En tránsitos a Madeira
Un
desastrado taxista, de vientre prominente y pelo blanco grasiento nos
ha recogido en la zona de llegadas del aeropuerto Humberto Delgado de
Lisboa a las once de la noche del 25 de julio. Nos ha llamado a
gritos desde la acera contraria para que no confundiéramos el orden
de los servicios, casi me quita de las manos el talón del hospedaje
para localizar el hotel que nos ha adjudicado la TAP para descansar
unas horas, antes de volver a las seis de la mañana al mismo
aeropuerto para tomar el vuelo de regreso a Sevilla. Si el aspecto
del conductor es sospechoso, su conducción ha
sido temeraria. No se
ha colocado el cinturón de seguridad, ha empezado la marcha
manipulando y discutiendo con el GPS, no ha dejado de hablar consigo
mismo en un monólogo alucinado mientras cambia de carril sin aviso
de intermitentes, sortea con brusquedad a los demás automóviles
que a esas hora circulan con rapidez por las carreteras periféricas
de la capital lusa
hasta llegar a la recepción del hotel Corinthia, abarrotada por
varias colas de otros pasajeros ante los mostradores, también
desplazados por los desarreglos horarios de diferentes vuelos.
El taxista ha entrado
en tromba saltándose cualquier orden de espera y ha conseguido hacer
efectivo el importe estipulado por parte del hotel. Se ha despedido
amistosamente de mí con una manotazo en la espalda y ha salido raudo
a la caza de un nuevo cliente. A estas horas deberíamos estar
atendiendo a la cinta transportadora del aeropuerto de San Pablo de
Sevilla para recoger el equipaje. A estas horas, aquí estoy,
incrédulo y cansado, revivo
la mirada de terror
de Irena durante la
carrera, asida con
fuerza a la agarradera trasera del auto
verdinegro del taxista
enloquecido, miro
al cielo lisboeta desde la planta trece de un hotel impuesto en un
día más, añadido al viaje por deferencia de la compañía de
aviación comercial que como tantas,
son imprescindibles para mantener esta extraña actividad que ha
llegado a ser el turismo de masas.
¿Cuándo
empieza el
viaje? ¿Con la intención, con el deseo, con las expectativas
generadas en la elección
del destino? ¿Una vez cerrado el pago y dispuesto el equipaje?
Preguntas como estas me
hacía unos días antes, pensando ingenuamente desde una
óptica pasada. Me recreaba por puro asueto en los pecios genéticos
que aún perduren en el ADN de nuestra especie sobre los cientos de
miles de años de nomadismo y los escasos milenios
desde
la sedentarización. Algo quedará de las largas caminatas
prehistóricas que nos impulsa a cumplir con el desplazamiento
estacional, aunque sea sometido a unas reglas muy definidas, las
del mercado del ocio
proletarizado. Sí,
buscamos experiencias conformadas desde la gestión profesional,
goces medidos y tasados. Sí, formamos parte del circuito vacacional
masivo que en la segunda mitad del siglo XX tomó el relevo del gran
tour que los hijos de las clases burguesas europeas habían empezado
en la anterior centuria. Sí, somos elementos imprescindibles para el
funcionamiento de la economía global del presente. En el viaje
turístico la proyección de la felicidad encuentra su mejor
expresión porque
absorbe los rasgos más superficiales de la realidad y las encadena
en la virtualidad conectiva de las redes sociales.
¿Cuándo
empieza el viaje?
En
las horas previas he acudido a la consulta del médico de familia
para pertrecharme de los medicamentos preventivos ante un asunto
molesto de salud que pudiera condicionar mi estancia en la isla. La
edad te hace meter en la maleta productos que hasta
hace poco tiempo veías
innecesarios.
Por
una vez he pasado el control de embarque sin dificultad, no me
han obligado a abrir la ligera mochila ni he
tenido que someterme a ninguna humillación añadida al trámite, ya
enojoso en sí. La mañana de la partida ha amanecido con brumas
matinales, impropias de este tiempo,
que dejan una luz gris sobre la rampa de pista en la que esperamos
veinte minutos hasta que nos recoja la jardinera que nos acercará al
bimotor Santarém
de ochenta plazas, con
llegada prevista a
Lisboa a las once y cuarto. Las llanuras de la Campiña se desdibujan
pronto bajos las nubes persistentes. La temperatura en cabina es
excesivamente baja, pero la vista aérea del impresionante estuario
del Tejo te hace olvidar el repelús del vuelo. Poco más de dos
horas en la zona internacional y saldremos para Madeira. Ilusión
vana.
(13:55)
Accedemos
a la cabina del Airbús320 que debe despegar en diez minutos. Me
ha tocado al lado de la puerta de emergencia de acceso libre y sin
asiento delante, me prometía un cómodo vuelo...
(14:35)
Aún
en tierra. Las explicaciones que dan por megafonía no son
convincentes. Vagos problemas de tráfico aéreo...El
pasaje comienza a dar muestras de inquietud educadamente. Necesidad
de ir al baño, reparto de vasos de agua por parte de los auxiliares
de vuelo. El ambiente se ha ido caldeando, la temperatura ha subido.
Los miembros de una
numerosa familia anglolusa sentada detrás de nuestra fila van
perdiendo la compostura.
-Oh,
my God! Grita
la joven madre a la niñita que lleva un rato golpeando rítmicamente
el respaldo de mi
plaza.
-Open
the window! Requiere la cría con desesperación sin dejar su
baqueteo pedestre en el asiento delantero. La supuesta flema
británica está a punto de saltar por los aires en el sopapo que le
suelta la joven mamá.
Uno
no quiere ser mal educado ni llamar la atención a la aspirante a la
percusionista en ciernes.
No
es la primera vez que recibo un NO mayúsculo,
radical y rotundo como
el que me ha dado una azafata cuando le he preguntado si habla
español. Portugués o english ha
respondido como un resorte.
