrieran el albergue-bar O peto, situado frente al limosnero de piedra, aunque se oían voces en su interior. Nos hubiera venido bien para tomar una cola que aportara azúcar al previsible desgaste que nos esperaba, una necesidad de glucosa que sufriría irremediablemente minutos más adelante cuando el desnivel que llega a un 15 %, me haga perder el resuello tirando de la máquina y de mi desesperación para superar la Dorsal Gallega y pasar del último concello de Lugo al primero de Pontevedra, Rodeiro, meta del día con alojamiento reservado en el hostal y albergue Carpinteiras. Hacia la mitad de la subida, a partir del monolito de homenaje al poeta Uxio Novoneyra, una carreterilla asfaltada para la ubicación de un campo de aerogeneradores fue un acicate para conseguir un ritmo adecuado en el pedaleo y acompasarlo con la respiración en series, mecanismos de resistencia y aprendizaje imprescindible para coronar una bifurcación y una decisión: subir hasta la Ermita do Faro o iniciar la bajada hasta Rodeiro. Mi capacidad de resistencia ya no daba para más y con resignación asumida esperé al borde de un bosque de pinos, mientras Alvil hacía la subida y la vuelta para cumplir su objetivo de llegar hasta la capilla. En poco más de veinte minutos la temperatura había bajado ostensiblemente. A partir del cruce de la renuncia, con la aquiescencia del compañero, opté por la bajada por la carretera para no acabar agotado sin remedio. En el descanso de la tarde camboteña decidimos reducir el tiempo de la ruta y alargar la próxima pedalada hasta Ponte Ulla con la intención de cerrar la penúltima en Negreira e intentar llegar a Finisterre con un día de antelación. A pesar de la extenuación, te superas y te arriesgas porque estás imbuido en la constancia del esfuerzo. En la remembranza de la jornada retuve con gusto el regalo de Diana en la primera hora de la mañana, la belleza de los saltos armónicos de una cría de corzo en un pradiño antes de llegar al Pazo de Reguengo cuando la bruma aún no había levantado. Una etapa cerrada con una copiosa cena en el único establecimiento abierto en el municipio, el pub-cervecería-cafetería Quirós poco antes de que cayese del todo la noche en sus calles solitarias con algunas farolas de luces tímidas.
Será el día más suave en el esfuerzo, que empiezas a sobrellevar con más técnica y más equilibrio en el riesgo. Habíamos salido de Rodeiro con un leve nublado y una temperatura agradable. El compañero había reparado antes su segundo pinchazo a las puertas del hostal. Solo una cámara de repuesto para cuatro ruedas. Tendríamos suerte y no nos hizo falta. La estadística del incidente ya estaba cumplida. Pronto llegamos a Lalín para el desayuno en esta capital de la comarca de Deza, en la que nos comprometimos en el reto de no dormir en Silleda, precisamente en su día feriado y pedalear hasta Ponte Ulla. Continuamos la mayor parte del recorrido por la carretera nacional, pues a veces el Camino te lleva en un breve bucle y te devuelve al asfalto. No merece la pena entrar en un peralte, meter riñones y volver al mismo arcén con unos centenares de metros añadidos sin más objeto. Sí nos adentramos en un denso bosque de abedules para continuar la linde de una soberbia casa de recreo, de las pocas edificaciones civiles de estilo barroco gallego. Para ir buscando la bajada al valle del Ulla, hollamos una antigua calzada inundada casi en continua corredoira en la que tuvimos que echar pie a lodos. El compañero sufrió su primera caída y quedó con la muñeca dañada para el resto de la ruta. A partir de Bandeira entramos de nuevo en el Camino, quizás en su orografía más suave a pesar de las frecuentes “cuestecitas” ¿Ayudarán los diminutivos a coger fuerzas? Aquella mañana, la naturaleza domeñada con cuidado por el minifundismo del pasado nos ofreció su cara más alegre, el optimismo del trabajo hecho con amor por la tierra. Pasamos por senderos limpios de maleza; esperamos unos minutos para que desde un tractor del servicio público se desbrozara la hierba de los márgenes con cuidado para no dañar a los árboles jóvenes. Poco más allá otro trabajador conduce una aplanadora del piso. En un amplio prado pastan vacas lecheras de una granja intensiva. Se acumulan pirámides de estiércol cubiertas de grandes plásticos para su fermentación y aprovechamiento. El olor intenso y ácido del abono inunda el aire. Desde el volante de su trilladora, su joven conductora nos dedica al paso un saludo y una sonrisa que llenó de luz la jornada. A la una y media del mediodía cruzábamos el