sábado, 9 de marzo de 2019

Sub nebula emeritae




     El puente de Lusitania fue una flecha en la niebla, opaca en su blancura opresiva en ese mañana de diciembre. Mañana serena en autobús de línea desde la estación de Plaza de Armas de Sevilla, en la ribera izquierda del Guadalquivir hasta la Emérita Augusta, levantada entre  la afluencia del Albarregas y el meandro del Guadiana. La capital política de la comunidad extremeña, sede de la Junta autonómica, no tiene más atractivo que la magnificencia de su pasado. La civilización que asentó la solemnidad de un espacio proyectado hacia el futuro se enaltece con el paso del tiempo  frente al presente de una temporalidad sin raíces, móvil y vacua. En El clavo ardiendo  recuperamos el calor perdido en la travesía de la niebla que persistiría durante toda la jornada. Desde aquel bareto con ansias de antro roquero y adornos de guirnaldas de plástico, llegamos a la Plaza de España, eje central de la ciudad.    La plaza, adornada con una de tantas esferas luminosas instaladas en tantos pueblos y ciudades por estas fiestas entrañables también se ha impuesto aquí. Tiene sin embargo una particularidad: envuelve a la fuente central de la que no mana agua. Las ínfulas  municipales respecto a los adornos navideños no son muy acertadas y el descuido de la mayor parte de sus fachadas no abren expectativas muy  placenteras  para el disfrute estético de sus calles, pero no era ese el objetivo, afortunadamente. En la apropiación de los pasos por sus calles,  por Santa Eulalia, el decumano consagrado a la patrona local, en la que resisten, acuciados por las franquicias de todas las partes, algunos establecimientos comerciales  de raigambre larga que soportan el asedio de la globalización del feísmo aportando a sus escaparates migajas de idiosincráticos modos.
     En La carbonería y en mesa alta fue la pitanza primera. Una botella de “Palacio quemado” de la bodega de Los acilates contribuyó a encomiar las virtudes de la tierra y a disponer el mejor ánimo para la principal visita. En la tarde, bajo la persistente niebla, con pocos visitantes, en un silencio tenue, las ruinas del Anfiteatro. Desde la arcada de un vomitorio al norte, el perfil de la columnata del proscenio adelanta la pulsión hacia el cercano Teatro. Del recinto del rugido de la masa hasta las gradas del público de  las comedias y de las tragedias en un  trazado de rumores que las piedras amortizan. De la argamasa de los muros, ecos de aplausos y vítores asolan el silencio. La modesta estatua de Margarita Xirgu homenajea  al valor sagrado de la palabra vehicular. Atardece en la domus del Mitreo, a las afueras de las murallas, en una apuesta pos arqueológica del presente por relacionar su ubicación con el culto mitraico y la tauroctonía que lo caracterizó. La proximidad del coso taurino, con sus ojivas posrománticas y sus  muros desvencijados, les ha debido caer del cielo de la interdisciplinariedad a los historiadores municipales   para decantarse a las  posibilidades de atracción turística. Un utilitario con megafonía activa sobre su chasis, anunciaba la próxima presentación de un novillero en la plaza emérita. La España profunda, de mitos rancios en la tarde de grises. 
     Un té en El callejón para sentir el devenir festivo de una ciudad pueblerina que a gritos vive en sus inercias anacrónicas, en sus cafeterías llenas y ruidosas, en las que las familias y grupos de señoras departen ocios. Un pasear de nuevo por Santa Eulalia, que a esa hora muestra el ajetreo de de las fechas con las colillas,  bolsas, servilletas y cáscaras de pipas en su deslucido pavimento. Bajo la niebla que se crece en la noche sobre la larga caminata del día, el templo de Diana, aunque en la realidad pretérita estuvo erigido a Roma y al Emperador aparece imponente en la soledad oscura del antiguo foro. Los soportales recientes que encuadran la planta servían de refugio a parejas de jóvenes y a marginados, para sentirse lejos de los ruidos de la fiesta y de la humedad que cala los huesos. Seis columnas frontales se levantan majestuosas en hexástilo en la penumbra del pronaos. La cella, anulada  por la fachada renacentista del palacio de los Cobos ofrece otra interpretación al admirado paseante. Incomprensible afán esteticista de un sentido desviado de la Reforma, ocluido por el afán de una aristocracia feudal significada en el tal don Alonso de Mexías, propietario que fue del disparate. Ruptura de la proporción áurea en la veleidosa altura de los esbeltos fustes. Equilibrio en la luz tamizada de una luna que limita las sombras de los sillares de las exoneradas tribunas públicas.
     Bar del hotel de cuatro estrellas en la que pasaremos una noche. Servilletas pringosas en los reposapiés de la barra. Exigua oferta de brandis  en las modestas estanterías de metacrilato; restos de ensaladilla bajo una mahonesa sospechosa en la vitrina. Brandi vulgar vertido con tristeza en ostentosas copas de balón por un camarero que quiere ser afable y pregunta si le echa hielo con un  acento extremado. Acento de esta tierra extremeña, cuyos lugares públicos de ingestas siguen  oliendo a desinfectante a granel, a aceites pasados y a grasas resecas. Pena por el aislamiento ferroviario de la región, por la dejadez administrativa o por la impericia de los elegidos. Porque a pesar de no querer guardar ninguna impresión negativa, el vestir típico de cacique del hombre  de mediana edad que nos ha dejado como únicos clientes en el modesto estar, me evoca el tiempo de la milana bonita, con mejores vehículos y otras maneras de expresión pero manteniendo una actitud semejante, heredada de aquellos latifundios. Creí olvidar la imagen al instante porque preferí las palabras vivas con Irena, el intercambiar los niveles de las copas, el participar de lo visto y oído en el día, el disponer del tiempo. Mas la memoria se nutre de hallazgos del olvido. Prefiero quedarme con la disposición profesional de las camareras del restaurante Del Arco, en el estribo de la puerta dedicada a Trajano, aunque no se haya encontrado ninguna prueba de este homenaje nominal. Con el rato de refugio al calor de este bar llevado por jóvenes formados en el oficio, en el que probamos unas tapas excelentes y una copa de un buen vino nuevo de la tierra, señal de actividad económica local en marcha; esperanza de bienestar social en esta ciudad pobre. Con pasear por el foro de La colonia y sorprenderme la verticalidad rotunda de las columnas del templo de Diana. Con el dejarte ir entre la población que sale a comprar y a merendar churros y chocolate, con ser parte de una multitud que intenta disfrutar de su tiempo en un día de puente. Con volver a recrearte en la belleza de las piedras trabajadas dos mil años atrás. Con desdeñar la visita a la ermita de Santa Eulalia, para sentirte menos forzado por el plan A del turista B y olvidar con ahínco el plan B del turista A. Con el  diálogo lento, con palabras y silencios mientras estás en la misma mirada con la que ella mira los perfiles espléndidos de las columnas del templo en la sombras de la fachada del caserón de los Corbos.
     En la segunda mañana con niebla espesa, tras el pobre desayuno del bufé libre del hotel de cuatro estrellas, tomado por grupos de jubilados en el tiempo de recuperación de tantos viajes que no hicieron, lanzados con avaricia hacia las pobres chacinas, cargadas ellas con toda la bisutería de los recuerdos.  Mayores que viajan, piezas como todos de la gran industria del ocio de masas, alegres y satisfechos.  Esperamos a que abra sus puertas el  Museo Nacional de Arte Romano. La limpieza de líneas del edificio se impone a la imagen de la acera opuesta. Terrazas hibernadas en plásticos sucios y ofertas de menús de quince euros con todos los atractivos platos de la cocina pacense ofrecidos. Abrevaderos usuales en los puntos de atracción de visitas, poco cuidados y tópicos que a esas horas tempranas, muestran la pobreza de sus instalaciones en contrapunto al acierto de los muros de ladrillo rellenos de hormigón del acertado edificio museístico, uno de los escasos ejemplos de la arquitectura de la posmodernidad, erigido con la inspiración en la sólida trama de construcción de las obras públicas romanas, cuya significación estética se mantiene más de treinta años después. Cuando la figura de Moneo es un referente internacional, es grato vivir la conjunción del espacio  interior enraizado con una praxis funcional, en una obra de juventud. En la cripta, sustento de las amplias arcadas y en la que los dobles muros enladrillados definen una acabada simbiosis con los restos de las viviendas de los patricios emeritenses, con las tumbas y con el enlosado de una vía de acceso al complejo clásico, el silencio se imbuía del ruido del tiempo. La luz tenue de la mañana y la humedad ambiente de la cripta facilitó el paso hacia las plantas superiores para ver de cerca el capitel de una de las columnas del Templo de Diana, para recrear la belleza de los mosaicos colocados verticalmente en las salas específicas y gozar con la estatuaria de mármol y cincel en extenso muestrario. La calidad de la exposición temporal sobre los cultos mitraicos fue un motivo más para dejar de lado las oscuras presunciones sobre el horizonte político del presente.
     La curiosidad por estimar las dimensiones del circo, el recinto mejor conservado del orbe romano, nos llevaría después hasta la periferia por calles de construcciones modestas y contenedores de basura desbordados. Aunque saturada ya la mirada por los miles de objetos testimoniales conservados de aquella civilización en el MNAR, el paseo por la hierba mojada hasta la espina divisoria de las carreras de cuadrigas aireó en la imaginación niña, los relinchos de los caballos y el eco de  los gritos de la plebe para apurar a sus aurigas hacia la gloria efímera de los mitos populares. Pobres héroes que no serían divinizados pero que podían asegurarse una plácida vida si se alzaban con los triunfos de la fracción de su color. Pan y circo para conformar el orden establecido durante siglos.
      Y para recordar el regusto de otro tinto de la tierra, una botella de Bolindre, que acompañó a una abundante menestra con la que Irena saldó el débito con su paladar vegetariano, la paletilla de cordero con la que recuperamos fuerzas antes del  regreso, a la sombra del arco de Trajano.
     Antes de cruzar el Guadiana, un recorrido por el amplio solar de la alcazaba, con tanto trabajo arqueológico pendiente, a modo de despedida fue una zambullida en la homeostasis del tiempo. Una estatua de Cronos con cabeza de león al pie del puente romano sirvió el contrapunto icónico a las inclusiones de culturas que nos conforman. Última tarde para cerrar la visita a través del puente de sesenta arcos, con restauraciones y reformas visigodas y medievales, aún usado como vía de comunicación peatonal con la zona residencia del otro lado del río, con una luz  tímida sobre su enlosado para cerrar el círculo iniciado 28 horas antes en el puente de Calatrava, cuya silueta  no trascenderá siquiera un milenio.
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       Fue una visita a  Mérida para olvidar el pesimismo en el paseo por las ruinas emeritenses del primer imperio mediterráneo, que obvió la vena de tristeza abierta en la conciencia de ciudadano, cuando el concepto de ciudadanía se diluía a grandes zancadas en la conciencia de las masas, enredadas en la disquisición de las sombras de las paredes de la caverna conectada, sometidas al ruidoso griterío de los muros virtuales.

