lunes, 7 de agosto de 2023

Senderejant pels camins de ronda

Cap d'Arenella

    A las diez y media de la noche del pasado día de San Fermín, la furgoneta de la empresa de viaje hizo su primera descarga de pasajeros en la Rotonda del Alamillo de la capital hispalense. En ella habíamos viajado nueve personas desde Roses en Empuriabrava con salida a las nueve de la mañana. Entre ambos puntos 1.160 km, con parada de segundos en el aeropuerto de El Prat de Barcelona para dejar a dos pasajeros. Trece horas y media en carreteras varias, cuatro comunidades autónomas, dos horas y media de descanso y once horas de conducción continuada de un solo conductor. Una media de 105 km/h. Admirable la capacidad de aguante del conductor, más que discutible el nivel de la seguridad de los pasajeros.


    Ante el cansancio y la dureza del viaje de ida, consumado en quince horas cinco días antes, había intentado conseguir un billete de tren para evitar el castigo de la furgonada, un castigo  más duro que una penitencia de las de antes para los pecados más horrendos, según un amigo, pero no fue posible. Así que para distraer al cuerpo de las inmovilidades y a la mente de las presiones que el riesgo de la conducción ajena pudiese acarrearnos, recurrí a la temporalización anotada del desplazamiento del NE al SO de la Península para transmutar este desplazamiento en liviano anecdotario de momentos rodados por el asfalto viático de las autovías ibéricas.

  A media hora de la salida, incorporados en la AP-7 en dirección sur, el paisaje de pinares va diluyéndose en polígonos industriales. Es la primera vez que Irena y yo hemos viajado en un grupo organizado con una agencia especializada en senderismo y con los itinerarios previstos. Una experiencia grupal sobre la que mantengo mis prejuicios. Me ha costado aceptar algunas actitudes que considero infantiles por parte de los compañeros de viaje respecto a los responsables de la empresa organizadora. Cierta presión sobre los modos comunes que se ha ido conjugando en estos días me han llevado a mantenerme a distancia íntima del conjunto. Por un lado, el horario de las actividades ha resultado demasiado apretado y por otro, los tiempos muertos no han facilitado una dinámica fluida de cara al placer de la exploración medida de un entorno desconocido. En un cálculo aproximado hemos compartido  casi cuarenta horas en el vehículo, entre los viajes de ida y vuelta y los desplazamientos locales de las cuatro jornadas hasta las cabeceras de ruta. Si añado que los desayunos y las cenas en el restaurante del hotel también han sido compartidos en la misma mesa y en el mismo lugar, resultan muchas horas de estar con desconocidos al menos hasta que las breves rutinas alimentarias  y las manías de cada cual van encajando en el convivium. Después de cinco desayunos y cinco cenas conjuntas, conoces los nombres de los comensales, algunos aspectos de sus vidas, alguna situación familiar, algunos problemas de salud y las inclinaciones y limitaciones respecto a la alimentación y sobre todo, tienes sobreinformación de las experiencias de los viajes anteriores de este tipo, con la misma empresa o con otras del mismo nicho de mercado, pero poco más. Es raro que se hable de las profesiones o de los oficios ejercidos, no se suelen expresar opiniones políticas o sociales ni se pretende más que una civilizada cercanía con el compañero de ruta. Puedes identificar afinidades, filias y fobias concretas. Has intentado aprender de los otros e incluso has podido pasarte en la expresión de tus conocimientos frente a la ignorancia ajena en determinados temas. A fuer de no caer en la expresión pedante puede que hayas caído en el solipsismo y la asocialidad, pero con la edad que tienes tampoco estás dispuesto a cambiar caminos por veredas. La monotonía del motor y el runrún del aire acondicionado ayudan a dar alguna cabezada. El primer sol que asola por la izquierda contribuye al amodorramiento generalizado en el habitáculo rodante. A poco más de setenta kilómetros de Barcelona el tráfico es intenso en los dos sentidos. Los camiones compiten con los turismos en el último día laborable de la semana.

