sábado, 9 de marzo de 2019

Brindis por Burdeos



                                           BRINDIS POR BURDEOS              

                                       
  “...vous aimerez Bordeaux, même vous qui ne buvez que de l'eau et qui en     regarde pas les jolies filles.”
Victor Hugo
                                                                                                                                  
    Al fin en el Puerto de la Luna, en la Perla de Aquitania, en la Florencia de las Galias,  Patrimonio de la Humanidad  desde 2007, en la ciudad donde La Boètie meditó su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de la que fue alcalde  Montaigne y muy cerca de donde Montesquieu “muy temprano en la mañana recorría sus viñedos para supervisar las uvas y germinar sus ideas”. Allí, bajo los últimos cielos del Goya exiliado, en  la cuna de los Girondinos, en la más inglesa y la más española de las ciudades francesas, en la capital mundial del vino. Allí, con la suave carga de  sus  tópicos y clichés para desvelar en una semana. Con la atractiva tarea de desvelamiento para tan corto espacio de tiempo. Predisposición y ganas no faltaban. Allí estaba para pasearla, mirarla, leerla, beberla, degustarla, para intentar captar algo de su imaginario en el tiempo limitado del turista que pretende, una vez más, sentirse viajero.
       
     Una suave luz grisácea caía sobre las mesas del silencioso comedor del hotel de la Rue Parlament Sainte-Catherine en nuestro último desayuno bordelés. Una sala ya familiar después de siete días en los que habíais decidido sin prisas los itinerarios y las visitas, mientras degustabais la rica bollería, el pan caliente con mantequilla y un té verde de sobre fuertemente aromatizado al limón. Los detalles de las deslucidas fachadas de los edificios de enfrente se habían incorporado pronto a la breve rutina del turista. Sus medallones erosionados por el tiempo, el moho de las barandas, las hendiduras de sus molduras e incluso la yedra que colgaba de una cornisa se difuminaban ya como recuerdo.      
     En la última jornada, aquella en la que ya no estás pero no quieres irte, decidimos ir al mercado de Capucins. ¿Cómo partir sin haber visitado el más significativo de los mercados de la ciudad? El edificio tradicional es hoy una biblioteca y un  centro cultural de uso vecinal y a pocos metros se abre un amplio edificio funcional construido en la década de los ochenta. No podíamos dejar la ciudad sin  habernos  asomado a la venta directa de la materia prima de calidad en la que se sustenta su cocina. Y el gusto francés por el buen comer se hace evidente en la exposición del pescado atlántico y del marisco traído de la Bahía de Arcachon, en la profusión de carnes, en la incorporación africana de verduras, en los exquisitos vinos de la zona, en los olores árabes de las hierbas aromáticas, en la variedad de su panadería y en la amplia oferta de quesos expuestos con orgullo en cada uno de sus puestos de venta.
      Para llegar hasta allí, cogimos por primera vez el tranvía de la línea B, desde la parada de L'Intendence, que transcurre  paralela a la rue Sainte Catherine, tantas veces paseada durante esta estancia. No teníamos ya ni tiempo ni fuerzas para ir a pie. En el último día, el placer de olvidar su transcurso se esfuma, la  mirada se vuelve más ladrona en su afán de retener paisanaje, modos y paisaje urbano. Intuyo que esta calle fue el cardo máximo de Burdigala por su orientación norte-sur y por su función de vertebración de los barrios del casco antiguo. En la actualidad, la calle peatonal y comercial más larga de Europa es un espejo de la sociedad bordelense. Desde la place del Grand Théatre hasta la Place de la Victoire, las avenidas transversales delimitan la distribución social de sus habitantes como cinturones difusos de la variedad étnica del presente. A partir de la cours de Alsace-Lorraine la proporción de población negra aumenta y a partir de la de Victor Hugo es la población de rasgos árabes la que se hace visible en sus modos culturales en un magma rico de mestizaje y mezcla que a los ojos del turista parece en convivencia aceptable. Casualmente se celebraba durante tres días un mercadillo o braderie muy popular en la ciudad. Parte de las tiendas sacan sus artículos a la calle y a ellos se añaden tenderetes de artesanía del cuero, menaje de cocina, fruta y por supuesto ropa al uso, desde las falsificaciones habituales hasta los estampados africanos. Una oferta muy distinta de los artículos de lujo del conocido triángulo de oro del barrio de Grands Hommes en la zona norte cercana al Grand Théatre. La primera vez que pisamos la Place de la Victoire, en la tarde de mercadillo, la profusión de tenderetes magrebíes, el olor a hierbas y la música raid ambiente en torno al obelisco central me trasladó a cualquier plaza magrebí incrustada en  el corazón más diverso de la ciudad.