Estoy de acuerdo con la imagen negativa de los turistas españoles en
el país vecino, pero no todos respondemos a tal prejuicio. Culpas
históricas me lleven.
(15:00)
Se
ha cumplido la primera hora. Afortunadamente la amplitud del
habitáculo permite cierta comodidad en la postura. El ruido
permanente en la cabina funciona como una carga narcótica para el
adormecimiento del personal. El sistema de refrigeración deja de
funcionar. Las frecuentes visitas a los servicios colapsan el
pasillo.
(15:45)
Seguimos
en tierra. Parece ser que los referidos problemas de tráfico aéreo
impiden el despegue según nos ha explicado en español la única
azafata que habla el idioma. Todo el personal auxiliar pide a cada
pasajero que identifique sus bolsos de mano abriendo y cerrando una y
otra vez las portezuelas de los maleteros. Las maniobras de
distracción son cada vez más burdas. Algunos
pasajeros se han cambiado de asiento, pero no justifica esta
identificación gratuita. El
sistema de refrigeración solo funciona a ratos.
(16:00)
En
una comunicación breve y monótona, el comandante ha informado de
que a los problemas de tráfico aéreo se ha añadido un incendio en
la zona norte del aeropuerto y todos los vuelos han retrasado sus
operaciones. Continuamos a la espera…
(16:30)
Una
azafata ha hecho la pregunta tópica:
¿Hay
un médico a bordo?
Un
señor mayor con un bigote majestuoso y una camisa de cuadros de
leñador se ha levantado desde las filas delanteras con cara de
fastidio y le han indicado que se dirija a la cola de la cabina. Una
mujer se ha desmayado. La curiosidad añadida al estado de inquietud
generalizado hace subir la temperatura y empiezan a oírse todo tipo
de comentarios. Cinco pasajeros han discutido con la tripulación
mientras el doctor atiende a la enferma y han conseguido que les
dejen bajar. A continuación, por el mismo acceso un equipo médico
de urgencias del aeropuerto ha accedido a la nave. La atención al
incidente sirve de entretenimiento hasta que media hora más tarde
una ambulancia acude a recoger a la señora. El doctor viajero ha
vuelto indiferente al asiento junto a su esposa.
(17:30)
La
familia mixta lusobritánica no puede contener la desesperación de
las criaturas. Al menos la percusionista ha entrado en un ligero
sueño. Vuelves a sentirte una marioneta en el escenario de un
transporte colectivo destructor del medio y denigrante para el
individuo.
A
las seis de la tarde nos anuncian la suspensión del vuelo y nos
hacen dirigirnos hacia otra
puerta de embarque en
el que nos dicen que
darán explicaciones.
En el grupo de
pasajeros ya se han establecido algunos vínculos de familiaridad
tras las cuatro horas encerrados en un avión que no llegó a
despegar. La larga espera no había originado respuestas de mala
educación ni siquiera reivindicativas. Pero ante el mostrador, donde
dos auxiliares de la compañía se encargan de asignar nuevas salidas
en la misma tarde o adjudican los vales para pasar la noche en un
hotel lisboeta sin explicación alguna sobre los criterios empleados.
“¡Quítate
tú pa ponerme yo!”
Los intereses
individuales se han desatado. Empujones, presión, no se respeta
ninguna cola, quien estaba detrás ha pasado delante de ti a base de
codazos. ¿Qué haces en medio de un grupo que te empuja y
acosa con la insufrible indiferencia ante
el otro que tiene el
mismo derecho que tú a
viajar? Y supongo que
la mayoría lo hace por placer, ¿qué no podríamos hacer en un caso
de verdadera necesidad? ¿Qué nivel de presión se vivirá en la
estrechez de una patera? Preguntas que me producen un repentino
cansancio que va más allá del incumplimiento del plan previsto para
el día de la ida. Creo
que sopesaré de ahora en adelante las ventajas e inconvenientes de
viajar en avión.
Tres
años antes había
vivido la experiencia de recorrer a toda prisa la terminal 1 del
aeropuerto Humberto Delgado, siguiendo a un auxiliar de tierra de la
TAP para ser llevado en autobús hasta un hotel en el que pasar la
noche breve y volver al día siguiente muy temprano para coger un
vuelo al pospuesto destino. Entonces fue
a
Ponta Delgada en la isla de Sao Miguel. Ahora, deberíamos
coger el vuelo de las
7:30 con destino al aeropuerto de Funchal en la isla de Madeira.
Cierre de
ciclo de las visitas a
las Macaronesias
portuguesas y cierre de
ciclo de mis vuelos con transbordo.
Esta vez, la vivencia del
recorrido por las instalaciones aeroportuarias no tendrá
anotación jocosa. No
esperaba ver la estatua del Marqués de Pombal en este viaje, pero el
bus la ha rodeado para dejarnos en el hotel de la cadena Sana que nos
servirá de apeadero forzado y del que saldremos muy pronto, otra vez
más, para repetir el paseíllo por
los corredores zizagueantes de las cintas hasta
el control de seguridad. Las
consecuentes hojas de reclamación cumplimentadas. La vista desde el
aire de los azules del estuario del Tejo y sus puentes me
reconcilian brevemente con el vuelo por sí mismo. Será la penúltima
ocasión que pueda disfrutarlo. Deberíamos haber despertado en la
Isla de las flores pero hemos visto amanecer desde el no-lugar de la
sala de embarque. En la vivencia de un tiempo uniforme, en el
tránsito de dos espacios y en lo efímero de la oferta del viaje.