10:55: En la T1 del Prat se ha quedado el matrimonio de Curro y María que volverán en avión. Un breve desvío necesario en el plan de vuelta.
11:45: A un lado queda Tarragona y los recuerdos de Luis M. que me ofreció su hospitalidad de castellano exiliado en Cataluña veinte años atrás.
12:40: Después de Cambrils se ha producido un alcance que ha causado un atasco de varios kilómetros en la autopista del Mediterrani. Nos acercamos a Vinarós y aún circulamos en caravana. El conductor ha decidido no para hasta Valencia para no perder tiempo aunque los pasajeros perdamos el culo en el empeño. Comeremos en el mismo bar de La Alboraya en el que malcomimos en la ida.  No me gusta repetir la experiencia pero tengo que aguantarme. Van a cumplirse cuatro horas de inmovilidad. La densidad de la circulación con los tres carriles ocupados hace peligrosa la conducción a la velocidad que vamos. La sensación de fracaso se impone en mí.
13:35: El conductor mantiene la velocidad muy alta. A 25 km de Sagunto el tiempo en la furgo se espesa. Miro los rostros de los demás y permanecen impasibles al exterior.
14:05: Aparcamos en La Alboraya para el almuerzo. Los servicios del bar siguen tan sucios como hace días, pero al tener menos clientes nos han preparado una mesa en los soportales, la temperatura es más agradable. También ha mejorado algo el menú y ha bajado el precio por ser día laborable. Durante la comida, la pareja empresarial ha mantenido una discusión poco velada ante la clientela. Siempre se ha afirmado la inconveniencia de mezclar el amor y el negocio. Los dimes y diretes se resolvieron con discreción y sin acritud.
16:20: Salida con dirección a Manzanares, por delante una tirada de 320 km…
17:30: Atrás la Comunidad Valenciana por el túnel de El rabo de la sartén hacia Castilla-la Mancha por la autovía del Este. El cielo se ha despejado aunque el calor no aprieta. Los bosques de repoblación han dejado paso a las grandes extensiones de viñedos. El conductor no reprime su enfado cuando otros ocupan el carril rápido a menos velocidad de la requerida y golpea repetidamente con la mano izquierda el volante en una manifestación de rabia controlada. Hay topónimos incrustados en el imaginario colectivo por su sonoridad o por su significado crucial en las antiguas carreteras que hoy quedan marginados en la búsqueda de la línea recta y de la velocidad, tales como Motilla del Palancar, Tomelloso  o la supuesta venta de Puerto Lápice de la que Alonso Quijano salió uncido en una mañana cervantina como Don Quijote. En la monótona llanura, sin sombra del de La triste figura, abundan los  frutales recién plantados, las tierras rojas, pardas soledades, viñas con alusiones a castillos que nunca fueron para velar anacrónicas armaduras, ni bacinillas de barbero en yelmos transmutadas. Orígenes del tinto leve, tierras  del valdepeñas bebido a morro para olvidar las penas y soportar las miserias de una posguerra áspera en tiempos oscuros. El sol de la tarde que ya queda a nuestra derecha castiga ese flanco de la furgoneta. La avispada rumana ha colgado de la ventanilla una pañoleta naranja para soslayarlo. La luz tamizada a través del tul aporta un ambiente zen necesario para soportar la kilometrada. Cuando salimos de la provincia de Albacete los rayos caen oblicuos. Vuelvo a los caminos de ronda asomados a las calas azules, a los aromas de los pinos y a las aguas cristalinas. Asiento mi admiración por el civismo palpable de la cultura catalana, de ese seny de un pueblo mesurado, palpable en los detalles más nimios en la zona caminada. Vitalidad de una comunidad manifiesta en lo que más importa, en la celebración de la vida comunitaria, en la libertad asumida en los modos colectivos y respecto a las conductas individuales. Es excepcional encontrar en esas sendas bien señalizadas rastro alguno de basuraleza, ni papeles, ni colillas, ni envases, ni restos en los caminos de ronda, transitados por senderistas de tramos largos y cortos, paseantes locales o esforzados bañistas dispuestos a disfrutar de una jornada o de un rato en las calas más insólitas aunque haya que superar serios desniveles e ir ligero de parafernalia playera para conseguirlo. Cuando hagamos la única parada de la tarde en Manzanares, llevaremos ocho horas de asfalto, de somnolencia y altibajos, desde la indiferencia, los recuerdos, el aburrimiento, el permanente recurso a la visión del móvil o al crucigramario de la compañera de viaje francesa, parisina septuagenaria de envidiable condición física y psíquica. Cruzado el penúltimo gran río de la jornada, a pocos kilómetros de sus ojos, secos sus lagrimales y sus afluentes secos por la atroz sequía.
19:00: Al fin la parada de la merienda en el bar de carretera de Manzanares. Media hora para un café y alguna muestra repostera de la tierra realeña. El café y el estiramiento de piernas han subido la desgastada moral del grupo viajero que vuelve a los vehículos con el optimismo de lo ya circulado. Después de tanta inmovilidad, la artrosis me recuerda que sigue conmigo, que no solo de palabras sobre el paisaje, el paisanaje o las imaginaciones proyectadas a su través  se hacen las crónicas de ida y vuelta. También de materiales íntimos, de achaques y alifafes se conforman las escrivivencias de tránsito rodado. Un distintivo en gris, el chapitel de pizarra de la iglesia que sobresale de los tejados terrosos de uno de tantos pueblecitos distantes del trazado es la imagen que quisiera retener cuando nos dirigimos hacia el paso de  Despeñaperros. Uno de tantos pueblos que languidecieron con el éxodo rural de los años sesenta y quedaron doblemente marginados con las autovías radiales. Pronto atravesaremos la Sierra Morena hasta el Valle del Guadalquivir.
20:15: Al llegar al primer pueblo jiennense, Santa Elena, el conductor decide que el segundo vehículo no parará a repostar, hay que seguir a toda costa para llegar a Sevilla a la hora prevista. Desde que hemos llegado a Andalucía, compruebo con vergüenza  andaluza que la rugosidad y aspereza de la capa asfáltica me impide escribir en este cuadernillo con la legibilidad necesaria. No me ha ocurrido en Cataluña, ni en la Comunidad Valenciana ni en Castilla-La Mancha, - pena, penita, pena -. A diez minutos para las nueve de la tarde, con el sol de frente en el último latigazo de luz, el bacheado del piso con el que se pelea a volantazos el conductor, desatado en su enfado, me obligan a soltar el cálamo.
21:30: Superado el paso por la circunvalación de Córdoba. La pertinaz insistencia de una mosca que viaja con nosotros desde Jaén ha conseguido relajar a las tres pasajeras de la última fila con los ánimos soliviantados por el largo kilometraje.
A las 10:30 rondaremos la última parada de la ida y la primera rotonda de la despedida.