     En el barrio de Saint-Michel, una de las zonas más pobres de intramuros en el pasado, se respira la diversidad étnica de la oblación y se atisba un proceso de gentrificación. Fue la zona en la que se instalaron los exiliados republicanos de nuestra guerra incivil, encuentras bares de tapas de españoles, bistros, brasseries, teterías, restaurantes africanos, de comida hindú, árabe como espejo de una  Europa crisol y viva a pesar de las fuerzas oscuras de los fascismos subyacentes. En la tarde en que  accedimos a la inmensa basílica gótica se ofrecía un concierto de órgano a un reducido público melómano que había vuelto las filas de sillas de enea hacia el púlpito del majestuoso instrumento del siglo XVIII. El olor a humedad y a cerrado que impregna a todas las iglesias de la ciudad era allí más señalado. En un banco de la gran plaza, tras una empalizada un grupo de viejos con chilaba pasaba la tarde. La flecha de la basílica es un torre exenta que, con sus 34 metros de altura, puede verse desde toda la ciudad. Es el único monumento en el que he visto algunos grafitti en sus pilares. En esa última mañana bordelense, con nubes siempre presentes pero nada amenazadoras, la explanada descubierta en torno al modesto obelisco  de la Victoire, dos días antes abarrotada de tenderetes árabes, me sumergía en el presente de la sociedad líquida  y cambiante manifiesta en ese espacio urbano impregnado por tantas culturas en ósmosis. 
     Para volver al aeropuerto y evitar el recorrido de más de una hora de la línea regular de autobuses por Merignac, tomamos una naveta privada, más cara y más rápida que partía de la estación de Saint-Jean. Para llegar a la Gare, ya con el equipaje a rastras, cogimos el tranvía de la línea C  que  transcurre en paralelo al curso de la Garonne por su orilla izquierda. La última oportunidad para la despedida del río de color café con leche, río dorado para los letraheridos galos, sin el que no se puede entender la idiosincrasia de la ciudad. “Este puerto que nos hace soñar con el mar, aunque ni se vea ni se oiga” en palabras de François Mauriac, otro de sus ilustres narradores del siglo pasado que mantuvo siempre una relación de amor-odio con sus orígenes.     
    Adiós desde la emblemática Place de la Bourse. En la homogeneidad de sus proporciones y en la armonía de sus edificios dieciochescos puede leerse la pujanza de la burguesía aquitana. En los mascarones de piedra de las fachadas dedicadas a los dioses, Mercurio como dios del comercio, Minerva la de las artes, el Tiempo en su búsqueda de la verdad, rostros anónimos, africanos de la trata de esclavos, animales mitológicos y máscaras carnavalescas como expresión del poder de los comerciantes que expedían mercancías y personas desde aquí a las colonias. La concepción monumental de la plaza que rompió el aislamiento de las murallas medievales no llega a apabullar a los paseantes. La proporción armónica del conjunto consigue equilibrar la magnificencia y la dimensión humana.
     En su centro, la Fuente de las Tres Gracias, erigida en 1869, después de diferentes monumentos para hacer olvidar la estatua ecuestre de Luis XV, fue la última aportación del siglo XIX para resaltar la elegancia del conjunto. La elección de esta plaza como la imagen icónica de la ciudad en las guías turísticas está más que justificada. Solo unos cuantos bancos la circundan para que la perspectiva quede a salvo. Y en su frente abierto al río desde los tiempos de la Revolución, cuando las verjas fueron arrancadas y dejó de ser Plaza Real, el Espejo de agua, una superficie de granito pulido de más de 3.400 m² cubierta con dos centímetros de agua de la que emana regularmente vapor de agua desde 2006. Es un reclamo turístico clave, pero sobre todo, es un lugar de juego para niños y jóvenes que acuden masivamente cada tarde. El reflejo de los edificios iluminados ofrece un delicioso espectáculo en la noche.
     Llegamos a ella desde una calle lateral a poco de haber dejado el equipaje en el hotel, en la tarde más calurosa de la década como referiré más adelante, con una luz cegadora inesperada,  propia de otras latitudes más al sur. En el Miroir d'eau jugaban niños y padres sobre su superficie pulimentada entre el vapor de agua y la algarabía de sus risas. Como telón de fondo el conjunto de edificios en torno al eje de la antigua Bolsa, hoy sede de la Cámara de comercio. Al frente el río. Entre el Espejo de agua y la plaza, los raíles del tranvía, el medio más utilizado para el transporte, desde la peatonalización de gran parte del casco histórico llevada a cabo en 2003.  
