jueves, 20 de octubre de 2022

CICLANZAS Y APRENDIZAJES POR EL CAMINO PRIMITIVO

   
Valle desde el mirador de Montouto


   En la segunda herradura de alto peralte de la bajada del Puerto del Palo, un cruce de vientos inmovilizó la bicicleta y la dejó suspendida en el aire por unos instantes. Jero pedaleó en el vacío en una sensación de irrealidad, fue el forzado protagonista de una escena de cine fantástico, despierto pero sumido en una vivencia onírica en su imposibilidad. 

     Una ligera lluvia había caído sobre las calles de Pola de Allande en esa noche del seis de octubre. El son del caudal del río Nisón, al que se asomaban las habitaciones del Hotel Lozano en el que se habían alojado, fue arrullo para el sueño necesario para abordar el paso del ecuador de la ruta. De amanecida, se elevaba desde su cauce una espesa niebla que les impediría recrearse en el paisaje de montaña del Occidente Asturiano. Las mesas de los únicos dos bares alladenses abiertos desde muy temprano eran ocupados por peregrinos de a pie, ningún bicigrino salvo el cronista ¿Sería tan difícil subir a pedales? La cima del Pico Pachón sobresalía en el mar blanco mientras pedaleaba en el largo ascenso al exigente puerto de de doce kilómetros que, con un porcentaje de desnivel cercano al 6% y sus 1.146 metros, se erigía como la primera prueba dura en la más dura de las jornadas del Camino Primitivo, iniciadas dos días antes en Oviedo con intención de llegar en cinco etapas hasta Melide. Una hora y media después de salir de la avenida de Galicia habían coronado. Mientras intentaban protegerse con los chubasqueros, el viento derribó las bicis que, cargadas con las alforjas superan los veinte kilos. La suya quedó con el manillar mal direccionado, lo que añadiría peligro al descenso y tendrían que parar más tarde en un reducido arcén en la niebla para corregirlo. Un peregrino pedestre les tomó la foto testimonial bajo el cartel altimétrico para dejar constancia del logro de los dos ciclistas sexagenarios. Manifestaban su orgullo y su contento, con los cristales de las gafas empañados por el vendaval de nieblas, los cuerpos ateridos y las risas nacidas del miedo y del logro. Un logro solo parcial, pues la subida desde la presa de Grandas de Salime hasta el pueblo y la del puerto del Acebo o del Acevo según la señalética en Galicia, aún se mantenían como reto del tercer día, cuando el cuerpo parece adaptado al pedaleo, las piernas entran en calor a los pocos metros y en la mente se impone cierto monopolio exclusivo en la continuación, en el esfuerzo, en la atención al piso, al roquedal, a la grava, al asfalto, a la trazada de tal o cual pendiente, a los cambios de coronas y de plato, al ritmo de la respiración sincopada con cada pedalada, a la oxigenación de los músculos y sobre todo, al esplendor del paisaje de estas montañas. Poco después de la redirección correcta del manillar, tras una curva, de improviso, se levantó la niebla y de la opacidad blanca emergieron las montañas y estribaciones de los valles formados por afluentes del Navia, arroyos como el Castanedo o el Pumarín hasta la aldea de Montefurado, principio de túnel minero entre los valles del río Castelo y del Río del Ouro. Entregados a la contemplación de los escarpes recién nacidos de la nada, iniciaron una de las bajadas más impresionantes por la umbría del valle hasta el embalse de Grandas de Salime. Si la ascensión al Pico del Palo fue arriesgada y dura, la emoción vivida ante la belleza de esta zona de dorsales verdes, de levantamientos, de pliegues de estratos extendidos como dedos de gigantes reposando en los prados, cercados por el rudo perfil de los picos, compensó todos los miedos. El esfuerzo quedó olvidado en la emocionada y emocionante experiencia del placentero descenso de quince kilómetros hasta el embalse, muy diezmado en su volumen por las consecuencias del calentamiento global que sufrimos.
 
   No fueron muy bien atendidos en el condumio de media mañana por la señora del Café Jaime, el primer bar que vieron abierto en el municipio grandalense. En la soledad de sus calles palpó la nostalgia de un pasado más próspero, con numerosos locales abandonados y casas en venta y cierta aspereza en la actitud de los paisanos hacia los peregrinos que hasta entonces no había percibido en esta comunidad. Quizás el hecho de haber llegado debilitado, incómodo y empapado de sudor condicionó su percepción de la villa. Para no perder el ritmo del pedaleo había subido con el cortaviento cerrado las violentas herraduras del ascenso con una temperatura demasiado alta para el mediodía de otoño. Guardará en la memoria la solidez de la planta cuadrada de la colegiata de San Salvador, la amplitud de su pórtico perimetral y la mixtura de estilos y sucesivos añadidos del paso del tiempo, desde la modesta fachada románica hasta ciertos modos de restauración integrados en el conjunto.

