BRINDIS POR BURDEOS
“...vous aimerez Bordeaux,
même vous qui ne buvez que de l'eau et qui en regarde pas les jolies filles.”
Victor Hugo
Al fin en el Puerto de la
Luna, en la Perla de Aquitania, en la Florencia de las Galias, Patrimonio de la Humanidad desde 2007, en la ciudad donde La Boètie
meditó su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de la que fue
alcalde Montaigne y muy cerca de donde
Montesquieu “muy temprano en la mañana recorría sus viñedos para supervisar las
uvas y germinar sus ideas”. Allí, bajo los últimos cielos del Goya exiliado,
en la cuna de los Girondinos, en la más
inglesa y la más española de las ciudades francesas, en la capital mundial del
vino. Allí, con la suave carga de
sus tópicos y clichés para
desvelar en una semana. Con la atractiva tarea de desvelamiento para tan corto
espacio de tiempo. Predisposición y ganas no faltaban. Allí estaba para
pasearla, mirarla, leerla, beberla, degustarla, para intentar captar algo de su
imaginario en el tiempo limitado del turista que pretende, una vez más,
sentirse viajero.
Una suave luz grisácea caía
sobre las mesas del silencioso comedor del hotel de la Rue Parlament
Sainte-Catherine en nuestro último desayuno bordelés. Una sala ya familiar
después de siete días en los que habíais decidido sin prisas los itinerarios y
las visitas, mientras degustabais la rica bollería, el pan caliente con
mantequilla y un té verde de sobre fuertemente aromatizado al limón. Los
detalles de las deslucidas fachadas de los edificios de enfrente se habían
incorporado pronto a la breve rutina del turista. Sus medallones erosionados
por el tiempo, el moho de las barandas, las hendiduras de sus molduras e
incluso la yedra que colgaba de una cornisa se difuminaban ya como
recuerdo.
En la última jornada, aquella
en la que ya no estás pero no quieres irte, decidimos ir al mercado de
Capucins. ¿Cómo partir sin haber visitado el más significativo de los mercados
de la ciudad? El edificio tradicional es hoy una biblioteca y un centro cultural de uso vecinal y a pocos
metros se abre un amplio edificio funcional construido en la década de los
ochenta. No podíamos dejar la ciudad sin
habernos asomado a la venta
directa de la materia prima de calidad en la que se sustenta su cocina. Y el
gusto francés por el buen comer se hace evidente en la exposición del pescado
atlántico y del marisco traído de la Bahía de Arcachon, en la profusión de
carnes, en la incorporación africana de verduras, en los exquisitos vinos de la
zona, en los olores árabes de las hierbas aromáticas, en la variedad de su
panadería y en la amplia oferta de quesos expuestos con orgullo en cada uno de
sus puestos de venta.
Para llegar hasta allí, cogimos por primera vez el tranvía de la línea
B, desde la parada de L'Intendence, que transcurre paralela a la rue Sainte Catherine, tantas
veces paseada durante esta estancia. No teníamos ya ni tiempo ni fuerzas para
ir a pie. En el último día, el placer de olvidar su transcurso se esfuma,
la mirada se vuelve más ladrona en su
afán de retener paisanaje, modos y paisaje urbano. Intuyo que esta calle fue el
cardo máximo de Burdigala por su orientación norte-sur y por su función de
vertebración de los barrios del casco antiguo. En la actualidad, la calle
peatonal y comercial más larga de Europa es un espejo de la sociedad
bordelense. Desde la place del Grand Théatre hasta la Place de la Victoire, las
avenidas transversales delimitan la distribución social de sus habitantes como
cinturones difusos de la variedad étnica del presente. A partir de la cours de
Alsace-Lorraine la proporción de población negra aumenta y a partir de la de
Victor Hugo es la población de rasgos árabes la que se hace visible en sus
modos culturales en un magma rico de mestizaje y mezcla que a los ojos del
turista parece en convivencia aceptable. Casualmente se celebraba durante tres
días un mercadillo o braderie muy popular en la ciudad. Parte de las
tiendas sacan sus artículos a la calle y a ellos se añaden tenderetes de
artesanía del cuero, menaje de cocina, fruta y por supuesto ropa al uso, desde
las falsificaciones habituales hasta los estampados africanos. Una oferta muy
distinta de los artículos de lujo del conocido triángulo de oro del barrio de
Grands Hommes en la zona norte cercana al Grand Théatre. La primera vez que
pisamos la Place de la Victoire, en la tarde de mercadillo, la profusión de
tenderetes magrebíes, el olor a hierbas y la música raid ambiente en torno al
obelisco central me trasladó a cualquier plaza magrebí incrustada en el corazón más diverso de la ciudad.
