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Cap d'Arenella |
A las diez y media de la noche del pasado día de San Fermín, la furgoneta de la empresa de viaje hizo su primera descarga de pasajeros en la Rotonda del Alamillo de la capital hispalense. En ella habíamos viajado nueve personas desde Roses en Empuriabrava con salida a las nueve de la mañana. Entre ambos puntos 1.160 km, con parada de segundos en el aeropuerto de El Prat de Barcelona para dejar a dos pasajeros. Trece horas y media en carreteras varias, cuatro comunidades autónomas, dos horas y media de descanso y once horas de conducción continuada de un solo conductor. Una media de 105 km/h. Admirable la capacidad de aguante del conductor, más que discutible el nivel de la seguridad de los pasajeros.
Ante
el cansancio y la dureza del viaje de ida, consumado en quince horas cinco días
antes, había intentado conseguir un billete de tren para evitar el castigo de
la furgonada, un castigo más duro que
una penitencia de las de antes para los pecados más horrendos, según un amigo,
pero no fue posible. Así que para distraer al cuerpo de las inmovilidades y a
la mente de las presiones que el riesgo de la conducción ajena pudiese
acarrearnos, recurrí a la temporalización anotada del desplazamiento del NE al
SO de la Península para transmutar este desplazamiento en liviano anecdotario
de momentos rodados por el asfalto viático de las autovías ibéricas.
A
media hora de la salida, incorporados en la AP-7 en dirección sur, el paisaje
de pinares va diluyéndose en polígonos industriales. Es la primera vez que
Irena y yo hemos viajado en un grupo organizado con una agencia especializada
en senderismo y con los itinerarios previstos. Una experiencia grupal sobre la
que mantengo mis prejuicios. Me ha costado aceptar algunas actitudes que
considero infantiles por parte de los compañeros de viaje respecto a los
responsables de la empresa organizadora. Cierta presión sobre los modos comunes
que se ha ido conjugando en estos días me han llevado a mantenerme a distancia
íntima del conjunto. Por un lado, el horario de las actividades ha resultado
demasiado apretado y por otro, los tiempos muertos no han facilitado una
dinámica fluida de cara al placer de la exploración medida de un entorno
desconocido. En un cálculo aproximado hemos compartido casi cuarenta horas en el vehículo, entre los
viajes de ida y vuelta y los desplazamientos locales de las cuatro jornadas hasta
las cabeceras de ruta. Si añado que los desayunos y las cenas en el restaurante
del hotel también han sido compartidos en la misma mesa y en el mismo lugar,
resultan muchas horas de estar con desconocidos al menos hasta que las breves
rutinas alimentarias y las manías de
cada cual van encajando en el convivium. Después de cinco desayunos y cinco
cenas conjuntas, conoces los nombres de los comensales, algunos aspectos de sus
vidas, alguna situación familiar, algunos problemas de salud y las
inclinaciones y limitaciones respecto a la alimentación y sobre todo, tienes
sobreinformación de las experiencias de los viajes anteriores de este tipo, con
la misma empresa o con otras del mismo nicho de mercado, pero poco más. Es raro
que se hable de las profesiones o de los oficios ejercidos, no se suelen
expresar opiniones políticas o sociales ni se pretende más que una civilizada
cercanía con el compañero de ruta. Puedes identificar afinidades, filias y
fobias concretas. Has intentado aprender de los otros e incluso has podido
pasarte en la expresión de tus conocimientos frente a la ignorancia ajena en
determinados temas. A fuer de no caer en la expresión pedante puede que hayas caído
en el solipsismo y la asocialidad, pero con la edad que tienes tampoco estás
dispuesto a cambiar caminos por veredas. La monotonía del motor y el runrún del
aire acondicionado ayudan a dar alguna cabezada. El primer sol que asola por la
izquierda contribuye al amodorramiento generalizado en el habitáculo rodante. A
poco más de setenta kilómetros de Barcelona el tráfico es intenso en los dos
sentidos. Los camiones compiten con los turismos en el último día laborable de
la semana.
10:55: En la T1 del Prat se ha quedado el
matrimonio de Curro y María que volverán en avión. Un breve desvío necesario en
el plan de vuelta.
11:45: A un lado queda Tarragona y los
recuerdos de Luis M. que me ofreció su hospitalidad de castellano exiliado en
Cataluña veinte años atrás.
