sábado, 9 de marzo de 2019

Sub nebula emeritae




     El puente de Lusitania fue una flecha en la niebla, opaca en su blancura opresiva en ese mañana de diciembre. Mañana serena en autobús de línea desde la estación de Plaza de Armas de Sevilla, en la ribera izquierda del Guadalquivir hasta la Emérita Augusta, levantada entre  la afluencia del Albarregas y el meandro del Guadiana. La capital política de la comunidad extremeña, sede de la Junta autonómica, no tiene más atractivo que la magnificencia de su pasado. La civilización que asentó la solemnidad de un espacio proyectado hacia el futuro se enaltece con el paso del tiempo  frente al presente de una temporalidad sin raíces, móvil y vacua. En El clavo ardiendo  recuperamos el calor perdido en la travesía de la niebla que persistiría durante toda la jornada. Desde aquel bareto con ansias de antro roquero y adornos de guirnaldas de plástico, llegamos a la Plaza de España, eje central de la ciudad.    La plaza, adornada con una de tantas esferas luminosas instaladas en tantos pueblos y ciudades por estas fiestas entrañables también se ha impuesto aquí. Tiene sin embargo una particularidad: envuelve a la fuente central de la que no mana agua. Las ínfulas  municipales respecto a los adornos navideños no son muy acertadas y el descuido de la mayor parte de sus fachadas no abren expectativas muy  placenteras  para el disfrute estético de sus calles, pero no era ese el objetivo, afortunadamente. En la apropiación de los pasos por sus calles,  por Santa Eulalia, el decumano consagrado a la patrona local, en la que resisten, acuciados por las franquicias de todas las partes, algunos establecimientos comerciales  de raigambre larga que soportan el asedio de la globalización del feísmo aportando a sus escaparates migajas de idiosincráticos modos.
     En La carbonería y en mesa alta fue la pitanza primera. Una botella de “Palacio quemado” de la bodega de Los acilates contribuyó a encomiar las virtudes de la tierra y a disponer el mejor ánimo para la principal visita. En la tarde, bajo la persistente niebla, con pocos visitantes, en un silencio tenue, las ruinas del Anfiteatro. Desde la arcada de un vomitorio al norte, el perfil de la columnata del proscenio adelanta la pulsión hacia el cercano Teatro. Del recinto del rugido de la masa hasta las gradas del público de  las comedias y de las tragedias en un  trazado de rumores que las piedras amortizan. De la argamasa de los muros, ecos de aplausos y vítores asolan el silencio. La modesta estatua de Margarita Xirgu homenajea  al valor sagrado de la palabra vehicular. Atardece en la domus del Mitreo, a las afueras de las murallas, en una apuesta pos arqueológica del presente por relacionar su ubicación con el culto mitraico y la tauroctonía que lo caracterizó. La proximidad del coso taurino, con sus ojivas posrománticas y sus  muros desvencijados, les ha debido caer del cielo de la interdisciplinariedad a los historiadores municipales   para decantarse a las  posibilidades de atracción turística. Un utilitario con megafonía activa sobre su chasis, anunciaba la próxima presentación de un novillero en la plaza emérita. La España profunda, de mitos rancios en la tarde de grises. 
     Un té en El callejón para sentir el devenir festivo de una ciudad pueblerina que a gritos vive en sus inercias anacrónicas, en sus cafeterías llenas y ruidosas, en las que las familias y grupos de señoras departen ocios. Un pasear de nuevo por Santa Eulalia, que a esa hora muestra el ajetreo de de las fechas con las colillas,  bolsas, servilletas y cáscaras de pipas en su deslucido pavimento. Bajo la niebla que se crece en la noche sobre la larga caminata del día, el templo de Diana, aunque en la realidad pretérita estuvo erigido a Roma y al Emperador aparece imponente en la soledad oscura del antiguo foro. Los soportales recientes que encuadran la planta servían de refugio a parejas de jóvenes y a marginados, para sentirse lejos de los ruidos de la fiesta y de la humedad que cala los huesos. Seis columnas frontales se levantan majestuosas en hexástilo en la penumbra del pronaos. La cella, anulada  por la fachada renacentista del palacio de los Cobos ofrece otra interpretación al admirado paseante. Incomprensible afán esteticista de un sentido desviado de la Reforma, ocluido por el afán de una aristocracia feudal significada en el tal don Alonso de Mexías, propietario que fue del disparate. Ruptura de la proporción áurea en la veleidosa altura de los esbeltos fustes. Equilibrio en la luz tamizada de una luna que limita las sombras de los sillares de las exoneradas tribunas públicas.
     Bar del hotel de cuatro estrellas en la que pasaremos una noche. Servilletas pringosas en los reposapiés de la barra. Exigua oferta de brandis  en las modestas estanterías de metacrilato; restos de ensaladilla bajo una mahonesa sospechosa en la vitrina. Brandi vulgar vertido con tristeza en ostentosas copas de balón por un camarero que quiere ser afable y pregunta si le echa hielo con un  acento extremado. Acento de esta tierra extremeña, cuyos lugares públicos de ingestas siguen  oliendo a desinfectante a granel, a aceites pasados y a grasas resecas. Pena por el aislamiento ferroviario de la región, por la dejadez administrativa o por la impericia de los elegidos. Porque a pesar de no querer guardar ninguna impresión negativa, el vestir típico de cacique del hombre  de mediana edad que nos ha dejado como únicos clientes en el modesto estar, me evoca el tiempo de la milana bonita, con mejores vehículos y otras maneras de expresión pero manteniendo una actitud semejante, heredada de aquellos latifundios. Creí olvidar la imagen al instante porque preferí las palabras vivas con Irena, el intercambiar los niveles de las copas, el participar de lo visto y oído en el día, el disponer del tiempo. Mas la memoria