majestuoso puente medieval de tres ojos que conecta las dos riberas del Ulla. Después de una bajada muy pronunciada, señalizada como peligrosa para los ciclistas, cuyas cerradas curvas imponían tal pavor, que la hice con risas para ahuyentarlo y buscar al ciclista que no seré. Entramos en la primera parroquia de la provincia coruñesa. Es conocida como el Jardín de Santiago y en esta ocasión, la exuberancia de su vegetación da razón de realidad a la frase de promoción. Su ubicación en el seno del valle limitado por dos altos puentes ferroviarios, el de Gundián, levantado en 1950, famoso entre los puentingueros, y el más reciente de 2008, fue una grata sorpresa por la belleza del entorno, por los numerosos caños de agua que bajan por las laderas y por la amabilidad de sus habitantes. Aunque tuvimos que subir a pulso las máquinas por una escalera de piedra de cuarenta y ocho altos peldaños para salvar la vuelta al asfalto y a la carretera nacional que me dejó una vez más al borde del desfallecimiento para llegar a la pensión O cruceiro, nos vimos compensados por el buen trato de las hospederas y por la relación entre la calidad y el precio de las habitaciones. A estas fechas de la ruta había aprendido a acompasar la respiración con el pedaleo en los ascensos, en periodos numéricos varios, en paciencia medida y en cadencias pero no conseguí superar la escalinata con comodidad y los treinta kilos a pulso. Olvidaremos el mal dormir que nos provocó a ambos el sonido de un televisor que no dejó de estorbar durante toda la noche en la habitación interpuesta entre las nuestras. Ni Alvil ni yo conseguimos que el huésped desvelado la apagase a pesar de los golpes que cada uno dio en los tabiques respectivos. Cuando quedan dos etapas para culminar el viaje, la rutina de la ruta ha facilitado nuestra convivencia, en el tiempo en común y en el tiempo individual. Ya desayunado aviso al compañero unos minutos antes de la salida. A media mañana, el hará su primer desayuno y yo lo acompañaré con mi segunda ingesta antes del mediodía. Salvo en dos ocasiones, preferimos hacer la comida principal una vez instalados y aseados para disfrutar de lo que pueda enseñarnos la localidad de cierre, para pasear con calma y decidir donde repasar el programa de la siguiente jornada con un té o una estrella, .antes de una tapa y cumplir con el chupito de rigor para retirarnos temprano sobre las diez y media para el imprescindible descanso.
A pocos metros del puente medieval, en la calle principal, en el centro de un patio enlosado de tumbas y rodeado de nichos familiares, se levanta la iglesia de Santa María Magdalena, de planta románica, que conserva su ábside y sus canecillos en buenas condiciones y ofrece una lección de la evolución de estilos desde la fachada casi renacentista a la culminación de su espadaña del barroco santiaguino. Pero en la monumentalia para el recuerdo, queda nítida en la memoria la visita en la mañana a la igrexiña de San Martiño de Dornela, una aldea en el corazón de un coto donado por la reina Doña Urraca en el siglo XII al episcopado de Santiago. Me atrae el románico en la sencillez de sus líneas, en la humildad de sus gruesos muros, en el orgullo de quienes los levantaron impulsados por el miedo ancestral a la muerte y por la doctrina exigente de la sumisión, con la intención de aplacar la ira de un dios severo, oscuro y omnipotente. Canteros pegados a la cotidianeidad del frío, del fuego alentador, del sexo jocoso, valientes hasta mofarse en las escenas de los capiteles de la institución promotora. Capaces de las dovelas más sólidas para expresar la solemnidad de la celebración campesina, de los bautismos y de los entierros. En su patio, también al borde de la calleja principal del lugar, sobresalen margaritas entre los tréboles de la primavera recién llegada. Las ortigas restan seriedad a los epitafios al uso de estas modestas lápidas ¡Cuidado, no pises las tumbas! Omnipresencia de los difuntos familiares en sus lares comunales. Cementerios en las entradas, en los altos más visibles a los vecinos, desde las leira y los bosques. Y continúan publicándose en las fachadas de las iglesias las esquelas recientes y los recordatorios de las misas por los aniversarios. Tanta información en torno a los finados no puede entenderse fuera de este medio, de veredas estrechas y árboles de bosques centenarios cubiertos de líquenes y de yedra, de noches de soledades y de silencios con patacas y unto al fuego del lar. Mañana llegaré por segunda vez a Santiago en el sexto día de la pedalada.