En
el barrio de Saint-Michel, una de las zonas más pobres de intramuros en el
pasado, se respira la diversidad étnica de la oblación y se atisba un proceso
de gentrificación. Fue la zona en la que se instalaron los exiliados
republicanos de nuestra guerra incivil, encuentras bares de tapas de españoles,
bistros, brasseries, teterías, restaurantes africanos, de comida hindú, árabe
como espejo de una Europa crisol y viva
a pesar de las fuerzas oscuras de los fascismos subyacentes. En la tarde en
que accedimos a la inmensa basílica
gótica se ofrecía un concierto de órgano a un reducido público melómano que
había vuelto las filas de sillas de enea hacia el púlpito del majestuoso
instrumento del siglo XVIII. El olor a humedad y a cerrado que impregna a todas
las iglesias de la ciudad era allí más señalado. En un banco de la gran plaza,
tras una empalizada un grupo de viejos con chilaba pasaba la tarde. La flecha
de la basílica es un torre exenta que, con sus 34 metros de altura, puede verse
desde toda la ciudad. Es el único monumento en el que he visto algunos grafitti
en sus pilares. En esa última mañana bordelense, con nubes siempre presentes
pero nada amenazadoras, la explanada descubierta en torno al modesto
obelisco de la Victoire, dos días antes
abarrotada de tenderetes árabes, me sumergía en el presente de la sociedad
líquida y cambiante manifiesta en ese
espacio urbano impregnado por tantas culturas en ósmosis.
Para volver al aeropuerto y evitar el recorrido de más de una hora de la
línea regular de autobuses por Merignac, tomamos una naveta privada, más cara y
más rápida que partía de la estación de Saint-Jean. Para llegar a la Gare, ya
con el equipaje a rastras, cogimos el tranvía de la línea C que
transcurre en paralelo al curso de la Garonne por su orilla izquierda.
La última oportunidad para la despedida del río de color café con leche, río
dorado para los letraheridos galos, sin el que no se puede entender la
idiosincrasia de la ciudad. “Este puerto que nos hace soñar con el mar, aunque
ni se vea ni se oiga” en palabras de François Mauriac, otro de sus ilustres
narradores del siglo pasado que mantuvo siempre una relación de amor-odio con
sus orígenes.
Adiós desde la emblemática Place de la Bourse. En la homogeneidad de sus
proporciones y en la armonía de sus edificios dieciochescos puede leerse la
pujanza de la burguesía aquitana. En los mascarones de piedra de las fachadas
dedicadas a los dioses, Mercurio como dios del comercio, Minerva la de las
artes, el Tiempo en su búsqueda de la verdad, rostros anónimos, africanos de la
trata de esclavos, animales mitológicos y máscaras carnavalescas como expresión
del poder de los comerciantes que expedían mercancías y personas desde aquí a
las colonias. La concepción monumental de la plaza que rompió el aislamiento de
las murallas medievales no llega a apabullar a los paseantes. La proporción
armónica del conjunto consigue equilibrar la magnificencia y la dimensión
humana.
En
su centro, la Fuente de las Tres Gracias, erigida en 1869, después de
diferentes monumentos para hacer olvidar la estatua ecuestre de Luis XV, fue la
última aportación del siglo XIX para resaltar la elegancia del conjunto. La
elección de esta plaza como la imagen icónica de la ciudad en las guías
turísticas está más que justificada. Solo unos cuantos bancos la circundan para
que la perspectiva quede a salvo. Y en su frente abierto al río desde los
tiempos de la Revolución, cuando las verjas fueron arrancadas y dejó de ser
Plaza Real, el Espejo de agua, una superficie de granito pulido de más de 3.400
m² cubierta con dos centímetros de agua de la que emana regularmente vapor de
agua desde 2006. Es un reclamo turístico clave, pero sobre todo, es un lugar de
juego para niños y jóvenes que acuden masivamente cada tarde. El reflejo de los
edificios iluminados ofrece un delicioso espectáculo en la noche.
Llegamos a ella desde una calle lateral a poco
de haber dejado el equipaje en el hotel, en la tarde más calurosa de la década
como referiré más adelante, con una luz cegadora inesperada, propia de otras latitudes más al sur. En el
Miroir d'eau jugaban niños y padres sobre su superficie pulimentada entre el
vapor de agua y la algarabía de sus risas. Como telón de fondo el conjunto de
edificios en torno al eje de la antigua Bolsa, hoy sede de la Cámara de
comercio. Al frente el río. Entre el Espejo de agua y la plaza, los raíles del
tranvía, el medio más utilizado para el transporte, desde la peatonalización de
gran parte del casco histórico llevada a cabo en 2003.