12:40: Después de Cambrils se ha producido un
alcance que ha causado un atasco de varios kilómetros en la autopista del
Mediterrani. Nos acercamos a Vinarós y aún circulamos en caravana. El conductor
ha decidido no para hasta Valencia para no perder tiempo aunque los pasajeros
perdamos el culo en el empeño. Comeremos en el mismo bar de La Alboraya en el
que malcomimos en la ida. No me gusta
repetir la experiencia pero tengo que aguantarme. Van a cumplirse cuatro horas
de inmovilidad. La densidad de la circulación con los tres carriles ocupados
hace peligrosa la conducción a la velocidad que vamos. La sensación de fracaso
se impone en mí.
13:35: El conductor mantiene la velocidad muy
alta. A 25 km de Sagunto el tiempo en la furgo se espesa. Miro los rostros de
los demás y permanecen impasibles al exterior.
14:05: Aparcamos en La Alboraya para el
almuerzo. Los servicios del bar siguen tan sucios como hace días, pero al tener
menos clientes nos han preparado una mesa en los soportales, la temperatura es
más agradable. También ha mejorado algo el menú y ha bajado el precio por ser
día laborable. Durante la comida, la pareja empresarial ha mantenido una
discusión poco velada ante la clientela. Siempre se ha afirmado la
inconveniencia de mezclar el amor y el negocio. Los dimes y diretes se resolvieron
con discreción y sin acritud.
16:20: Salida con dirección a Manzanares, por
delante una tirada de 320 km…
17:30: Atrás la Comunidad Valenciana por el
túnel de El rabo de la sartén hacia Castilla-la Mancha por la autovía del Este.
El cielo se ha despejado aunque el calor no aprieta. Los bosques de repoblación
han dejado paso a las grandes extensiones de viñedos. El conductor no reprime
su enfado cuando otros ocupan el carril rápido a menos velocidad de la
requerida y golpea repetidamente con la mano izquierda el volante en una manifestación
de rabia controlada. Hay topónimos incrustados en el imaginario colectivo por
su sonoridad o por su significado crucial en las antiguas carreteras que hoy
quedan marginados en la búsqueda de la línea recta y de la velocidad, tales
como Motilla del Palancar, Tomelloso o
la supuesta venta de Puerto Lápice de la que Alonso Quijano salió uncido en una
mañana cervantina como Don Quijote. En la monótona llanura, sin sombra del de
La triste figura, abundan los frutales recién plantados, las tierras rojas,
pardas soledades, viñas con alusiones a castillos que nunca fueron para velar
anacrónicas armaduras, ni bacinillas de barbero en yelmos transmutadas. Orígenes
del tinto leve, tierras del valdepeñas
bebido a morro para olvidar las penas y soportar las miserias de una posguerra
áspera en tiempos oscuros. El sol de la tarde que ya queda a nuestra derecha
castiga ese flanco de la furgoneta. La avispada rumana ha colgado de la
ventanilla una pañoleta naranja para soslayarlo. La luz tamizada a través del
tul aporta un ambiente zen necesario para soportar la kilometrada. Cuando
salimos de la provincia de Albacete los rayos caen oblicuos. Vuelvo a los
caminos de ronda asomados a las calas azules, a los aromas de los pinos y a las
aguas cristalinas. Asiento mi admiración por el civismo palpable de la cultura
catalana, de ese seny de un pueblo
mesurado, palpable en los detalles más nimios en la zona caminada. Vitalidad de
una comunidad manifiesta en lo que más importa, en la celebración de la vida
comunitaria, en la libertad asumida en los modos colectivos y respecto a las
conductas individuales. Es excepcional encontrar en esas sendas bien
señalizadas rastro alguno de basuraleza, ni papeles, ni colillas, ni envases,
ni restos en los caminos de ronda, transitados por senderistas de tramos largos
y cortos, paseantes locales o esforzados bañistas dispuestos a disfrutar de una
jornada o de un rato en las calas más insólitas aunque haya que superar serios
desniveles e ir ligero de parafernalia playera para conseguirlo. Cuando hagamos
la única parada de la tarde en Manzanares, llevaremos ocho horas de asfalto, de
somnolencia y altibajos, desde la indiferencia, los recuerdos, el aburrimiento,
el permanente recurso a la visión del móvil o al crucigramario de la compañera
de viaje francesa, parisina septuagenaria de envidiable condición física y
psíquica. Cruzado el penúltimo gran río de la jornada, a pocos kilómetros de
sus ojos, secos sus lagrimales y sus afluentes secos por la atroz sequía.