                                                                Sevilla, 15 de diciembre de 2018

         

Brindis por Burdeos



                                           BRINDIS POR BURDEOS              

                                       
  “...vous aimerez Bordeaux, même vous qui ne buvez que de l'eau et qui en     regarde pas les jolies filles.”
Victor Hugo
                                                                                                                                  
    Al fin en el Puerto de la Luna, en la Perla de Aquitania, en la Florencia de las Galias,  Patrimonio de la Humanidad  desde 2007, en la ciudad donde La Boètie meditó su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de la que fue alcalde  Montaigne y muy cerca de donde Montesquieu “muy temprano en la mañana recorría sus viñedos para supervisar las uvas y germinar sus ideas”. Allí, bajo los últimos cielos del Goya exiliado, en  la cuna de los Girondinos, en la más inglesa y la más española de las ciudades francesas, en la capital mundial del vino. Allí, con la suave carga de  sus  tópicos y clichés para desvelar en una semana. Con la atractiva tarea de desvelamiento para tan corto espacio de tiempo. Predisposición y ganas no faltaban. Allí estaba para pasearla, mirarla, leerla, beberla, degustarla, para intentar captar algo de su imaginario en el tiempo limitado del turista que pretende, una vez más, sentirse viajero.
       
     Una suave luz grisácea caía sobre las mesas del silencioso comedor del hotel de la Rue Parlament Sainte-Catherine en nuestro último desayuno bordelés. Una sala ya familiar después de siete días en los que habíais decidido sin prisas los itinerarios y las visitas, mientras degustabais la rica bollería, el pan caliente con mantequilla y un té verde de sobre fuertemente aromatizado al limón. Los detalles de las deslucidas fachadas de los edificios de enfrente se habían incorporado pronto a la breve rutina del turista. Sus medallones erosionados por el tiempo, el moho de las barandas, las hendiduras de sus molduras e incluso la yedra que colgaba de una cornisa se difuminaban ya como recuerdo.      
     En la última jornada, aquella en la que ya no estás pero no quieres irte, decidimos ir al mercado de Capucins. ¿Cómo partir sin haber visitado el más significativo de los mercados de la ciudad? El edificio tradicional es hoy una biblioteca y un  centro cultural de uso vecinal y a pocos metros se abre un amplio edificio funcional construido en la década de los ochenta. No podíamos dejar la ciudad sin  habernos  asomado a la venta directa de la materia prima de calidad en la que se sustenta su cocina. Y el gusto francés por el buen comer se hace evidente en la exposición del pescado atlántico y del marisco traído de la Bahía de Arcachon, en la profusión de carnes, en la incorporación africana de verduras, en los exquisitos vinos de la zona, en los olores árabes de las hierbas aromáticas, en la variedad de su panadería y en la amplia oferta de quesos expuestos con orgullo en cada uno de sus puestos de venta.
      Para llegar hasta allí, cogimos por primera vez el tranvía de la línea B, desde la parada de L'Intendence, que transcurre  paralela a la rue Sainte Catherine, tantas veces paseada durante esta estancia. No teníamos ya ni tiempo ni fuerzas para ir a pie. En el último día, el placer de olvidar su transcurso se esfuma, la  mirada se vuelve más ladrona en su afán de retener paisanaje, modos y paisaje urbano. Intuyo que esta calle fue el cardo máximo de Burdigala por su orientación norte-sur y por su función de vertebración de los barrios del casco antiguo. En la actualidad, la calle peatonal y comercial más larga de Europa es un espejo de la sociedad bordelense. Desde la place del Grand Théatre hasta la Place de la Victoire, las avenidas transversales delimitan la distribución social de sus habitantes como cinturones difusos de la variedad étnica del presente. A partir de la cours de Alsace-Lorraine la proporción de población negra aumenta y a partir de la de Victor Hugo es la población de rasgos árabes la que se hace visible en sus modos culturales en un magma rico de mestizaje y mezcla que a los ojos del turista parece en convivencia aceptable. Casualmente se celebraba durante tres días un mercadillo o braderie muy popular en la ciudad. Parte de las tiendas sacan sus artículos a la calle y a ellos se añaden tenderetes de artesanía del cuero, menaje de cocina, fruta y por supuesto ropa al uso, desde las falsificaciones habituales hasta los estampados africanos. Una oferta muy distinta de los artículos de lujo del conocido triángulo de oro del barrio de Grands Hommes en la zona norte cercana al Grand Théatre. La primera vez que pisamos la Place de la Victoire, en la tarde de mercadillo, la profusión de tenderetes magrebíes, el olor a hierbas y la música raid ambiente en torno al obelisco central me trasladó a cualquier plaza magrebí incrustada en  el corazón más diverso de la ciudad.
     En el barrio de Saint-Michel, una de las zonas más pobres de intramuros en el pasado, se respira la diversidad étnica de la oblación y se atisba un proceso de gentrificación. Fue la zona en la que se instalaron los exiliados republicanos de nuestra guerra incivil, encuentras bares de tapas de españoles, bistros, brasseries, teterías, restaurantes africanos, de comida hindú, árabe como espejo de una  Europa crisol y viva a pesar de las fuerzas oscuras de los fascismos subyacentes. En la tarde en que  accedimos a la inmensa basílica gótica se ofrecía un concierto de órgano a un reducido público melómano que había vuelto las filas de sillas de enea hacia el púlpito del majestuoso instrumento del siglo XVIII. El olor a humedad y a cerrado que impregna a todas las iglesias de la ciudad era allí más señalado. En un banco de la gran plaza, tras una empalizada un grupo de viejos con chilaba pasaba la tarde. La flecha de la basílica es un torre exenta que, con sus 34 metros de altura, puede verse desde toda la ciudad. Es el único monumento en el que he visto algunos grafitti en sus pilares. En esa última mañana bordelense, con nubes siempre presentes pero nada amenazadoras, la explanada descubierta en torno al modesto obelisco  de la Victoire, dos días antes abarrotada de tenderetes árabes, me sumergía en el presente de la sociedad líquida  y cambiante manifiesta en ese espacio urbano impregnado por tantas culturas en ósmosis. 
     Para volver al aeropuerto y evitar el recorrido de más de una hora de la línea regular de autobuses por Merignac, tomamos una naveta privada, más cara y más rápida que partía de la estación de Saint-Jean. Para llegar a la Gare, ya con el equipaje a rastras, cogimos el tranvía de la línea C  que  transcurre en paralelo al curso de la Garonne por su orilla izquierda. La última oportunidad para la despedida del río de color café con leche, río dorado para los letraheridos galos, sin el que no se puede entender la idiosincrasia de la ciudad. “Este puerto que nos hace soñar con el mar, aunque ni se vea ni se oiga” en palabras de François Mauriac, otro de sus ilustres narradores del siglo pasado que mantuvo siempre una relación de amor-odio con sus orígenes.     
    Adiós desde la emblemática Place de la Bourse. En la homogeneidad de sus proporciones y en la armonía de sus edificios dieciochescos puede leerse la pujanza de la burguesía aquitana. En los mascarones de piedra de las fachadas dedicadas a los dioses, Mercurio como dios del comercio, Minerva la de las artes, el Tiempo en su búsqueda de la verdad, rostros anónimos, africanos de la trata de esclavos, animales mitológicos y máscaras carnavalescas como expresión del poder de los comerciantes que expedían mercancías y personas desde aquí a las colonias. La concepción monumental de la plaza que rompió el aislamiento de las murallas medievales no llega a apabullar a los paseantes. La proporción armónica del conjunto consigue equilibrar la magnificencia y la dimensión humana.
     En su centro, la Fuente de las Tres Gracias, erigida en 1869, después de diferentes monumentos para hacer olvidar la estatua ecuestre de Luis XV, fue la última aportación del siglo XIX para resaltar la elegancia del conjunto. La elección de esta plaza como la imagen icónica de la ciudad en las guías turísticas está más que justificada. Solo unos cuantos bancos la circundan para que la perspectiva quede a salvo. Y en su frente abierto al río desde los tiempos de la Revolución, cuando las verjas fueron arrancadas y dejó de ser Plaza Real, el Espejo de agua, una superficie de granito pulido de más de 3.400 m² cubierta con dos centímetros de agua de la que emana regularmente vapor de agua desde 2006. Es un reclamo turístico clave, pero sobre todo, es un lugar de juego para niños y jóvenes que acuden masivamente cada tarde. El reflejo de los edificios iluminados ofrece un delicioso espectáculo en la noche.
     Llegamos a ella desde una calle lateral a poco de haber dejado el equipaje en el hotel, en la tarde más calurosa de la década como referiré más adelante, con una luz cegadora inesperada,  propia de otras latitudes más al sur. En el Miroir d'eau jugaban niños y padres sobre su superficie pulimentada entre el vapor de agua y la algarabía de sus risas. Como telón de fondo el conjunto de edificios en torno al eje de la antigua Bolsa, hoy sede de la Cámara de comercio. Al frente el río. Entre el Espejo de agua y la plaza, los raíles del tranvía, el medio más utilizado para el transporte, desde la peatonalización de gran parte del casco histórico llevada a cabo en 2003.  
     La luz blanca me llevó a la Plaza del Comercio de Lisboa, más cuadrangular y austera, pero ambas abiertas a su río, al Tajo una, al Garona otra. Ambas fueron fruto de la concepción ilustrada de la burguesía del XVIII. Resultado de hombres hijos de un tiempo de ruptura frente al Antiguo Régimen. Proyecto del intendente Boucher, la de la Bourse y del Marqués de Pombal la del Comercio en su reconstrucción de la ciudad ondulada. Se inauguró en 1755, en el mismo año del terremoto de Lisboa. Tres años más tarde se inició la construcción de la plaza lisboeta. El viaje te hace relacionar lugares y tiempos en la conformación de la memoria de un viaje único en la memoria. La misma luz hiriente de la primera vez que paseé por la Praça do Comercio,  llamada con anterioridad Plaza Real, disfrutando bajo la sombra de su arcada de su  minucioso trazado a escuadra, paleta y compás, después de refrescar los pies en las aguas opacas del Tejo en el Cadré das colunas. En el antiguo Terreiro do Paço, la plaza conocida por los ingleses como la del Caballo Negro aunque hoy, el bronce  caballo y jinete presentan un color verde por el viento salitre, la pomposa estatua ecuestre del rey José I  mira al Tajo, al sur, a los sueños del quimérico V Imperio. En la de La Bourse, son las Tres Gracias las que vierten sus ánforas hacia una pila circular como homenaje a la vida. Cada diecinueve de octubre, día dedicado a la lucha contra el cáncer de mama, tintan sus aguas de rosa. Expresiones de la transmodernidad icónica del presente. Unas horas más tarde, comprendí la extraña blancura de la luz de la tarde. Una imponente nube negra precedida de un vendaval repentino desató un fuerte aguacero que la dejó desierta. Sorprendente bienvenida  para el dulce clima atlántico.  