   Desde Grandas hasta el puerto de El Acebo no hay descanso. A partir de Peñafuentes se empieza un tramo de cinco kilómetros al 8%. En el cartel de la parte asturiana se informa de una altitud de 1.030 metros que en la parte gallega pasan a ser 1.050 ¿Serán veinte metros de más o de menos? Pequeñas diferencias sin importancia, manifestaciones de la relatividad de las mediciones cuando no se aplican las herramientas adecuadas con la objetividad técnica precisa ¿Signos de competitividad mal entendida entre comunidades fronterizas? Para relajarse en las diferencias de la cartelería ha tenido que sufrir un poco más. Antes de acceder a Fontenova, aldea en la que la pendiente arrecia, se ha salido la cadena por un error de principiante en el tiempo de los cambios, corona 8, corona 9, plato mediano, plato pequeño, frustración y frenada, pie a tierra, ayuda rápida del compañero, cambio de ritmo, paradas técnicas para recuperar el aliento y echar un último vistazo a los picos del suroeste asturiano; nubes de moscas le acompañan en el ascenso, pesadas y tenaces en su revuelo, moscas que mutarán a sus ojos de pardas a negras, acosadoras en sus vuelos rasantes para nutrirse del sudor que el ciclista exhala por todos los poros. Al fin, poco antes de la cumbre, el zumbido alternante de agudos y graves de las aspas de los aerogeneradores, colosales tubos de órganos de un culto nuevo anuncian la coronación de la cima. De Asturias a Galicia por Lugo con Fonsagrada como meta del día. Será la única jornada que realicen siempre por carretera, un total de 74 km que pronto empezarán a pesar en las piernas y en las nalgas resentidas por las horas de sillín y asfalto, un asfalto que también cambiará en el paso de una a otra autonomía, del alquitrán gris astur al rojizo de la vía gallega. Misterios cromáticos identitarios, diferentes morteradas de calidades o implicaciones de intereses empresariales. Por primera vez, paran para almorzar antes de la meta en Catroventos, donde recomponen el cuerpo y el ánimo con un menú a la gallega manera, con vino del país, caldo, bacalao y tarta de Santiago, sin chupito al postre, para tomar impulso en las últimas rampas del collado donde se ubica el municipio gallego a más altura. Tarde breve para el descanso y para la interiorización de las vivencias, marcadas en esa etapa más que en ninguna otra por la percepción emocional del paisaje que en la mañana emergió del mar de nieblas en el valle del Narcea.

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    Había pasado la noche del dos de octubre casi en vela, deseoso de empezar el viaje que Alvil y él llevaban preparando desde tres meses atrás. Mantuvieron en ese tiempo cuatro reuniones técnicas para definir el recorrido, sus etapas, el coste económico y el nivel de exigencia física. Encuentros prolijos en los que apalabraron los alojamientos, aseguraron el empaquetado y transporte de las máquinas y del equipaje, obtuvieron los pasajes de los vuelos más baratos y completaron la logística requerida para hacer El Camino Primitivo con cierta seguridad. Aún así siempre quedan problemas que han de resolverse en el momento y retos imprevisibles cuando te enfrentas a rodar casi trescientos kilómetros por los senderos que pudo seguir en su desplazamiento entre la tercera y cuarta décadas del siglo IX, el noveno rey de Asturias, Alfonso II, conocido por unos como “El casto” y por otros como “El trovador”, según se recoge en el Cronicón emilianense. Más de una vez, durante la pedalada, se acordaría de la familia del monarca, de su padre Fruela I y de su madre, Munia, que en su sueño expansionista no pensó en las dificultades del trazado hasta Iria Flavia para los turigrinos del futuro. 

    Espoleado por la curiosidad se había interesado por la figura del verdadero artífice político de la Ruta Jacobea. El tal Alfonso, fuese casto trovador o solo célibe regidor, reinó más de cincuenta años, una excepcionalidad tanto por su longevidad como por la estabilidad que consiguió mantener durante su reinado, pues los rasgos selectivos de la monarquía visigótica aún perduraban en las actitudes de la nobleza. Fue un personaje con un pie en las leyendas y otro en la realidad histórica. Estableció en Oviedo la capital de su germinal reino frente a Pravia, llegó a saquear Al-Ushbuna, la actual Lisboa, al final del siglo VIII volviendo a sus dominios con un cuantioso botín. Educado en el monasterio lucense de Samos, se opuso a la opción adopcionista promovida por la Iglesia mozárabe de Toledo, partidaria de un acercamiento al diálogo con los musulmanes aceptando de partida la especial humanidad de Cristo, hombre adoptado Dios para predicar la doctrina, mas no partícipe de la tríada cristiana. Cuestiones que hoy pueden parecer espurias, pero que servían para el mantenimiento y la justificación del ejercicio del poder en la sociedad teocrática del Medievo, como en nuestro presente economicista puedan justificarse los desequilibrios de los mercados acudiendo al supuesto equilibrio entre la oferta y la demanda. Cuestiones que sirvieron para conformar el corpus dogmático de una doctrina que le sería muy útil al sagaz Alfonso para reforzar la unión de la corona y la Iglesia. De ese modo, el último sucesor del rey Pelayo consiguió asegurar la expansión de las fronteras astures hasta León y Galicia frente al acoso militar de Al-Andalus. Sin duda, fue un tipo con visión a largo plazo que pronto organizó la partida de confirmación con lo más granado de su corte para acudir a la llamada del obispo de la diócesis de Iria Flavia, Teodomiro, a quien un eremita de nombre Pelagio había relevado sus visiones de luces sobre una zona (campus stellae) en la que casualmente, se halló un arca de mármol o arcis marmoris con restos humanos que serían adjudicados por inspiración divina a los del apóstol Santiago y a dos de sus discípulos. El milagroso hallazgo significó para el longevo rey, la perla más valiosa de su corona. De ahí al Santiago Matamoros aún faltaban unos siglos, pero la simiente propagandística estaba sembrada. Para cerrar esta incursión en los orígenes de la peregrinación, es conveniente subrayar la conexión que siempre mantuvo con su coetáneo Carlomagno a través de regalos de soldados, prisioneros y botines. Casi mil doscientos años después, el itinerario del viaje de la corte de Alfonso II hasta los confines de Occidente, donde soplaban aún aires priscilianos y la construcción del primer templo sobre el supuesto sepulcro del apóstol, es conocido como el Camino Primitivo. 

   En la última década la primera de las rutas jacobeas ha ido adquiriendo prestigio por su dureza y por la belleza de los senderos. Para responder a la creciente demanda, se han mejorado sus infraestructuras de albergues, hostelería, restauración y avituallamiento. En definitiva, empieza a ser una vía de enriquecimiento económico del occidente asturiano y de la zona norte lucense a través de la promoción de un turismo diverso en sus motivaciones, de nivel adquisitivo medio y respetuoso con el medio ambiente. Se trataba de hacer el recorrido por este Itinerario Cultural Europeo antes de que su masificación lo colapse como ya ha ocurrido el pasado verano en el Camino Francés y en la misma capital. No olviden la conexión astur-carolingia de los orígenes para entender este hecho milenario, sin duda enriquecedor pero cuya masificación actual puede llevarlo a la decadencia. Para no sumarse al gregario peregrinaje acabarían sus ciclanzas en Melide.