La
luz blanca me llevó a la Plaza del Comercio de Lisboa, más cuadrangular y
austera, pero ambas abiertas a su río, al Tajo una, al Garona otra. Ambas
fueron fruto de la concepción ilustrada de la burguesía del XVIII. Resultado de
hombres hijos de un tiempo de ruptura frente al Antiguo Régimen. Proyecto del
intendente Boucher, la de la Bourse y del Marqués de Pombal la del Comercio en
su reconstrucción de la ciudad ondulada. Se inauguró en 1755, en el mismo año
del terremoto de Lisboa. Tres años más tarde se inició la construcción de la
plaza lisboeta. El viaje te hace relacionar lugares y tiempos en la
conformación de la memoria de un viaje único en la memoria. La misma luz
hiriente de la primera vez que paseé por la Praça do Comercio, llamada con anterioridad Plaza Real,
disfrutando bajo la sombra de su arcada de su
minucioso trazado a escuadra, paleta y compás, después de refrescar los
pies en las aguas opacas del Tejo en el Cadré das colunas. En el antiguo
Terreiro do Paço, la plaza conocida por los ingleses como la del Caballo Negro
aunque hoy, el bronce caballo y jinete
presentan un color verde por el viento salitre, la pomposa estatua ecuestre del
rey José I mira al Tajo, al sur, a los
sueños del quimérico V Imperio. En la de La Bourse, son las Tres Gracias las
que vierten sus ánforas hacia una pila circular como homenaje a la vida. Cada
diecinueve de octubre, día dedicado a la lucha contra el cáncer de mama, tintan
sus aguas de rosa. Expresiones de la transmodernidad icónica del presente. Unas
horas más tarde, comprendí la extraña blancura de la luz de la tarde. Una
imponente nube negra precedida de un vendaval repentino desató un fuerte
aguacero que la dejó desierta. Sorprendente bienvenida para el dulce clima atlántico.
Desde La Bourse decía adiós a Bordeaux en la línea C del tranvía que
continúa por el Muelle Richelieu y el de la Saint-Croix y deja a la derecha la
iglesia que le da nombre. Atrás la Porte Cailheau, con su esbelta carpintería
gótica y el desnudo arco triunfal neoclásico de la Porte de Bourgogne para dar
salida al Pont de Pierre, el primero que comunicó a la orilla derecha de La
Bastide con la ciudad medieval. Fue la primera barrera defensiva de gran
importancia estratégica frente al tradicional enemigo británico. Con sus
diecisiete arcos y su cerca de quinientos metros, lo habíamos recorrido en la
primera jornada completa de paseo hasta la plaza Stalingrad. Desde la parte más
cercana a la ribera, la escultura de un león azul con estructura de hierro
acabada en poliéster, obra de Xavier Veilhan, instalada por la puesta en
funcionamiento de las líneas del tranway que
cambió el flujo de la ciudad, mira hacia el puente. Un grupo de niños
jugaba a escalarla desde la cola apoyándose en los prismas de su piel. Quizás
la llamen ciudad mágica porque puedes
trasladarte a pie hasta una ciudad tan lejana como ya inexistente, cruzando su
río dorado donde las corrientes son más fuertes.. Un puente más que simbólico
para una ciudad orgullosa porque ni el emperador Napoleón Bonaparte que lo
mandó levantar, como testimonian los
medallones de sus flancos, ni más tarde Luis Felipe I, consiguieron que
fuese nominado en su honor. En 1944 las tropas alemanas intentaron dinamitarlo
pero fue un miembro de la resistencia, el joven republicano español Pablo
Sánchez, quien consiguió desactivar los explosivos aunque murió ametrallado por
las baterías nazis en la Porte de Bourgogne. El puente permaneció. De piedra y
ladrillos fue construido, así que como puente de piedra permanece. Una ciudad
orgullosa de su pasado girondino que nunca aceptó a los tiranos.
Siete días antes habíamos bajado en la parada número 23 del atestado
autobús regular del aeropuerto frente a la plaza Gambetta, sometida a un
proyecto de construcción de un nuevo estanque en su parte central rodeada de
vallas no me pareció de interés. Después de hora y media de recorrido por la
población aneja de Merignac, zona de
servicios y barrio dormitorio sin nada que reseñar salvo la profusión de zonas
verdes en sus calles propias del clima atlántico, las perspectivas de disfrute
se difuminaron por un instante. Consciente de que el primer contacto con una
ciudad desconocida no suele ser positivo, no podía dejarme llevar por el
pesimismo de las expectativas frustradas. Además, llegaba agobiado por el
inesperado calor y estresado por la llegada al que me resultó extraño hangar
del aeropuerto, inoculado por el virus del pasajero barato (1). Ni las sucias y
descuidadas fachadas de las casas de la
rue Judaïque ni la grisura de los edificios administrativos o comerciales de
Mériadeck disponían el ánimo al optimismo. Sin embargo, la amabilidad de la
primera persona a la que preguntamos por la dirección del hotel, un señor que
sacaba a la calle el contenedor de basura de un edificio y que nos indicó con
precisión el itinerario a seguir, sirvió de contrapunto a la primera impresión.
-
Si encuentro el atractivo de una ciudad decadente, puedo gozarlo, se trata de
descubrirlo - me decía en esos momentos de relativa perplejidad. Viajar es
descubrir, también es olvidar, olvidarse del yo sedente para vivir el yo
errante en los primeros pasos del niño cuando abre los ojos al mundo y se yergue
alegre para hollar la tierra del parque infantil, cuando pisa por primera vez
la arena de la playa y se acerca a la orilla del mar recién hallado.