     Desde La Bourse decía adiós a Bordeaux en la línea C del tranvía que continúa por el Muelle Richelieu y el de la Saint-Croix y deja a la derecha la iglesia que le da nombre. Atrás la Porte Cailheau, con su esbelta carpintería gótica y el desnudo arco triunfal neoclásico de la Porte de Bourgogne para dar salida al Pont de Pierre, el primero que comunicó a la orilla derecha de La Bastide con la ciudad medieval. Fue la primera barrera defensiva de gran importancia estratégica frente al tradicional enemigo británico. Con sus diecisiete arcos y su cerca de quinientos metros, lo habíamos recorrido en la primera jornada completa de paseo hasta la plaza Stalingrad. Desde la parte más cercana a la ribera, la escultura de un león azul con estructura de hierro acabada en poliéster, obra de Xavier Veilhan, instalada por la puesta en funcionamiento de las líneas del tranway que  cambió el flujo de la ciudad, mira hacia el puente. Un grupo de niños jugaba a escalarla desde la cola apoyándose en los prismas de su piel. Quizás la llamen ciudad mágica porque  puedes trasladarte a pie hasta una ciudad tan lejana como ya inexistente, cruzando su río dorado donde las corrientes son más fuertes.. Un puente más que simbólico para una ciudad orgullosa porque ni el emperador Napoleón Bonaparte que lo mandó levantar, como testimonian los  medallones de sus flancos, ni más tarde Luis Felipe I, consiguieron que fuese nominado en su honor. En 1944 las tropas alemanas intentaron dinamitarlo pero fue un miembro de la resistencia, el joven republicano español Pablo Sánchez, quien consiguió desactivar los explosivos aunque murió ametrallado por las baterías nazis en la Porte de Bourgogne. El puente permaneció. De piedra y ladrillos fue construido, así que como puente de piedra permanece. Una ciudad orgullosa de su pasado girondino que nunca aceptó a los tiranos.   
       Siete días antes habíamos bajado en la parada número 23 del atestado autobús regular del aeropuerto frente a la plaza Gambetta, sometida a un proyecto de construcción de un nuevo estanque en su parte central rodeada de vallas no me pareció de interés. Después de hora y media de recorrido por la población aneja de Merignac, zona  de servicios y barrio dormitorio sin nada que reseñar salvo la profusión de zonas verdes en sus calles propias del clima atlántico, las perspectivas de disfrute se difuminaron por un instante. Consciente de que el primer contacto con una ciudad desconocida no suele ser positivo, no podía dejarme llevar por el pesimismo de las expectativas frustradas. Además, llegaba agobiado por el inesperado calor y estresado por la llegada al que me resultó extraño hangar del aeropuerto, inoculado por el virus del pasajero barato (1). Ni las sucias y descuidadas fachadas de las casas  de la rue Judaïque ni la grisura de los edificios administrativos o comerciales de Mériadeck disponían el ánimo al optimismo. Sin embargo, la amabilidad de la primera persona a la que preguntamos por la dirección del hotel, un señor que sacaba a la calle el contenedor de basura de un edificio y que nos indicó con precisión el itinerario a seguir, sirvió de contrapunto a la primera impresión.
     - Si encuentro el atractivo de una ciudad decadente, puedo gozarlo, se trata de descubrirlo - me decía en esos momentos de relativa perplejidad. Viajar es descubrir, también es olvidar, olvidarse del yo sedente para vivir el yo errante en los primeros pasos del niño cuando abre los ojos al mundo y se yergue alegre para hollar la tierra del parque infantil, cuando pisa por primera vez la arena de la playa y se acerca a la orilla del mar recién hallado.
     En nuestra primera jornada anduvimos por el barrio de Saint-Pierre, el más antiguo de la ciudad en la que estaba nuestro hotel, para llegar hasta la plaza de Pey Berland el obispo que mandó construir la flecha de la catedral de Saint-André. Una estilizada torre que pierde gracilidad por la coronación de una estatua dorada con la imagen de Nuestra Señora de Aquitania. Imagen a que podría saludar cada mañana desde la nueva habitación que nos dieron en el hotel, pues la de la primera noche daba a un alto muro y no era cuestión de olvidar el entorno de tejados y pináculos del cielo bordelense. La fachada principal de la catedral presenta una singular asimetría en su estilizado gótico y en la actualidad se mantienen en restauración varios paños de sus fachadas laterales. Al oeste de la plaza se levanta la fachada neoclásica del Palacio de Rohan sede del ayuntamiento. La monumentalidad de la catedral se impone con frialdad sobre la gran superficie pavimentada en la que se levanta una anodina estatua pedestre del más conocido de sus últimos alcaldes: Jacques Chaban Delmas que también da nombre al moderno puente levadizo de la remozada zona norte. Tampoco la efigie del ilustre regidor  contribuye a vitalizar un espacio muy tematizado para los grupos turísticos. No se palpa la vida real de la ciudad salvo por el trazado del tranway que la circunda por el sur y por el este. 
     En la misma mañana visitamos el Museo de Bellas Artes, dentro del recinto del Palacio Rohan. Es la galería francesa con más fondos fuera de París, fruto de la descentralización de las obras de arte del Museo Central ordenada por Napoleón. De su variada muestra me quedo con el recuerdo de algunas obras holandesas, otras de Tiziano, de Delacroix, de un Renoir de edad avanzada, de un Seurat prepuntillista, de Lothe en su periodo cubista, de un busto de Mauriac salido de las manos de Zadskine, de un Rivière... Fue en otra sede, la Galería de Bellas Artes, edificio cercano, dedicado a exposiciones temporales, en el que descubrí días más tarde a un pintor bordelés desconocido para mí: George Dorignac. De él dijo Rodin con toda razón que su pintura tenía el volumen de lo esculpido porque salía de las manos de un escultor. La visita a la vasta muestra de más de cien obras que se mantendrá hasta el próximo octubre fue un placer. Es tanta la fuerza de sus tintas, carbones o sanguinas, el volumen y las texturas que consigue en sus retratos en negro que salimos de las salas con el gusto del descubrimiento gozoso de un artista que buscó y halló en sus búsquedas.
     Muy diferente fue el estado de ánimo con el que salí del Centro de Artes Plásticas Contemporáneas, en el Entrepôt de la Place Lainé, o Entrepôt Lainé, un antiguo almacén de aduanas levantado en 1824 y rehabilitado definitivamente en 1990 como museo de arte contemporáneo. Una rehabilitación exonerada de añadidos, en cuyas galerías y arcadas aún reverberan los ecos del esfuerzo y la actividad de acumulación de los ultramarinos llegados al muelle próximo de Luis XV. Las salas de la colección permanente estaban cerradas temporalmente por las recurridas razones técnicas, por lo cual solo podían ser visitadas las salas de exposiciones temporales y fueron estas propuestas, las que me provocaron  malestar y un claro rechazo.
     -¿Por qué sientes que no has sido respetado como público cuando sales de una exposición de arte contemporáneo? Te embarga la sensación de haber perdido el tiempo, te preguntas si el mundo del arte hoy ha escapado a tu modesta comprensión, intentas justificar tu ignorancia o elaboras una opinión coherente sobre la nulidad de esa obra artística. Una instalación  de Naufus Ramírez-Figueroa, denominada Linnaeus in Tenebris, sirvió de cauce motivador de tantas preguntas. Volúmenes de poliestireno cubierto de resinas que representan cuerpos humanos enjalbegados en bayas  de cuyas extremidades nacen brotes vegetales, fetos colgados de estructuras de hierro sobre los que tubos fluorescentes proyectan una luz metálica, racimos  de bananos esparcidos por el amplio solar de la nave central para que, según apunta el tríptico,  surja una reflexión sobre la expansión colonial y la redacción de la nomenclatura del gran naturalista. A mí solo me llevó al sinsentido de la espectacularización banal del arte como objeto del mercado. Si además se dice en el folleto que el artista guatemalteco ha querido expresar la tragedia de la guerra civil vivida en su país durante más de treinta años, la cuestión asume ya alturas de desproporción y de mentira.
     Para completar la frustrante visita pasamos a la exposición de Legoland. En esta sala, una locuaz y muy amable guía nos deleitó sobre los beneficios didácticos que suponen  la construcción de un gran ensamblaje con estas piezas a las visitas de grupos escolares, “porque así aprenden a relacionar la arquitectura con el medio ambiente.”La guinda del indigesto pastel de la contemporaneidad artística, la coronó el paso por la zona más concurrida de visitantes, en la que se proyectaban vídeos, se exponían numerosas fotos, planos de trazados ondulantes de diferentes ciudades del mundo, libros y reproducciones a escalas de trozos de pistas de monopatín. Al público se le veía entregado. “Sky no is a crime” era el título del conjunto. No lo pondría en duda, pero me resulta chocante hacer de esta actividad lúdica una expresión artística. No quise seguir haciéndome preguntas incómodas en esa mañana de arte contemporáneo. Afortunadamente, la tercera visita museística de esta estancia compensó el enfado ante las muestras temporales del Entrepôt Lainé. El Museo de Aquitania, en la cours Pasteur, en la antigua sede de la Facultad de Letras, ofrece un fondo rico de fuentes arqueológicas, gráficas, documentales y reproducciones a escala de naves, comercios tradicionales y todo tipo de recursos desde los orígenes prehistóricos de la ciudad y de la región hasta mediados del siglo XX, que apenas pudimos apreciar porque cierra a las seis de la tarde y solo nos quedó una hora para la visita. Nunca hubiera imaginado a Montaigne, el padre del ensayo moderno, el cultivador  del yo literario y reflexivo, representado en su cenotafio como un guerrero medieval; interpretaciones de otras épocas. En sus siete salas se condensa la tradición museística de la ciudad, iniciada ya en el siglo XVI.
     En la búsqueda de captar lo posible de la esencia de una ciudad es imprescindible patear sus calles y dejarte impregnar de su ambiente en cualquier momento del día, no ya de la noche, que la edad impone cruelmente sus limitaciones. Sentarte en las terrazas, en los bancos de los parques, recorrer los estanques de sus parques como el del Jardin Public y seguir la estela de las hileras de patos o asomarte a  la variedad de su vivero son actividades tan necesarias como alimenticias para  fijar en la memoria el concepto de lo bordelés. Y mirar educadamente a la cara de sus habitantes para recibir la mayor parte de las veces, una sonrisa sin más, un saludo sin palabras propios de la politesse de una  ciudadanía abierta y dispuesta a ayudar al visitante. Muy diferente de la hostilidad que me llegó de los vecinos del norte, cuando dos atrás estuve en Nantes, en la oscura Bretaña. Ojear con la mirada curiosa en los fondos de las numerosas librerías que tienen allí sede y mercado también ayuda. Impresionados por la oferta de la Librairie Mollat, que ocupa los bajos de una manzana entre la rue de Porte Dijeaux y la rue Vital Carles, editora con más de un siglo de funcionamiento, volvimos a ella varias veces para disfrutar de la variedad y hacer cola entre una variada clientela de  padres que ilusionan a sus hijos con la próxima lectura, de mayores ávidos que no se resisten a hojear la adquisición, de jóvenes que aprovechan las ofertas para llevar varios  títulos.  Burdeos es una ciudad de lectores que te seduce en su afán lector. Hasta los jóvenes de estética perro-flauta que viven en los aledaños de la rue Sainte Catherine dedican su tiempo a tan loable práctica entre malabares y petición de limosna. Y ves leer en formato de papel a los pasajeros del tranvía, a los solitarios sentados ante un café en la terraza de cualquier plaza, a los trabajadores de las oficinas cuando hacen un alto al mediodía para la sacrosanta baguette en cualquiera de tantas plazas. Y ves como  acuden  los jubilados al modesto expositor de libros libres de la plaza de los Mártires de la Resistencia, junto  la basílica de Saint- Seurin, para renovar sus lecturas. Un pueblo que lee es de fiar.
     Compruebas que la publicitada calidad de sus vinos es cierta, que los rojos, rosados y blancos  deleitan al paladar y que bien pueden considerarse los mejores del mundo. Su recuerdo queda en el retrogusto y percibes los aromas y los matices con nitidez como nunca antes los habías apreciado. Tienen detrás una cultura de siglos y una política comercial arraigada desde el siglo XIX. En cada almuerzo y en cada cena degustamos una copa en el mejor maridaje con el plato y con el presupuesto. Por una militancia real en la cata, no visitamos la Cité du vin. Llegamos a la construcción de vanguardia tras una largo paseo desde  La Bourse por los remozados muelles de la orilla izquierda, ignorando intencionadamente la oferta de restauración de las grandes cadenas que se abren al río, con su uniformidad global y sus modos homogéneos. El cansancio de la caminata hacía mella y el aire excesivamente comercial de la cartelería del recinto nos hizo retroceder. Seguiríamos practicando la militancia a pie de copa en cada yantar. Alguno de ellos memorables como los bien cumplidos en Le petit commerce, una antigua cantina de pescadores en una esquina de la Place du Parlament que ofrece el mejor marisco, la cena en la refinada cocina de Chez Mémé hacia la parte opuesta tras la misma plaza y en este recuerdo de brasseries, no puedo dejar de nombrar el restaurante Croc-Loup en la Rue du Loup, en la que el placer del buen comer alcanza cotas extremas con un completo menú de degustación ofrecido con orgullo por la copropietaria del local.
     Se afirma en los textos publicitarios de La Cité du Vin que los volúmenes de la obra  intentan emular el movimiento del vino cuando se mece en la copa para ser catado. Este que refiere, más bien vio los volúmenes la bota de siete leguas. Quedan para el futuro la visita y el recorrido por el moderno barrio de Bacalan y sus atracciones posmodernas. Ese día preferimos volver las calles estrechas de Chartrons, el barrio más inglés con una especial idiosincrasia dentro del trazado urbano bordelés.  No bastan siete días para apreciar  los brillos de la Perla de Aquitania. 
     En el ecuador de la estancia, cuando ya has captado un poco del aire de la ciudad, conviene alejarse un poco hasta sus alrededores para volver a ella con más conciencia de tu modesta apropiación de visitante de tiempo limitado. Desde uno de los lados de la explanada urbana más grande de Francia, con doce hectáreas, la Place de Quinconces, ya paseada varias veces, recorrida de extremo a extremo desde el Monumento a los Girondinos caídos bajo el Terror, hasta las columnas encabezadas por Montaigne y Montesquieu en la zona este, partía el autobús de la empresa La Gironde hasta Saint Emilion por Libourne. Pero los laterales estaban en obras y ni en la oficina de turismo ni otro conductor de la misma empresa nos indicaron con exactitud la ubicación de la parada provisional. La desinformación nos costó salir con dos horas de retraso, pero la elasticidad del tiempo del turista es una condición esencial y aceptas de buen grado las inconveniencias. Hay rutas organizadas hasta el pueblecito pero preferimos la línea regular que  tarda más de una hora en cubrir los 35 km porque te acerca a la realidad cotidiana de la zona. Salvo una familia coreana de tres miembros que transportaban una enorme maleta vacía para cargarla de botellas, los usuarios eran trabajadores y estudiantes. En la ruta, tuve muy presente los párrafos de Sergio del Molino en su libro La España vacía, enfrentando el desierto de nuestra Iberia interior a los poblados campos europeos. Una realidad de poblaciones y urbanizaciones bien conectadas en unos campos cultivados y cuidados que en este caso se van salpicando de hermosos chateaux erigiéndose en los viñedos.
     Aunque se afirma en algunas guías que Saint Emilion es el origen de la producción vinícola, la comarca se incorporó a la marca bordeaux en la década de 1950 porque hasta entonces  se consideró que sus vinos eran demasiado ásperos. En la actualidad es un buen ejemplo de pueblo tematizado en torno al vino en un enclave medieval que se ha conservado casi íntegramente, incluso en el estado de sus ruinas. Las curiosidades históricas, los restos de la Torre Real, la cueva donde la leyenda sitúa al fundador del monasterio germinal, la modestia de su descuidado claustro, la beatífica expresión de idiocia de la estatua de Saint Emilion en la colegiata o la iglesia monolítica excavada en la roca, son paradas de tránsito hacia las empinadas callejuelas a las que se abren las tiendas de  degustación y venta. Por su intrincado núcleo urbano se desplazan todo el año masas de enoturistas ansiosos de catar las excelencias de los vinos, embotellados a la vista del público en muchos casos. Tampoco ese día faltaban a su cita. La visita merece la pena, aunque subí al bus de vuelta con la sensación de haber pasado unas horas en un parque temático muy bien trazado para la promoción del producto estrella.
       La segunda salida de la ciudad la hicimos en domingo, en el tren de cercanías, casi al completo de domingueros, hasta la Bahía de Arcachon, al suroeste de Burdeos. De Arcachon hablan las guías como un enclave aristocrático de la aristocracia europea de finales del XIX y primera mitad del siglo XX. En sus distritos, denominados según las estaciones del año se levantan lujosas mansiones novecentistas embozadas tras altos setos en un extenso pinar. Después de un largo recorrido por el extenso bosque atlántico en el bus local, llegamos a las cercanías de la gran Duna de Pilat, la más grande de Europa. La subida es fácil porque en verano se instala  una escalera portátil por la que ascendimos sumados a la larga fila de visitantes movidos todos por el deseo de disfrutar de las hermosas vistas al Atlántico.  El paisaje que espera en su alto perfil de luna justificó el ser parte de aquella ociosa columna humana dispuesta a disfrutar de “los bienes de la tierra antes de que se desmenucen entre los dedos como su arena fina”, según dejara escrito Saint-Exupéry.
     En la tarde, de vuelta al puerto de Arcachon, con las retinas llenas de mar y con el rugido del viento en los oídos, la tranquila playa de Arcachon, protegida por una larga barra natural de los envites del océano abierto, con sus veraneantes tumbados al tibio sol para ligar bronce en su piel blanca recordó cualquier playa mediterránea. La vulgaridad de los bloques de apartamentos de la  primera línea de playa, las atracciones ruidosas, el tráfico apabullante de las calles periféricas, la búsqueda desesperada de aparcamiento por conductores histéricos, claxonazos, altavoces a tope en los coches y la fachada y anuncios del casino repintado con la paleta más estridente con largas colas para la entrada,  hicieron que me diera de bruces con la realidad del turismo de sol y playa, aunque fuese una playa atlántica. La población árabe y negra brillaba por su ausencia en la arena. Una lujosa cena regada con un blanco seco de la comarca de “Entre deux mères”en el citado Le petit commerce de la capital ayudó a elevar el ánimo tras el domingo de duna y playa...
       Pronto llegará la partida. La ciudad ha dejado de ser un nombre, un conjunto de tópicos y algo desconocido. Sabes al menos que es una ciudad en la que se lee con fruición y se bebe con moderación, en la que hay corrientes culturales alternativas que pueden abrir salas de cine en una iglesia desacralizada como es la sala Utopía de Saint-Simeon. Una ciudad en la que abundan los bistros, las librerías, las brasseries, los restaurantes, los comercios de marcas de lujo y las franquicias globales. Has aprendido el sentido de una política municipal coherente con el sentido republicano de servicio público. Has vivido la amplitud de las grandes avenidas de circulación rodada y te has beneficiado como peatón de la eficacia de su línea de tranvías, eje transformador del espacio urbano. Aún le quedan calles y fachadas por restaurar pero has intuido que seguirán trabajando en esa dirección de progreso. Una ciudad en la que la calle aneja al Grand Théatre se llama El espíritu de las leyes y el obelisco del monumento a los Girondinos es coronado por una estatua de la libertad con los eslabones rotos de una cadena en una mano y un ramo de vid en la otra seguirá siendo una ciudad republicana.  
     Cuánta razón tenía el gran escritor romántico. Yo, que no sólo bebo agua y que gusto de mirar a las jóvenes guapas, he quedado enamorado de esta ciudad y de sus habitantes. 

(1) La aventura del pasajero barato       
    
      Si quiere unas vacaciones con una impagable experiencia para recordar, no deje de volar con una de las peores compañías que mueven a miles de viajeros en el ya de por sí depauperado mercado del bajo coste. Por algo es la empresa madre del vuelo de masas a precios relativamente bajos, la más rentable de su categoría, la que más denuncias recibe de las asociaciones de consumidores, la fundada por el irlandés Ryan en 1985 y que opera más de mil ochocientos vuelos diarios.
Llegará al aeropuerto (en nuestro caso el de Bordeaux- Merignac) y no accederá  a la terminal como los demás pasajeros por las pasarelas o fingers, ni le recogerán en las jardineras para dejarle a pie de la correa de equipajes. No, desde la escalerilla de la nave pasará directamente a una zona acotada de la pista para acceder arrastrando el reducido equipaje de mano a un extraño hangar bajo las miradas displicentes de los empleados de tierra. Ha llegado una nueva remesa de viajeros de bajo coste a la que hay que despachar con premura para que dejen expedito el paso para el vuelo siguiente. No se concibe que alguien haya pagado un desorbitado extra por una maleta que exceda las mínimas medidas exigidas, viaje casi con lo puesto, ligerito de equipaje, que los Boeing 737 de  la empresa no pueden disponer de más espacio. No tiene usted la posibilidad de acudir al baño porque la cola avanza en un espacio delimitado por las onerosas cintas de orden hacia los puestos de control de documentación. Lo importante es pasar cuanto antes el trámite, llegar a la ciudad. La perla de Aquitania le espera. La extrañeza por las peculiaridades de esta terminal, con revestimiento de madera sin pulir y una estructura de vigas de acero de lejana inspiración nórdica de cuyas paredes cuelgan amplias fotografías de los edificios más emblemáticos de la ciudad y de los paisajes de su entorno, parece que no va a dejar más huella que la de una pobre impresión.
      A la vuelta se informará sobre las especiales características de ese edificio nombrado como Billi, porque según dicen es una palabra fácil de pronunciar en cualquier idioma. Este hangar para pasajes baratos fue construido con paneles de policarbonato en 2006 para uso de la compañía irlandesa, con 5.200 m² y costó 5,5 millones de euros. Supone que la empresa se ahorra un 30% en el coste de las tasas al aeropuerto y opera con cuatro aviones a la vez con una media de seiscientos pasajeros. Pero esos datos no dirían nada si no ha sufrido sus condiciones.
      Ha desembarcado en el día más caluroso del verano con 37ºC y un alto índice de humedad sobre una pista ardiente como si de un héroe de la aviación de hélice se tratara. De la alta temperatura del exterior pasa a una climatización de frío extremo, más adecuada para la conservación de alimentos perecederos que para la humanidad de sangre caliente que por allí transita. Procuraba quedarse con las imágenes que auguraban la belleza de la ciudad mientras que un rutinario control de identidades le hace ver que los acuerdos de Shengen respecto a la circulación de personas en la UE están en claro retroceso. En la espera, el decorado del dichoso hangar para los viajeros baratos recuerda ahora el decorado de una película anticomunista de tiempos de la guerra fría construido con saldos de maderos suecos. Su estructura de vigas metálicas parecen inspiradas en el peor constructivismo ruso como coerción para los ciudadanos condenados a Siberia. Despojado ya de los anteojos del osado piloto que rescató a la chica de la tribu de caníbales de una isla perdida del Pacífico, se ve a sí mismo como un fugitivo surgido del frío del Gulag.
     ¿Cómo olvidar si no el acoso publicitario al que ha sido sometido durante el vuelo? El discursito de la azafata de cabina para vender papeletas en un sorteo con fines benéficos, destinado a una fundación relacionada con la infancia necesitada y sus pequeños deseos incumplidos, apelando a la conciencia solidaria de los apretados pasajeros. La posterior relación de perfumes de marca con el correspondiente descuento, la oferta de chucherías varias...A pesar de toda la fanfarria consumista en cabina, el piloto cumplió con profesionalidad su función en el despegue y en el aterrizaje con banda sonora triunfal incluida para compensar el bombardeo publicitario. La llegada se cumplió con cinco minutos de adelanto sobre el horario previsto.
     Cuando volvió al hall del  aeropuerto real para el vuelo de regreso aún no era consciente del cambio operado por el virus inoculado en el billi una semana antes. El afán de aventuras le había atrapado en sus garras. En el panel informativo el anuncio de su vuelo no se adscribía a ninguna puerta de embarque. En la columna correspondiente solo el enigmático billi. Como ha llegado con tiempo suficiente departía  tranquilamente con la compañera de viaje mientras apuraba  una baguette de despedida y continua la espera en este no lugar, anodino y cómodo. Pero el tiempo apremia y se dispone a guardar la cola de registro en la entrada más concurrida. Te preparas para que una vez más salte la alarma al pasar por el umbral detector, aunque no lleve nada sospechoso encima. Ahí, salta la sorpresa. Al enseñar la tarjeta de embarque el guardia le mira con extrañeza y le da a entender que no es allí, al fin aprende que billi es un edificio exterior destinado a esa compañía. El virus se ha reactivado, las prisas para llegar a la carrera hasta el segregado hangar hace subir la adrenalina. El tiempo corre y la distancia que una hora antes parecía corta se alarga inmisericorde. Sudoroso y agobiado topa con una larga cola de otros héroes de los vuelos baratos agolpados en el reducido acceso. Un bebé histérico acompaña la prisa colectiva con su llanto desaforado. No hay paneles de información y el personal de la compañía solo repite que esa es la cola para Milán, para Sevilla, para Barcelona... La densidad de la masa crece entre las cintas distribuidoras y la hora señalada cae como una losa. Alguien comenta que para su vuelo debe presentarse en el control ignorando la cola central. Aventura en estado puro, salto de las cintas, equipajes agolpados, caras desencajadas, conquistas del espacio ajeno, disimulados empujones. Vigilantes presionados por las prisas que aún así tienen que revisar sus manos porque la alarma ha vuelto a sonar a su paso. Tras la validación, le hacen esperar otro cuarto de hora apretados en una antesala en la que la criatura histérica sigue entonando su desesperación. Al fin le toca al grupo saltar a la pista con el ruido ensordecedor de las turbinas de tres aeronaves próximas, su vuelo está al partir. Para completar la hazaña discute con el azafato que con malos modos le indica que no puede llevar la mochila bajo el asiento. Va junto a la puerta de emergencia y las normas de seguridad así lo requieren, pero él no se lo ha explicado. La parafernalia vendedora empieza. El avión ha despegado al fin. No volverá a vivir la aventura del pasajero barato. La vergüenza ajena y el tratamiento indigno tienen un límite. Seguirá siendo un hombre pobre pero nunca más, se promete a sí mismo, será un pasajero barato.        

                              Sevilla, 16 de julio de 2017                                                             


Un jardín en el Atlántico



                       DE LA ISLA VERDE   Y DE ALGUNOS CONTRATIEMPOS
                                                                               
                                          ...que acoge el fin del mundo y las palabras
                                                                                   Raúl Brandao
    
      El archipiélago de Las Azores es la meta, mas la disponibilidad de fondos solo hará posible la visita a su isla más extensa, Sao Miguel, la isla verde, en la que se encuentra la capital de la región autónoma  portuguesa, Ponta Delgada, ubicada en una bahía de la costa sur que no llega a los setenta mil habitantes. Esa ciudad, de calles silenciosas, de acerados con mosaicos de naves, estrellas de mar y anclas, de grecas de teselas de basalto negro, de plazoletas con parterres y hortensias cuidadas con mimo, será el centro de la estancia. Una ciudad provinciana que solo desde unas décadas atrás recibe  a un turismo europeo de la tercera edad y que aún no ha perdido del todo el signo de su aislamiento. Su hijo más ilustre, el poeta romántico y prudhoniano  Antero de Quental se descerrajó dos tiros en la boca sentado en un banco anejo al muro del convento de la Esperanza que aún se conserva, marcado por la escueta silueta azul de un ancla pintada en la parte alta del muro blanco del oratorio. Hasta tres bustos, una placita y una avenida principal le dedica la ciudad. No dejarás de visitar el lugar desde el que se despidió el micaelense progresista. Un oscuro motivo para añadir al acercamiento a las míticas “Islas Azui” citadas en pergaminos medievales. Envueltas en brumas sus cumbres, escondidos sus verdes, tierras de imposibles azores y de improbables milanos, tierras  del fin del mundo pequeño del primer milenio para visitar en el tercero.
     Dos semanas antes de la partida el afán de recogida de datos se acentúa. La preparación del viaje es parte ya del mismo, el buscar información, hacerse con una guía,  ojear páginas y páginas en la red sobre el archipiélago y sobre la isla, sobre su gastronomía, los platos tradicionales, los productos desconocidos como el inhame, batata de origen africano cultivada en la zona de Furnas, la preparación del bife regional, los vinos azorianos, curiosidades para el paladar, interés por nuevas psicogeografías, su economía, la historia, la situación política, las tradiciones, las creencias... todo es válido para conformar un corpus previo para contrastarlo después con la realidad que, inaprensible y fugitiva, solo apreciará en una mínima porción. Lo sabe, pero la ilusión por el acercamiento a lo desconocido posible sigue siendo un fuerte impulso para aceptar y vivir el rito del viaje. Un paseo virtual por los lugares imprescindibles del destino para suponerte allí. En el Lagoa do Fogo, en el Lago azul y el Lago verde, para aprender, para poder contar el origen mítico del color de sus aguas engendradas por el llanto de la princesa Antilia, de ojos azules, y por las de su pastor amante de ojos verdes, en el último encuentro de despedida ante sus forzados esponsales regios. Y en el proceso de búsqueda de referencias literarias emana del magma difuso de sus volcanes, La dama de Porto Pim, conjunto de textos de Antonio Tabucchi en el horizonte literado. Al poco te haces con un ejemplar que lees con la avidez del sediento y que disfrutas en tu banco preferido frente al estanque mayor del parque sevillano, entorno cotidiano de tus veranos en una mañana para componer haikus en un instante de frescura y vida.
     A una semana de la partida, te comunican desde la agencia de viajes que el vuelo se ha anulado sin dar explicaciones. “Nunca la empresa en cuestión había fallado en más de veinte años” te dice la azorada joven que según sus palabras “envejece cada verano” por el estrés consecuente de tan ingrata labor.
    Las Azores, de momento, se alejan.
    La industria del turismo de masas, aunque sea una redundancia, empieza a romperse en sus costuras, demasiada avaricia en las ganancias para transportar a gente de acá para allá, en aviones  cada vez más sobreexplotados con el ardid de la exposición de lo local imposible en este tiempo homogeneizado como nunca antes se dio. Se imponen nuevas gestiones para conseguir hacer el viaje, aun abusando del exceso  de horario  de la amable joven a la que le ha caído ese marrón. La  quimera del descubrimiento se esnafra en una noche de viernes estíado.
    Tomaremos un autobús hasta Lisboa y al día siguiente en la noche volaremos desde su aeropuerto hasta Ponta Delgada en una de las compañías más desprestigiadas dentro del desolador panorama del transporte aéreo, de las llamadas de bajo coste y conocida por los altos niveles de indignación de sus usuarios. Sin embargo, el objetivo se mantiene. La ciudad blanca se incorpora así al proyecto. Pasear un día por La Baixa, por Alfama o el Barrio Alto  y respirar el aire de Olisipo cuatro años después no es precisamente un castigo. Mi última visita fue a solas, ahora vuelvo con la mejor compañía. Llegar a Sao Miguel en la madrugada nos impedirá ver desde el cielo la isla pero nos habrá permitido disfrutar de una jornada lisboeta y patear por sus aceras empedradas y ondulantes.
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El autobús cubre la línea Málaga-Oporto con un solo conductor. Más de la mitad del pasaje son orientales. Monotonía de aire acondicionado y musiquilla de consumo de fondo. El viaje toma realidad, al fin en marcha. Más de 37º en el exterior. Primera parada en la estación de Huelva, sucia y descuidada, en Tavira, esa Marbella portuguesa frustrada que quiso ser la  Albufeira y que ha quedado en una gran urbanización modesta para alquileres de turistas con poco recursos y en una estación de servicio a dos horas y media de la capital. De las suaves ondulaciones del sur al paisaje de dehesas del Alentejo hasta entrar a Lisboa por el Puente 25 de abril en una tarde dorada con la luz lisboeta en sus ojos.
El hotel, junto a Marqués de Pombal en la avenida da Liberdade, no es más que un establecimiento concebido para el alojamiento masivo, aséptico, pulcro, vulgar. En la noche lisboeta, la presencia de  marginados ha crecido, dormidos sobre los bancos, enterrados en harapos, despojos y  testimonio de una sociedad desequilibrada. A la vuelta a la habitación nos enteramos de un grave atentado en  Niza durante la celebración del 14 de julio que alcanzó más de ochenta víctimas en el país galo. Como en el anterior viaje a Florencia en la pasada primavera, otra masacre nos recuerda la imprevisibilidad del horror en la cotidianeidad  global. Primera noche inquieta, acosada por el ruido del tráfico de la avenida y por las imágenes de la masacre que seguirán incidiendo en las mesas del “pequenho almorço” en el atestado restaurante del establecimiento hostelero.
      El disfrute de la cocina portuguesa en la Casa do Alentejo nos repone de la larga caminata desde las puertas de la ciudad, dos columnas inmersas en las aguas del estuario que culminan la simbología masónica de  la espectacular Praça do Comèrcio  y el recuerdo de Pessoa al pasar por el restaurante Martinho da Arcada en el que tantos tragos y versos trasegó el poeta de tantas miradas heterónimas, hasta las callejuelas del barrio de Alfama en un proceso de mejora paulatino evidente. Sus habitantes viven hacinados en viviendas pequeñas y alguna casi en ruinas aún ante las que deambulan grupos de turistas para cumplir el rito de la foto impertinente y suponer acaso el imposible conocimiento de una realidad fugitiva de la pobreza hoy y de la absoluta marginación ayer. El local, elegido por recomendación amiga, es una muestra del alma sosegada y triste de la cultura lusitana en torno a un patio cuadrangular, con arcadas de medio punto y cuidadas palmeras de macetas, inundado por la luz única de esta ciudad. En la segunda planta  se disponen dos amplios salones y grandes lámparas de lágrimas. Sus altas paredes, decoradas con falso azulejo portugués y escenas idílicas de la vida rural de la región central, envuelven en un  aire decadente a los comensales. La mejor expresión de esa Lisboa recóndita se encarnó en la triste figura decimonónica del bigotudo y silencioso camarero que nos sirvió. Después de pasear por el Chiado y el Barrio Alto, inundado de turistas como tú, bajo un sol de castigo del que escapamos un rato en el frescor de la iglesia de San Roque, frente al recargado altar barroco y bajo la mirada extrañamente idea de una Santa Isabel inspirada en alguna Diana cazadora, nos dispusimos para coger el autobús en Pombal y llegar con unas horas de antelación a la Terminal 2 del aeropuerto, la antigua, del que debía partir el avión a las diez y veinte.
     Más cayó la tarde y llegó la noche. Colas interminables de viajeros de verano, masificación y pocos asientos en un espacio reducido y muy vigilado. Cruzas pasillos desangelados hasta la zona de embarque para sufrir el chequeo del equipaje y mostrar ante el vigilante la inofensiva carga de tu maleta. Industriosa parafernalia de la sacrosanta seguridad colectiva a la que has de someterte para conseguir un estrecho asiento en una cabina abarrotada. Tiempo de espera para el que vas preparado, son muchas horas ya las vividas en estos no lugares que todos quieren dejar como un trámite imprescindible hasta el destino. La espera se alarga más de lo previsto, no hay explicación alguna sobre el retraso, partirá en una hora, anuncia el abrumado trabajador de la dichosa compañía ante una masa de viajeros que ni siquiera manifiesta educadamente su insatisfacción. Se anuncia por megafonía que el vuelo partirá a las doce. No fue así. Nuevo plan, los pasajeros seremos distribuidos por hoteles para coger un vuelo a las nueve de la mañana siguiente, a las diez después...Trasladados en dos autobuses de pista hasta la Terminal 1 a la una de la madrugada. El grupo cercano a las doscientas personas sigue los pasos de una azafata de tierra por las largas instalaciones de la nueva terminal. No hay preguntas, no hay protestas, el camino se hace largo. Entiendes como puede dirigirse a una masa contra sí misma, si recurres a motivaciones individuales. La teoría de la bala mágica disparada hacia el sueño vacacional. Soportas un cólico y la descomposición que te aflige te lo hace interminable. El verde moriturus de tu rostro reflejado en los escaparates de las tiendas de moda de la moderna terminal durante la marcha procelosa, detrás de la guía, lo atestigua. Denigrantes escenas de asaltos a los autobuses de recogida en un quítate tú para ponerme yo. Pasan las dos de la madrugada cuando aún hacemos cola ante la recepción de un hotel impersonal de la zona de Ordelas para que nos sea adjudicada la habitación imprevista. Breve descanso para desayunar a las seis y media porque vendrán de nuevo a recogernos una hora después. El autobús no llegó a tiempo y se impuso el taxi. Tras sufrir una musiquilla machacona durante tres cuartos de hora ubicados en los exiguos asientos de la aeronave que no sólo golpea tus oídos sino que resuena en la poca dignidad de pasajero que te resta, se inicia el despegue. Probablemente sea la última vez que coges un vuelo en estas condiciones. Pasada la hora del almuerzo llegas al pequeño aeropuerto Joao Paulo II. Los viajeros caminan por la pista hasta la terminal que más parece una amplia estación de autobuses. Los reencuentros familiares en el retorno vacacional es lo más señalado. Un día más tarde de lo previsto, un largo retraso, un problema añadido, una nueva espera porque la empresa encargada del traslado al hotel tampoco aparece. Bien, estás de viaje, has llegado a Sao Miguel, pronto descansarás en el hotel del destino final. Sé optimista, has llegado aquí por placer y por afán de goce. Olvida los contratiempos del transporte y disponte a conocer la isla verde. Los sinsabores del turista forman parte de esta industria de quimeras.       
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     ¿Serás capaz de acercarte a lo que llaman la insularidad, quedarán rasgos palpables de la endogamia propia de sus habitantes? Sí que has comprobado ya un rasgo común a las poblaciones  isleñas: la parsimoniosa calma con que se desenvuelven.

    La gran fachada del hotel, con arqueadas terrazas frente a la bocana del puerto, construida según los modos ochenteros para un turismo pseudocontemplativo, con vistas al mar, confirma la falsedad de las imágenes publicitarias que habías  visto en la red. En recepción te ofrecen la habitación reservada, que está en un lateral, si quieres una frontal has de pagar un extra de doce euros al día. Empezamos mal. Desde la habitación adjudicada también se ve el mar y los picos montañosos del interior. No vienes a quedarte en la terraza contemplativa. En la habitación, muebles ampulosos y una sufrida  moqueta tradicional, base de tantos restos corporales reñidos con la higiene. Bañera ajada con agarradera para la tercera edad y la luz de un tubo fluorescente sobre el espejo a la que habrás de sobreponerte cada mañana para convencerte de que la imagen que te devuelve no es real. Convencerte de que no es real el color verdoso de tu cara, de que las bolsas que cuelgan de tus párpados no pueden ser tan exageradas, convencerte en fin de que la grisura de tu cuerpo es una alucinación óptica propia de esta isla volcánica. Quizás sean efectos sulfurosos de sus aguas. En la primera mañana bajas al restaurante con vistas, prometiéndote un delicioso pequenho almorço con la  calidad de los productos naturales micaelenses, pero el bufé, dispuesto bajo una pomposa lámpara de prismas de acetato no cumple las expectativas. La excelente fruta, propia de esta reserva agrícola, parece adquirida en un supermercado de gran cadena. El té verde es autóctono, Gorreana, O chá das Açores, suave y de un aroma delicado, merece la pena. Es el único lugar de Europa en el que se cultiva y a su fábrica, activa desde 1883, acudiremos de visita previsible y circuitada. Pero ¡ay dolor! las tacitas para desayuno son tan pequeñas que has de acudir una y otra vez a llenarlas de agua caliente. Bien, cuestiones nimias, no vayas a hundirte en el desánimo. No observes demasiado a los huéspedes en su mayoría mayores rebelados contra su condición, empeñados en vivir lo que en sus años mozos no pudieron, disfrazados de jóvenes deportistas con suntuosos complementos incorporados. Llegará la noche, la cama es grande y digna, pero ¡oh sorpresa! todo el sistema de refrigeración del edificio se ubica encima de la habitación adjudicada, está en la última planta. Bien, intentas conciliar el sueño e ignorar el pertinaz zumbido. Cuando ya los has conseguido, los llantos de un par de lastimeros canes ejercerán de gallos cada madrugada, puntualmente a las cinco menos diez. Así, mal dormido, empiezas la jornada de turista....
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    En el traslado desde el aeropuerto habíamos convenido un recorrido regular por el centro de la isla con la operadora turística que, por carambolas de su ineficacia, conseguimos hacer a solas en una furgoneta con Miguel, el mejor guía de la isla según otros compañeros. Durante las siete horas compartidas no dejó de responder a todas las preguntas y de ofrecernos cualquier información esforzándose en la vocalización más ortodoxa del portugués continental, aunque los matices de pronunciación francesa del habla micaelense escapaban en su prolijas disertaciones sobre su querida isla. Desde la formación geológica de la mayor isla del archipiélago, de su origen volcánico, de su extensión y de sus medios de vida hasta las romerías tradicionales de agradecimiento por la supervivencia de la última erupción volcánica allá por 1522. Fue un privilegio contar con alguien que ama su tierra y que cumple dignamente su trabajo.
     Dejamos las calles desiertas de Ponta Delgada para acercarnos al norte, a Ribeira Grande, la tercera ciudad en importancia de la isla. Con su presencia violeta, los plantones de hortensias delimitan los prados y las huertas en sustitución de los linderos de piedra de otras latitudes, marcan las cunetas y acentúan la diversidad de verdes en este cuidado jardín en medio del Atlántico. Jardín, bosques, vacas que pacen felices según pregonan los escasos carteles publicitarios de la isla, para dar la mejor leche. Vacas dispersas por los prados y en las escarpadas lomas, ordeñadas in situ, rumiantes pacíficas en idílicas asambleas entre cercados de hortensias. Como Aerovacas era conocida entre los paisanos la primera pista de aterrizaje del archipiélago, “porque había que retirarlas cuando llegaban los aviones”. Humor azoriano. Un acueducto del XVIII y un sistema de riegos paralelo a la ribeira que da nombre a la villa caracterizan este enclave. Una visita añadida a una tienda de licores típicos nos da una idea del la estética popular en sus botellines de mil sabores y baja calidad. Los jinetes de la fiesta del Santo Cristo, las damas del capote y los míticos cazadores de ballena en miniaturas de cerámica y vidrio para reforzar la oferta al incipiente turismo.
    Merecen la pena los contratiempos del viaje para gozar en esta mañana del aire limpio y de los cielos trepidantes de luces que enmarcan una geografía única, engendrada a golpe de erupciones en  cráteres o caldeiras que hoy acunan lagos de esplendorosa belleza. Quizás el más fascinante sea O Lagoa do fogo, que te confirma que la experiencia directa de la naturaleza no puede ser traducida en píxeles. Silencio, viento, aromas de lavanda, humedad gris. Hubo suerte en la elección del día, las nieblas, que frecuentemente impiden la visión de este lago azul en el centro de la isla, no aparecieron. Y dejando al este la sierra de Água de Pau, volvimos a la costa sur hasta La Caloura para hacer una parada en el Miradouro do Pisao antiguo lugar de avistamiento para la caza de ballenas para imaginar el monótono trabajo de los avistadores prestos a dar aviso de su  paso. De ahí  hasta Vila Franca do Campo, la segunda ciudad micaelense y primera capital, abandonada y repoblada tras la última erupción del siglo XVII.  
     Los parajes de subida hasta  O Lagoa das Furnas, un lago de aguas amarillas en la zona este por la cantidad de azufre de su lecho ya anuncian la actividad volcánica con hilillos de vapor que emanan desde los terrenos aledaños. La estampa de una capilla neogótica en la ribera oeste, Nuestra Señora de la Victoria, erigida por el terrateniente José do Cantos en 1886 y en la que están enterrados su esposa y él mismo, aporta un toque disneyliano al paisaje de esta caldera. Curioso personaje este don José, poseedor de la colección más importante de la obra de Camoens, industrial y agrónomo, titular y propietario del importante Jardín Botánico de  Ponta Delgada con un pasado digno de ser novelado por sus contradicciones ideológicas y sociales. Una  vez cumplido el rito previo de la asistencia a la extracción de las ollas, y su transporte comunitario ante el coro de turistas de rigor  se impuso la insólita pitanza.
     Solo después de degustar el sabor único del Cozido das Furnas, en el restaurante Tony's o en cualquier otro del pueblo, entenderás la teluria de un subsuelo en permanente actividad por su condición fronteriza entre las tres grandes placas tectónicas del hemisferio norte. Gallina, ternera, cerdo, chorizo, morcilla, tocino, patata, inhame, repollo, col y zanahoria constituyen los ingredientes que, enterrados en altas hoyas de cincuenta litros o panelas  durante seis horas en las calderas de la orilla este del lago adquieren un regusto sulfúrico inolvidable al paladar. Para la digestión de tan calórico plato nada mejor que ir catando las aguas sulfúricas, ferruginosas o gaseadas de los más de veintes caños ubicados alrededor de los géiseres en la misma localidad. Géiseres y calderas nominados con los múltiples nombres del Maligno, desde la más caliente, la de Pêro Botelho a la de Asmodeus para recordar la influencia del amenazante infierno concebido por la iglesia católica allá en las entrañas de la Tierra.
    La visita al jardín botánico Terra Nostra  con sus más de doscientos años y plantas de todos los continentes, aclimatadas a la benignidad del clima oceánico, fue otra ocasión más de disfrute en la exuberancia de su vegetación irrigada por lagunas de aguas volcánicas. Un estanque de agua sulfurosa a 37ºC abierto al baño ante la mansión del siglo XVIII erigida por el primer cónsul de EE.UU. en el archipiélago, deparó una agradable sorpresa. Mr. Hickling no eligió mal su residencia de verano.
     Más allá de las frases de rigor con la recepcionista del hotel, la elección de los platos en los restaurantes o la petición de información en la oficina de turismo, poco puedes contactar con la población autóctona y en este caso no solo por la barrera del idioma, en una sociedad en la que el inglés es lengua vehicular y que no acabas de conocer. La población micaelense es bastante cerrada con el turista y sin caer en tópicos, algo queda del desprecio hacia los españoles en el imaginario azoriano. En la guerra de sucesión al trono portugués sucedida en 1583 entre Antonio I de Portugal y Felipe II de España, tras una larga batalla, Álvaro de Bazán, desembarcó en Vila Franca do Campo y ahorcó a ocho centenares de franceses y portugueses. En una cultura cerrada, los agravios históricos ayudan a cimentar la cohesión y sobre los mitos patrioteros se tejen las identidades. “Antes morrer livres que vivir sujeitos” es el lema del escudo de esta región ultraperiférica de UE y sobre esa idealización puede explicarse la supuesta inquina a lo español. ¿Qué tenemos que ver los ciudadanos del presente con las atrocidades cometidas por las clases dominantes del pasado? Lo notas ya en la oficina de turismo del aeropuerto, cuando el tono amable del informador cambia al hablar con otro compañero de dos españoles que no han sido recogidos, cuando en la delegación de Ponta Delgada solo uno de los cuatro empleados habla español, cuando un guía de los avistamientos no continua con su explicación detallada cuando pregunta por tu nacionalidad...Los prejuicios siguen incrustados en la mentalidad global. 
     Intentas captar las diferencias en las costumbres, en el aspecto físico, en los modos de vestir en las maneras de relacionarse, en lo aparente, por supuesto. Concluyes que el aislamiento de los isleños ha marcado cierta endogamia y que un tipo humano predominante, lo que antes se diría fenotipos o unos rasgos físicos, son mayoritarios. Así, los hombres suelen ser enjutos, de piel morena mate, con narices rectilíneas y voluminosas y ojos pequeños, mientras que en las mujeres de todas las edades, la obesidad y los dientes superiores sobresalientes son rasgos comunes.
     El gusto por hacer pic-nic  y barbacoas en los numerosos merenderos o merendarios es un hábito muy extendido por toda la isla. En todos estos recintos abiertos  aprovechando un manantial cercano o unas vistas privilegiadas, ves en los días festivos a las familias reunidas en torno al yantar y la botella de vino en la consciencia del disfrute de un medio natural que compense la lejanía y el aislamiento.
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     Muy temprano me despertaron los ladridos y llantos de la pareja de perros de la azotea cercana. La amenaza de lluvia había ennegrecido el último cielo de la noche y en la conciencia volaban trastornados pájaros negros de una fecha de julio marcada a fuego en el tapiz de la memoria. La lluvia no dejó de caer durante el desayuno y nos acompañó en el primer tramo del recorrido hasta Feteiras, una localidad incrustada en una estrecha ribeira, de huertos cuidados y casitas con portales de influencia inglesa. Tomamos el autobús de la línea regular que, cumpliendo su función de servicio hace parada en todas las freguesías; el trayecto es largo pero a cambio da posibilidad de observar los modos de los paisanos en sus desplazamientos rutinarios desde la capital; isleños pobres de ropa ajada y mirada triste en su mayor parte. Los macizos de hortensias ya nos son habituales en cada curva. Al salir de Candelaria, la lluvia cesó y entre el océano y la costa, un arcoiris completo fue un signo de tránsito a la esperanza para el sacro compromiso de apurar la vida desde una ausencia.