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   Unos minutos después del mediodía del 3 de octubre despegaba el Airbus 320 del aeropuerto de San Pablo que los dejaría en poco más de una hora en el aeropuerto de Asturias. En modo avión el móvil, en modo avión él mismo, a pesar de que hacía tres años que se había prometido a sí mismo no volver a subir a uno. Y allí estaba, asumiendo su contradicción, con una rodilla encajada en el respaldo del asiento delantero y con la suerte de poder estirar la pierna izquierda de cuando en cuando porque su plaza daba al pasillo. Todas las plazas ocupadas, cada vez siente más rechazo por la incomodidad del pasajero, por la contaminación que este transporte de masas empaquetadas produce y por los formalismos de la supuesta seguridad. Siempre tienen que comprobar su identidad y es de los pocos viajeros al que le piden el DNI. En las últimas filas viaja un grupo de quince personas con Síndrome de Down acompañados de cuatro monitores que han dado gritos de júbilo después del despegue y que aplaudirán con fuerza en el aterrizaje ¿Por qué no mirar al mundo con la alegría de este grupo? El mejor deseo de Irina vuela con él en un mensaje de última hora, recibe otro del hermano en el que le desea Suerteee! Una pasajera los ha identificado como peregrinos sin que lleven signo externo alguno y les ha preguntado al pasar a su lado si van a hacer el Camino Primitivo ¿Para qué agriarse el momento? Le gusta escribir a 30 000 pies de altura sobre la superficie, explorar la sensación física de las palabras en las turbulencias de la nave. Ensimismados, los pasajeros se refugian en los juegos en sus móviles, dormitan acuciados por el ruido monótono de las turbinas y por la presurización obligada en el interior o se entregan a la mirada hueca al vacío. Al menos, uno de ellos escribe en un anticuado cuaderno de papel de tapas duras; se deleita en sus manugrafías anacrónicas.

   Al viajar sin equipaje, consiguieron llegar a tiempo para la salida del bus de la terminal hasta la capital ovetense prevista para las dos de la tarde. Los tiempos encajaban, los buenos augurios parecían cumplirse en la jornada de traslado, hasta que un incidente rompe los planes. Tardarían más en el desplazamiento por tierra que en el vuelo desde el sur. Un pasajero había reservado su asiento en el bus con anterioridad y en el momento de la partida, con todos los billetes ya vendidos, el conductor le comunica que no es posible su incorporación porque el vehículo está completo. El señor de la reserva se niega a bajar del vehículo. La situación se complica. Entre los viajeros cunde el enfado, la disconformidad, las alternativas, la llamada del conductor a la autoridad, la intervención de otro vindicando su derecho y acusando al reclamante de secuestrar a todo el bus. La presencia de la Guardia Civil a requerimiento de las partes, el agraviado que interpone una denuncia a la empresa ALSA que tiene el monopolio del servicio, la espera se alarga. Alguien pregunta como reclamar por el retraso. El conductor le remite a la oficina de la estación término. El bus de las dos de la tarde saldrá a las tres. Cuando se pone en marcha, un grupo de jóvenes aplauden la resolución. Se pregunta cómo hemos llegado a ser una sociedad tan conformista. Nadie se presenta en la ventanilla de la empresa para hacer efectiva la reclamación por la demora. La temperatura alta y el alto grado de humedad nos les ofrecen una recepción agradable. Primer día sin almuerzo. 

    Nunca ha conseguido captar la idiosincrasia de la capital de Asturias. Su gastronomía es seductora, su gente es amable y educada, las calles céntricas son agradables y sus aceras amplias, pero denota cierto fingimiento forzado en las relaciones con las que nunca se ha sentido cómodo. Recuerda con agrado el delicado prerrománico del palacio de Santa María del Naranco y la iglesia de San Miguel de Lillo que esta ocasión no podrá visitar porque el tiempo apremia y han de recoger y montar las bicis en la oficina de Correos. Aprovechan el resto de la tarde para pasear por la ciudad, por el parque de la Reconquista a la sombra de los fresnos, hayas y abedules de sus cuidados parterres, para volver a las rollizas figuras de bronce de Botero, a los Caballos asturcones de Manuel Valle y a la fachada del Teatro Campoamor. Se detienen ante el escaparate de la librería familiar Polledo que rezuma amor por la edición local y profesionalidad en las libreras que la regentan. Antes de dirigirse a la catedral, “Porque quien va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo y no a su señor”, según comenta Alvil, tomarán un café en la Plaza de Riego, a los pies del monumento al general tinetense, cuyo pronunciamiento en Las Cabezas de San Juan allá por 1820, cuando se dirigía con sus tropas a embarcar en Cádiz, propició el Trienio liberal en el nefasto reinado de Fernando VIl. Vino a colación la letrilla oficiosa del himno de la II República:
 “Si los curas y frailes supieran/la paliza que les vamos a dar/saldrían a la calle gritando/libertad, libertad, libertad”.