se nutre de hallazgos del olvido. Prefiero quedarme con la disposición profesional de las camareras del restaurante Del Arco, en el estribo de la puerta dedicada a Trajano, aunque no se haya encontrado ninguna prueba de este homenaje nominal. Con el rato de refugio al calor de este bar llevado por jóvenes formados en el oficio, en el que probamos unas tapas excelentes y una copa de un buen vino nuevo de la tierra, señal de actividad económica local en marcha; esperanza de bienestar social en esta ciudad pobre. Con pasear por el foro de La colonia y sorprenderme la verticalidad rotunda de las columnas del templo de Diana. Con el dejarte ir entre la población que sale a comprar y a merendar churros y chocolate, con ser parte de una multitud que intenta disfrutar de su tiempo en un día de puente. Con volver a recrearte en la belleza de las piedras trabajadas dos mil años atrás. Con desdeñar la visita a la ermita de Santa Eulalia, para sentirte menos forzado por el plan A del turista B y olvidar con ahínco el plan B del turista A. Con el  diálogo lento, con palabras y silencios mientras estás en la misma mirada con la que ella mira los perfiles espléndidos de las columnas del templo en la sombras de la fachada del caserón de los Corbos.
     En la segunda mañana con niebla espesa, tras el pobre desayuno del bufé libre del hotel de cuatro estrellas, tomado por grupos de jubilados en el tiempo de recuperación de tantos viajes que no hicieron, lanzados con avaricia hacia las pobres chacinas, cargadas ellas con toda la bisutería de los recuerdos.  Mayores que viajan, piezas como todos de la gran industria del ocio de masas, alegres y satisfechos.  Esperamos a que abra sus puertas el  Museo Nacional de Arte Romano. La limpieza de líneas del edificio se impone a la imagen de la acera opuesta. Terrazas hibernadas en plásticos sucios y ofertas de menús de quince euros con todos los atractivos platos de la cocina pacense ofrecidos. Abrevaderos usuales en los puntos de atracción de visitas, poco cuidados y tópicos que a esas horas tempranas, muestran la pobreza de sus instalaciones en contrapunto al acierto de los muros de ladrillo rellenos de hormigón del acertado edificio museístico, uno de los escasos ejemplos de la arquitectura de la posmodernidad, erigido con la inspiración en la sólida trama de construcción de las obras públicas romanas, cuya significación estética se mantiene más de treinta años después. Cuando la figura de Moneo es un referente internacional, es grato vivir la conjunción del espacio  interior enraizado con una praxis funcional, en una obra de juventud. En la cripta, sustento de las amplias arcadas y en la que los dobles muros enladrillados definen una acabada simbiosis con los restos de las viviendas de los patricios emeritenses, con las tumbas y con el enlosado de una vía de acceso al complejo clásico, el silencio se imbuía del ruido del tiempo. La luz tenue de la mañana y la humedad ambiente de la cripta facilitó el paso hacia las plantas superiores para ver de cerca el capitel de una de las columnas del Templo de Diana, para recrear la belleza de los mosaicos colocados verticalmente en las salas específicas y gozar con la estatuaria de mármol y cincel en extenso muestrario. La calidad de la exposición temporal sobre los cultos mitraicos fue un motivo más para dejar de lado las oscuras presunciones sobre el horizonte político del presente.
     La curiosidad por estimar las dimensiones del circo, el recinto mejor conservado del orbe romano, nos llevaría después hasta la periferia por calles de construcciones modestas y contenedores de basura desbordados. Aunque saturada ya la mirada por los miles de objetos testimoniales conservados de aquella civilización en el MNAR, el paseo por la hierba mojada hasta la espina divisoria de las carreras de cuadrigas aireó en la imaginación niña, los relinchos de los caballos y el eco de  los gritos de la plebe para apurar a sus aurigas hacia la gloria efímera de los mitos populares. Pobres héroes que no serían divinizados pero que podían asegurarse una plácida vida si se alzaban con los triunfos de la fracción de su color. Pan y circo para conformar el orden establecido durante siglos.
      Y para recordar el regusto de otro tinto de la tierra, una botella de Bolindre, que acompañó a una abundante menestra con la que Irena saldó el débito con su paladar vegetariano, la paletilla de cordero con la que recuperamos fuerzas antes del  regreso, a la sombra del arco de Trajano.
     Antes de cruzar el Guadiana, un recorrido por el amplio solar de la alcazaba, con tanto trabajo arqueológico pendiente, a modo de despedida fue una zambullida en la homeostasis del tiempo. Una estatua de Cronos con cabeza de león al pie del puente romano sirvió el contrapunto icónico a las inclusiones de culturas que nos conforman. Última tarde para cerrar la visita a través del puente de sesenta arcos, con restauraciones y reformas visigodas y medievales, aún usado como vía de comunicación peatonal con la zona residencia del otro lado del río, con una luz  tímida sobre su enlosado para cerrar el círculo iniciado 28 horas antes en el puente de Calatrava, cuya silueta  no trascenderá siquiera un milenio.
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       Fue una visita a  Mérida para olvidar el pesimismo en el paseo por las ruinas emeritenses del primer imperio mediterráneo, que obvió la vena de tristeza abierta en la conciencia de ciudadano, cuando el concepto de ciudadanía se diluía a grandes zancadas en la conciencia de las masas, enredadas en la disquisición de las sombras de las paredes de la caverna conectada, sometidas al ruidoso griterío de los muros virtuales.

                                                                Sevilla, 15 de diciembre de 2018

         

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