El
puente de Lusitania fue una flecha en la niebla, opaca en su blancura opresiva en
ese mañana de diciembre. Mañana serena en autobús de línea desde la estación de
Plaza de Armas de Sevilla, en la ribera izquierda del Guadalquivir hasta la
Emérita Augusta, levantada entre la
afluencia del Albarregas y el meandro del Guadiana. La capital política de la
comunidad extremeña, sede de la Junta autonómica, no tiene más atractivo que la
magnificencia de su pasado. La civilización que asentó la solemnidad de un
espacio proyectado hacia el futuro se enaltece con el paso del tiempo frente al presente de una temporalidad sin
raíces, móvil y vacua. En El clavo
ardiendo recuperamos el calor
perdido en la travesía de la niebla que persistiría durante toda la jornada. Desde
aquel bareto con ansias de antro roquero y adornos de guirnaldas de plástico,
llegamos a la Plaza de España, eje central de la ciudad. La plaza, adornada con una de tantas esferas
luminosas instaladas en tantos pueblos y ciudades por estas fiestas entrañables
también se ha impuesto aquí. Tiene sin embargo una particularidad: envuelve a
la fuente central de la que no mana agua. Las ínfulas municipales respecto a los adornos navideños
no son muy acertadas y el descuido de la mayor parte de sus fachadas no abren
expectativas muy placenteras para el disfrute estético de sus calles, pero
no era ese el objetivo, afortunadamente. En la apropiación de los pasos por sus
calles, por Santa Eulalia, el decumano
consagrado a la patrona local, en la que resisten, acuciados por las
franquicias de todas las partes, algunos establecimientos comerciales de raigambre larga que soportan el asedio de
la globalización del feísmo aportando a sus escaparates migajas de
idiosincráticos modos.
En La carbonería y en mesa alta fue la
pitanza primera. Una botella de “Palacio quemado” de la bodega de Los acilates
contribuyó a encomiar las virtudes de la tierra y a disponer el mejor ánimo
para la principal visita. En la tarde, bajo la persistente niebla, con pocos
visitantes, en un silencio tenue, las ruinas del Anfiteatro. Desde la arcada de
un vomitorio al norte, el perfil de la columnata del proscenio adelanta la
pulsión hacia el cercano Teatro. Del recinto del rugido de la masa hasta las
gradas del público de las comedias y de
las tragedias en un trazado de rumores que
las piedras amortizan. De la argamasa de los muros, ecos de aplausos y vítores
asolan el silencio. La modesta estatua de Margarita Xirgu homenajea al valor sagrado de la palabra vehicular.
Atardece en la domus del Mitreo, a las afueras de las murallas, en una apuesta
pos arqueológica del presente por relacionar su ubicación con el culto mitraico
y la tauroctonía que lo caracterizó. La proximidad del coso taurino, con sus
ojivas posrománticas y sus muros
desvencijados, les ha debido caer del cielo de la interdisciplinariedad a los
historiadores municipales para decantarse a las posibilidades de atracción turística. Un
utilitario con megafonía activa sobre su chasis, anunciaba la próxima
presentación de un novillero en la plaza emérita. La España profunda, de mitos
rancios en la tarde de grises.
Un té en El callejón para sentir el devenir festivo de una ciudad pueblerina
que a gritos vive en sus inercias anacrónicas, en sus cafeterías llenas y
ruidosas, en las que las familias y grupos de señoras departen ocios. Un pasear
de nuevo por Santa Eulalia, que a esa hora muestra el ajetreo de de las fechas con
las colillas, bolsas, servilletas y
cáscaras de pipas en su deslucido pavimento. Bajo la niebla que se crece en la
noche sobre la larga caminata del día, el templo de Diana, aunque en la
realidad pretérita estuvo erigido a Roma y al Emperador aparece imponente en la
soledad oscura del antiguo foro. Los soportales recientes que encuadran la
planta servían de refugio a parejas de jóvenes y a marginados, para sentirse
lejos de los ruidos de la fiesta y de la humedad que cala los huesos. Seis
columnas frontales se levantan majestuosas en hexástilo en la penumbra del
pronaos. La cella, anulada por la
fachada renacentista del palacio de los Cobos ofrece otra interpretación al
admirado paseante. Incomprensible afán esteticista de un sentido desviado de la
Reforma, ocluido por el afán de una aristocracia feudal significada en el tal
don Alonso de Mexías, propietario que fue del disparate. Ruptura de la
proporción áurea en la veleidosa altura de los esbeltos fustes. Equilibrio en
la luz tamizada de una luna que limita las sombras de los sillares de las exoneradas
tribunas públicas.
Bar del hotel de cuatro estrellas en la
que pasaremos una noche. Servilletas pringosas en los reposapiés de la barra.
Exigua oferta de brandis en las modestas
estanterías de metacrilato; restos de ensaladilla bajo una mahonesa sospechosa
en la vitrina. Brandi vulgar vertido con tristeza en ostentosas copas de balón
por un camarero que quiere ser afable y pregunta si le echa hielo con un acento extremado. Acento de esta tierra
extremeña, cuyos lugares públicos de ingestas siguen oliendo a desinfectante a granel, a aceites
pasados y a grasas resecas. Pena por el aislamiento ferroviario de la región,
por la dejadez administrativa o por la impericia de los elegidos. Porque a
pesar de no querer guardar ninguna impresión negativa, el vestir típico de
cacique del hombre de mediana edad que
nos ha dejado como únicos clientes en el modesto estar, me evoca el tiempo de
la milana bonita, con mejores vehículos y otras maneras de expresión pero
manteniendo una actitud semejante, heredada de aquellos latifundios. Creí
olvidar la imagen al instante porque preferí las palabras vivas con Irena, el
intercambiar los niveles de las copas, el participar de lo visto y oído en el
día, el disponer del tiempo. Mas la memoria se nutre de hallazgos del olvido.