     La luz blanca me llevó a la Plaza del Comercio de Lisboa, más cuadrangular y austera, pero ambas abiertas a su río, al Tajo una, al Garona otra. Ambas fueron fruto de la concepción ilustrada de la burguesía del XVIII. Resultado de hombres hijos de un tiempo de ruptura frente al Antiguo Régimen. Proyecto del intendente Boucher, la de la Bourse y del Marqués de Pombal la del Comercio en su reconstrucción de la ciudad ondulada. Se inauguró en 1755, en el mismo año del terremoto de Lisboa. Tres años más tarde se inició la construcción de la plaza lisboeta. El viaje te hace relacionar lugares y tiempos en la conformación de la memoria de un viaje único en la memoria. La misma luz hiriente de la primera vez que paseé por la Praça do Comercio,  llamada con anterioridad Plaza Real, disfrutando bajo la sombra de su arcada de su  minucioso trazado a escuadra, paleta y compás, después de refrescar los pies en las aguas opacas del Tejo en el Cadré das colunas. En el antiguo Terreiro do Paço, la plaza conocida por los ingleses como la del Caballo Negro aunque hoy, el bronce  caballo y jinete presentan un color verde por el viento salitre, la pomposa estatua ecuestre del rey José I  mira al Tajo, al sur, a los sueños del quimérico V Imperio. En la de La Bourse, son las Tres Gracias las que vierten sus ánforas hacia una pila circular como homenaje a la vida. Cada diecinueve de octubre, día dedicado a la lucha contra el cáncer de mama, tintan sus aguas de rosa. Expresiones de la transmodernidad icónica del presente. Unas horas más tarde, comprendí la extraña blancura de la luz de la tarde. Una imponente nube negra precedida de un vendaval repentino desató un fuerte aguacero que la dejó desierta. Sorprendente bienvenida  para el dulce clima atlántico.  
     Desde La Bourse decía adiós a Bordeaux en la línea C del tranvía que continúa por el Muelle Richelieu y el de la Saint-Croix y deja a la derecha la iglesia que le da nombre. Atrás la Porte Cailheau, con su esbelta carpintería gótica y el desnudo arco triunfal neoclásico de la Porte de Bourgogne para dar salida al Pont de Pierre, el primero que comunicó a la orilla derecha de La Bastide con la ciudad medieval. Fue la primera barrera defensiva de gran importancia estratégica frente al tradicional enemigo británico. Con sus diecisiete arcos y su cerca de quinientos metros, lo habíamos recorrido en la primera jornada completa de paseo hasta la plaza Stalingrad. Desde la parte más cercana a la ribera, la escultura de un león azul con estructura de hierro acabada en poliéster, obra de Xavier Veilhan, instalada por la puesta en funcionamiento de las líneas del tranway que  cambió el flujo de la ciudad, mira hacia el puente. Un grupo de niños jugaba a escalarla desde la cola apoyándose en los prismas de su piel. Quizás la llamen ciudad mágica porque  puedes trasladarte a pie hasta una ciudad tan lejana como ya inexistente, cruzando su río dorado donde las corrientes son más fuertes.. Un puente más que simbólico para una ciudad orgullosa porque ni el emperador Napoleón Bonaparte que lo mandó levantar, como testimonian los  medallones de sus flancos, ni más tarde Luis Felipe I, consiguieron que fuese nominado en su honor. En 1944 las tropas alemanas intentaron dinamitarlo pero fue un miembro de la resistencia, el joven republicano español Pablo Sánchez, quien consiguió desactivar los explosivos aunque murió ametrallado por las baterías nazis en la Porte de Bourgogne. El puente permaneció. De piedra y ladrillos fue construido, así que como puente de piedra permanece. Una ciudad orgullosa de su pasado girondino que nunca aceptó a los tiranos.   
       Siete días antes habíamos bajado en la parada número 23 del atestado autobús regular del aeropuerto frente a la plaza Gambetta, sometida a un proyecto de construcción de un nuevo estanque en su parte central rodeada de vallas no me pareció de interés. Después de hora y media de recorrido por la población aneja de Merignac, zona  de servicios y barrio dormitorio sin nada que reseñar salvo la profusión de zonas verdes en sus calles propias del clima atlántico, las perspectivas de disfrute se difuminaron por un instante. Consciente de que el primer contacto con una ciudad desconocida no suele ser positivo, no podía dejarme llevar por el pesimismo de las expectativas frustradas. Además, llegaba agobiado por el inesperado calor y estresado por la llegada al que me resultó extraño hangar del aeropuerto, inoculado por el virus del pasajero barato (1). Ni las sucias y descuidadas fachadas de las casas  de la rue Judaïque ni la grisura de los edificios administrativos o comerciales de Mériadeck disponían el ánimo al optimismo. Sin embargo, la amabilidad de la primera persona a la que preguntamos por la dirección del hotel, un señor que sacaba a la calle el contenedor de basura de un edificio y que nos indicó con precisión el itinerario a seguir, sirvió de contrapunto a la primera impresión.