En
nuestra primera jornada anduvimos por el barrio de Saint-Pierre, el más antiguo
de la ciudad en la que estaba nuestro hotel, para llegar hasta la plaza de Pey
Berland el obispo que mandó construir la flecha de la catedral de Saint-André.
Una estilizada torre que pierde gracilidad por la coronación de una estatua
dorada con la imagen de Nuestra Señora de Aquitania. Imagen a que podría
saludar cada mañana desde la nueva habitación que nos dieron en el hotel, pues
la de la primera noche daba a un alto muro y no era cuestión de olvidar el
entorno de tejados y pináculos del cielo bordelense. La fachada principal de la
catedral presenta una singular asimetría en su estilizado gótico y en la
actualidad se mantienen en restauración varios paños de sus fachadas laterales.
Al oeste de la plaza se levanta la fachada neoclásica del Palacio de Rohan sede
del ayuntamiento. La monumentalidad de la catedral se impone con frialdad sobre
la gran superficie pavimentada en la que se levanta una anodina estatua
pedestre del más conocido de sus últimos alcaldes: Jacques Chaban Delmas que
también da nombre al moderno puente levadizo de la remozada zona norte. Tampoco
la efigie del ilustre regidor contribuye
a vitalizar un espacio muy tematizado para los grupos turísticos. No se palpa
la vida real de la ciudad salvo por el trazado del tranway que la circunda por
el sur y por el este.
En
la misma mañana visitamos el Museo de Bellas Artes, dentro del recinto del
Palacio Rohan. Es la galería francesa con más fondos fuera de París, fruto de
la descentralización de las obras de arte del Museo Central ordenada por
Napoleón. De su variada muestra me quedo con el recuerdo de algunas obras
holandesas, otras de Tiziano, de Delacroix, de un Renoir de edad avanzada, de
un Seurat prepuntillista, de Lothe en su periodo cubista, de un busto de
Mauriac salido de las manos de Zadskine, de un Rivière... Fue en otra sede, la
Galería de Bellas Artes, edificio cercano, dedicado a exposiciones temporales,
en el que descubrí días más tarde a un pintor bordelés desconocido para mí:
George Dorignac. De él dijo Rodin con toda razón que su pintura tenía el
volumen de lo esculpido porque salía de las manos de un escultor. La visita a
la vasta muestra de más de cien obras que se mantendrá hasta el próximo octubre
fue un placer. Es tanta la fuerza de sus tintas, carbones o sanguinas, el
volumen y las texturas que consigue en sus retratos en negro que salimos de las
salas con el gusto del descubrimiento gozoso de un artista que buscó y halló en
sus búsquedas.
Muy
diferente fue el estado de ánimo con el que salí del Centro de Artes Plásticas
Contemporáneas, en el Entrepôt de la Place Lainé, o Entrepôt Lainé, un antiguo
almacén de aduanas levantado en 1824 y rehabilitado definitivamente en 1990
como museo de arte contemporáneo. Una rehabilitación exonerada de añadidos, en
cuyas galerías y arcadas aún reverberan los ecos del esfuerzo y la actividad de
acumulación de los ultramarinos llegados al muelle próximo de Luis XV. Las
salas de la colección permanente estaban cerradas temporalmente por las
recurridas razones técnicas, por lo cual solo podían ser visitadas las salas de
exposiciones temporales y fueron estas propuestas, las que me provocaron malestar y un claro rechazo.
-¿Por qué sientes que no has sido respetado como público cuando sales de
una exposición de arte contemporáneo? Te embarga la sensación de haber perdido
el tiempo, te preguntas si el mundo del arte hoy ha escapado a tu modesta
comprensión, intentas justificar tu ignorancia o elaboras una opinión coherente
sobre la nulidad de esa obra artística. Una instalación de Naufus Ramírez-Figueroa, denominada Linnaeus
in Tenebris, sirvió de cauce motivador de tantas preguntas. Volúmenes de
poliestireno cubierto de resinas que representan cuerpos humanos enjalbegados
en bayas de cuyas extremidades nacen
brotes vegetales, fetos colgados de estructuras de hierro sobre los que tubos
fluorescentes proyectan una luz metálica, racimos de bananos esparcidos por el amplio solar de
la nave central para que, según apunta el tríptico, surja una reflexión sobre la expansión
colonial y la redacción de la nomenclatura del gran naturalista. A mí solo me
llevó al sinsentido de la espectacularización banal del arte como objeto del
mercado. Si además se dice en el folleto que el artista guatemalteco ha querido
expresar la tragedia de la guerra civil vivida en su país durante más de
treinta años, la cuestión asume ya alturas de desproporción y de mentira.
Para completar la frustrante visita pasamos a la exposición de Legoland.