   Jocoso anticlericalismo tarareado sin acierto por Jero para alargar el diálogo y consensuar actitudes de equipo. Cerraron el prólogo a la aventura acercándose a la plaza de San Salvador para admirar una vez más la imponente torre de base gótica flamígera, para siempre unida a la vigilancia del canónigo Don Fermín de Pas y a las pasiones de Ana Ozores en su congelado paseo en la esquina de la plaza. Cuando en la memoria, “Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana del coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la santa basílica. La torre de la catedral, poema romántico en piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne” (1). Aunque no pudieron visitar la Sancta Ovetensis, accedieron a la Capilla del Rey Casto por el Jardín de los Reyes Caudillos, una zona que rezuma épica guerrera en su estatuaria belicista de la posguerra. La visión de su cúpula, aunque reconstruida y los detalles de la portada tardogótica al crucero norte de la catedral merecen la pena. Tras disfrutar de unos culines de sidra como era de rigor en una de las sidrerías populares de la calle Gascona, se retiraron pronto a sus habitaciones en la Pensión San Juan. Pasillo estrecho y alfombrado después del recibidor y la salita de huéspedes, mostradorcito de madera noble, profusión de cuadros de cromatismo vario, apliques tenues encastrados en los bajos techos, baño reducido y sábanas limpias para una noche de sueño inquieto a pesar del cansancio del traslado. En pocas horas empezaría la primera jornada.

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 Los últimos rayos del sol de la tarde caen tímidamente sobre los azulejos de la mesa de jardín de la amplia terraza del Hostal Sotos de Salas en el que se hospedan esa primera noche en ruta. Intenta anotar en el cuaderno lo vivido desde la salida de Oviedo no antes de las ocho y cuarto para asegurarse la luz de la mañana. El sentido prohibido de las calles para empezar el camino les obligó a caminar un buen rato por las aceras. Han sido siete horas de pedalear, desde que dejaron la Depresión de Oviedo, cruzaron el puente sobre el río Gállego y se acercaron al valle del Narcea. La densidad de los hayedos, de los robledales y de los bosques de castaños se ha ido imponiendo con suavidad, desde el goce de su umbría a la luz radical de los campos cultivados. A la vista los hórreos asturianos, más amplios y sólidos que los gallegos. Intuye que estas muestras de arquitectura popular se conservan más como signos de identidad que por su utilidad presente. Las grandes pacas cilíndricas de heno abundan en las explotaciones agrarias. Ha sido la primera inmersión en un medio natural húmedo que a pesar del cambio climático, muestra la capacidad de adaptación de la naturaleza, en la que los “praos” brillan, los ríos mantienen cierto caudal y sus aguas cristalinas cantan su paso cerca de las veredas, en las que el áspero gruñido de la alta población de urracas ha sido eco de compañía en las primeras horas.

   Ha guardado respetuosos silencios ante el apabullante paisaje mientras procuraba mantener un ritmo en la respiración y en la cadencia del pedaleo, salvo en algunas trochas salpicadas de pedruscos de pendientes alucinantes cercanas al 30% que impiden seguir montado y obligan a formar un triángulo escaleno entre el cuerpo escorado y la bici con su equipaje como ocurrió en la subida al Escamplero. El silencio se rompe en jadeos de respiración lastimera. Visitaron el santuario de La Virgen del Fresno, un ejemplo digno del barroco popular también cerrado a la visita. La señora que se encargaba de su cuidado y de la llave ya no está en condiciones de atender a los peregrinos que allí acuden. Las vistas desde su altura compensaron el desvío. Pararon en Cornellana muy cerca de la meta en Salas para acercarse al monasterio de San Salvador, en proceso de restauración, otro conjunto monumental de interés en un lugar calmo a las afueras de la población.

   No se han cruzado con otros ciclistas pero sí han ido saludando a peregrinos de ambos sexos, de mediana edad o de tercera, mayores con cierto poder adquisitivo y el tiempo y las condiciones físicas precisas para hacer la ruta más exigente de todas las jacobeas. Entre los caminantes solos, los hombres suelen ser de edad avanzada y poco habladores. Hay más variedad de edades en las peregrinas solas, jóvenes, maduras y mayores, quizás más extranjeras que españolas pero en todas observa una señal común: caminan tranquilas, se sienten seguras y así lo expresan en el ritual saludo de “Buen camino”, que oyen en todos los acentos y tonos. En un intento porcentual basto de los modos de agrupación, dejaría a los peregrinos solos el 10%, a las peregrinas el 15%, un 40% a las parejas y a los grupos de entre tres y cinco componentes al 35% restante. Por origen, tras los españoles de todas las autonomías, irían los alemanes, los franceses y los ingleses. Observaciones del peregrinaje desde el sillín, sin más intención que la aproximación ni más objetividad que la de la cercanía curiosa, claro está.

  Con la primera etapa ha empezado la exploración del propio límite físico, de su capacidad de resistencia en la prolongación de la voluntad sobre el grito de socorro del cuerpo y sus necesidades, la discriminación de aquellos órganos más forzados en el esfuerzo, la musculatura de las piernas y la circulación sanguínea, el adormecimiento de los dedos sobre el manubrio, la necesidad de más oxígeno para paliar el mayor gasto energético, el ejercicio mental para continuar unas pedaladas más en una subida porque sabe que evitará diez pasos de arrastre de la máquina que le pueden quebrar más. Con la primera etapa llegó la primera caída. Decidió desmontar por miedo sobrevenido a una bajada asfaltada y corta que apareció después de una esquina al paso por una aldea. Al levantar la pierna, tropezó con una de las alforjas y cayó hacia el lado. Se golpeó el codo izquierdo contra un murete de la linde. Aprendió de la vivencia del miedo, herramienta de doble filo que contribuye a la supervivencia y a la vez acecha en la autodestrucción. Está tentado de cerrar la narración del día con la pseudoépica del cansancio extremo del ciclista al hacer la última subidita a Salas, cuando el bostezo recurrente lo acercaba a la sensación próxima al desmayo y casi a la obnubilación en la señal de cruce hasta el arco de la muralla medieval. Prefiere revivir el cuadro costumbrista vivido pocos minutos después, ya más repuesto, en “Casa Pachón”, el restaurante que Alvil conocía y cuya nombradía fue reforzada por la recomendación de la señora del hostal. Es un local pequeño, abierto desde las doce a las nueve de la noche, regido por dos hermanos que atienden y apabullan a los comensales habituales y a los peregrinos con un menú de pocas opciones y larga oferta de imposición de hasta tres platos, con bebida de valdepeñas y gaseosa, postre y café, todo incluido en su saber mandar, decidir y atender a las mesas de cuatro, de tres o de dos plazas con el desparpajo del chamarilero y la experiencia de taberneros a los que les gusta el oficio. A ellos les correspondió una mesita pegada a la barra porque se acercaban las cuatro de la tarde y como dijo uno de los hermanos:”A quien da lo que tiene…”Allí fueron bien servidos, saciaron la sed con un botellín y su apetito quedó tan saciado que renunciaron al tercer plato incluido en el menú. Los gritos de los comensales, las risas, los chistes y las fanfarronadas de un grupo de peregrinos talluditos sobre las heroicidades de la jornada también estaban incluidos. Una inyección de optimismo en la recuperación para la siguiente etapa. Un paseo por el pueblo con visita a su digna colegial de Santa María y al parque de Doña María Zuleta junto al cauce del Nonaya, donde pasaron un rato dedicados a los mensajes y a las llamadas al sur. Desde ese punto cardinal relacionó el apellido que nominaba al parque con la más antigua bodega de manzanilla de Sanlúcar de Barrameda. Atención a la conexión de las marismas del Guadalquivir con los cultos a Mitra y su actualización con La Virgen del Rocío. El son cantarín del caudal del río los acompañó en la comunicación con los afectos íntimos.
 