19:00: Al fin la parada de la merienda en el
bar de carretera de Manzanares. Media hora para un café y alguna muestra
repostera de la tierra realeña. El café y el estiramiento de piernas han subido
la desgastada moral del grupo viajero que vuelve a los vehículos con el
optimismo de lo ya circulado. Después de tanta inmovilidad, la artrosis me
recuerda que sigue conmigo, que no solo de palabras sobre el paisaje, el
paisanaje o las imaginaciones proyectadas a su través se hacen las crónicas de ida y vuelta.
También de materiales íntimos, de achaques y alifafes se conforman las
escrivivencias de tránsito rodado. Un distintivo en gris, el chapitel de pizarra
de la iglesia que sobresale de los tejados terrosos de uno de tantos
pueblecitos distantes del trazado es la imagen que quisiera retener cuando nos
dirigimos hacia el paso de
Despeñaperros. Uno de tantos pueblos que languidecieron con el éxodo
rural de los años sesenta y quedaron doblemente marginados con las autovías radiales.
Pronto atravesaremos la Sierra Morena hasta el Valle del Guadalquivir.
20:15: Al llegar al primer pueblo jiennense, Santa
Elena, el conductor decide que el segundo vehículo no parará a repostar, hay
que seguir a toda costa para llegar a Sevilla a la hora prevista. Desde que
hemos llegado a Andalucía, compruebo con vergüenza andaluza que la rugosidad y aspereza de la
capa asfáltica me impide escribir en este cuadernillo con la legibilidad
necesaria. No me ha ocurrido en Cataluña, ni en la Comunidad Valenciana ni en
Castilla-La Mancha, - pena, penita, pena -. A diez minutos para las nueve de la
tarde, con el sol de frente en el último latigazo de luz, el bacheado del piso
con el que se pelea a volantazos el conductor, desatado en su enfado, me
obligan a soltar el cálamo.
21:30: Superado el paso por la circunvalación
de Córdoba. La pertinaz insistencia de una mosca que viaja con nosotros desde
Jaén ha conseguido relajar a las tres pasajeras de la última fila con los
ánimos soliviantados por el largo kilometraje.
A las 10:30 rondaremos la última parada de la
ida y la primera rotonda de la despedida.
*******
Los camins de ronda son en la
actualidad senderos cuidados y relativamente fáciles que conectan toda la Costa Brava desde
Blanes a Port Bou. Se cuenta que fueron sendas abiertas para que los pescadores
que atracasen en un puerto diferente al de salida pudieran regresar a pie a sus
pueblos. Sin embargo, la denominación de ronda tiene que ver con la vigilancia
de los carabineros en el siglo XIX para perseguir el contrabando de productos acarreados
en las llaüt, las tradicionales barcas de pesca, desde los grandes barcos
procedentes de Génova o Marsella a la abrupta costa. A partir de 1940 y hasta
finales de la década de los cincuenta serían
las rondas de la Guardia Civil las que se encargarían del control del
contrabando conectado con el estraperlo revivido en la autarquía y al que se
añadieron productos más sofisticados como la lencería francesa, la penicilina y
las marcas de tabaco rubio más publicitadas, elaboradas
por las multinacionales norteamericanas en la siempre neutral Suiza.
Leí el relato
“Contrabando” de Josep Plá hace más de un cuarto de siglo. La adjetivación
precisa, su prosa realista y poética a la vez y sobre todo, la descripción
exhaustiva del paisaje y del paisanaje de la Costa Brava permanecieron en mi
memoria lectora. Más allá de la aventura del cabotaje del personaje narrador y
de su amigo, el contrabandista Baldiri en los comienzos del siglo pasado, una
luminosa estampa de supervivencias, de miedos y de identidades emanan de
cualquiera de las recónditas calas de esta costa abrupta y limpia ¿Cómo no
recordar las vicisitudes de la peculiar pareja protagonista para esconderse en alguna
de las cuevas a las que nos acercó el barco turístico en la última tarde del
viaje? La socarronería aviesa del escritor que se consideraba a sí mismo
un “horroroso intelectual”, a pesar de su amplia cultura literaria nunca
dejó de creer que “lo más estúpido de la vida es nuestra tendencia permanente a
olvidar nuestra propia nulidad, nuestra indescriptible, intrínseca memez”. Y una vez más, como aficionado letraherido,
comulgando absolutamente con la afirmación del ampurdanés, aquí me debato entre
la recreación del sendereo y las
vivencias engendradas una vez más en un viaje de ida y vuelta. Viaje medido,
acompasado, referido y siempre abierto al ser contado y transmitido.