En esta sala, una locuaz y muy amable guía nos deleitó sobre los beneficios
didácticos que suponen la construcción
de un gran ensamblaje con estas piezas a las visitas de grupos escolares,
“porque así aprenden a relacionar la arquitectura con el medio ambiente.”La
guinda del indigesto pastel de la contemporaneidad artística, la coronó el paso
por la zona más concurrida de visitantes, en la que se proyectaban vídeos, se
exponían numerosas fotos, planos de trazados ondulantes de diferentes ciudades
del mundo, libros y reproducciones a escalas de trozos de pistas de monopatín.
Al público se le veía entregado. “Sky no is a crime” era el título del
conjunto. No lo pondría en duda, pero me resulta chocante hacer de esta
actividad lúdica una expresión artística. No quise seguir haciéndome preguntas
incómodas en esa mañana de arte contemporáneo. Afortunadamente, la tercera
visita museística de esta estancia compensó el enfado ante las muestras
temporales del Entrepôt Lainé. El Museo de Aquitania, en la cours Pasteur, en
la antigua sede de la Facultad de Letras, ofrece un fondo rico de fuentes
arqueológicas, gráficas, documentales y reproducciones a escala de naves,
comercios tradicionales y todo tipo de recursos desde los orígenes
prehistóricos de la ciudad y de la región hasta mediados del siglo XX, que
apenas pudimos apreciar porque cierra a las seis de la tarde y solo nos quedó
una hora para la visita. Nunca hubiera imaginado a Montaigne, el padre del
ensayo moderno, el cultivador del yo
literario y reflexivo, representado en su cenotafio como un guerrero medieval;
interpretaciones de otras épocas. En sus siete salas se condensa la tradición
museística de la ciudad, iniciada ya en el siglo XVI.
En
la búsqueda de captar lo posible de la esencia de una ciudad es imprescindible
patear sus calles y dejarte impregnar de su ambiente en cualquier momento del
día, no ya de la noche, que la edad impone cruelmente sus limitaciones.
Sentarte en las terrazas, en los bancos de los parques, recorrer los estanques
de sus parques como el del Jardin Public y seguir la estela de las hileras de
patos o asomarte a la variedad de su
vivero son actividades tan necesarias como alimenticias para fijar en la memoria el concepto de lo
bordelés. Y mirar educadamente a la cara de sus habitantes para recibir la
mayor parte de las veces, una sonrisa sin más, un saludo sin palabras propios
de la politesse de una ciudadanía
abierta y dispuesta a ayudar al visitante. Muy diferente de la hostilidad que
me llegó de los vecinos del norte, cuando dos atrás estuve en Nantes, en la
oscura Bretaña. Ojear con la mirada curiosa en los fondos de las numerosas
librerías que tienen allí sede y mercado también ayuda. Impresionados por la
oferta de la Librairie Mollat, que ocupa los bajos de una manzana entre la rue
de Porte Dijeaux y la rue Vital Carles, editora con más de un siglo de
funcionamiento, volvimos a ella varias veces para disfrutar de la variedad y
hacer cola entre una variada clientela de
padres que ilusionan a sus hijos con la próxima lectura, de mayores
ávidos que no se resisten a hojear la adquisición, de jóvenes que aprovechan
las ofertas para llevar varios
títulos. Burdeos es una ciudad de
lectores que te seduce en su afán lector. Hasta los jóvenes de estética
perro-flauta que viven en los aledaños de la rue Sainte Catherine dedican su
tiempo a tan loable práctica entre malabares y petición de limosna. Y ves leer
en formato de papel a los pasajeros del tranvía, a los solitarios sentados ante
un café en la terraza de cualquier plaza, a los trabajadores de las oficinas
cuando hacen un alto al mediodía para la sacrosanta baguette en cualquiera de
tantas plazas. Y ves como acuden los jubilados al modesto expositor de libros
libres de la plaza de los Mártires de la Resistencia, junto la basílica de Saint- Seurin, para renovar
sus lecturas. Un pueblo que lee es de fiar.
Compruebas que la publicitada calidad de sus vinos es cierta, que los
rojos, rosados y blancos deleitan al
paladar y que bien pueden considerarse los mejores del mundo. Su recuerdo queda
en el retrogusto y percibes los aromas y los matices con nitidez como nunca
antes los habías apreciado. Tienen detrás una cultura de siglos y una política
comercial arraigada desde el siglo XIX. En cada almuerzo y en cada cena
degustamos una copa en el mejor maridaje con el plato y con el presupuesto. Por
una militancia real en la cata, no visitamos la Cité du vin. Llegamos a
la construcción de vanguardia tras una largo paseo desde La Bourse por los remozados muelles de la
orilla izquierda, ignorando intencionadamente la oferta de restauración de las
grandes cadenas que se abren al río, con su uniformidad global y sus modos
homogéneos. El cansancio de la caminata hacía mella y el aire excesivamente
comercial de la cartelería del recinto nos hizo retroceder. Seguiríamos
practicando la militancia a pie de copa en cada yantar. Alguno de ellos
memorables como los bien cumplidos en Le petit commerce, una antigua
cantina de pescadores en una esquina de la Place du Parlament que ofrece el
mejor marisco, la cena en la refinada cocina de Chez Mémé hacia la parte
opuesta tras la misma plaza y en este recuerdo de brasseries, no puedo dejar de
nombrar el restaurante Croc-Loup en la Rue du Loup, en la que el placer
del buen comer alcanza cotas extremas con un completo menú de degustación
ofrecido con orgullo por la copropietaria del local.