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   Sin mirar atrás, solo al inmediato futuro de nombre punzante, La Espina, un puerto en tierra de la Malatería a la que hay que subir sin pausa cuando al dejar la última calle de Salas empiezan a rodar en una senda de piso cubierto de zurrones. A lo largo de esta exigente etapa, la trilogía del bosque asturiano (h.r.c.) les acompañará durante todo el recorrido. Se alejaron unos doscientos metros para ver la cascada del Nonaya y su frescor casi exótico fue una agradable experiencia para los oriundos del árido sur. Pararon a desayunar en Tineo en La vinoteca, por las vistas que ofrecía del paisaje, pero la casualidad hizo que siguieran acercándose a la veta republicana del recorrido. En la tierra natal del constitucionalista Riego, fueron a sentarse en el velador más cercano al monolito de don José Maldonado, otro prócer republicano del pasado siglo, alcalde de la localidad durante la II República y su último presidente en el exilio. En el modesto memorial, bajo el relieve de su rostro, un sucinto texto: “Nací republicano, viví republicano y moriré republicano porque la república es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Ingeniosa contrarréplica del bueno de don José al lema del Despotismo Ilustrado con el que se definía en la enseñanza secundaria del siglo pasado.

   Abiertos a empaparse de todo lo que el camino ofrece, volvieron a desviarse para conocer uno y recordar otro, las ruinas del monasterio de Santa María de Obona, fundado en el siglo XII, con raíces legendarias hasta el siglo VIII. La equilibrada fachada románica de la iglesia, desnuda de ornamentación en su proporción equilibrada de volúmenes y el paramento angular del claustro barroco que se mantiene en pie sobre la profusa vegetación que lo invade, forman un espectacular conjunto, enriquecido como lugar de retiro del Padre Feijoo, que ¡ay! a su regreso de la meditación a Oviedo se hizo llevar el agua de la fuente hoy seca. Quedarían otros detalles dignos de investigar como la relación invertida de los blasones de los dos escudos nobiliarios de los muros. Otra apuesta para aprender más de un lugar privilegiado de “aguas buenas.” 

   La primera parte de la etapa fue dura por los largos tramos no ciclables. Ásperas pendientes en los que las rocas puntiagudas, como recién nacidas de la última orogénesis y la perpendicularidad de las raíces en el piso obligan a aprender de dolencias nuevas y alarman antiguas señales como las molestias que recidivan en el pie izquierdo que le llevaron a un largo periodo de invalidez en la lejana adolescencia. En el tirar jadeante de la máquina y sus pertrechos, sin dejar de atender a las dificultades del arrastre, puede bifurcarse en el pedregal presente y en el remoto pasado. Vuelve a estar tendido horas y horas con ese tobillo inmovilizado, en una hamaca colgada de las argollas de la cuadra de la herrería familiar. Aquella artritis infecciosa de dudoso origen y pésima respuesta clínica le cambió el carácter y redirigió sus intereses de niño inquieto a la lectura de novelas de aventuras, las obras juveniles de Fenimore Cooper, de Emilio Salgari, de Walter Scott y sobre todas, las de Julio Verne, aquellas que le abrieron a otros mundos. Vuelve a los libritos de bolsillo acumulados debajo de la cama en un cubo de latón primero y en un baño de zinc después porque las estanterías para libros ni siquiera estaban en el mercado. Se mantendrá en sus adentros en la infancia sublimada recuperada en esta primera senectud, en el placer por la aventura, en la cadencia armónica de la bajada por una carretera cómoda después del puerto de Porciles. Con el sexagenario bajaba el niño que disfrutaba de su bici verde de cadete de la misma marca que la de montaña que hoy maneja, en la que se deja mecer y llevar por la inercia del desnivel, con la que alterna las suaves frenadas y el pedalear de control ¿Qué mejor viaje que la recuperación del pasado para enriquecimiento del presente? 