     - Si encuentro el atractivo de una ciudad decadente, puedo gozarlo, se trata de descubrirlo - me decía en esos momentos de relativa perplejidad. Viajar es descubrir, también es olvidar, olvidarse del yo sedente para vivir el yo errante en los primeros pasos del niño cuando abre los ojos al mundo y se yergue alegre para hollar la tierra del parque infantil, cuando pisa por primera vez la arena de la playa y se acerca a la orilla del mar recién hallado.
     En nuestra primera jornada anduvimos por el barrio de Saint-Pierre, el más antiguo de la ciudad en la que estaba nuestro hotel, para llegar hasta la plaza de Pey Berland el obispo que mandó construir la flecha de la catedral de Saint-André. Una estilizada torre que pierde gracilidad por la coronación de una estatua dorada con la imagen de Nuestra Señora de Aquitania. Imagen a que podría saludar cada mañana desde la nueva habitación que nos dieron en el hotel, pues la de la primera noche daba a un alto muro y no era cuestión de olvidar el entorno de tejados y pináculos del cielo bordelense. La fachada principal de la catedral presenta una singular asimetría en su estilizado gótico y en la actualidad se mantienen en restauración varios paños de sus fachadas laterales. Al oeste de la plaza se levanta la fachada neoclásica del Palacio de Rohan sede del ayuntamiento. La monumentalidad de la catedral se impone con frialdad sobre la gran superficie pavimentada en la que se levanta una anodina estatua pedestre del más conocido de sus últimos alcaldes: Jacques Chaban Delmas que también da nombre al moderno puente levadizo de la remozada zona norte. Tampoco la efigie del ilustre regidor  contribuye a vitalizar un espacio muy tematizado para los grupos turísticos. No se palpa la vida real de la ciudad salvo por el trazado del tranway que la circunda por el sur y por el este. 
     En la misma mañana visitamos el Museo de Bellas Artes, dentro del recinto del Palacio Rohan. Es la galería francesa con más fondos fuera de París, fruto de la descentralización de las obras de arte del Museo Central ordenada por Napoleón. De su variada muestra me quedo con el recuerdo de algunas obras holandesas, otras de Tiziano, de Delacroix, de un Renoir de edad avanzada, de un Seurat prepuntillista, de Lothe en su periodo cubista, de un busto de Mauriac salido de las manos de Zadskine, de un Rivière... Fue en otra sede, la Galería de Bellas Artes, edificio cercano, dedicado a exposiciones temporales, en el que descubrí días más tarde a un pintor bordelés desconocido para mí: George Dorignac. De él dijo Rodin con toda razón que su pintura tenía el volumen de lo esculpido porque salía de las manos de un escultor. La visita a la vasta muestra de más de cien obras que se mantendrá hasta el próximo octubre fue un placer. Es tanta la fuerza de sus tintas, carbones o sanguinas, el volumen y las texturas que consigue en sus retratos en negro que salimos de las salas con el gusto del descubrimiento gozoso de un artista que buscó y halló en sus búsquedas.
     Muy diferente fue el estado de ánimo con el que salí del Centro de Artes Plásticas Contemporáneas, en el Entrepôt de la Place Lainé, o Entrepôt Lainé, un antiguo almacén de aduanas levantado en 1824 y rehabilitado definitivamente en 1990 como museo de arte contemporáneo. Una rehabilitación exonerada de añadidos, en cuyas galerías y arcadas aún reverberan los ecos del esfuerzo y la actividad de acumulación de los ultramarinos llegados al muelle próximo de Luis XV. Las salas de la colección permanente estaban cerradas temporalmente por las recurridas razones técnicas, por lo cual solo podían ser visitadas las salas de exposiciones temporales y fueron estas propuestas, las que me provocaron  malestar y un claro rechazo.
     -¿Por qué sientes que no has sido respetado como público cuando sales de una exposición de arte contemporáneo? Te embarga la sensación de haber perdido el tiempo, te preguntas si el mundo del arte hoy ha escapado a tu modesta comprensión, intentas justificar tu ignorancia o elaboras una opinión coherente sobre la nulidad de esa obra artística. Una instalación  de Naufus Ramírez-Figueroa, denominada Linnaeus in Tenebris, sirvió de cauce motivador de tantas preguntas. Volúmenes de poliestireno cubierto de resinas que representan cuerpos humanos enjalbegados en bayas  de cuyas extremidades nacen brotes vegetales, fetos colgados de estructuras de hierro sobre los que tubos fluorescentes proyectan una luz metálica, racimos  de bananos esparcidos por el amplio solar de la nave central para que, según apunta el tríptico,  surja una reflexión sobre la expansión colonial y la redacción de la nomenclatura del gran naturalista. A mí solo me llevó al sinsentido de la espectacularización banal del arte como objeto del mercado. Si además se dice en el folleto que el artista guatemalteco ha querido expresar la tragedia de la guerra civil vivida en su país durante más de treinta años, la cuestión asume ya alturas de desproporción y de mentira.