En una hora cubrimos los veinte kilómetros que distan desde Ponte Ulla a Santiago por la carretera N-525 hasta cruzar el puente sobre la curva de Angrois en la que fallecieron ochenta personas en julio de 2013 en el más grave de los accidentes ferroviarios de este siglo en España. No fue un momento dulce del camino. Regresaba a la capital gallega como nunca hubiera imaginado, más fuerte y con el dolor enchiquerado en el burladero del recuerdo. Volvía después de seis días de gozar esa tierra en la que tanto creció y amó, a encontrarme en su Santiago, al lugar último de su juventud. A vivir el adiós de quien escribió estos versos premonitorios poco antes de su partida:
Mi Santiago
Lluvioso te hallo como siempre te imaginé.
Es como te veo, como te siento
Y… ¡Ay, cómo me mojas!
Siempre humedeces mis ideas,
haces de mi alma un triste trapo mojado,
haces que presienta negruras,
el miedo, la angustia.
El olor a tierra húmeda
Me recuerda a aquellos años de tierra quemada,
de sombras aciagas.
Y la luz, siempre dispuesta
a extinguirse en la siguiente esquina.
Como la vida que se fuga en los poros de estas piedras,
piedras que rezuman tiempo y muerte
porque ellas sí son inmortales,
saben que los muros de nuestras almas
están levantados con el mismo material
que ellas soportan cada día. (3)
La luz indecisa de la
mañana santiaguina, “siempre dispuesta a extinguirse en la siguiente esquina”,
el silencio bajo los soportales de la ciudad vieja, los pasos lentos por el
enlosado húmedo hasta la Plaza del Obradoiro, la explosión de belleza
monumental del conjunto y la pregunta sempiterna en mi conciencia, se sumaron en una sima de emociones
contradictorias y sentimientos encontrados hasta las penúltimas lágrimas de un
largo duelo. Durante la travesía a pie por los soportales, Alvil había guardado
unos metros de distancia y un respetuoso silencio. En el centro de la plaza, frente a la imponente fachada
restaurada con tanto mimo, me preguntó entonces si podía darme un abrazo. Por
supuesto, nos lo dimos en silencio. Nos dirigimos lentamente hacia la oficina
de acogida del peregrino para cumplir el trámite de la credencial de la
compostela. La Iglesia, como siempre, al día del diezmo, para el creyente y
para el no creyente, actualizando su recaudación a través de un código QR que
has de descargar previamente al paso a la cola de peregrinos cumplientes con el
rito del documento. En el certificado irá tu nombre manuscrito en latín vulgar
y con una grafía pseudogótica desarrollada con pericia amanuense por la
administrativa que te atiende. Además te ofrece una certificación del
kilometraje recorrido que se te extenderá por tres euros y un cilindro de
cartón del Año Santo para conservar el diploma que por dos monedas más será
tuyo. Y allí, en una de tantas propiedades de la institución más longeva de la
Historia, más ausente que nunca, aguardé con mi papeleta número 23 en la mano a
que me llegara el turno ¿por qué cumplía con el trámite? ¿por qué hacía la
cola? Por respeto a la fe honda del compañero del viaje al que sí le importa el
documento. A la salida del trámite, cuando los grupos de turistas se agolpaban
frente al edificio, un inoportuno
holandés insistía en preguntarme sobre el Winter Road. En mi mal inglés debí
mandarlo a la mierda, pero soporté su mala educación y su agresiva curiosidad a
pesar del doloroso momento. Cuando salíamos de la ciudad hacia Negreira, al
girar en una esquina frente al parque de la Alameda sufrí la caída más
inexplicable. Un golpe seco contra el pavimento que me dejó doloridas la de la
muñeca y la cadera izquierdas al parar el impacto. Ya metidos en los senderos
de los alrededores estuve a punto de tener otro percance porque al recomponer
la sujeción de las alforjas olvidé atar el pulpo de seguridad. Una vez más, el
compañero se percató de mi despiste. Señales de aturdimiento que me enseñan a
conocer mis límites y mis carencias. Camino de aprendizaje. Poco a poco, el esfuerzo sostenido por las
travesías del Concello de Amez, una zona privilegiada de la periferia de
Santiago en la que abundan los chalés de alto nivel en los que parece que se ha
instalado cierta burguesía, me fue devolviendo a la realidad del ruteo. En otro
de los imprescindibles descansos breves acabamos hablando sobre las visiones de
la Edad Media en la Península y de sus mistificaciones desde el presente y
desde el próximo pasado. No solo de afecto se nutre la amistad, también crece
con el diálogo y con la argumentación de las diferencias.
En la penúltima noche
de la ruta nos alojamos en el albergue San José de Negreira. La relación entre
el servicio y el precio no permite publicitar para bien el establecimiento. Tengo
la sensación de que hay demasiada dejadez en torno al hospedaje del Camino, al
menos en este último tramo en el que se diversifica el tipo de peregrino. Se
supone que al ser más jóvenes, en su mayor parte extranjeros e “iluminados
hacia el fin del mundo” van a ser menos exigentes sobre las condiciones del
alojamiento. El hospedero, que tiene mi misma edad, te entrega la ropa de cama y te dirige a una
habitación individual, destartalada y fría,
con dos colchones de mala espuma y un baño anejo que se inunda con cualquiera
de sus usos, sea la cisterna, la ducha o el grifo del lavabo. Afortunadamente, una
ventana grande se abría a un bosque de chopos aún sin hojas, en cuyas ramas
secas vería aparecer la luna y alumbrar la amanecida al lucero del alba. Fue el
escenario más adecuado para la reconstrucción de los altibajos emocionales del
día. Herida que va suturando con cauterios ácimos y perdurables en la aceptación
íntima de su cicatrización. En la tarde de Negreira, paseamos por los jardines
del Pazo do Cotón, cuyo nombre me llega por la expresión gaditana, refrendada
en una letrilla de un tango con tono de exageración (Por la gloria de Cotón). Es
una espectacular edificación de estilo barroco y una impresionante muralla con
un arco de entrada a esta villa de origen medieval por el antiguo Camino Real a
Finisterre. La excepcionalidad del pazo ubicado en el entramado urbano frente a
la imagen típica del edificio aislado y la riqueza de su flora llaman la
atención. Sin embargo, un ala de antiguas dependencias del mismo no están
conservadas como debería y sin uso. Saldríamos a las ocho de la mañana con la
luz de las nueve del día anterior. Fue la noche del cambio horario estacional y
apuramos la iluminación solar en su orto y en su ocaso. Más luz para la larga jornada
que nos aguardaba. Me predispuse a ella con todo el ánimo, aún enardecido por la opípara cena de la noche
anterior en El café imperial, en la que conseguí que mi austero compañero de
viaje renunciase a su habitual frugalidad para apurar una botella de Alán de
Val de 2019, un buen vino de Mencía de la D.O. de Valdeorras, profusamente
explicado por la camarera que nos hizo distinguir los ribeiros tintos de otros
caldos cercanos con delectación profesional. Una cena de dulce final con un
delicioso postre de arroz con leche.
En la última jornada el paisaje cambia
radicalmente. Hemos atravesado la Galicia más rural y de poblamiento disperso
con modos de vida aún con rastros del minifundismo tradicional, aunque con
mejores condiciones de vida que aquella que conocí siendo un joven casi
imberbe. Hemos ladeado por los emparrados viñedos de Orense y por los extensos campos de
heno para las explotaciones intensivas de ganadería bovina de Pontevedra hasta
Coruña, la provincia más urbanizada y con un nivel socioeconómico más alto. Ya
con la vista puesta en el final de la ruta, iremos desdeñando partes del camino
antiguo para aprovechar los arcenes de vías rápidas que nos permitan cubrir con
comodidad los 72 km hasta Fisterra y soslayar en parte el cansancio acumulado.
No obstante también tuvimos alguna ración de fuerte subida para no
desacostumbrarnos del esfuerzo mantenido y de la dichosa épica del sacrificio, ¡Por la gloria de Cotón! Los bosques de repoblación
de pinos para madera y de eucaliptos destinados a la producción de celulosa han
sustituido a los carballos y a los abedules cubiertos de yedra de las
anteriores etapas. Se yerguen como
símbolo de otros modos de aprovechamiento de los recursos, como se levantan en
el horizonte de estas lindes de las Rías Altas los nuevos bosques de aerogeneradores en su rotar
de aspas de fibra de vidrio y carbono. Una paisaje en el que continúan los
recientes mojones con el logrado logo del único Año Xacobeo extendido a dos por
la pandemia marcando la ruta hasta el km O en la Costa da morte. Bien ha
entendido la Xunta las posibilidades de este turismo ávido de experiencias de
todo tipo al que se le pueden ofrecer varias alternativas para conformar las
varias necesidades que se hayan creado. Uno caso claro de creación de demanda a partir de la invención de la oferta. Cuando
al mediodía posamos para una foto testimonial entre los dos postes de la
bifurcación del camino con los sentidos enfrentados, o a Fisterra o a Muxía,
supimos que la meta estaba conseguida. Es de suponer que también en Muxía habrá