     En otra subida no ciclable hasta Borres, cuando intenta acoplar la respiración y el arrastre, entiende el parpadeo de una vaca como un guiño de apoyo ¿Tan falto de oxígeno va para alucinar? ¿Será el rumiante más filósofo reencarnación de uno de esos duendes de los bosques? ̶ Muy necesitado debes estar para creer que una vaca te ha guiñado. ̶ Fue el jocoso comentario de Alvil que había desandado el camino para echarle una mano en la rupestre subida. Semióticas cruzadas de humor en torno a la mística del Camino. Dejando atrás el último puerto del día, el de La Lavadoira, vuelven a dejarse caer en una bonita bajada hasta Pola de Allande o Puela en la fabla asturiana. Poco antes de las tres echaban pie a tierra frente al Hotel Lozano. La hora más adecuada para el buen yantar en el espacioso salón de La nueva allandesa, con sus ventanales al río Nisón y sus limpios manteles de cretona blanca. Entre tantos aprendizajes de un viaje de este tipo, destacaría la responsabilidad que exige al viajero, desde lo más definitorio: la ruta ha de cumplirse con los propios medios, la bici tiene que estar en condiciones para responder a las dificultades, contar con que el azar no traiga demasiados contratiempos para el cumplimiento de los tiempos, la previa logística ya referida en la reserva de los alojamientos, la administración sensata de un presupuesto limitado, la sintonía con el compañero o compañeros con los que se comparte, la disposición física y psíquica para el esfuerzo de cada jornada, para responder las exigencias que cada día se plantean y la aceptación de las propias debilidades y las del otro. Toda una panoplia de condicionamientos que se ejercitan a diario como ocurre con el equipaje que ha de ser mínimo porque el peso se multiplica con las horas de pedaleo, pero con lo imprescindible para cubrir las necesidades de aseo y de íntimo decoro. La organización del equipo de ciclista y de la ropa de paseo requiere también su tiempo en el horario cotidiano. Para que la aventura fluya y sea grata requiere un alto nivel de autodisciplina.

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     Habían previsto que la cuarta jornada sería la más larga, pues desde Fonsagrada hasta San Román de Retorta distan casi ochenta kilómetros. Su intención era rodear Lugo para evitar entrar en la ciudad en sus fiestas patronales dedicadas a San Froilán y descansar en Casa Castrelo, presentada en la red como casita rural. Pero la etapa se alargaría más de lo previsto y hasta la caída de la tarde no llegarían a San Romao, cuando ya declinaba la claridad y empezaba a ser peligroso pedalear por una carreterilla con grandes socavones, sin señalización ni arcén. Cuando salieron con la primera luz del albergue-pensión Cantábrico hacia Montouto, notaba en el cuerpo la dureza del día anterior pero no dramatizaba en exceso las señales de cansancio. Vería. Algunas subidas impertinentes por tramos empedrados le volvieron a la realidad del camino, sin mirar atrás, disponiendo las potencialidades ganadas y obviando las flaquezas. La mañana les regaló otro paisaje espectacular, con la niebla cubriendo el valle del río Das Romeas, en el ascenso al paraje donde quedan las ruinas de un antiguo hospital de peregrinos del siglo XVII, se levanta una ermita de factura reciente y el dolmen de Pedras Dereitas. Pudo influir la serenidad del lugar y el paseo por el mirador de Montouto, con sus testimonios pétreos de siglos, para que Alvil dejara olvidado el casco en el pórtico de la ermita. Se lanzaron a una bajada por un sendero cómodo, implicados en los escollos del piso y en el colorido de los bosques de castaños de la ladera hasta la venta-mesón de Paradavella, donde pararían para el desayuno pero estaba cerrada. Allí se percataron del olvido. Una vez más, el azar jugó a su favor y el propietario del mesón lo acercó por carretera hasta el carril del hospital. Desde allí, Alvil volvió a hacer la bajada a grandes zancadas con el casco pero sin bicicleta. Jero se quedó en Paradavella, al cuidado de las máquinas y pendiente del paso de los peregrinos con los que se habían cruzado en la subida por si hubiesen recogido el casco olvidado. Se habían percatado del objeto en el pórtico de la ermita pero como estaba colocado cuidadosamente sobre el suelo, por respeto, no lo habían tocado siquiera. Alvil tuvo una recepción triunfal cuando llegó a la venta de Paradavella, porque durante la espera, el compañero había difundido el hecho y relatado el despiste a cuatro peregrinas de Canarias, a un peregrino de Córdoba y a otros tres de Zaragoza con los que habían departido del camino en la tarde anterior que paraban con la intención del refrigerio. Todos se sumaron al aplauso del corredor olvidadizo que había cubierto el tramo en la mitad del tiempo previsto. Un retraso sin importancia, una anécdota amable que dice del buen talante de los peregrinos durante las caminatas y en los recesos.

Paradavella de la recepción triunfal


     Pasado el momento de euforia continuaron en una subida dura bajo una espesa niebla hasta A Lastra. Alternaron caminos y carretera según la conveniencia, por seguridad o por buscar el acogimiento de los bosques de carvallos o de castaños. Antes del mediodía optaron por hacer unos kilómetros más para conocer o recordar la llamada “Catedral de Castroverde”, en la aldea de Vilabade a donde llegaron después de una larga bajada bordeando bosques de pinos negros, eucaliptales y campos de cultivo. La iglesia de Santa María, de planta gótica, con un pórtico renacentista de cinco arcos, escalera central de acceso y elementos barrocos y neoclásicos en la espadaña, formó parte de un antiguo convento franciscano. Se abre a una explanada flanqueada por el Pazo de Vilabade del siglo XVII que perteneció la familia Osorio y hoy es un establecimiento turístico. El conjunto podría ser parte la zona histórica de cualquier gran ciudad, sin embargo se yergue en el fondo de una valle en una modesta parroquia lucense. Es lastimoso que tanto patrimonio permanezca casi en el abandono. En la tierra más preñada de leyendas de la Península, se cuenta que el convento fue fundado por Francisco de Asís con su primer discípulo, cuando volvían de Santiago por el Camino Primitivo en el siglo XIII. Si la historia está bien contada aunque no muy documentada… 

   La experiencia compartida implica el uso de un argot específico respecto a los avatares de las ciclanzas. Si hablan de una parada técnica, hablan de unos minutos en el arcén o en el recodo para recuperar el aliento, de dar un breve descanso a las piernas o de reponer el agua del bidón que solo usa uno, en la fuente de la aldea de paso o aparecida después de una curva del camino. Así, en el léxico “sui generis” alviliano, si habla de “una cuestecita” ha de prepararse para superar un desnivel del 10% y si se trata de “una subidita” no es extraño que supere el 12%, diminutivos cuya única verdad radica en su longitud, unos pocos metros, sí, pero de castigo. Palabras para conjugar la resistencia y llegar un poco más adelante antes de echar pie a tierra, intentar arrastrar la máquina lo menos posible, una pedalada más es un ahorro de pasos, un impulso en el ánimo. Asentamiento en la superación y fortalecimiento de la voluntad que va más allá de la siguiente loma que quedará atrás pronto.