     Para completar la frustrante visita pasamos a la exposición de Legoland. En esta sala, una locuaz y muy amable guía nos deleitó sobre los beneficios didácticos que suponen  la construcción de un gran ensamblaje con estas piezas a las visitas de grupos escolares, “porque así aprenden a relacionar la arquitectura con el medio ambiente.”La guinda del indigesto pastel de la contemporaneidad artística, la coronó el paso por la zona más concurrida de visitantes, en la que se proyectaban vídeos, se exponían numerosas fotos, planos de trazados ondulantes de diferentes ciudades del mundo, libros y reproducciones a escalas de trozos de pistas de monopatín. Al público se le veía entregado. “Sky no is a crime” era el título del conjunto. No lo pondría en duda, pero me resulta chocante hacer de esta actividad lúdica una expresión artística. No quise seguir haciéndome preguntas incómodas en esa mañana de arte contemporáneo. Afortunadamente, la tercera visita museística de esta estancia compensó el enfado ante las muestras temporales del Entrepôt Lainé. El Museo de Aquitania, en la cours Pasteur, en la antigua sede de la Facultad de Letras, ofrece un fondo rico de fuentes arqueológicas, gráficas, documentales y reproducciones a escala de naves, comercios tradicionales y todo tipo de recursos desde los orígenes prehistóricos de la ciudad y de la región hasta mediados del siglo XX, que apenas pudimos apreciar porque cierra a las seis de la tarde y solo nos quedó una hora para la visita. Nunca hubiera imaginado a Montaigne, el padre del ensayo moderno, el cultivador  del yo literario y reflexivo, representado en su cenotafio como un guerrero medieval; interpretaciones de otras épocas. En sus siete salas se condensa la tradición museística de la ciudad, iniciada ya en el siglo XVI.
     En la búsqueda de captar lo posible de la esencia de una ciudad es imprescindible patear sus calles y dejarte impregnar de su ambiente en cualquier momento del día, no ya de la noche, que la edad impone cruelmente sus limitaciones. Sentarte en las terrazas, en los bancos de los parques, recorrer los estanques de sus parques como el del Jardin Public y seguir la estela de las hileras de patos o asomarte a  la variedad de su vivero son actividades tan necesarias como alimenticias para  fijar en la memoria el concepto de lo bordelés. Y mirar educadamente a la cara de sus habitantes para recibir la mayor parte de las veces, una sonrisa sin más, un saludo sin palabras propios de la politesse de una  ciudadanía abierta y dispuesta a ayudar al visitante. Muy diferente de la hostilidad que me llegó de los vecinos del norte, cuando dos atrás estuve en Nantes, en la oscura Bretaña. Ojear con la mirada curiosa en los fondos de las numerosas librerías que tienen allí sede y mercado también ayuda. Impresionados por la oferta de la Librairie Mollat, que ocupa los bajos de una manzana entre la rue de Porte Dijeaux y la rue Vital Carles, editora con más de un siglo de funcionamiento, volvimos a ella varias veces para disfrutar de la variedad y hacer cola entre una variada clientela de  padres que ilusionan a sus hijos con la próxima lectura, de mayores ávidos que no se resisten a hojear la adquisición, de jóvenes que aprovechan las ofertas para llevar varios  títulos.  Burdeos es una ciudad de lectores que te seduce en su afán lector. Hasta los jóvenes de estética perro-flauta que viven en los aledaños de la rue Sainte Catherine dedican su tiempo a tan loable práctica entre malabares y petición de limosna. Y ves leer en formato de papel a los pasajeros del tranvía, a los solitarios sentados ante un café en la terraza de cualquier plaza, a los trabajadores de las oficinas cuando hacen un alto al mediodía para la sacrosanta baguette en cualquiera de tantas plazas. Y ves como  acuden  los jubilados al modesto expositor de libros libres de la plaza de los Mártires de la Resistencia, junto  la basílica de Saint- Seurin, para renovar sus lecturas. Un pueblo que lee es de fiar.
     Compruebas que la publicitada calidad de sus vinos es cierta, que los rojos, rosados y blancos  deleitan al paladar y que bien pueden considerarse los mejores del mundo. Su recuerdo queda en el retrogusto y percibes los aromas y los matices con nitidez como nunca antes los habías apreciado. Tienen detrás una cultura de siglos y una política comercial arraigada desde el siglo XIX. En cada almuerzo y en cada cena degustamos una copa en el mejor maridaje con el plato y con el presupuesto. Por una militancia real en la cata, no visitamos la Cité du vin. Llegamos a la construcción de vanguardia tras una largo paseo desde  La Bourse por los remozados muelles de la orilla izquierda, ignorando intencionadamente la oferta de restauración de las grandes cadenas que se abren al río, con su uniformidad global y sus modos homogéneos. El cansancio de la caminata hacía mella y el aire excesivamente comercial de la cartelería del recinto nos hizo retroceder. Seguiríamos practicando la militancia a pie de copa en cada yantar. Alguno de ellos memorables como los bien cumplidos en Le petit commerce, una antigua cantina de pescadores en una esquina de la Place du Parlament que ofrece el mejor marisco, la cena en la refinada cocina de Chez Mémé hacia la parte opuesta tras la misma plaza y en este recuerdo de brasseries, no puedo dejar de nombrar el restaurante Croc-Loup en la Rue du Loup, en la que el placer del buen comer alcanza cotas extremas con un completo menú de degustación ofrecido con orgullo por la copropietaria del local.