     En el ascenso desde Ginetes hasta el cráter de Sete Cidades, la caldera más extensa del archipiélago,  la orografía se vuelve adusta y el bosque atlántico se impone majestuoso. A pesar de su pomposo nombre no se aprecia un núcleo central en la modesta freguesía que se extiende en largas calles de viviendas aisladas y silencios rotos momentáneamente por los ladridos de aviso de los perros guardianes. Volvió a acompañarnos la lluvia en las riberas del Lagoa Azul y del Lagoa Verde como las lágrimas míticas de la leyenda del último encuentro de amor entre la princesa y su amante que tiñeron de nostalgia. La melancólica mañana nos acompañó en el largo paseo por sus riberas encajonadas en las altas paredes cubiertas de bosques de laurisilva y de manchas de prados con las sempiternas vacas, en pacentes asambleas o en solitarias meditaciones bovinas, que triplican la escasa población de uno de los paisajes más impactantes. Un almuerzo pobre de bufet libre fue la excepción por la mala calidad de la oferta en una mesa compartida en uno de los pocos restaurantes de la zona. Lágrimas contenidas y un instante de acritud no ayudaron a olvidar el pobre yantar de esa jornada de claroscuros en el cielo y en los adentros.  
     ¿Cómo no cumplir con la referencia gastronómica? No se viaja para comer pero sin  duda la comida forma parte del descubrimiento del viaje. Y si la cocina portuguesa es simple y basada en productos de calidad, la cocina azoriana acentúa su carácter en la riqueza de la producción autóctona, en el sabor de la vaca feliz, en la diversidad del pescado, en la elaboración de los postres donde cabe señalar la intensidad de la piña propia, idea del prócer Do Cantos o en los más sesenta tipos de quesos... De todos los establecimientos gastronómicos de Ponta Delgada, repetimos la cena en uno, el  restaurante Sao Pedro, el mejor bacalao que he probado en mi vida, con una elaboración que llega a la emoción si no has desesperado por la tardanza del servicio, más que tardanza, mimo y ritmo isleños, mientras degustas un blanco original de tierras volcánicas de la isla de Pico en un ambiente de decoración provinciana con intentos figurativos posmodernos. No es barato pero merecieron las esperas en las dos visitas. Mención obligada en esta crónica requiere el restaurante Tronqueira en la Villa del Nordeste, la sorpresa del concelho  más pobre y cuidado que nos deparó el tercer recorrido por la costa más abrupta y menos desarrollada de la isla.
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     Más de dos horas y media dura el trayecto desde Ponta Delgada en autobús regular  que recorre  ochenta kilómetros de entradas y salidas por las riberas de altos bosques, con tramos de carretera de una sola dirección donde los vehículos han de guardar el paso, para llegar al Nordeste como es conocido unos de los pueblos más coquetos de la isla. El cenador de la plaza principal, el puente de Los siete arcos o la iglesia matriz fueron los únicos lugares que pudimos visitar por la duración del  viaje. Iglesias barrocas de poco interés, con imágenes de una ingenuidad rayana en el ridículo. Pomposas flores de plástico en torno a las peanas de los santos patrones. Iglesias, signos evidentes de la arraigada liturgia católica en la cultura azoriana, espacios idóneos para el descanso del mediodía. La vista de la costa más agreste, de las profundas hondonadas, de las escarpadas paredes de las que cuelgan viviendas de acceso difícil y las abundantes cascadas de aguas cristalinas, compensaron el tiempo de la larga sentada de la ruta. Pero en el paisanaje aprecias señales del subdesarrollo que no imaginas si no has hecho del autocar tu mirador de gentes. Descuido en el aseo, mujeres jóvenes obesas con la dentadura descuidada, ancianos con ropas raídas y la mayor proliferación de niños y adultos con taras mentales que al menos en ese día bajaron y subieron del desvencijado autobús de línea. Llama la atención la pobreza de algunas freguesías, especialmente la que te escupe en la cara en Fenais da Ajuda. Quizás sea la zona menos  conocida y la naturaleza mejor conservada. Si te remites a la contrariedad manifiesta del empleado de la oficina de turismo de la capital ante el interés por usar el transporte público para conocerla puedas encontrar la causa. Viajar para enriquecerse y para ver algunas aristas de la poliédrica realidad ajena en  el parco tiempo del turista más allá de los circuitos designados por la industria de masa de la que eres parte. Si intentas impregnarte de cualquier detalle, si olvidas prejuicios e incomodidades, el viaje sigue acrecentando el interés.
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    Con las tres cuartas partes de la isla recorridas nada mejor que adentrarse ocho millas en el océano para tener una visión diferente de la isla desde un barco dedicado al avistamiento de cetáceos. El paseo más barato y el barco más marinero, con capacidad para cincuenta pasajeros perteneciente a la familia Da Costa, el Moby Dick Tours, fue la opción elegida y resultó satisfactoria. Delfines pintados y de cuello de botella acompañan a la embarcación cuando hace círculos para provocar olas en las aguas tranquilas de la mañana. Energía desbordante y elegancia en sus saltos. Un tiburón martillo también ofreció el tenebroso perfil de su aleta unos minutos. La imponente visión de cuatro grandes cachalotes hembras y sus dos crías, llega tras un tiempo indeciso de cambios de rumbo hacia las zonas de posibles avistamientos. El inmenso lomo gris de estos animales que pueden llegar a medir dieciocho metros y alcanzar las cuarenta toneladas, impone en sus lentos movimientos. La solemne inmersión con un golpe de cola hacia las profundidades en busca de su alimento es inolvidable. Un golpe con el que Melville fue mucho más allá en su metafórica visión del mal encarnado en el enemigo blanco del capitán Ahab. Bendita literatura.   
     Vuelves al puerto en la última jornada micaelense con el anuncio del final del viaje en el ánimo. Tiempo de mirar atrás, a lo vivido, a lo enfrentado con lo real, a lo aprendido en la convivencia en ese tiempo acotado frente a lo cotidiano de los que viajan juntos. Desde la llegada con un día de retraso a este momento de comida silenciosa frente a la bahía, te preguntas cuánto has podido captar de la idiosincrasia de esta ciudad atlántica y de esta isla privilegiada. Revives sensaciones, el penetrante olor sulfuroso de las furnas, el sabor ferruginoso de las fuentes, el tacto de papel de la corteza de la melaleuca importada desde Australia al jardín botánico de don José do Cantos, los descubrimientos de plantas, los bosques de bambú chino o tailandés, los helechos arborescentes, tantos paisajes verdes en la memoria de tu retina, los paseos por sus aceras de mosaicos marinos, las noches de música al aire libre en la plaza del Concelho a la luz azul del arcángel, los sones de la agrupación musical micaelense en su edulcorada versión de The Wall, los rasgueos de guitarra y la potente voz de un grupo de rock al día siguiente en la misma plaza ante un público hierático y silente, las omnipresentes hortensias de sus laderas, la sobrecogedora belleza de sus calderas...Y vives en el afán en las búsquedas.
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     Un sueño inquieto condicionó el corto descanso de la última noche. A las 5:30 debían recogernos para el traslado al aeropuerto y una vez más, la agencia operadora incumplió su compromiso. Llamadas telefónicas a teléfonos desatendidos, negociación con el conductor de otro autobús media hora más tarde. Vuelta a la precipitación para el chequeo del embarque y para el pase indigno por los detectores absurdos de los aeropuertos.
      El vuelo salió puntualmente, casi un caso exótico. Hacinamiento en las estrecheces del avión y pronto queda atrás el perfil de la isla verde. Llevo mal el trato indigno a los pasajeros, las miradas inquisidoras de los vigilantes del orden y la sensación de ser mercancía de traslado masivo por los aires.
       De la funcional Terminal 1 del aeropuerto de Lisboa a la decadencia de La Estación Intermodal de Oriente hay poca distancia pero demasiada brecha social. Ni veinte años lleva en funcionamiento esta obra de Santiago Calatrava, como muestra clara de la anti arquitectura basada en la mentira y en lo inútil. La pobreza empleada en los materiales, la degradación de sus instalaciones en solo dieciocho años y la falta de comodidades hablan con claridad de la aportación de este personaje a la obra pública. Estructuras grandilocuentes signos de un tiempo periclitado antes de la crisis. Un breve paseo por el infrautilizado Parque de las Naciones de la última exposición universal del siglo XX y un miserable aperitivo en el centro comercial Vasco de Gama para calmar el hambre, antes de  la incómoda espera del autobús de vuelta. Un centro comercial al que acude la población del cinturón de pobreza de los barrios circundantes para hacer del consumo la meta, para llenar la andorga con comida basura y seguir comprando. Lejos, muy lejos la Lisboa misteriosa y admirada de esta periferia deprimente.
    El autobús hasta Sevilla, proceden de O Porto  llega con retraso. La estresada conductora, española cercana a la sesentena, con un pasado de camionera, se presenta a los pasajeros como Ms. Maribel en un jocoso spanglish. A lo largo del viaje no dejará de hacer comentarios macerados en el supuesto gracejo andaluz y no parará de hablar con un compañero conductor que viaja a escondidas de la empresa y  ha de refugiarse en la cámara del vehículo cuando haga paradas oficiales. Maribel maneja con soltura el vehículo y con impudor hace gala de su experiencia profesional con el variopinto conjunto de pasajeros. Jóvenes mochileros, una pareja de turistas coreanos, un par de ingleses octogenarios y otros tipos diversos conforman un grupo dispar que completa un marginado de mediana edad. Gorra de la selección portuguesa de fútbol, pulseras de cuero hasta los codos, mazorcas de llaves en la cintura y al cuello, bolsas y bolsos de manos. Ha estado recogiendo colillas para distraer la espera y al subir al autobús, tras mantener su primera discusión con Maribel por la vigencia del billete ha inundado el vehículo con un insoportable olor a suciedad y  a orines. A lo largo del trayecto tarareará con descompás,  hará sonar una trompetilla, emitirá ronquidos estentóreos y reclamará la atención con cualquier exabrupto. La Iberia bizarra y cruel en su esplendor viajero. El empeño en el transporte público más popular no deja de alumbrar la pluralidad de tus semejantes en nuestra compleja sociedad global.
    A las diez de la noche, la conductora anunció el destino final. En Sevilla la noche  no era muy calurosa y un viento de levante persistía extrañamente. Las Azores, jardín del Atlántico, seguirán generando leyendas sin ser el fin del mundo ni de las palabras a pesar de Raúl Brandao.

                                            
                                                                  Sevilla, 15 de agosto de 2016