   La llegada del Camino Primitivo a Lugo es una de las entradas más cuidadas las ciudades grandes por las que pasan todas las rutas jacobeas en esta tierra. Nunca le gustó Lugo, la ve como la más provinciana de las capitales gallegas, con menos atractivo, destacable solo por sus murallas o por el especial acento del gallego que allí hablan. En las afueras, el camino puentea la autopista por dos veces, serpentea por una pista de grava, pasa a un piso de suave asfalto y se adentra en una zona residencial muy cuidada y bien señalizada que curveando en cómodas espirales lleva a una empinada cuesta que deja al peregrino en el centro. El sentido de la circulación en un mediodía ya muy caluroso, con la ciudad atascada por el tráfico del viernes y de la fiesta, les obligó a caminar un buen rato por las aceras. Tuvieron incluso que subir con las bicis a pulso una larga escalera de acceso a la parte alta hasta llegar al pie de las murallas para dirigirse a la plaza de la catedral. No pudieron rodear el perímetro urbano como pretendían para no despistarse del trazado. Bajaron hasta el puente sobre el Miño con el sol pegando con fuerza. La travesía de la ciudad no fue agradable. En el entorno de la Plaza Mayor, un grupo de rock hacía pruebas de sonido desde un escenario. Las ásperas disonancias y los acoples a gran volumen azotaron sus oídos y golpearon en el ánimo después de los gozosos silencios poblados de los bosques y de la montaña. Un momento oscuro a pesar de la luz del día. Decidieron no parar a comer en la ciudad y continuar hasta San Román a poco más de veinte kilómetros. Otra subida corta pero dura les esperaba después de salir por la rúa de San Pedro y enlazar con el sendero que discurriría casi en paralelo a la carreta comarcal. Poco antes de la cinco hicieron una parada técnica en un dispensador de refrescos y tentempiés anunciado como vending (otro anglicismo impropio y cateto) ubicado en un viejo establo al borde de la carretera. Recibieron en ese momento un mensaje de Transportes Garea, la agencia con la que habían quedado para el traslado de las bicis. Les comunicaban que el presupuesto dado no era viable y que se duplicaría. Tres llamadas sin respuesta, un mensaje para renegociar el mismo, el tiempo que apremia ante el cierre del fin de semana, el estrés añadido, la impotencia ante la poca profesionalidad de la empresa, un momento de indecisión y de rabia. El problema pudo resolverse oralmente por un enlace remitido a otra agencia y una llamada telefónica. Había apurado la botella de agua de un trago. Otro retraso en la larga jornada que no contribuyó a mejorar la disposición para lo que restaba hasta la meta. Allí, en un bonito paraje encontraron el peor de los alojamientos del viaje y la más sucia de las estancias. Alvil tuvo que dejar a las cuatro de la madrugada su habitación de la mal llamada casita rural con cuatro literas y un aseo abierto, acosado por las arañas, la suciedad y el asco. Vio amanecer desde el bar abierto del cercano Albergue de Cándido sobreponiéndose al malestar y al frío con un té caliente.
 
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   En la última jornada amaneció más tarde y a pesar de su impaciencia, tuvieron que esperar unos minutos más en el malhadado lugar. Enfilaron casi a oscuras el primero de los senderos tapizados de los zurrones caídos y que seguían cayendo a su paso desde los castaños centenarios, en subidas bruscas y condescendientes bajadas. Los cuervos, con sus graznidos disarmónicos ofrecieron la banda canora en la más dura de las subidas del día, corona 1 y plato 1, a tope. Galicia rural, en sus olores a estiércol, a leche recién ordeñada, a heno empaquetado, a eucaliptal y a caldo. Galicia en su meteorología indecisa, de nubes amenazantes y sol huidizo de rayos tímidos. Otra subida endemoniada y corta antes de As Seixas y una breve parada para la documentación obligada del puentecito romano de A Fontaneira, de elegancia proyectada a través del tiempo en el sutil equilibrio de arco extendido de medio punto, para que las calzadas se mantuviesen como las venas de cohesión del extenso imperio. Sobre el trazado de una de ellas subirán ahora. Por allí pasaron las legiones, los carros, las mercancías, la parafernalia militar, los esclavos, las prostitutas que las seguían. Hasta Melide, la distancia era corta. Pararon a desayunar con calma en Casa Buriño, entre algunas mesas de peregrinos de variados orígenes de este Itinerario Cultural Europeo. Hasta Toques, a un tiro de piedra de Melide, el camino fue muy cómodo. Hicieron la última parada técnica no para reparar el cansancio sino para adaptarse a la despedida del Camino, para llenar por última vez la botella de agua en el chorro de la fuente, para la última foto en el crucero y para echar de soslayo un vistazo a la iglesia de origen románico muy remozada, del cementerio, cuidado y pulcro como todos, no ha visto ninguno abandonado. Las nubes se habían disipado y el cielo lucía un azul intenso en la onda de aquella Galicia Caribe que sonaban en las noches blancas de los noventa en la más festiva de las urbes gallegas. Recopilación mental de anécdotas para compartir con los amigos, sensaciones de logro frente al reto, aprendizajes sobre uno mismo y sobre los goces en la mirada sin prejuicios a la realidad, a una tierra de parajes abruptos y suaves, a un paisanaje que mantiene cierta identidad en el vendaval de la globalización, que opone alguna resistencia a la homogeneización de las costumbres y a los modos importados de vivir, que en definitva, también mantiene una mirada dulce hacia el mundo. 