     Se afirma en los textos publicitarios de La Cité du Vin que los volúmenes de la obra  intentan emular el movimiento del vino cuando se mece en la copa para ser catado. Este que refiere, más bien vio los volúmenes la bota de siete leguas. Quedan para el futuro la visita y el recorrido por el moderno barrio de Bacalan y sus atracciones posmodernas. Ese día preferimos volver las calles estrechas de Chartrons, el barrio más inglés con una especial idiosincrasia dentro del trazado urbano bordelés.  No bastan siete días para apreciar  los brillos de la Perla de Aquitania. 
     En el ecuador de la estancia, cuando ya has captado un poco del aire de la ciudad, conviene alejarse un poco hasta sus alrededores para volver a ella con más conciencia de tu modesta apropiación de visitante de tiempo limitado. Desde uno de los lados de la explanada urbana más grande de Francia, con doce hectáreas, la Place de Quinconces, ya paseada varias veces, recorrida de extremo a extremo desde el Monumento a los Girondinos caídos bajo el Terror, hasta las columnas encabezadas por Montaigne y Montesquieu en la zona este, partía el autobús de la empresa La Gironde hasta Saint Emilion por Libourne. Pero los laterales estaban en obras y ni en la oficina de turismo ni otro conductor de la misma empresa nos indicaron con exactitud la ubicación de la parada provisional. La desinformación nos costó salir con dos horas de retraso, pero la elasticidad del tiempo del turista es una condición esencial y aceptas de buen grado las inconveniencias. Hay rutas organizadas hasta el pueblecito pero preferimos la línea regular que  tarda más de una hora en cubrir los 35 km porque te acerca a la realidad cotidiana de la zona. Salvo una familia coreana de tres miembros que transportaban una enorme maleta vacía para cargarla de botellas, los usuarios eran trabajadores y estudiantes. En la ruta, tuve muy presente los párrafos de Sergio del Molino en su libro La España vacía, enfrentando el desierto de nuestra Iberia interior a los poblados campos europeos. Una realidad de poblaciones y urbanizaciones bien conectadas en unos campos cultivados y cuidados que en este caso se van salpicando de hermosos chateaux erigiéndose en los viñedos.
     Aunque se afirma en algunas guías que Saint Emilion es el origen de la producción vinícola, la comarca se incorporó a la marca bordeaux en la década de 1950 porque hasta entonces  se consideró que sus vinos eran demasiado ásperos. En la actualidad es un buen ejemplo de pueblo tematizado en torno al vino en un enclave medieval que se ha conservado casi íntegramente, incluso en el estado de sus ruinas. Las curiosidades históricas, los restos de la Torre Real, la cueva donde la leyenda sitúa al fundador del monasterio germinal, la modestia de su descuidado claustro, la beatífica expresión de idiocia de la estatua de Saint Emilion en la colegiata o la iglesia monolítica excavada en la roca, son paradas de tránsito hacia las empinadas callejuelas a las que se abren las tiendas de  degustación y venta. Por su intrincado núcleo urbano se desplazan todo el año masas de enoturistas ansiosos de catar las excelencias de los vinos, embotellados a la vista del público en muchos casos. Tampoco ese día faltaban a su cita. La visita merece la pena, aunque subí al bus de vuelta con la sensación de haber pasado unas horas en un parque temático muy bien trazado para la promoción del producto estrella.
       La segunda salida de la ciudad la hicimos en domingo, en el tren de cercanías, casi al completo de domingueros, hasta la Bahía de Arcachon, al suroeste de Burdeos. De Arcachon hablan las guías como un enclave aristocrático de la aristocracia europea de finales del XIX y primera mitad del siglo XX. En sus distritos, denominados según las estaciones del año se levantan lujosas mansiones novecentistas embozadas tras altos setos en un extenso pinar. Después de un largo recorrido por el extenso bosque atlántico en el bus local, llegamos a las cercanías de la gran Duna de Pilat, la más grande de Europa. La subida es fácil porque en verano se instala  una escalera portátil por la que ascendimos sumados a la larga fila de visitantes movidos todos por el deseo de disfrutar de las hermosas vistas al Atlántico.  El paisaje que espera en su alto perfil de luna justificó el ser parte de aquella ociosa columna humana dispuesta a disfrutar de “los bienes de la tierra antes de que se desmenucen entre los dedos como su arena fina”, según dejara escrito Saint-Exupéry.