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      Los camins de ronda son en la actualidad senderos cuidados y relativamente fáciles   que conectan toda la Costa Brava desde Blanes a Port Bou. Se cuenta que fueron sendas abiertas para que los pescadores que atracasen en un puerto diferente al de salida pudieran regresar a pie a sus pueblos. Sin embargo, la denominación de ronda tiene que ver con la vigilancia de los carabineros en el siglo XIX para perseguir el contrabando de productos acarreados en las llaüt, las tradicionales barcas de pesca, desde los grandes barcos procedentes de Génova o Marsella a la abrupta costa. A partir de 1940 y hasta finales de la década de los cincuenta  serían las rondas de la Guardia Civil las que se encargarían del control del contrabando conectado con el estraperlo revivido en la autarquía y al que se añadieron productos más sofisticados como la lencería francesa, la penicilina y las marcas de tabaco rubio más publicitadas, elaboradas por las multinacionales norteamericanas en la siempre neutral Suiza.

    Leí el relato “Contrabando” de Josep Plá hace más de un cuarto de siglo. La adjetivación precisa, su prosa realista y poética a la vez y sobre todo, la descripción exhaustiva del paisaje y del paisanaje de la Costa Brava permanecieron en mi memoria lectora. Más allá de la aventura del cabotaje del personaje narrador y de su amigo, el contrabandista Baldiri en los comienzos del siglo pasado, una luminosa estampa de supervivencias, de miedos y de identidades emanan de cualquiera de las recónditas calas de esta costa abrupta y limpia ¿Cómo no recordar las vicisitudes de la peculiar pareja protagonista para esconderse en alguna de las cuevas a las que nos acercó el barco turístico en la última tarde del viaje? La socarronería aviesa del escritor que se consideraba a sí mismo  un “horroroso intelectual”, a pesar de su amplia cultura literaria nunca dejó de creer que “lo más estúpido de la vida es nuestra tendencia permanente a olvidar nuestra propia nulidad, nuestra indescriptible, intrínseca memez”.  Y una vez más, como aficionado letraherido, comulgando absolutamente con la afirmación del ampurdanés, aquí me debato entre la recreación del sendereo y  las vivencias engendradas una vez más en un viaje de ida y vuelta. Viaje medido, acompasado, referido y siempre abierto al ser contado y transmitido.