    Al mediodía dispusieron de las habitaciones en la pensión Casa Magua, en la calle Camiño de Ovedo de Melide. La hostalera, en un admirable gesto de confianza con los desconocidos, les comunicó las claves de la entrada al edificio y las de las habitaciones adjudicadas. Ella no se presentaría hasta la tarde pero el establecimiento quedaba abierto para ellos desde ese momento. Allí encontraron las cajas para el embalaje de las bicis como la señora Ana se había comprometido a tener desde que apalabraron el alojamiento. Con gestos como este, bien podían olvidar los sinsabores del hospedaje de la noche anterior. Una vez instalado solo quedaba el cierre del viaje real. Al día siguiente, tomarían el avión de regreso a Sevilla desde el aeropuerto Rosalía de Castro de Santiago. Celebraron la consecución de los objetivos optando de buen grado por cumplir con las tradiciones culinarias en las dos pulperías de más renombre, sin más límite que el de la prudencia. Se sumaron gustosamente al ambiente único de estos establecimientos, de gran capacidad, donde pueden comer casi un centenar de personas a lo largo del día. Salones con largas mesas corridas y banquetas únicas que pueden aprovechar hasta dos grupos de comensales diferentes, desconocidos que se aúnan frente a los platos de patatas o de pulpo a feira, con los fogones al centro del local, a la vista de las mesas cercanas. Con un servicio que trabaja a gusto, o al menos así le parece. Mesas sin manteles ni servilletas, celebración lúdica de la ingesta. En “Ezequiel” fue el almuerzo y en “A Garnacha” la cena. Buen comer con los productos de esta tierra y del cercano océano, regado de ribeiro tinto en un caso y de un fresco albariño en otro para afrontar cada cual a su modo la sensación de vacío que sucederá de inmediato antes de que la memoria transforme lo vivido en recuerdo. En la tarde habían desmontado y embalado las bicis en la plazuela frente a la pensión. Con la aceptación amable de la señora Ana, la agencia de transporte MRW que les sacó del apuro en la tarde del viernes las recogerá el lunes próximo.

    En su desplazamiento hacia el oeste cada día amanece un poco más tarde. Se ha asomado al balcón de la habitación y mira a la calle Camiño de Ovedo en su cruce con la rúa Travesa. Muy pronto será transitada por los peregrinos del Camino Francés, el más concurrido, turigrinos, bicigrinos, europeos, coreanos, viejitos llevados en buses o en taxis colectivos que saldrán desde la plaza del Cantón de San Roque y no estirarán las piernas por esta rúa peatonal. Todo un muestrario humano y de lo humano, en nutrida muestra del círculo milenario, siempre camino de ida y vuelta, una vez conseguida la meta, sea el vínculo el abrazo a la espalda del santo, o a un castaño centenario, sea la certificación compostelana de la Iglesia o la laica del ayuntamiento de Fisterra. Magma de símbolos de consecución, suvenires, testimonios del “yo estuve allí” para fardar al regreso con los vecinos del barrio, del bloque o de la urbanización de medio pelo. Su meta ha sido Melide. La mayoría la cruzarán en Santiago y para otros será Finisterre o Muxía. Siempre en la esperanza de la vuelta. Pendiente quedará el análisis intrahistórico de sus causas. Probablemente, el alma casta del rey Alfonso II seguirá vagando por los bosques astures, admirado de las consecuencias de su viaje fundacional. Por interés o por fe confirmó la veracidad mágica del hallazgo y mandó erigir el templo en la parte ocupada por el arcis marmoris, casualmente descubierta. Sacralizó las dos caras del espacio y del tiempo en un terreno exclusivo para la divinidad, excluido de las tierras comunales y de los bosques impenetrables, estableció una meta trascendente sobre el tiempo en la acotación sacramental del espacio. Asistió desde el balcón de la pensión al nacimiento del día con la conclusión definitiva sobre el origen del hecho turístico. El turismo nació con los Santos Lugares del Medievo, por muy orgullosos que estén las clases altas británicas del “Gran tour” del siglo XIX para que sus jóvenes herederos se asomasen a los exotismos mediterráneos y se curtieran en la superioridad de clase. Desde el siglo IX, cuando en una noche alucinada, prendió en Pelagio la mecha del campus stellae, las luciérnagas miríficas de las leyendas siguen en su vuelo browniano manteniendo viva la llamita de la atracción por el viaje salvífico, pero de ida y vuelta.

   La densa niebla les acompañó en el trayecto en taxi desde Melide hasta Arzúa. Cuando pasaron a la zona de embarque del aeropuerto Rosalía de Castro, el cielo mostraba su azul más intenso. Muy lejos quedaba el pasajero de la mañana del pasado 9 de octubre de aquel otro que casi veinte años antes tomaba otro vuelo de vuelta al sur.

   Cuando cierra esta crónica la invasión de Ucrania por parte de Rusia sigue causando dolor y muerte en una población europea. En el mismo entorno en el que se ha desarrollado este itinerario cultural milenario del que no deja de aprender. La crisis energética condiciona el modo de vida y el cambio climático avanza con negras perspectivas. A pesar de las contradicciones que nos caracterizan como especie solo puede salvarnos de la destrucción la única creencia común necesaria para la convivencia y el progreso: El ser humano es bueno por naturaleza. Vale. 

                                                  
Entrada al claustro del monasterio de Santa María de Obona

 
1.- La Regenta. Leopoldo Alas "Clarín"

                                                                                             Sevilla, 20 de octubre de 2022

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