     En la tarde, de vuelta al puerto de Arcachon, con las retinas llenas de mar y con el rugido del viento en los oídos, la tranquila playa de Arcachon, protegida por una larga barra natural de los envites del océano abierto, con sus veraneantes tumbados al tibio sol para ligar bronce en su piel blanca recordó cualquier playa mediterránea. La vulgaridad de los bloques de apartamentos de la  primera línea de playa, las atracciones ruidosas, el tráfico apabullante de las calles periféricas, la búsqueda desesperada de aparcamiento por conductores histéricos, claxonazos, altavoces a tope en los coches y la fachada y anuncios del casino repintado con la paleta más estridente con largas colas para la entrada,  hicieron que me diera de bruces con la realidad del turismo de sol y playa, aunque fuese una playa atlántica. La población árabe y negra brillaba por su ausencia en la arena. Una lujosa cena regada con un blanco seco de la comarca de “Entre deux mères”en el citado Le petit commerce de la capital ayudó a elevar el ánimo tras el domingo de duna y playa...
       Pronto llegará la partida. La ciudad ha dejado de ser un nombre, un conjunto de tópicos y algo desconocido. Sabes al menos que es una ciudad en la que se lee con fruición y se bebe con moderación, en la que hay corrientes culturales alternativas que pueden abrir salas de cine en una iglesia desacralizada como es la sala Utopía de Saint-Simeon. Una ciudad en la que abundan los bistros, las librerías, las brasseries, los restaurantes, los comercios de marcas de lujo y las franquicias globales. Has aprendido el sentido de una política municipal coherente con el sentido republicano de servicio público. Has vivido la amplitud de las grandes avenidas de circulación rodada y te has beneficiado como peatón de la eficacia de su línea de tranvías, eje transformador del espacio urbano. Aún le quedan calles y fachadas por restaurar pero has intuido que seguirán trabajando en esa dirección de progreso. Una ciudad en la que la calle aneja al Grand Théatre se llama El espíritu de las leyes y el obelisco del monumento a los Girondinos es coronado por una estatua de la libertad con los eslabones rotos de una cadena en una mano y un ramo de vid en la otra seguirá siendo una ciudad republicana.  
     Cuánta razón tenía el gran escritor romántico. Yo, que no sólo bebo agua y que gusto de mirar a las jóvenes guapas, he quedado enamorado de esta ciudad y de sus habitantes. 

(1) La aventura del pasajero barato       
    
      Si quiere unas vacaciones con una impagable experiencia para recordar, no deje de volar con una de las peores compañías que mueven a miles de viajeros en el ya de por sí depauperado mercado del bajo coste. Por algo es la empresa madre del vuelo de masas a precios relativamente bajos, la más rentable de su categoría, la que más denuncias recibe de las asociaciones de consumidores, la fundada por el irlandés Ryan en 1985 y que opera más de mil ochocientos vuelos diarios.
Llegará al aeropuerto (en nuestro caso el de Bordeaux- Merignac) y no accederá  a la terminal como los demás pasajeros por las pasarelas o fingers, ni le recogerán en las jardineras para dejarle a pie de la correa de equipajes. No, desde la escalerilla de la nave pasará directamente a una zona acotada de la pista para acceder arrastrando el reducido equipaje de mano a un extraño hangar bajo las miradas displicentes de los empleados de tierra. Ha llegado una nueva remesa de viajeros de bajo coste a la que hay que despachar con premura para que dejen expedito el paso para el vuelo siguiente. No se concibe que alguien haya pagado un desorbitado extra por una maleta que exceda las mínimas medidas exigidas, viaje casi con lo puesto, ligerito de equipaje, que los Boeing 737 de  la empresa no pueden disponer de más espacio. No tiene usted la posibilidad de acudir al baño porque la cola avanza en un espacio delimitado por las onerosas cintas de orden hacia los puestos de control de documentación. Lo importante es pasar cuanto antes el trámite, llegar a la ciudad. La perla de Aquitania le espera. La extrañeza por las peculiaridades de esta terminal, con revestimiento de madera sin pulir y una estructura de vigas de acero de lejana inspiración nórdica de cuyas paredes cuelgan amplias fotografías de los edificios más emblemáticos de la ciudad y de los paisajes de su entorno, parece que no va a dejar más huella que la de una pobre impresión.