El gregal nos había regalado una
primera hora fresca, bajo un cielo nublado y de relativa humedad para hacer la
primera subida del día desde la Cala Montjoi, muy nombrada hace unos años por
ser el lugar elegido por Ferrán Adriá para ubicar su restaurante El Bulli, ahora convertido en centro de
experimentación. Las condiciones atmosféricas irían derivando hacia un sol
espléndido y un alto grado de humedad que nos hizo llegar exhaustos hasta el
chiringuito de la Platja de L'almadrava al extremo norte de la Bahía de Ampurias. Una hermosa playa de aguas tranquilas
con los montes de fondo tapizados por urbanizaciones de chalés que convierten
la zona en una muestra descarnada del
urbanismo especulativo que seguirá imponiéndose hasta la Platja de Canyelles Petites. Tras la parada de recuperación, una
vez asumida la triste visión de las laderas mal urbanizadas, el camin pasa a
ser un placentero paseo enlosetado en numerosos tramos, con barandillas de
finas pretinas y mantones multicolores de jazmines del príncipe sobre el lado
oeste del itinerario hasta el Puerto de Rosas. Desde Montjoi, las calas de
Murtra, de Lledó o la Punta Falconera y numerosas calitas con un denominador
común: el azul prístino de un mar plácido en cuya transparencia se reflejan las
rocas grisáceas de los suaves acantilados. Cuando dejamos el espigón sur del puerto para bordear la
costa hasta el Cap de Creus, a las tres de la tarde, el sol pegaba fuerte en la
popa del barquito turístico. El barco iba al completo y no quedaba otro sitio
libre para apreciar desde el mar el itinerario de la mañana. A la vuelta del
Cap, parada en el pueblo natal de Salvador Dalí, con su olvidable monumento de
homenaje al ególatra personaje y con todos los motivos imaginables de su obra impresos
en las prendas de las tiendas de recuerdos. El antiguo enclave de pescadores,
aislado por tierra hasta 1910, es hoy un foco de atracción turística con una
variada oferta de restauración para un nivel adquisitivo medio. Un breve paseo
por el reducido casco urbano, pisando con cuidado los desniveles del rastell,
el pavimento de lascas de pizarra extraídas del Cap de Creus. Callejuelas en
cuestas, paredes de muros encalados, de puertas y contraventanas de añil
mediterráneo. Incluso nos cupo entrar a la iglesia parroquial de Santa María,
levantada sobre las ruinas de la destruida por el pirata Barbarroja en el siglo
XVI. La visibilidad del templo neogótico desde el mar y el espléndido retablo
barroco adaptado a la curvatura del ábside espoleó mi atención. Por constatar impresiones espurias del
paseíto, a pesar de la previsible abundancia de establecimientos dirigidos a la
demanda turística, aún puede imaginarse la quietud del tiempo en esta bahía y
sentir el miedo de los cadaquesencs cuando las naves corsarias entraban a la
bahía más oriental de la península. Un café en el Blau Bar que parece ser lugar
de encuentro de los cadaquenses herederos de la bohemia artística que por aquí se
dejó caer antes de la guerra incivil,
fue un apeadero adecuado para cumplir con la previsible visita y rondar por el
paseo marítimo al que se abren curiosos edificios modernistas. Hasta el atraque
en el muelle de Santa Margarida en el sur de Roses poco antes de las ocho, el
cabeceo del barco bajo una ligera llovizna vespertina nos hizo volver en la
bañera acristalada del barcobús. Cabos y puntas, oquedades y cuevas, la del
Infierno, la del Diablo, lo sinuoso de los pliegues alzados, variedad de
colores, ocres y terrosos sobre el azul hondo del ocaso, verticalidad de algún pino
colgado de las paredes de roca, las caprichosas formas de los islotes
erosionados, como la de la punta del Cat, procesión de imágenes para retener en
la retina de la memoria…
En la última noche, una ligera
llovizna precedió a una tormenta seca con fugaces rayos en el cielo. Relámpagos
sin estruendo, iluminarias de un tiempo diluido en los adentros de uno. En la
última noche los graznidos de las gaviotas acentuaron su tono desabrido. Al
amanecer, los trinos de los vencejos aportaron algo de armonía al estridente
concierto en la madrugada de las
carroñeras del mar.