Desde las seis de la mañana se abren todas las tiendas, todas las
marcas de complementos y modas de pseudolujo exponen sus muestras,
bisutería y joyas asequibles, bebidas y recuerdos presentados por
dependientes de imagen trabajada como intermedio preciso para
favorecer el deseo hacia el innecesario objeto. La intensidad
monocorde de la luz
hace olvidar el ciclo natural del día y
de la noche. Los
pasajeros, meros portadores de su ansia
de tránsito quedan
absolutamente sometidos al
vaivén del no-lugar sin tiempo. Solo
los que malduermen sus esperas en cómodos sillones o en improvisados
descansaderos recuerdan a los recién llegados del exterior que las
categorías normalizadas de los acontecimientos pueden romperse en
cualquier momento. Aeropuerto. En la primera jornada había pasado
más de siete horas en un avión, cuatro de ellas inmovilizado en la
pista y más de ocho en dos aeropuertos. Solo habían quedado nueve
exentas del
sistema de transporte de masas más contaminante y sin duda, también
me había afectado a la percepción del mundo.
La
intensidad del aplauso de los pasajeros al comandante, investido casi
con la aureola de héroe, tras el aterrizaje en el aeropuerto de
Madeira, ha sido una muestra espontánea de agradecimiento y de
alivio por la
dificultad que la
operación encierra. Ha
girado 180º para encarar la única pista de no más de 1800 metros
que caracteriza al recién bautizado aeropuerto con el nombre de
Cristiano Ronaldo. Parece
que todos los pasajeros han leído sobre la requerida
experiencia de los pilotos para llegar hasta aquí. Nuevas leyendas
en viejos moldes. Una
vez pasado el denso manto de nubes bajas, los perfiles abruptos de
las Islas Desiertas y de Las Salvajes anunciaron la cercanía de la
isla de destino. Desde el NE, la visión desde la ventanilla de la
Ponta de Säo Lourenço con su extrema sequedad y
sus oscuros acantilados
puede llevar a engaño sobre la vegetación del resto del territorio.
Las empinadas laderas de las riberas sobre las que serpentean las
viviendas de Machico y Santa Cruz y
la proliferación de cultivos en terrazas por todas partes confirman
la falsa impresión de
la aridez del extremo
oriental.
Es
tan frustrante llegar un día después al destino que el hecho de
haber podido recoger la maleta facturada en origen sin dificultad te
resulta un gran alivio. El transporte contratado para el
transporte a Funchal no
ha aparecido: no pasa nada. Las
dependencias del recogido aeropuerto son manejables. Gestionas
un taxi, cuyo el
importe nos será
devuelto por la agencia
del operador. Has
llegado al fin. El hecho de que el taxista haya conducido hasta el
hotel como un niñato exhibicionista por
los túneles que anulan los saltos de los acantilados no
tiene importancia. El hecho de que en el hotel hayamos tenido que
esperar porque nuestra llegada ha sido más tardía no supone ningún
contratiempo. La pausada gestión del recepcionista es achacable al
ritmo lento de la insularidad según
los más trillados
tópicos. Y llegan las primeras impresiones del medio desde el hotel
encargado a Niemeyer en 1966. La impronta vanguardista de su planta
curvilínea, el
complemento de un edificio destinado a casino aunque concebido como
cine por el maestro brasileño,
su ubicación privilegiada junto al parque de Santa Catarina y a la
casa de la presidencia de la región abren
perspectivas a una estadía agradable.
Pertenece a una de las
empresas
significativas del
oligopolio hostelero de esta
ciudad que en principio solo llama la atención por la acumulación
de edificios mastondónticos de grandes cadenas hoteleras. Desde la
terraza de nuestra habitación el panorama no es muy alentador.
Balconadas de otros hoteles y apartamentos sobrepuestos, hacia la
derecha se atisba la montaña, hacia la izquierda asoma
una esquina del
Atlántico. Afortunadamente,
la profusa vegetación compone diversos verdes que ayudan a digerir
el paisaje hosterizado de la capital madeirense.
Hay
que regular la descompensación horaria del retraso y salimos hacia
el casco antiguo para cumplir con el primer almuerzo
isleño. Entramos al
restaurante O
lampiäo, a
la espalda de la catedral porque solo había fuchalenses. Pruebas el
bollo do caco tradicional, las lapas típicas o el pez de espada con
banana que hacen
olvidar los agobios del trayecto. Después de una imprescindible
siesta, salimos para
pasear hacia la zona este
por la avenida do
Almirante y la Estrada Monumental con la intención de recorrer la
línea de costa urbana y de
acercarnos a las calas
incrustadas en
los acantilados. Frustración primera, los pasos a la costa son
inaccesibles al público. Los atractivos paisajísticos de esta isla,
publicitada como la mejor del mundo en no pocos folletos y campañas
de promoción,
las bondades de su clima subtropical y la estabilidad política
actual del país al que pertenece desde hace seiscientos años han
convertido el territorio urbano de Funchal en un claro ejemplo
de los efectos de un urbanismo especulador, sujeto a las leyes del
mercado del turismo
global y
alejado del interés público. Las grandes edificaciones de las
cadenas hoteleras, Pestana, Savoy, Carlson, Lydo… flanquean con su
apabullantes moles las
estrechas aceras de la
línea cercana a la costa,
entre bloques recientes de apartamentos levantados sin mesura y una
pobre oferta de restaurantes con afán internacional unos o con
atributos regionales otros. Si
no fuese suficiente con la aglomeración de la oferta al turista, en
las rúas perpendiculares que desembocan a esa desdichada avenida se
erigen horrorosos edificios pastiches que pretenden ser villas con
encanto enfocadas hacia la hostelería y a la restauración, con
nombres pomposos y cartas caducas respecto a los modos culinarios del
presente. El tráfico de utilitarios con muchos años de rodaje, de
los ruidosos buses del transporte público, de las innumerables
furgonetas dedicadas a la realización de tours por la isla, con
breves paradas en los rincones más atractivos para
cumplir con las fotos de rigor, que no dejan de ser los únicos
vehículos renovados del parque insular y una común conducción
temeraria por parte de todos, constituyó con sus notas discordantes
la banda sonora del difícil paseo a pie hasta el extremo oeste de la
capital. Solo al acercase a la zona antigua vuelven los peatones a
las aceras, parejas uniformadas de turistas mayores que caminan
lentamente para dirigirse a la cena en los locales típicos del
barrio de pescadores. Si acaso, grupos familiares de edad media, la
mayoría alemanes, con hijos niños o adolescentes aportan alguna
variedad cronológica al geronturismo mayoritario
en el que tendré ocasión de sumergirme durante la estancia. Una
jornada deslavazada y larga para
este geronturista
que no cumplirá ya
sesenta y al que ahora
asedia el sueño
pronto.