      A la vuelta se informará sobre las especiales características de ese edificio nombrado como Billi, porque según dicen es una palabra fácil de pronunciar en cualquier idioma. Este hangar para pasajes baratos fue construido con paneles de policarbonato en 2006 para uso de la compañía irlandesa, con 5.200 m² y costó 5,5 millones de euros. Supone que la empresa se ahorra un 30% en el coste de las tasas al aeropuerto y opera con cuatro aviones a la vez con una media de seiscientos pasajeros. Pero esos datos no dirían nada si no ha sufrido sus condiciones.
      Ha desembarcado en el día más caluroso del verano con 37ºC y un alto índice de humedad sobre una pista ardiente como si de un héroe de la aviación de hélice se tratara. De la alta temperatura del exterior pasa a una climatización de frío extremo, más adecuada para la conservación de alimentos perecederos que para la humanidad de sangre caliente que por allí transita. Procuraba quedarse con las imágenes que auguraban la belleza de la ciudad mientras que un rutinario control de identidades le hace ver que los acuerdos de Shengen respecto a la circulación de personas en la UE están en claro retroceso. En la espera, el decorado del dichoso hangar para los viajeros baratos recuerda ahora el decorado de una película anticomunista de tiempos de la guerra fría construido con saldos de maderos suecos. Su estructura de vigas metálicas parecen inspiradas en el peor constructivismo ruso como coerción para los ciudadanos condenados a Siberia. Despojado ya de los anteojos del osado piloto que rescató a la chica de la tribu de caníbales de una isla perdida del Pacífico, se ve a sí mismo como un fugitivo surgido del frío del Gulag.
     ¿Cómo olvidar si no el acoso publicitario al que ha sido sometido durante el vuelo? El discursito de la azafata de cabina para vender papeletas en un sorteo con fines benéficos, destinado a una fundación relacionada con la infancia necesitada y sus pequeños deseos incumplidos, apelando a la conciencia solidaria de los apretados pasajeros. La posterior relación de perfumes de marca con el correspondiente descuento, la oferta de chucherías varias...A pesar de toda la fanfarria consumista en cabina, el piloto cumplió con profesionalidad su función en el despegue y en el aterrizaje con banda sonora triunfal incluida para compensar el bombardeo publicitario. La llegada se cumplió con cinco minutos de adelanto sobre el horario previsto.
     Cuando volvió al hall del  aeropuerto real para el vuelo de regreso aún no era consciente del cambio operado por el virus inoculado en el billi una semana antes. El afán de aventuras le había atrapado en sus garras. En el panel informativo el anuncio de su vuelo no se adscribía a ninguna puerta de embarque. En la columna correspondiente solo el enigmático billi. Como ha llegado con tiempo suficiente departía  tranquilamente con la compañera de viaje mientras apuraba  una baguette de despedida y continua la espera en este no lugar, anodino y cómodo. Pero el tiempo apremia y se dispone a guardar la cola de registro en la entrada más concurrida. Te preparas para que una vez más salte la alarma al pasar por el umbral detector, aunque no lleve nada sospechoso encima. Ahí, salta la sorpresa. Al enseñar la tarjeta de embarque el guardia le mira con extrañeza y le da a entender que no es allí, al fin aprende que billi es un edificio exterior destinado a esa compañía. El virus se ha reactivado, las prisas para llegar a la carrera hasta el segregado hangar hace subir la adrenalina. El tiempo corre y la distancia que una hora antes parecía corta se alarga inmisericorde. Sudoroso y agobiado topa con una larga cola de otros héroes de los vuelos baratos agolpados en el reducido acceso. Un bebé histérico acompaña la prisa colectiva con su llanto desaforado. No hay paneles de información y el personal de la compañía solo repite que esa es la cola para Milán, para Sevilla, para Barcelona... La densidad de la masa crece entre las cintas distribuidoras y la hora señalada cae como una losa. Alguien comenta que para su vuelo debe presentarse en el control ignorando la cola central. Aventura en estado puro, salto de las cintas, equipajes agolpados, caras desencajadas, conquistas del espacio ajeno, disimulados empujones. Vigilantes presionados por las prisas que aún así tienen que revisar sus manos porque la alarma ha vuelto a sonar a su paso. Tras la validación, le hacen esperar otro cuarto de hora apretados en una antesala en la que la criatura histérica sigue entonando su desesperación. Al fin le toca al grupo saltar a la pista con el ruido ensordecedor de las turbinas de tres aeronaves próximas, su vuelo está al partir. Para completar la hazaña discute con el azafato que con malos modos le indica que no puede llevar la mochila bajo el asiento. Va junto a la puerta de emergencia y las normas de seguridad así lo requieren, pero él no se lo ha explicado. La parafernalia vendedora empieza. El avión ha despegado al fin. No volverá a vivir la aventura del pasajero barato. La vergüenza ajena y el tratamiento indigno tienen un límite. Seguirá siendo un hombre pobre pero nunca más, se promete a sí mismo, será un pasajero barato.        

                              Sevilla, 16 de julio de 2017                                                             


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