Se
afirma en los textos publicitarios de La Cité du Vin que los volúmenes de la
obra intentan emular el movimiento del
vino cuando se mece en la copa para ser catado. Este que refiere, más bien vio
los volúmenes la bota de siete leguas. Quedan para el futuro la visita y el
recorrido por el moderno barrio de Bacalan y sus atracciones posmodernas. Ese
día preferimos volver las calles estrechas de Chartrons, el barrio más inglés
con una especial idiosincrasia dentro del trazado urbano bordelés. No bastan siete días para apreciar los brillos de la Perla de Aquitania.
En
el ecuador de la estancia, cuando ya has captado un poco del aire de la ciudad,
conviene alejarse un poco hasta sus alrededores para volver a ella con más
conciencia de tu modesta apropiación de visitante de tiempo limitado. Desde uno
de los lados de la explanada urbana más grande de Francia, con doce hectáreas,
la Place de Quinconces, ya paseada varias veces, recorrida de extremo a extremo
desde el Monumento a los Girondinos caídos bajo el Terror, hasta las columnas
encabezadas por Montaigne y Montesquieu en la zona este, partía el autobús de
la empresa La Gironde hasta Saint Emilion por Libourne. Pero los laterales
estaban en obras y ni en la oficina de turismo ni otro conductor de la misma
empresa nos indicaron con exactitud la ubicación de la parada provisional. La
desinformación nos costó salir con dos horas de retraso, pero la elasticidad
del tiempo del turista es una condición esencial y aceptas de buen grado las
inconveniencias. Hay rutas organizadas hasta el pueblecito pero preferimos la
línea regular que tarda más de una hora
en cubrir los 35 km porque te acerca a la realidad cotidiana de la zona. Salvo
una familia coreana de tres miembros que transportaban una enorme maleta vacía
para cargarla de botellas, los usuarios eran trabajadores y estudiantes. En la
ruta, tuve muy presente los párrafos de Sergio del Molino en su libro La
España vacía, enfrentando el desierto de nuestra Iberia interior a los
poblados campos europeos. Una realidad de poblaciones y urbanizaciones bien
conectadas en unos campos cultivados y cuidados que en este caso se van
salpicando de hermosos chateaux erigiéndose en los viñedos.
Aunque se afirma en algunas guías que Saint Emilion es el origen de la
producción vinícola, la comarca se incorporó a la marca bordeaux en la década
de 1950 porque hasta entonces se
consideró que sus vinos eran demasiado ásperos. En la actualidad es un buen
ejemplo de pueblo tematizado en torno al vino en un enclave medieval que se ha
conservado casi íntegramente, incluso en el estado de sus ruinas. Las
curiosidades históricas, los restos de la Torre Real, la cueva donde la leyenda
sitúa al fundador del monasterio germinal, la modestia de su descuidado
claustro, la beatífica expresión de idiocia de la estatua de Saint Emilion en
la colegiata o la iglesia monolítica excavada en la roca, son paradas de
tránsito hacia las empinadas callejuelas a las que se abren las tiendas de degustación y venta. Por su intrincado núcleo
urbano se desplazan todo el año masas de enoturistas ansiosos de catar las
excelencias de los vinos, embotellados a la vista del público en muchos casos.
Tampoco ese día faltaban a su cita. La visita merece la pena, aunque subí al
bus de vuelta con la sensación de haber pasado unas horas en un parque temático
muy bien trazado para la promoción del producto estrella.
La segunda salida de la ciudad la hicimos en domingo, en el tren de
cercanías, casi al completo de domingueros, hasta la Bahía de Arcachon, al
suroeste de Burdeos. De Arcachon hablan las guías como un enclave aristocrático
de la aristocracia europea de finales del XIX y primera mitad del siglo XX. En
sus distritos, denominados según las estaciones del año se levantan lujosas
mansiones novecentistas embozadas tras altos setos en un extenso pinar. Después
de un largo recorrido por el extenso bosque atlántico en el bus local, llegamos
a las cercanías de la gran Duna de Pilat, la más grande de Europa. La subida es
fácil porque en verano se instala una
escalera portátil por la que ascendimos sumados a la larga fila de visitantes
movidos todos por el deseo de disfrutar de las hermosas vistas al
Atlántico. El paisaje que espera en su
alto perfil de luna justificó el ser parte de aquella ociosa columna humana
dispuesta a disfrutar de “los bienes de la tierra antes de que se desmenucen
entre los dedos como su arena fina”, según dejara escrito Saint-Exupéry.