La
primera excursión, el tour del este- nordeste,
nos la ofreció
a poco de llegar la
misma empresa que no estuvo
en el aeropuerto.
Un joven venezolano de
padre madeirense, ejemplo de la segunda generación
de inmigrantes de
vuelta a la isla, se
encargó de
convencernos para contratar
el paquete de varios
recorridos.
No será el único venezolano con el que tratemos en este viaje.
Camareras de hotel, encargados de cafeterías, trabajadores de
mantenimiento o residentes haciendo rutas por las levadas, todos de
orígenes isleños y satisfechos de haber recalado en la tierra de
los ancestros ante el desastre que
vive Venezuela. Supongo que la integración de la comunidad
venezolana en Madeira
será positiva y
ayudará a desmontar
estereotipos
respecto a lo hispano. Así
que, superando los propios prejuicios contra las excursiones
dirigidas, en la primera mañana funchalense, hemos
subido a un vehículo
monovolumen de diez plazas, conducido por Manoel Santana, junto a dos
parejas más. Una de Granada, de mediana edad, cuya
primera expresión es de alegría por ser todos españoles (me
da mala espina su contento por
la homogeneidad patriótica),
y otra de Tenerife, también mayores de sesenta que
se acribillarán a selfies a los largo del día.
Lo reducido del grupo
obliga a compartir la jornada viajera. Poco a poco el guía va
comentando detalles de interés, anécdotas curiosas o
nimias de la ruta y
expresando algunas opiniones comunes sobre la política y los
políticos que no viene al caso.
La primera parada la hacemos en el Miradouro de Francisco Alvares
Nóbrega, poeta local
conocido como el Camoes Pequenho. Un
pilar central de bronce con un
soneto del autor de
loa a su patria chica es
el motivo para apreciar
desde allí el conjunto urbano de Machico, la primera capital de la
isla. Me enteraré más
tarde que fue perseguido por la Inquisición y que se suicidó joven.
Similar final al de Antero de Quental, poeta insigne de Sao Miguel,
la principal isla de Las Azores. Curiosos
meandros de la literatura y la muerte en las islas macaronesias.
Cercana a los treinta mil habitantes, Machico conserva un aire
recoleto y villas
señoriales entre “La refriega de los altos acantilados.”Mas no
hay tiempo para recrearse en las vistas, se supone que el grupo de
excursionistas ha cumplido con el rito de las fotografías y hay que
continuar la ruta. Siguiendo la costa sureste llegamos a una paisaje
desolado y seco. La Ponta
de Säo Lourenço,
un cabo de acantilados abruptos y tierras rojizas azotado por los
vientos en la mañana
fresca en la que hacemos la segunda y breve parada.
Más fotos y más
grupos de excursionistas repitiendo las mismas conductas. Mirar,
fotografiar y fotografiarse.
Hasta
Porto da Cruz por
antiguas carreteras estrechas en un brusco cambio de paisaje. Después
de las laderas áridas del cabo oriental,
fue impactante
la inmersión casi sin
transición gradual en
la densa vegetación
subtropical. Las
servicias del viaje organizado se imponen. El guía aparca en un
antigua planta de
transformación de caña
de azúcar, Ingenho
do Norte,
recuperada
y puesta
en funcionamiento por iniciativa privada como bien se encarga de
repetir Manoel. La exposición para el turismo es el primer objetivo
y el especial ron insular
970
allí fabricado, el
objeto del deseo. Aneja al ingenio, la tienda para la degustación en
escasísima muestra, las galletitas de miel y diferentes pruebas de
la bebida fuerte insular, la poncha, aguardiente con limón, naranja
o maracuyá, a dos euros la copa. Un lingotazo seco a las once de la
mañana gris para buscar otras luces al día y un paseo breve por la
playa de piedras negras amparada bajo la Penha
de Águila, enorme
roca que resisitió la erosión y alcanza quinientos ochenta metros
sobre el nivel del mar. El
océano
sigue en
un tono
oscuro
a pesar de la falsa luminosidad de la poncha y
de la espuma de las olas sobre las que chapotean jóvenes aprendices
de una escuela de surf, embutidos en neopreno entre risas y
zambullidas. Santana,
localidad
costera, de
calles limpias y profusión de orquídeas en los parterres,
popularizada para el turismo porque
conserva numerosas
muestras de casas tradicionales madeirenses, la
mayor parte reconstruidas, con
cubiertas a dos aguas hasta el suelo y estructura de madera, fue la
parada para
el almuerzo. Al
no haberlo contratado con la empresa tuvimos oportunidad de degustar
la mejor espetada, el plato típico a base de carne de vaca a la
plancha en pincho de laurel y abundante guarnición con legumbres,
ensalada y patatas dulces o batatas en la plaza del pueblo. Se
celebraba un festival gastronómico regional y tal
evento nos
vino a pedir
de boca. En
la caseta de La
Casa da Chá de
Faial cumplimos golosamente con el empeño de conocer la cocina
tradional. De
vuelta al monovolumen, el resto del grupo formaba ya un compacto
bloque de amistades recién nacidas al calor de la jornada
viajera. Y
Faial, el pueblo de origen de nuestro buen yantar, fue el eslabón de
la ruta por
Ribeiro Frío hasta
el Pico de Areeiro en la dorsal central, el segundo en altura de la
isla, donde
el bosque desaparece y desde los escasos prados se puede apreciar su
especial conjunción geológica y entender la belleza de este
macizo volcánico.