*******
La tercera ruta debía partir desde
Portlligat por el parque natural y llegar al Cap de Creus cruzando el Paraje de
Tudela, parque geológico abierto a al Mar d’Amunt. Un singular enclave de rocas
metamórficas transformadas por efectos de la tramontana y la salinización que
pudo recuperarse para el disfrute público después de desmontar las
instalaciones de uso privado del Club Mediterranée que se mantuvo activo hasta
el 2004. Un ejemplo de conservación del patrimonio natural que ¿cómo no? recibe
a los visitantes con una cita del omnipresente Dalí en un monolito de la
entrada sobre este «paratge mitològic que és fet per a déus més que per
a homes i cal que continuï tal com està». Esquistos foliados negros y grises horadados de alvéolos en
cizallamiento sobre las escuetas entradas de las aguas, las formas caprichosas
talladas por la erosión en las pegmatitas que llevan al juego con la
identificación de animales, el camello, la tortuga, el caballo, el águila,
incluso la supuesta inspiración de la roca que llevó a la factura de El gran
masturbador, vienen a ofrecer un divertimento inofensivo según el acerbo
icónico del espectador caminante. Un juego de proyecciones del que todos podemos disfrutar en la
actualidad. Demasiados estímulos visuales en una jornada senderista a la que
solo le faltó llegar a la meta: la subida hasta el faro más oriental. De la
Península. Subida frustrada en parte por el cansancio del grupo y cierta indecisión
de de la guía. Tras un breve descanso en
las aguas cristalinas de la Cala Culip volvimos por el Paratge hasta la parada del bus de vuelta a Portlligat.
En la tarde sí se cumplió con la visita
programada a la casa de Dalí y Gala. Personalmente descubrí la capacidad de
traición de la memoria. Creía haberla
visitado en mi primer viaje a esta zona en 1978. Estoy seguro de haber estado
en esta rada e incluso recuerdo la conversación mantenida frente a la casa con
los compañeros de viaje. En aquella tarde soleada, los cinco jóvenes viajeros, sentados
en la arena, nos sentíamos en la vanguardia del pensamiento mientras unos
pescadores preparaban las nasas para salir a faenar. Hablamos de la relación anterior de Gala con
el poeta Paul Eluard y del enfoque
revolucionario del surrealismo contra el capitalismo... Pero no pude visitarla
porque aún la habitaba la megalómana pareja. Allí vivieron hasta la muerte de
Gala en 1982, cuando el viudo se trasladó
al castillo de Púbol. Había situado los
salones del Teatro - Museo de Figueres en la vivienda. El conjunto de barracas
anexas no es precisamente armonioso. En las diferentes
estancias se puede entender el sentido del humor de sus moradores. Desde las
estridencias estéticas y chocantes del jardín hasta el histriónico dormitorio
con sus jaulas vacías y su espejo dispuesto para ver el primer rayo del sol de
la mañana, la óptica daliniana manifiesta su sentido epatante. Por otro lado,
las reducidas dimensiones del estudio del que salieron las principales
creaciones del artista reflejan la dicotomía de un artista que más allá del
personaje hizo del trabajo el eje de su existencia. La galería de fotos de la
pareja con personajes y personajillos de su tiempo e incluso las de pleitesía
al dictador que cubre el vestidor de Gala antes de su salón oval privado
también aportan información sobre la mentalidad de la esposa del Avida dollars, según lo anagramó Breton. Me toca pues, asumir la confusión de
lo vivido y lo imaginado y aceptar que aún me quedan amplias zonas de fusión en
un continuum espongiforme de experiencias vividas o supuestas para ser narradas.
Y en el empeño, procurar cumplir con el
dicho para lograr la coherencia en lo escrivivido. Al menos para que el
improbable lector pueda afirmar tras su lectura que “se non è vero è ben trovato”.