Prefiero quedarme con la disposición profesional de las camareras del
restaurante Del Arco, en el estribo de la puerta dedicada a Trajano, aunque no
se haya encontrado ninguna prueba de este homenaje nominal. Con el rato de
refugio al calor de este bar llevado por jóvenes formados en el oficio, en el
que probamos unas tapas excelentes y una copa de un buen vino nuevo de la
tierra, señal de actividad económica local en marcha; esperanza de bienestar
social en esta ciudad pobre. Con pasear por el foro de La colonia y
sorprenderme la verticalidad rotunda de las columnas del templo de Diana. Con
el dejarte ir entre la población que sale a comprar y a merendar churros y
chocolate, con ser parte de una multitud que intenta disfrutar de su tiempo en
un día de puente. Con volver a recrearte en la belleza de las piedras
trabajadas dos mil años atrás. Con desdeñar la visita a la ermita de Santa
Eulalia, para sentirte menos forzado por el plan A del turista B y olvidar con
ahínco el plan B del turista A. Con el
diálogo lento, con palabras y silencios mientras estás en la misma
mirada con la que ella mira los perfiles espléndidos de las columnas del templo
en la sombras de la fachada del caserón de los Corbos.
En la segunda mañana con niebla espesa,
tras el pobre desayuno del bufé libre del hotel de cuatro estrellas, tomado por
grupos de jubilados en el tiempo de recuperación de tantos viajes que no
hicieron, lanzados con avaricia hacia las pobres chacinas, cargadas ellas con
toda la bisutería de los recuerdos.
Mayores que viajan, piezas como todos de la gran industria del ocio de
masas, alegres y satisfechos. Esperamos
a que abra sus puertas el Museo Nacional
de Arte Romano. La limpieza de líneas del edificio se impone a la imagen de la
acera opuesta. Terrazas hibernadas en plásticos sucios y ofertas de menús de quince
euros con todos los atractivos platos de la cocina pacense ofrecidos.
Abrevaderos usuales en los puntos de atracción de visitas, poco cuidados y
tópicos que a esas horas tempranas, muestran la pobreza de sus instalaciones en
contrapunto al acierto de los muros de ladrillo rellenos de hormigón del
acertado edificio museístico, uno de los escasos ejemplos de la arquitectura de
la posmodernidad, erigido con la inspiración en la sólida trama de construcción
de las obras públicas romanas, cuya significación estética se mantiene más de
treinta años después. Cuando la figura de Moneo es un referente internacional,
es grato vivir la conjunción del espacio
interior enraizado con una praxis funcional, en una obra de juventud. En
la cripta, sustento de las amplias arcadas y en la que los dobles muros
enladrillados definen una acabada simbiosis con los restos de las viviendas de
los patricios emeritenses, con las tumbas y con el enlosado de una vía de
acceso al complejo clásico, el silencio se imbuía del ruido del tiempo. La luz
tenue de la mañana y la humedad ambiente de la cripta facilitó el paso hacia
las plantas superiores para ver de cerca el capitel de una de las columnas del
Templo de Diana, para recrear la belleza de los mosaicos colocados
verticalmente en las salas específicas y gozar con la estatuaria de mármol y
cincel en extenso muestrario. La calidad de la exposición temporal sobre los
cultos mitraicos fue un motivo más para dejar de lado las oscuras presunciones
sobre el horizonte político del presente.
La curiosidad por estimar las dimensiones
del circo, el recinto mejor conservado del orbe romano, nos llevaría después
hasta la periferia por calles de construcciones modestas y contenedores de
basura desbordados. Aunque saturada ya la mirada por los miles de objetos
testimoniales conservados de aquella civilización en el MNAR, el paseo por la
hierba mojada hasta la espina divisoria de las carreras de cuadrigas aireó en
la imaginación niña, los relinchos de los caballos y el eco de los gritos de la plebe para apurar a sus
aurigas hacia la gloria efímera de los mitos populares. Pobres héroes que no
serían divinizados pero que podían asegurarse una plácida vida si se alzaban
con los triunfos de la fracción de su color. Pan y circo para conformar el
orden establecido durante siglos.
Y para recordar el regusto de otro tinto
de la tierra, una botella de Bolindre,
que acompañó a una abundante menestra con la que Irena saldó el débito con su
paladar vegetariano, la paletilla de cordero con la que recuperamos fuerzas
antes del regreso, a la sombra del arco
de Trajano.
Antes de cruzar el Guadiana, un recorrido
por el amplio solar de la alcazaba, con tanto trabajo arqueológico pendiente, a
modo de despedida fue una zambullida en la homeostasis del tiempo. Una estatua
de Cronos con cabeza de león al pie del puente romano sirvió el contrapunto
icónico a las inclusiones de culturas que nos conforman. Última tarde para
cerrar la visita a través del puente de sesenta arcos, con restauraciones y
reformas visigodas y medievales, aún usado como vía de comunicación peatonal
con la zona residencia del otro lado del río, con una luz tímida sobre su enlosado para cerrar el
círculo iniciado 28 horas antes en el puente de Calatrava, cuya silueta no trascenderá siquiera un milenio.
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Fue una visita a Mérida para olvidar el pesimismo en el paseo
por las ruinas emeritenses del primer imperio mediterráneo, que obvió la vena
de tristeza abierta en la conciencia de ciudadano, cuando el concepto de
ciudadanía se diluía a grandes zancadas en la conciencia de las masas, enredadas
en la disquisición de las sombras de las paredes de la caverna conectada,
sometidas al ruidoso griterío de los muros virtuales.
Sevilla, 15 de diciembre de 2018
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