Una última parada en Poiso dentro del Parque Ecológico de Funchal
nos permitió caminar durante media hora por uno de los ansiados
senderos paralelos a las levadas, esas nombradas acequias cuya red de
tres mil kilómetros recorren la isla de norte a sur. Tendríamos
ocasión de hacer una ruta a pie por ellas, teníamos que conocer más
de
esta obra de ingeniería y tozudez.
La presión del grupo impera y el tiempo del paseo ha pasado pronto.
Hay que volver al punto de partida, se acaba pronto el recreo. -
¡Niños
a
clase! Aún
con la belleza de las
cumbres sobre las nubes bajas en
la retina, me
doy de
bruces
con la realidad más triste en la vuelta Funchal. Han pasado tres
años del gran incendio que trastornó el delicado equilibrio del
bosque de laurisilva de
la mitad sur de la isla y
solo matorral cubre
las laderas pardas
de
las ribeiras.
Cuando
redacto estas notas, aún quedan rescoldos de un gran incendio en la
isla de Gran Canarias y las noticias que llegan del desastre
agrogenocida de la Amazonia apabullan por su extensión e
intencionalidad. A
las cinco, cumplida la ruta prevista, nos devolvieron al hotel.
Paseamos
en la tarde por la marina de Funchal en un intento de captar el aire
portuario
de los límites de
la
ciudad levantada en campos de hinojos. Las
lagartijas abundan
por los muelles, las aceras
y los parques.
Con
la contratación de la ruta del oeste-noroeste completaríamos a
grandes rasgos una visión del territorio insular.
Otro
monovolumen, otro guía que se presenta como Rafael aunque “los
amigos me llaman Bardem por parecerme al actor español,” comenta
al grupo de ocho excursionistas del día con una sonrisa de boca
desdentada y modales cuidados para las edades a las que se dirige en
su comunicación bilingüe. Esta vez vamos al 50% entre británicos
octogenarios y sexagenarios españoles, geronturismo a tope para ser
llevados con cariño en
la conducción y
en la comunicación profesional.
A
las diez hemos hecho la primera parada de media hora para pasear por
Ribeira Brava. Una población tranquila en la mañana de domingo con
ceremonia religiosa solemne en su iglesia, con numerosas plantas en
la nave central y curiosa fachada asimétrica en tres cuerpos. La
factura de su retablo barroquizante es de una factura más sobria que
los del continente ye incluso menos cargante que los de las Azores.
Los ritos de la liturgia llegan hasta la plaza desde la que la siguen
un buen grupo de feligreses y algunos turistas que no han conseguido
acceder al interior. La religiosidad de los isleños es patente, la
presencia de tipos humanos marginales también. Aquí se constata el
aprovechamiento total de las tierras en bancales o poios
para el cultivo de plataneras, batatas y cualquier otra legumbre. Las
terrazas se despeñan por las laderas del alto valle y cierran las
rúas transversales al río, en la actualidad con un caudal escaso.
Un modesto mercado de frutas, legumbres y especias, abierto al
público a pesar de la festividad, ofrecía
su
modesta oferta a la corta clientela local. Seguimos
bordeando la costa sur, dejando la Ponta
do Sol,
así llamada porque una roca aislada en el océano no deja de
recibir sus rayos a lo largo del día. Curiosidades nimias,
información local sin trascendencia para conformar la pequeña
historia del día.
En
Madalena do
Mar
nos desviamos hacia el interior para la única meseta madeirense
conocida como Paúl
da Serra
a 1500 metros. Antes
hemos paseado por los estrechos carriles de las extensas plantaciones
de plátanos que caracterizan la localidad costera.
Con
los datos aportados por el guía y por la pareja tinerfeña con la
que hemos vuelto a coincidir en esta ruta por el oeste, he aprendido
toda una lección vívida sobre cultivos subtropicales. Del sistema
de cosecha de las plataneras, del régimen de propiedad, de las
señales para aprovechar el único racimo anual de cada planta, de su
rápido crecimiento, de las cualidades del fruto según la ubicación
del cultivo, de los sabores según el moteado de la piel y del
tamaño...Y
ya lanzados en
la comunicación de sus conocimientos,
sabiéndose escuchados con atención, los tinerfeños se extienden en
la información sobre la condición de planta silvestre del ñame y
su manera de cocinarlo en Canarias para la cena de Nochebuena, sobre
las clases de papayas y sus combinaciones gastronómicas. Placeres
modestos de
aprendizajes de modos culturales que también ofrece el turismo de
masas.
En
la condición del geronturista prima más la vista y la escucha que
la experiencia física. Cuando nos desplazamos por los altos llanos
de Paúl da Serra, nos ha adelantado un jeep de supuesto safari en
cuya trasera brincan imprudentemente varios jóvenes turistas. Otras
alternativas de consumo según las edades. Las
pocas vacas libres de la isla pastan en estos prados.
En
el café de Rabaçal,
anexo
al único establecimiento hostelero de este mínimo altiplano, se
encarga de las brasas un venezolano más de segunda generación, que
a poco de ser inquirido por su situación, manifiesta con crudeza la
rabia por su país y su contento por haber sido acogido en la tierra
paterna por el propietario, también venezolano, como bien demuestran
dos enormes banderas prendidas en la techumbre. la portuguesa y la
tricolor de las ocho estrellas. - Aquí soy libre, aquí me siento
seguro y tranquilo y duermo con la ventana abierta. ¿Saben quien es
una de las grandes fortunas del mundo? La hija de Chávez.- Afirma
con la arrogante mirada del despecho. Después
se vuelve para
la preparación
de la plancha.
Porto
Moniz,
en el extremo noroeste, al
que descendemos después de la parada de rigor en el miradouro
para las obligadas fotos, es
un
ejemplo plástico de urbanismo integrador entre la montaña y el
océano. La diversidad de los azules, el perfil rotundo del islote
de Moles, el
impacto de las olas contra la barrera de rocas volcánicas
que cierran
sus piscinas naturales, dispuestas para el recreo y el baño público
ofrecían ese mediodía una estampa perdurable. Allí biencomimos en
el restaurante “Orcas” en un amplísimo salón volcado sobre las
cercadas aguas de las ingeniosas piscinas enrocadas. La vuelta fue
por
la Ribeira da
Janela,
en la que no faltó la explicación precisa sobre la ventana del
roquedo aislado que nomina esa zona por parte del guía y alguna
parada más para disfrutar de las cascadas que bajan de los numerosos
veneros de la zona norte hasta Encumeada,
la
divisoria de aguas de este-oeste donde la laurisilva alcanza
maravillosas densidades y donde el atento conductor recomendó al
grupo con anunciada imparcialidad que hiciese las compras de
recuerdos por ser el lugar más barato. Preferí disfrutar del
desborde de agapantos de las cunetas y de los densos olores del
bosque. Por la Serra
de Água retornamos
desde el norte del
valle de Ribeira Brava hasta
Cabo Giräo,
desde
cuya plataforma de suelo transparente a más de quinientos metros se
puede ver la playa conocida como Faja dos padres y no deja de ser
otro foco más de atracción de vistas de los altos acantilados. Con
toda la delicadeza, el conductor ayudó a bajar del vehículo a los
octogenarios británicos, un tanto ajados por la excursión rodada y
los acompañó hasta el hall de su hotel. Gesto respetuoso que honró
al Bardem de Funchal.
Una
vez vistas las tierras del este y del oeste de la isla desde el
habitáculo de un vehículo, las ganas de patear algún sendero se
acentúan. El arriero también ha de bajar a sentir la tierra bajo
sus pies, dejar el pescante del carro, apostar por el camino en
silencios, intentar
al menos la conexión pedestre con el paisaje de origen volcánico
bajo
la densidad de sus bosques. La inmersión en la laurisilva ha de ser
también guiada. Es casi imposible hacer una ruta por tu cuenta y
bien se advierte en los folletos publicitarios. Diferentes
alternativas
y
precios para cualquier necesidad. La
ruta desde el Parque de Queimadas hasta el Caldeiräo Verde fue la
que contratamos con otra empresa desde el mismo hotel.
Esta
vez la composición mayoritaria del grupo de senderistas era alemana.
Nueve germanos, una pareja madura y dos familias con hijos
adolescentes, una profesora universitaria de geografía de Madrid y
una joven venezolana completamos el grupo dirigido por Cidonio,
profesor de de
Educación Física, buen conocedor y mejor comunicador. Seis horas
entre la ida y la vuelta, tras aprovisionarnos de agua y de un bolo
de miel, pastel típico a base de frutos secos en un supermercado de
la multinacional Continente en el pueblo ya conocido de Santana. La
subida no es difícil aunque el sendero paralelo a la acequia o
levada es angosto en ocasiones y hay
que atravesar algunos túneles
excavados en la roca, de piso húmedo y salientes peligrosos en las
paredes si no se presta atención. Hasta tres mil kilómetros
constituyen esta red de levadas construidas para llevar el agua desde
la
vertiente norte a
la
vertiente
sur desde el siglo XVII
hasta mediados del siglo XX. El sistema de riego es alternante y
regulado manualmente por los levadeiros o atandadores. Fue bajo el
salazarismo cuando la red se hizo pública en su totalidad. En la
actualidad, se integran a la perfección en la oferta
para el turismo paseante. A lo largo del recorrido, las vistas hacia
la ribeira de Santana
y
las hondas quebradas cubiertas del denso bosque de laureles ofrecen
un regalo visual y aromático a los excursionistas, siempre que se
atienda a la vez a lo resbaladizo del suelo y a las raíces a flor de
superficie de las zonas más anchas de la vereda. La altura de
determinados tramos muy estrechos sobre el vacío no la hacen apto
para muy mayores ni para personas con vértigo. El afán de la joven
venezolana
de inmortalizar vanamente todas sus expresiones
en la cámara del
móvil, llegó
a bloquear en ocasiones el caminar, interrumpiendo el
disfrute pausado que esta naturaleza requiere. El
caminar junto a los alemanes me confirma en la belleza de su idioma y
en la predisposición casi mística hacia el bosque que estas
familias de latitudes más frías demuestran. Al
hilo de la corta experiencia como senderista guíado,
me han informado de la importancia para la conservación del medio
que tiene la pomba
trocaz
o paloma torcaz,
ave
endémica de Madeira y he
identificado el alegre
canto del pinzón
o tentilhoes
como
es conocido aquí, pajarillo de vivos colores que se acerca sin miedo
para aprovechar las migajas dejadas por los visitantes. La
fuerza de la cascada que se despeña sobre el antiguo cráter del
Caldeiräo Verde en una laguna helada fue una meta agradable en la
ascensión, aunque te quedas con ganas de continuar en los senderos.
Solo el ruido de la perorata interminable de la profesora de
geografía con el guía supuso una nota discordante en la vuelta,
cuando estás hecho a la caminata y te dejas ir en los pasos
regulados y rítmicos del grupo que va integrándose con los sonidos
del bosque. Pretendo empaparme de esta orografía transformada a
lo largo de quinientos
años por el ser humano constructor, explotador de sus semejantes,
destructor, inteligente, vil, cruel, tenaz
en sus empeños, capaz
de
tamaño esfuerzo y que hoy me permite el disfrute como caminante,
aunque las divagaciones verborreicas sobre los grados universitarios
de la referida docente no dejen
de percutir con su ruido en la inmersión. La jornada senderista tuvo
un broche culinario con una deliciosa cena en el restaurante Londres,
recomendado por el primero de los guías, que dio de pleno en la
diana de la
buena cocina tradicional.
En
el antigua barrio de pescadores de Funchal, casas bajas y calles
estrechas, de puertas decoradas con imágenes residuales del
poshipismo, conviven las presiones carta en mano de los camareros a
la masa de turistas para que ocupen los acosados veladores con las
miradas turbias de los náufragos de adicciones varias, en un
desagradable revoltijo de insistentes reclamos de los hosteleros,
con las insistentes fotos a las puertas decrépitas redecoradas en
tristes tonos naif, figuras de piratas y sirenas para obviar las
ruinosas
viviendas e ignorar la oscura presencia de algunos grupitos de
marginados agazapados en sus miserias. Para agravar la sensación del
fracaso social, los guías turísticos advierten a sus seguidores
antes de entrar al Mercado
dos lavradores
de los posibles hurtos que pueden sufrir durante el recorrido por el
edificio
modernista proyectado por Edmundo Tavares en la década de los
cuarenta. Poco antes he disfrutado de la visita sin notar tensión
alguna en la clientela habitual. Pero este pobre rito de la levedad
del turismo de masa requiere un poco de suspense y de la mirada
desconfiada de unos a otros para dotar de singularidad a la anodina
experiencia de mirar sin comprender, para asomarse a las realidades
ajenas a través de los propios prejuicios. La exótica oferta de las
fruterías con una panoplia extensa de colores y sabores
desconocidos, de incógnitas flores endémicas y la riqueza de las
plantas aromáticas y especias compensan la vulgar exhibición de
objetos de corcho en las tiendas de souvenirs que compiten con las de
la alimentación diaria. Como si del corcho se hubiese encontrado una
feliz réplica en un material parecido capaz de nutrir todas las
nuevas tiendas de recuerdos de Europa. Es imposible este crecimiento
exponencial de la producción de los alcornocales mediterráneos.
Sentado
en un banco delantero de la Seo, más conocida por la torre del reloj
que por su calidad artística, procuro apreciar la feliz resolución
de la bóveda que acoge el altar y la sobriedad en el retablo. Pero a
pesar de mi buena disposición estética, la infantilización de las
tallas que lo completan me llevan a por
otros derroteros. La presencia de locales de mediana edad de ambos
sexos en una mañana de un día laborable es significativa. Allí
quedan los fieles, unos,
arrodillados en
profundo silencio, otras,
entregadas
al bisbiseo de las plegarias en los labios, con miradas petitorias
ante los santos pobrecitos. De
la soledad del templo y
tras el deleite de un café cortado en la terraza circular de la
cafetería Penha
dé Aguia,
pasamos
al
ajetreo comercial de la parte antigua
cruzando
el puente de la Ribeira
de Santa Luzia
para pasear por la Rúa
da Alfándega
el
eje más tradicional de esta ciudad que escala hacia los montes y se
expandió desde la rada aprovechando dos ribeiras. Bastan
dos días para entender su trazado y la función de avituallamiento
de las flotas españolas y portuguesas en sus largos periplos. Parece
ser que la isla mantuvo su importancias estratégica hasta principios
del siglo XX y que la emigración masiva caracterizó a sus población
hasta la década de los sesenta, cuando el turismo de lujo
especialmente británico comienza a hacerla destino vacacional. En
el presente, “The best island on the wordl” como refiere el
penúltimo eslogan, no puede entenderse sin la presencia masiva del
geronturismo al que se intenta añadir el de aventuras y naturaleza.
Me
pregunto cuánto tiempo podrá mantenerse esta presión turística
sobre un medio natural tan delicado. En el caso de Funchal, su
población de 112.000
habitantes cuenta con más
de 30.000 plazas hoteleras, un
26%
de población flotante. Mas
de un millón trescientos mil visitas tuvo la isla el pasado año.
Para
preguntarse
una vez más sobre
las consecuencias del hecho turístico masivo en un territorio tan
reducido.
Vuelvo
a las búsquedas estéticas, imbuido en la leve banalidad del turista
en ejercicio.
No
encuentro ningún rasgo diferente en la arquitectura popular de las
demás islas macaronesias.
Quizás el uso del granito negro en los dinteles de los portales y en
las jambas de las ventanas sobre las fachadas blancas, poco más. La
segunda visita fue a la Igreja
do Carmo.
Para
no quedar alejado del sentido devocional de los madeirenses,
completamos las cuentas del rosario visitante
subiendo hasta la iglesia matriz de la capital, la ermita de Nossa
Senhora do Monte, según
la información de último guía de
un corto circuito regalado dentro del
paquete de los tours del este y del oeste. Dispusimos
de una hora para visitar a la santinha
de la devoción popular en su sede. La
talla de la Señora del Monte es tan pequeña que se guarda en el
sagrario de un decadente altar reformado en la onda de un pomposo
manierismo del XIX, flanqueado por una espantosa talla de la Virgen
de Fátima con los tres pastorcitos del milagro elegidos de alguna
juguetería de muñecos de terror de las posguerras del siglo pasado.
En tan abigarrado espacio de culto, la guinda al pastel la pone una
capilla lateral con el catafalco de Carlos I, el último titular
nominal
del imperio austrohúngaro
que
a la sazón murió allí en 1922. Posteriormente en 2004 fue
beatificado por sus esfuerzos por evitar la Primera Gran Guerra. Allí
yacen los restos del supuesto pacifista rodeado de estandartes
imperiales y a los pies de una talla de un Cristo cuyo barniz da
uniformidad a la madera del cuerpo, del madero y de las potencias.
Alucinada visión de un dios fusionado en la materia de su tormento.
Parece
que la relación de Madeira con los miembros de la casa de los
Austria es alargada, pues también
la
casquivana Isabel de Austria pasó dos temporadas en la isla. Nunca
falta un ramillete de flores silvestres
en la cursi estatua que la recuerda en los jardines del hotel,
inspirada claro
está, en
la Sissi inmortalizada
por Romy Schneider, siempre
fresca y joven.
En
el mismo circuito regalado hicimos paradas
en
dos miradores periféricos de la capital, uno
de
ellos, el
de la estatua
de Cristo Rey, en
la Ponta do
Garajau,
una
ostentosa mole levantada
en 1927,
cuyo
mayor mérito es ser anterior
al de Río, según
decía en tono cansino el guía-conductor mientras cuesteaba por las
lujosa urbanización playera de Garajau.
A
su playa solo se puede acceder en barco o por teleférico.
En
la actualidad, el Monte es la freguesia
de recreo
y
el
punto
de atracción turística
más conocido
de Funchal, la
meta del vistoso funicular que recorre más de tres kilómetros y
permite apreciar el trazado urbano y
el aprovechamiento de cualquier porción del terreno para el cultivo
en terrazas
desde más de quinientos metros. En
su entorno
se ubica el
Jardín Tropical y
los Jardines públicos en la falda de la ermita. También es el punto
de enlace con
otro teleférico
sobre
una ribeira paralela para
llegar al interesante Jardín
Botánico. Más
de cinco hectáreas sobre la falda de una ladera que fue propiedad de
la familia Reid´s hasta 1936. En la antigua Quinta
do bom sucesso,
más de tres mil especies de todo el mundo y unas magníficas vistas
de Funchal paseamos al día siguiente. En
el Monte exhiben su pericia los cesteiros. Encargados
de conducir los cestos tradicionales para vertiginosas bajadas de
recreo
turístico por
las empinadas calles de la
localidad.
Presencié
la agresión de uno
de los más jóvenes a
un compañero mayor ante la indiferencia de los demás, con tal
violencia que creí que bromeaban. Gondoleros de las pendientes,
vestidos
de blanco, con canotiers y zapatones recauchutados al
servicio del riesgo controlado para el recreo de los visitantes. Los
cestos vuelven al punto de partida en una camioneta y los cesteiros
en microbús. Pobres
oficios adaptados
a
la industria del ocio.
Aprovechamos
la penúltima
mañana en Funchal para visitar el museo de titularidad municipal
dedicado a los hermanos Henrique y Francisco Franco, creadores
plásticos de principios del siglo XX en el que se exponen buena
parte de su obra. Me llegó la tristeza de los retratos femeninos de
Henrique y su factura en el límite de la figuración frente a la
tradición. De Francisco, el escultor, el trabajo entre planos y
volúmenes y la fuerza de algún busto supera
a las estatuas patrioteras de encargo, según muestran
sus
proyectos. Éramos los únicos visitantes de unas salas cuidadas
aunque no espaciosas. Al parecer, no es un objetivo elegido por el
turismo de circuitos, a pesar de la gratuidad del acceso y de la
calidad de la producción de estos hermanos Franco.
Debía
ser el último día del viaje y después de una noche de mal dormir y
de un desayuno frugal para evitar la pesadez de los excesos en el
luminoso salón del hotel, vives las horas previas a la partida con
adornos de nostalgia por lo mejor de lo vivido y aferrado a esos
momentos que sepultarán las malas experiencias en cuanto el tiempo
cumpla su poda de los recuerdos desagradables. Momentos para asumir
el final de tu tiempo de geronturista, objeto final de una industria
cuyo nivel de resultados son más simbólicos que materiales: hacer
sentir al objeto-sujeto de decisiones previstas al consumir la
experiencia ya definida con antelación. Última mañana en Funchal,
al fresquito de una alta canhoneira
en los cuidadísimos jardines de la Marina. Un imponente crucero, el
“Aurora,” acaba de atracar en el puerto. Miles de turistas se
dirigen prestos hacia las callejuelas del barrio de pescadores para
el almuerzo típico. La
maquinaria continua a pleno rendimiento.
Con
el debido tiempo llegamos al aeropuerto para el vuelo de vuelta. A
las 17:50 estaba previsto el embarque para despegar a las 18:35. A
las 18:10 se suprime el dato del tablero de información y se anuncia
por megafonía que el embarque será a las 19:10. Empiezas a vivir
con descreimiento y desesperación por lo repetido, el tiempo de
espera. A las 19:20 vuelve a desaparecer el dato del tablero. Nadie
de la empresa da explicación alguna. Al fin, una hora después
estamos dentro del avión. El comandante cuenta la causa del retraso:
un pájaro se ha introducido en la turbina del avión al despegar de
Lisboa y ha habido que sustituir el aparato. Me pregunto si no hay
halcones en todos los aeropuertos del mundo. Con
toda seguridad pernoctaremos obligadamente en Lisboa. Al menos el
despegue ha tenido la emoción de los primeros vuelos. Ante la
incómoda noche a la vista aceptas con resignación la cena en el
aire. Desperdicio de envases y de papel, porción mínima de queso,
cinco galletitas saladas y el wrap o fajita de salmón ahumado
acompañado por un té negro como el ánimo con el que enfrentas el
obligado hospedaje lisboeta. Ha llegado el momento para ti de dejar
de montar en avión, al menos de rechazar los vuelos en tránsito.
Como se deja de fumar por motivos de salud, como se deja de conducir
para no contribuir más a la destrucción del planeta. Dejar de volar
para no sentirte humillado
y manipulado como una marioneta.
Sevilla,
30 de agosto de 2019
Hola amigo, precioso relato,expresando con una velada sonrisa el ritmo de tus vivencias y una descripción mágica de los lugares en los cuales has sabido encontrar algo de paz en tu espíritu, en tu vivaz ojo siempre certero de la realidad actual. La globalización da paso a la posiblidad de disfrute, pero también a la banalización de la condición humana, más preocupada, hoy por hoy, por querer ""estar que por ser"". He observado un nítido cambio de registro, una leve sonrisa entre los susurros de tus palabras, transmitiendo que el camino que persigues está encontrando la ansiada serenidad para disfrutar de cada paso, por que eres de los que "miran, comprendiendo..". Una gran experiencia y reflejo de lo vivido, con una gran definición de cuanto nos rodea. Enhorabuena amigo.
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