En la mañana del
segundo día el calor húmedo cayó sobre el grupo cuando caminamos desde Llançá en
una bajada cómoda de algo más de nueve kilómetros, con parada de descanso en el
faro de Punta Arenella, el primer faro del norte de esta costa, hasta Port de
la Selva, uno de los pueblos más cuidados de la zona en la que todos los
enclaves son agradables. Destaca por la pulcritud de su trazado en torno a la
bahía y por el cuidado diseño de las edificaciones y jardines de las
urbanizaciones del entorno. Mereció la pena la vista desde la Roca de Castellar
en La Punta de la Creu y el baño en la recatada cala de Tamariua, ejemplo del
civismo de sus gentes. Ni un papel, ni una colilla tirada, ni una bolsa olvidada, ni un detritus humano o
animal que agreda a cualquiera de los sentidos. Mi admiración por el
tradicional civismo catalán se afirma con los años.
Después de bien comer de menú en la terraza de
Ca La Paquita frente al puerto,
subimos en la furgoneta hasta el monasterio de Sant Pere de Rodes, nombre de la
sierra en la que se levantó allá por el siglo X. Según avanzaba el vehículo por
las repetidas curvas de la GIP-6041, las vistas de la bahía de la Selva y de
las calas cercanas conformaban un compendio del paisaje bravío de esta costa
privilegiada. La imponente construcción me había llamado la atención desde que
ojeé el programa del viaje y la visita al apabullante conjunto románico no me decepcionó.
La singularidad del enclave, las interpretaciones entre la historia y las
leyendas, la cuidada restauración científica de las numerosas dependencias e incluso el número limitado de visitantes
conjugaron una placentera experiencia de acercamiento al atroz Medievo, no tan
lejano como podamos imaginar de la mentalidad posmoderna. De especial interés
me resultó la el interior de la iglesia con sus dieciséis metros de altura y su
sistema de apoyo de la nave central con pilares y columnas integradas más
propio del gótico que del tiempo románico. Me pregunto sobre el tremendo
esfuerzo realizado por los pobres canteros que la levantaron y sobre la
capacidad de la predicación de las creencias para movilizar a la gente. Quedan
algunas muestras de pinturas murales tan inocentes como pérfidas en su
intención, la de un león domeñado o una escena de la crucifixión con el ladrón
bueno y el malo me atraen por la ingenuidad de su imposible perspectiva. La
narración de la audioguía sobre los restos de la cabeza y un brazo de san Pedro
supuestamente enterrados bajo el ábside, realizada con admirable histrionismo
en una tarde ya oscura y lluviosa crearon un ambiente propicio a las
experiencias exóteras en el deambulatorio como alguna compañera de viaje
relataría al día siguiente… Como ejemplo de su importancia en el orden sacro
medieval, es el monasterio el único conjunto conservado. Al sur las ruinas del
castillo de Sant Salvador de Verdera y las del pueblo de Santa Creu al norte.
Cuando se va a cumplir
un mes del viaje a la Costa Brava, retomo esta crónica que por circunstancias
personales dejé sin cerrar. Llegan noticias sobre el control de un incendio en
la zona desde Portbou a Llançá que ya ha
acabado con unas seiscientas hectáreas de los pinares por los que anduvimos en
la primera jornada. Al pesimismo sobre los daños que causamos en este Idioceno
al que no ponemos remedio por nuestra inconsciencia, se une la tristeza de
imaginar el paisaje tan recientemente caminado. Fue desde Colera, uno de los
núcleos más afectado por las llamas donde iniciamos la ruta para continuar por
la costa hasta Llançá. Del camping cuidado que fuimos dejando a nuestra derecha
para hacer la corta subida hasta el Col
de Frare puede que sólo queden hoy restos mal olientes. El primer tramo por el
camin de ronda fue un paseo cómodo con agradables vistas a calas como la de
Bramant y a playas de arenas grises como las de Garvet o Grifeu. Pinares
acostados por la acción de la tramontana en las laderas hasta la orilla, aroma
de resina, aguas transparentes, radas de horizontes azules, irisaciones verdes
en el espejo de las calas más escarpadas por la composición de las rocas
metamórficas de relativa juventud geológica. Un paisaje privilegiado de la
Península Ibérica del que disfrutaría en un grupo de dieciséis senderistas en
buena forma física, con una media de edad cercana a los sesenta y con un
denominador común: ignorar en lo posible las cargadas mochilas de dolor de cada
cual y no olvidar la botella de agua en
la mochila ligera de cada día. Me arriesgaría a definir una intención común:
hacer del caminar en sí mismo una actividad en dos sentidos, el conocimiento
sensitivo del medio natural y el crecimiento en el propio esfuerzo del
senderear por caminos y veredas. Intención cumplida.
Sevilla, 7 de agosto de 2023