un mojón con el km 0, las dos opciones eran posibles y excluyentes. Pero solo
un faro se levanta en el fin del mundo. Hasta
Cee nos quedaba una larga bajada de once km por una carretera de piso muy
cuidado que nos impulsó en nuestro afán de meta. Antes de llegar a la
bifurcación de las dos señales ya habíamos avistado una mancha del océano desde
un promontorio, pero la llegada a la ría de Corcubión por sus laderas bajo una
luz pálida, logró que incluso los graznidos de las gaviotas me sonaran
acompasados de alegría infantil. Continuamos por la otra banda de la ría hasta
Corcubión, en la que hicimos una parada para conocer el exterior de la iglesia
de San Marcos, obra de transición del románico al gótico marinero, así conocido por la
ubicación junto el mar y por la búsqueda de la ligereza. La proximidad del
templo a una cantina del puerto, nos llevó a una segunda recesión para el
mantenimiento del ritmo en el pedalear. Allí apuramos un par de cañas y una
ración de croquetas de marisco mientras en la pantalla del televisor
retransmitían una competición de un juego popular, la chave, al que había jugado alguna vez en un barrio suburbial de
Coruña y del que no recordaba ni el nombre. Recuerdos muy remotos de un
adolescente curioso y tímido en un corro de adultos de habla incomprensible y
humor desconocido en el patio trasero de una tienda no autorizada de salazones,
ribeiro y percebes a modo en la
década de los setenta del pasado siglo. Un último refrigerio para seguir hasta
Fisterra. Dejamos la playa de Sardiñeiro e incluso tuvimos que retomar parte de
lo rodado para incorporarnos a la carreta AC-445 con un denso tráfico de tarde
de domingo. Se hizo interminable y pesado, más por la precaución necesaria que
por las subidas. Dejamos a nuestra izquierda la playa de Langosteira para
entrar a Fisterra y dirigirnos al albergue reservado que aunque abría dos días
más tarde nos había admitido a un precio más bajo por estar en temporada baja.
Dejamos en la recepción los equipajes y con las bicis aligeradas nos dispusimos
a la subida hasta el faro de Finisterre y hasta la Cruz de la Costa da morte.
En la bajada, aún nos quedaron ganas para una última parada para conocer el
atrio y la planta de la igrexa de
Santa María das areas. Numerosos creyentes voluntarios se esforzaban en la
limpieza del entorno y en el remozado del interior para los ritos del cercano
Viernes Santo. Ese día se saca la talla de un ángel para anunciar la
resurrección del Cristo de un templete minúsculo adosado a la loma enfrentada
al templo que a mí me había parecido un morabito, según nos explicaron estos
activos feligreses a la pregunta del compañero. Mis intuiciones sobre la
liturgia católica y la religiosidad popular no son muy acertadas…
Una última subida para cerrar
el círculo que se había abierto en mí al llegar a la estación internodal de
Santiago siete días antes. Una última subida realizada con menos esfuerzo del
previsible. Un primer broche al triste paseo bajo los soportales de la ciudad
vieja el día anterior. Una sutura favorecida por el apoyo amigo en esa mañana
de luces furtivas sobre el platillo de la Plaza del Obradoiro. Un segundo cierre
de la herida que solo podía ser sellado en la Costa da morte. A los pies de una
cruz instalada en la roca en 1987, a unos centenares de metros de la punta del
cabo, aprendí de la función terapéutica de los ritos para paliar el miedo a la
nada de los hombres. Porque yo también sé, que
los miedos de angustia del hombre los ahogan con cuentos. He aprendido que los miedos
acendrados en nuestros genes pueden ser superados desde la asunción de la
condición maravillosa y única de nuestro ser humanos. Contamos con todas las
herramientas y todos los instrumentos. Somos capaces de arriesgarnos, de luchar
contra las limitaciones de la edad y de la pesadumbre del vivir. Donde unos
dijeron que allí se acababa el mundo, otros intuyeron que el mundo no se
acababa allí, que la esfera terrestre es una perfecta imagen de la infinitud
del Universo.
A la breve sombra del faro,
asentados en las rocas del cabo periclitado como último peldaño al vacío,
reunían sus ensoñaciones nuevos peregrinos de los mitos recidivos en la posmodernidad. Un gaiteiro vestido de
blanco con su instrumento de viento y tripas hacía sonar acordes luminosos sobre
las aguas del océano silenciado de la muerte.
Kilómetro 0 del Camino de Santiago
En Sevilla, a 30 de abril de 2022
NOTAS
1.- De Llamadme publicano. León Felipe (1950)
2.- De Ucrónica Jacobea (1992)0
3.- De Deprisa, demasiado deprisa. Roberto R. Rodríguez (2002)