   El gregal nos había regalado una primera hora fresca, bajo un cielo nublado y de relativa humedad para hacer la primera subida del día desde la Cala Montjoi, muy nombrada hace unos años por ser el lugar elegido por Ferrán Adriá para ubicar su restaurante El Bulli, ahora convertido en centro de experimentación. Las condiciones atmosféricas irían derivando hacia un sol espléndido y un alto grado de humedad que nos hizo llegar exhaustos hasta el chiringuito de la Platja de L'almadrava al extremo norte de la Bahía de Ampurias. Una hermosa playa de aguas tranquilas con los montes de fondo tapizados por urbanizaciones de chalés que convierten la zona  en una muestra descarnada del urbanismo especulativo que seguirá imponiéndose hasta la Platja de Canyelles Petites. Tras la parada de recuperación, una vez asumida la triste visión de las laderas mal urbanizadas, el camin pasa a ser un placentero paseo enlosetado en numerosos tramos, con barandillas de finas pretinas y mantones multicolores de jazmines del príncipe sobre el lado oeste del itinerario hasta el Puerto de Rosas. Desde Montjoi, las calas de Murtra, de Lledó o la Punta Falconera y numerosas calitas con un denominador común: el azul prístino de un mar plácido en cuya transparencia se reflejan las rocas grisáceas de los suaves acantilados. Cuando dejamos  el espigón sur del puerto para bordear la costa hasta el Cap de Creus, a las tres de la tarde, el sol pegaba fuerte en la popa del barquito turístico. El barco iba al completo y no quedaba otro sitio libre para apreciar desde el mar el itinerario de la mañana. A la vuelta del Cap, parada en el pueblo natal de Salvador Dalí, con su olvidable monumento de homenaje al ególatra personaje y con todos los motivos imaginables de su obra impresos en las prendas de las tiendas de recuerdos. El antiguo enclave de pescadores, aislado por tierra hasta 1910, es hoy un foco de atracción turística con una variada oferta de restauración para un nivel adquisitivo medio. Un breve paseo por el reducido casco urbano, pisando con cuidado los desniveles del rastell, el pavimento de lascas de pizarra extraídas del Cap de Creus. Callejuelas en cuestas, paredes de muros encalados, de puertas y contraventanas de añil mediterráneo. Incluso nos cupo entrar a la iglesia parroquial de Santa María, levantada sobre las ruinas de la destruida por el pirata Barbarroja en el siglo XVI. La visibilidad del templo neogótico desde el mar y el espléndido retablo barroco adaptado a la curvatura del ábside espoleó mi atención.  Por constatar impresiones espurias del paseíto, a pesar de la previsible abundancia de establecimientos dirigidos a la demanda turística, aún puede imaginarse la quietud del tiempo en esta bahía y sentir el miedo de los cadaquesencs cuando las naves corsarias entraban a la bahía más oriental de la península. Un café en el Blau Bar que parece ser lugar de encuentro de los cadaquenses herederos de la bohemia artística que por aquí se dejó caer  antes de la guerra incivil, fue un apeadero adecuado para cumplir con la previsible visita y rondar por el paseo marítimo al que se abren curiosos edificios modernistas. Hasta el atraque en el muelle de Santa Margarida en el sur de Roses poco antes de las ocho, el cabeceo del barco bajo una ligera llovizna vespertina nos hizo volver en la bañera acristalada del barcobús. Cabos y puntas, oquedades y cuevas, la del Infierno, la del Diablo, lo sinuoso de los pliegues alzados, variedad de colores, ocres y terrosos sobre el azul hondo del ocaso, verticalidad de algún pino colgado de las paredes de roca, las caprichosas formas de los islotes erosionados, como la de la punta del Cat, procesión de imágenes para retener en la retina de la memoria…

    En la última noche, una ligera llovizna precedió a una tormenta seca con fugaces rayos en el cielo. Relámpagos sin estruendo, iluminarias de un tiempo diluido en los adentros de uno. En la última noche los graznidos de las gaviotas acentuaron su tono desabrido. Al amanecer, los trinos de los vencejos aportaron algo de armonía al estridente concierto en la madrugada de las  carroñeras del mar.