En
la tarde, de vuelta al puerto de Arcachon, con las retinas llenas de mar y con el
rugido del viento en los oídos, la tranquila playa de Arcachon, protegida por
una larga barra natural de los envites del océano abierto, con sus veraneantes
tumbados al tibio sol para ligar bronce en su piel blanca recordó cualquier
playa mediterránea. La vulgaridad de los bloques de apartamentos de la primera línea de playa, las atracciones
ruidosas, el tráfico apabullante de las calles periféricas, la búsqueda
desesperada de aparcamiento por conductores histéricos, claxonazos, altavoces a
tope en los coches y la fachada y anuncios del casino repintado con la paleta
más estridente con largas colas para la entrada, hicieron que me diera de bruces con la
realidad del turismo de sol y playa, aunque fuese una playa atlántica. La
población árabe y negra brillaba por su ausencia en la arena. Una lujosa cena
regada con un blanco seco de la comarca de “Entre deux mères”en el
citado Le petit commerce de la capital ayudó a elevar el ánimo tras el
domingo de duna y playa...
Pronto llegará la partida. La ciudad ha dejado de ser un nombre, un
conjunto de tópicos y algo desconocido. Sabes al menos que es una ciudad en la
que se lee con fruición y se bebe con moderación, en la que hay corrientes
culturales alternativas que pueden abrir salas de cine en una iglesia
desacralizada como es la sala Utopía de Saint-Simeon. Una ciudad en la que
abundan los bistros, las librerías, las brasseries, los restaurantes, los
comercios de marcas de lujo y las franquicias globales. Has aprendido el
sentido de una política municipal coherente con el sentido republicano de
servicio público. Has vivido la amplitud de las grandes avenidas de circulación
rodada y te has beneficiado como peatón de la eficacia de su línea de tranvías,
eje transformador del espacio urbano. Aún le quedan calles y fachadas por
restaurar pero has intuido que seguirán trabajando en esa dirección de
progreso. Una ciudad en la que la calle aneja al Grand Théatre se llama El
espíritu de las leyes y el obelisco del monumento a los Girondinos es coronado
por una estatua de la libertad con los eslabones rotos de una cadena en una
mano y un ramo de vid en la otra seguirá siendo una ciudad republicana.
Cuánta razón tenía el gran escritor romántico. Yo, que no sólo bebo agua
y que gusto de mirar a las jóvenes guapas, he quedado enamorado de esta ciudad
y de sus habitantes.
(1) La aventura
del pasajero barato
Si
quiere unas vacaciones con una impagable experiencia para recordar, no deje de
volar con una de las peores compañías que mueven a miles de viajeros en el ya
de por sí depauperado mercado del bajo coste. Por algo es la empresa madre del
vuelo de masas a precios relativamente bajos, la más rentable de su categoría,
la que más denuncias recibe de las asociaciones de consumidores, la fundada por
el irlandés Ryan en 1985 y que opera más de mil ochocientos vuelos diarios.
Llegará al aeropuerto (en nuestro caso el de
Bordeaux- Merignac) y no accederá a la
terminal como los demás pasajeros por las pasarelas o fingers, ni le
recogerán en las jardineras para dejarle a pie de la correa de equipajes. No,
desde la escalerilla de la nave pasará directamente a una zona acotada de la
pista para acceder arrastrando el reducido equipaje de mano a un extraño hangar
bajo las miradas displicentes de los empleados de tierra. Ha llegado una nueva
remesa de viajeros de bajo coste a la que hay que despachar con premura para
que dejen expedito el paso para el vuelo siguiente. No se concibe que alguien
haya pagado un desorbitado extra por una maleta que exceda las mínimas medidas
exigidas, viaje casi con lo puesto, ligerito de equipaje, que los Boeing 737
de la empresa no pueden disponer de más
espacio. No tiene usted la posibilidad de acudir al baño porque la cola avanza
en un espacio delimitado por las onerosas cintas de orden hacia los puestos de
control de documentación. Lo importante es pasar cuanto antes el trámite,
llegar a la ciudad. La perla de Aquitania le espera. La extrañeza por las
peculiaridades de esta terminal, con revestimiento de madera sin pulir y una
estructura de vigas de acero de lejana inspiración nórdica de cuyas paredes
cuelgan amplias fotografías de los edificios más emblemáticos de la ciudad y de
los paisajes de su entorno, parece que no va a dejar más huella que la de una
pobre impresión.