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    La tercera ruta debía partir desde Portlligat por el parque natural y  llegar al Cap de Creus cruzando el Paraje de Tudela, parque geológico abierto a al Mar d’Amunt. Un singular enclave de rocas metamórficas transformadas por efectos de la tramontana y la salinización que pudo recuperarse para el disfrute público después de desmontar las instalaciones de uso privado del Club Mediterranée que se mantuvo activo hasta el 2004. Un ejemplo de conservación del patrimonio natural que ¿cómo no? recibe a los visitantes con una cita del omnipresente Dalí en un monolito de la entrada sobre este «paratge mitològic que és fet per a déus més que per a homes i cal que continuï tal com està». Esquistos foliados negros y grises horadados de alvéolos en cizallamiento sobre las escuetas entradas de las aguas, las formas caprichosas talladas por la erosión en las pegmatitas que llevan al juego con la identificación de animales, el camello, la tortuga, el caballo, el águila, incluso la supuesta inspiración de la roca que llevó a la factura de El gran masturbador, vienen a ofrecer un divertimento inofensivo según el acerbo icónico del espectador caminante. Un juego de proyecciones  del que todos podemos disfrutar en la actualidad. Demasiados estímulos visuales en una jornada senderista a la que solo le faltó llegar a la meta: la subida hasta el faro más oriental. De la Península. Subida frustrada en parte por el cansancio del grupo y cierta indecisión de  de la guía. Tras un breve descanso en las aguas cristalinas de la Cala Culip volvimos por el Paratge hasta la parada del bus de vuelta a Portlligat.

    En la tarde sí se cumplió con la visita programada a la casa de Dalí y Gala. Personalmente descubrí la capacidad de traición de la  memoria. Creía haberla visitado en mi primer viaje a esta zona en 1978. Estoy seguro de haber estado en esta rada e incluso recuerdo la conversación mantenida frente a la casa con los compañeros de viaje. En aquella tarde soleada, los cinco jóvenes viajeros, sentados en la arena, nos sentíamos en la vanguardia del pensamiento mientras unos pescadores preparaban las nasas para salir a faenar.  Hablamos de la relación anterior de Gala con el poeta Paul Eluard y del  enfoque revolucionario del surrealismo contra el capitalismo... Pero no pude visitarla porque aún la habitaba la megalómana pareja. Allí vivieron hasta la muerte de Gala en 1982, cuando el viudo  se trasladó al castillo de Púbol.  Había situado los salones del Teatro - Museo de Figueres en la vivienda. El conjunto de barracas anexas  no es  precisamente armonioso. En las diferentes estancias se puede entender el sentido del humor de sus moradores. Desde las estridencias estéticas y chocantes del jardín hasta el histriónico dormitorio con sus jaulas vacías y su espejo dispuesto para ver el primer rayo del sol de la mañana, la óptica daliniana manifiesta su sentido epatante. Por otro lado, las reducidas dimensiones del estudio del que salieron las principales creaciones del artista reflejan la dicotomía de un artista que más allá del personaje hizo del trabajo el eje de su existencia. La galería de fotos de la pareja con personajes y personajillos de su tiempo e incluso las de pleitesía al dictador que cubre el vestidor de Gala antes de su salón oval privado también aportan información sobre la mentalidad de la esposa del Avida dollars, según lo anagramó  Breton. Me toca pues, asumir la confusión de lo vivido y lo imaginado y aceptar que aún me quedan amplias zonas de fusión en un continuum espongiforme de experiencias vividas o supuestas para ser narradas. Y en el empeño,  procurar cumplir con el dicho para lograr la coherencia en lo escrivivido. Al menos para que el improbable lector pueda afirmar tras su lectura  que “se non è vero è ben trovato”.

   En la mañana del segundo día el calor húmedo cayó sobre el grupo cuando caminamos desde Llançá en una bajada cómoda de algo más de nueve kilómetros, con parada de descanso en el faro de Punta Arenella, el primer faro del norte de esta costa, hasta Port de la Selva, uno de los pueblos más cuidados de la zona en la que todos los enclaves son agradables. Destaca por la pulcritud de su trazado en torno a la bahía y por el cuidado diseño de las edificaciones y jardines de las urbanizaciones del entorno. Mereció la pena la vista desde la Roca de Castellar en La Punta de la Creu y el baño en la recatada cala de Tamariua, ejemplo del civismo de sus gentes. Ni un papel, ni una colilla tirada, ni una  bolsa olvidada, ni un detritus humano o animal que agreda a cualquiera de los sentidos. Mi admiración por el tradicional civismo catalán se afirma con los años.

   Después de bien comer de menú en la terraza de Ca La Paquita frente al puerto, subimos en la furgoneta hasta el monasterio de Sant Pere de Rodes, nombre de la sierra en la que se levantó allá por el siglo X. Según avanzaba el vehículo por las repetidas curvas de la GIP-6041, las vistas de la bahía de la Selva y de las calas cercanas conformaban un compendio del paisaje bravío de esta costa privilegiada. La imponente construcción me había llamado la atención desde que ojeé el programa del viaje y la visita al apabullante conjunto románico no me decepcionó. La singularidad del enclave, las interpretaciones entre la historia y las leyendas, la cuidada restauración científica de las numerosas dependencias  e incluso el número limitado de visitantes conjugaron una placentera experiencia de acercamiento al atroz Medievo, no tan lejano como podamos imaginar de la mentalidad posmoderna. De especial interés me resultó la el interior de la iglesia con sus dieciséis metros de altura y su sistema de apoyo de la nave central con pilares y columnas integradas más propio del gótico que del tiempo románico. Me pregunto sobre el tremendo esfuerzo realizado por los pobres canteros que la levantaron y sobre la capacidad de la predicación de las creencias para movilizar a la gente. Quedan algunas muestras de pinturas murales tan inocentes como pérfidas en su intención, la de un león domeñado o una escena de la crucifixión con el ladrón bueno y el malo me atraen por la ingenuidad de su imposible perspectiva. La narración de la audioguía sobre los restos de la cabeza y un brazo de san Pedro supuestamente enterrados bajo el ábside, realizada con admirable histrionismo en una tarde ya oscura y lluviosa crearon un ambiente propicio a las experiencias exóteras en el deambulatorio como alguna compañera de viaje relataría al día siguiente… Como ejemplo de su importancia en el orden sacro medieval, es el monasterio el único conjunto conservado. Al sur las ruinas del castillo de Sant Salvador de Verdera y las del pueblo de Santa Creu al norte.

   Cuando se va a cumplir un mes del viaje a la Costa Brava, retomo esta crónica que por circunstancias personales dejé sin cerrar. Llegan noticias sobre el control de un incendio en la zona desde  Portbou a Llançá que ya ha acabado con unas seiscientas hectáreas de los pinares por los que anduvimos en la primera jornada. Al pesimismo sobre los daños que causamos en este Idioceno al que no ponemos remedio por nuestra inconsciencia, se une la tristeza de imaginar el paisaje tan recientemente caminado. Fue desde Colera, uno de los núcleos más afectado por las llamas donde iniciamos la ruta para continuar por la costa hasta Llançá. Del camping cuidado que fuimos dejando a nuestra derecha para hacer la corta  subida hasta el Col de Frare puede que sólo queden hoy restos mal olientes. El primer tramo por el camin de ronda fue un paseo cómodo con agradables vistas a calas como la de Bramant y a playas de arenas grises como las de Garvet o Grifeu. Pinares acostados por la acción de la tramontana en las laderas hasta la orilla, aroma de resina, aguas transparentes, radas de horizontes azules, irisaciones verdes en el espejo de las calas más escarpadas por la composición de las rocas metamórficas de relativa juventud geológica. Un paisaje privilegiado de la Península Ibérica del que disfrutaría en un grupo de dieciséis senderistas en buena forma física, con una media de edad cercana a los sesenta y con un denominador común: ignorar en lo posible las cargadas mochilas de dolor de cada cual y no  olvidar la botella de agua en la mochila ligera de cada día. Me arriesgaría a definir una intención común: hacer del caminar en sí mismo una actividad en dos sentidos, el conocimiento sensitivo del medio natural y el crecimiento en el propio esfuerzo del senderear por caminos y veredas. Intención cumplida.
 
 
                                                                          Sevilla, 7 de agosto de 2023

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