A
la vuelta se informará sobre las especiales características de ese edificio
nombrado como Billi, porque según dicen es una palabra fácil de pronunciar en
cualquier idioma. Este hangar para pasajes baratos fue construido con paneles
de policarbonato en 2006 para uso de la compañía irlandesa, con 5.200 m² y
costó 5,5 millones de euros. Supone que la empresa se ahorra un 30% en el coste
de las tasas al aeropuerto y opera con cuatro aviones a la vez con una media de
seiscientos pasajeros. Pero esos datos no dirían nada si no ha sufrido sus
condiciones.
Ha
desembarcado en el día más caluroso del verano con 37ºC y un alto índice de
humedad sobre una pista ardiente como si de un héroe de la aviación de hélice
se tratara. De la alta temperatura del exterior pasa a una climatización de
frío extremo, más adecuada para la conservación de alimentos perecederos que
para la humanidad de sangre caliente que por allí transita. Procuraba quedarse
con las imágenes que auguraban la belleza de la ciudad mientras que un
rutinario control de identidades le hace ver que los acuerdos de Shengen
respecto a la circulación de personas en la UE están en claro retroceso. En la
espera, el decorado del dichoso hangar para los viajeros baratos recuerda ahora
el decorado de una película anticomunista de tiempos de la guerra fría
construido con saldos de maderos suecos. Su estructura de vigas metálicas
parecen inspiradas en el peor constructivismo ruso como coerción para los
ciudadanos condenados a Siberia. Despojado ya de los anteojos del osado piloto
que rescató a la chica de la tribu de caníbales de una isla perdida del
Pacífico, se ve a sí mismo como un fugitivo surgido del frío del Gulag.
¿Cómo olvidar si no el acoso publicitario al que ha sido sometido
durante el vuelo? El discursito de la azafata de cabina para vender papeletas
en un sorteo con fines benéficos, destinado a una fundación relacionada con la
infancia necesitada y sus pequeños deseos incumplidos, apelando a la conciencia
solidaria de los apretados pasajeros. La posterior relación de perfumes de
marca con el correspondiente descuento, la oferta de chucherías varias...A
pesar de toda la fanfarria consumista en cabina, el piloto cumplió con
profesionalidad su función en el despegue y en el aterrizaje con banda sonora
triunfal incluida para compensar el bombardeo publicitario. La llegada se
cumplió con cinco minutos de adelanto sobre el horario previsto.
Cuando volvió al hall del
aeropuerto real para el vuelo de regreso aún no era consciente del
cambio operado por el virus inoculado en el billi una semana antes. El afán de
aventuras le había atrapado en sus garras. En el panel informativo el anuncio
de su vuelo no se adscribía a ninguna puerta de embarque. En la columna
correspondiente solo el enigmático billi. Como ha llegado con tiempo suficiente
departía tranquilamente con la compañera
de viaje mientras apuraba una baguette
de despedida y continua la espera en este no lugar, anodino y cómodo. Pero el
tiempo apremia y se dispone a guardar la cola de registro en la entrada más
concurrida. Te preparas para que una vez más salte la alarma al pasar por el
umbral detector, aunque no lleve nada sospechoso encima. Ahí, salta la
sorpresa. Al enseñar la tarjeta de embarque el guardia le mira con extrañeza y
le da a entender que no es allí, al fin aprende que billi es un edificio
exterior destinado a esa compañía. El virus se ha reactivado, las prisas para
llegar a la carrera hasta el segregado hangar hace subir la adrenalina. El
tiempo corre y la distancia que una hora antes parecía corta se alarga
inmisericorde. Sudoroso y agobiado topa con una larga cola de otros héroes de
los vuelos baratos agolpados en el reducido acceso. Un bebé histérico acompaña
la prisa colectiva con su llanto desaforado. No hay paneles de información y el
personal de la compañía solo repite que esa es la cola para Milán, para
Sevilla, para Barcelona... La densidad de la masa crece entre las cintas
distribuidoras y la hora señalada cae como una losa. Alguien comenta que para
su vuelo debe presentarse en el control ignorando la cola central. Aventura en
estado puro, salto de las cintas, equipajes agolpados, caras desencajadas,
conquistas del espacio ajeno, disimulados empujones. Vigilantes presionados por
las prisas que aún así tienen que revisar sus manos porque la alarma ha vuelto
a sonar a su paso. Tras la validación, le hacen esperar otro cuarto de hora
apretados en una antesala en la que la criatura histérica sigue entonando su
desesperación. Al fin le toca al grupo saltar a la pista con el ruido
ensordecedor de las turbinas de tres aeronaves próximas, su vuelo está al
partir. Para completar la hazaña discute con el azafato que con malos modos le
indica que no puede llevar la mochila bajo el asiento. Va junto a la puerta de
emergencia y las normas de seguridad así lo requieren, pero él no se lo ha
explicado. La parafernalia vendedora empieza. El avión ha despegado al fin. No
volverá a vivir la aventura del pasajero barato. La vergüenza ajena y el
tratamiento indigno tienen un límite. Seguirá siendo un hombre pobre pero nunca
más, se promete a sí mismo, será un pasajero barato.
Sevilla, 16 de
julio de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario