DE LA ISLA VERDE Y DE ALGUNOS CONTRATIEMPOS
...que acoge el fin del mundo y las palabras
Raúl Brandao
El archipiélago de Las Azores es la meta,
mas la disponibilidad de fondos solo hará posible la visita a su isla más
extensa, Sao Miguel, la isla verde, en la que se encuentra la capital de la
región autónoma portuguesa, Ponta
Delgada, ubicada en una bahía de la costa sur que no llega a los setenta mil
habitantes. Esa ciudad, de calles silenciosas, de acerados con mosaicos de
naves, estrellas de mar y anclas, de grecas de teselas de basalto negro, de
plazoletas con parterres y hortensias cuidadas con mimo, será el centro de la
estancia. Una ciudad provinciana que solo desde unas décadas atrás recibe a un turismo europeo de la tercera edad y que
aún no ha perdido del todo el signo de su aislamiento. Su hijo más ilustre, el
poeta romántico y prudhoniano Antero de
Quental se descerrajó dos tiros en la boca sentado en un banco anejo al muro
del convento de la Esperanza que aún se conserva, marcado por la escueta
silueta azul de un ancla pintada en la parte alta del muro blanco del oratorio.
Hasta tres bustos, una placita y una avenida principal le dedica la ciudad. No
dejarás de visitar el lugar desde el que se despidió el micaelense progresista.
Un oscuro motivo para añadir al acercamiento a las míticas “Islas Azui” citadas
en pergaminos medievales. Envueltas en brumas sus cumbres, escondidos sus
verdes, tierras de imposibles azores y de improbables milanos, tierras del fin del mundo pequeño del primer milenio
para visitar en el tercero.
Dos semanas antes de la partida el afán de
recogida de datos se acentúa. La preparación del viaje es parte ya del mismo,
el buscar información, hacerse con una guía,
ojear páginas y páginas en la red sobre el archipiélago y sobre la isla,
sobre su gastronomía, los platos tradicionales, los productos desconocidos como
el inhame, batata de origen africano cultivada en la zona de Furnas, la
preparación del bife regional, los vinos azorianos, curiosidades para el paladar,
interés por nuevas psicogeografías, su economía, la historia, la situación
política, las tradiciones, las creencias... todo es válido para conformar un
corpus previo para contrastarlo después con la realidad que, inaprensible y
fugitiva, solo apreciará en una mínima porción. Lo sabe, pero la ilusión por el
acercamiento a lo desconocido posible sigue siendo un fuerte impulso para
aceptar y vivir el rito del viaje. Un paseo virtual por los lugares
imprescindibles del destino para suponerte allí. En el Lagoa do Fogo, en el Lago azul y el Lago verde, para aprender, para
poder contar el origen mítico del color de sus aguas engendradas por el llanto
de la princesa Antilia, de ojos azules, y por las de su pastor amante de ojos
verdes, en el último encuentro de despedida ante sus forzados esponsales
regios. Y en el proceso de búsqueda de referencias literarias emana del magma
difuso de sus volcanes, La dama de Porto
Pim, conjunto de textos de Antonio Tabucchi en el horizonte literado. Al
poco te haces con un ejemplar que lees con la avidez del sediento y que
disfrutas en tu banco preferido frente al estanque mayor del parque sevillano,
entorno cotidiano de tus veranos en una mañana para componer haikus en un
instante de frescura y vida.
A una semana de la partida, te comunican
desde la agencia de viajes que el vuelo se ha anulado sin dar explicaciones.
“Nunca la empresa en cuestión había fallado en más de veinte años” te dice la
azorada joven que según sus palabras “envejece cada verano” por el estrés
consecuente de tan ingrata labor.
Las Azores, de momento, se alejan.
La industria del turismo de masas, aunque
sea una redundancia, empieza a romperse en sus costuras, demasiada avaricia en
las ganancias para transportar a gente de acá para allá, en aviones cada vez más sobreexplotados con el ardid de
la exposición de lo local imposible en este tiempo homogeneizado como nunca
antes se dio. Se imponen nuevas gestiones para conseguir hacer el viaje, aun
abusando del exceso de horario de la amable joven a la que le ha caído ese
marrón. La quimera del descubrimiento se
esnafra en una noche de viernes estíado.
Tomaremos un autobús hasta Lisboa y al día
siguiente en la noche volaremos desde su aeropuerto hasta Ponta Delgada en una
de las compañías más desprestigiadas dentro del desolador panorama del
transporte aéreo, de las llamadas de bajo coste y conocida por los altos
niveles de indignación de sus usuarios. Sin embargo, el objetivo se mantiene.
La ciudad blanca se incorpora así al proyecto. Pasear un día por La Baixa, por
Alfama o el Barrio Alto y respirar el
aire de Olisipo cuatro años después no es precisamente un castigo. Mi última
visita fue a solas, ahora vuelvo con la mejor compañía. Llegar a Sao Miguel en la
madrugada nos impedirá ver desde el cielo la isla pero nos habrá permitido
disfrutar de una jornada lisboeta y patear por sus aceras empedradas y
ondulantes.
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El
autobús cubre la línea Málaga-Oporto con un solo conductor. Más de la mitad del
pasaje son orientales. Monotonía de aire acondicionado y musiquilla de consumo
de fondo. El viaje toma realidad, al fin en marcha. Más de 37º en el exterior.
Primera parada en la estación de Huelva, sucia y descuidada, en Tavira, esa
Marbella portuguesa frustrada que quiso ser la
Albufeira y que ha quedado en una gran urbanización modesta para
alquileres de turistas con poco recursos y en una estación de servicio a dos
horas y media de la capital. De las suaves ondulaciones del sur al paisaje de
dehesas del Alentejo hasta entrar a Lisboa por el Puente 25 de abril en una
tarde dorada con la luz lisboeta en sus ojos.
El
hotel, junto a Marqués de Pombal en la avenida da Liberdade, no es más que un
establecimiento concebido para el alojamiento masivo, aséptico, pulcro, vulgar.
En la noche lisboeta, la presencia de
marginados ha crecido, dormidos sobre los bancos, enterrados en harapos,
despojos y testimonio de una sociedad
desequilibrada. A la vuelta a la habitación nos enteramos de un grave atentado
en Niza durante la celebración del 14 de
julio que alcanzó más de ochenta víctimas en el país galo. Como en el anterior
viaje a Florencia en la pasada primavera, otra masacre nos recuerda la
imprevisibilidad del horror en la cotidianeidad
global. Primera noche inquieta, acosada por el ruido del tráfico de la
avenida y por las imágenes de la masacre que seguirán incidiendo en las mesas
del “pequenho almorço” en el atestado restaurante del establecimiento
hostelero.
El disfrute de la cocina portuguesa en la
Casa do Alentejo nos repone de la
larga caminata desde las puertas de la ciudad, dos columnas inmersas en las
aguas del estuario que culminan la simbología masónica de la espectacular Praça do Comèrcio y el
recuerdo de Pessoa al pasar por el restaurante Martinho da Arcada en el que tantos tragos y versos trasegó el
poeta de tantas miradas heterónimas, hasta las callejuelas del barrio de Alfama
en un proceso de mejora paulatino evidente. Sus habitantes viven hacinados en
viviendas pequeñas y alguna casi en ruinas aún ante las que deambulan grupos de
turistas para cumplir el rito de la foto impertinente y suponer acaso el
imposible conocimiento de una realidad fugitiva de la pobreza hoy y de la
absoluta marginación ayer. El local, elegido por recomendación amiga, es una
muestra del alma sosegada y triste de la cultura lusitana en torno a un patio
cuadrangular, con arcadas de medio punto y cuidadas palmeras de macetas,
inundado por la luz única de esta ciudad. En la segunda planta se disponen dos amplios salones y grandes
lámparas de lágrimas. Sus altas paredes, decoradas con falso azulejo portugués
y escenas idílicas de la vida rural de la región central, envuelven en un aire decadente a los comensales. La mejor
expresión de esa Lisboa recóndita se encarnó en la triste figura decimonónica
del bigotudo y silencioso camarero que nos sirvió. Después de pasear por el
Chiado y el Barrio Alto, inundado de turistas como tú, bajo un sol de castigo
del que escapamos un rato en el frescor de la iglesia de San Roque, frente al
recargado altar barroco y bajo la mirada extrañamente idea de una Santa Isabel
inspirada en alguna Diana cazadora, nos dispusimos para coger el autobús en
Pombal y llegar con unas horas de antelación a la Terminal 2 del aeropuerto, la
antigua, del que debía partir el avión a las diez y veinte.
Más cayó la tarde y llegó la noche. Colas
interminables de viajeros de verano, masificación y pocos asientos en un
espacio reducido y muy vigilado. Cruzas pasillos desangelados hasta la zona de
embarque para sufrir el chequeo del equipaje y mostrar ante el vigilante la
inofensiva carga de tu maleta. Industriosa parafernalia de la sacrosanta
seguridad colectiva a la que has de someterte para conseguir un estrecho
asiento en una cabina abarrotada. Tiempo de espera para el que vas preparado,
son muchas horas ya las vividas en estos no lugares que todos quieren dejar
como un trámite imprescindible hasta el destino. La espera se alarga más de lo
previsto, no hay explicación alguna sobre el retraso, partirá en una hora, anuncia
el abrumado trabajador de la dichosa compañía ante una masa de viajeros que ni
siquiera manifiesta educadamente su insatisfacción. Se anuncia por megafonía
que el vuelo partirá a las doce. No fue así. Nuevo plan, los pasajeros seremos
distribuidos por hoteles para coger un vuelo a las nueve de la mañana
siguiente, a las diez después...Trasladados en dos autobuses de pista hasta la
Terminal 1 a la una de la madrugada. El grupo cercano a las doscientas personas
sigue los pasos de una azafata de tierra por las largas instalaciones de la
nueva terminal. No hay preguntas, no hay protestas, el camino se hace largo.
Entiendes como puede dirigirse a una masa contra sí misma, si recurres a motivaciones
individuales. La teoría de la bala mágica disparada hacia el sueño vacacional. Soportas
un cólico y la descomposición que te aflige te lo hace interminable. El verde
moriturus de tu rostro reflejado en los escaparates de las tiendas de moda de
la moderna terminal durante la marcha procelosa, detrás de la guía, lo
atestigua. Denigrantes escenas de asaltos a los autobuses de recogida en un
quítate tú para ponerme yo. Pasan las dos de la madrugada cuando aún hacemos
cola ante la recepción de un hotel impersonal de la zona de Ordelas para que
nos sea adjudicada la habitación imprevista. Breve descanso para desayunar a
las seis y media porque vendrán de nuevo a recogernos una hora después. El
autobús no llegó a tiempo y se impuso el taxi. Tras sufrir una musiquilla
machacona durante tres cuartos de hora ubicados en los exiguos asientos de la
aeronave que no sólo golpea tus oídos sino que resuena en la poca dignidad de
pasajero que te resta, se inicia el despegue. Probablemente sea la última vez
que coges un vuelo en estas condiciones. Pasada la hora del almuerzo llegas al
pequeño aeropuerto Joao Paulo II. Los viajeros caminan por la pista hasta la
terminal que más parece una amplia estación de autobuses. Los reencuentros
familiares en el retorno vacacional es lo más señalado. Un día más tarde de lo
previsto, un largo retraso, un problema añadido, una nueva espera porque la
empresa encargada del traslado al hotel tampoco aparece. Bien, estás de viaje,
has llegado a Sao Miguel, pronto descansarás en el hotel del destino final. Sé
optimista, has llegado aquí por placer y por afán de goce. Olvida los
contratiempos del transporte y disponte a conocer la isla verde. Los sinsabores
del turista forman parte de esta industria de quimeras.
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¿Serás capaz de acercarte a lo que llaman
la insularidad, quedarán rasgos palpables de la endogamia propia de sus
habitantes? Sí que has comprobado ya un rasgo común a las poblaciones isleñas: la parsimoniosa calma con que se
desenvuelven.
La gran fachada del hotel, con arqueadas
terrazas frente a la bocana del puerto, construida según los modos ochenteros
para un turismo pseudocontemplativo, con vistas al mar, confirma la falsedad de
las imágenes publicitarias que habías
visto en la red. En recepción te ofrecen la habitación reservada, que
está en un lateral, si quieres una frontal has de pagar un extra de doce euros
al día. Empezamos mal. Desde la habitación adjudicada también se ve el mar y
los picos montañosos del interior. No vienes a quedarte en la terraza
contemplativa. En la habitación, muebles ampulosos y una sufrida moqueta tradicional, base de tantos restos
corporales reñidos con la higiene. Bañera ajada con agarradera para la tercera
edad y la luz de un tubo fluorescente sobre el espejo a la que habrás de
sobreponerte cada mañana para convencerte de que la imagen que te devuelve no
es real. Convencerte de que no es real el color verdoso de tu cara, de que las
bolsas que cuelgan de tus párpados no pueden ser tan exageradas, convencerte en
fin de que la grisura de tu cuerpo es una alucinación óptica propia de esta
isla volcánica. Quizás sean efectos sulfurosos de sus aguas. En la primera
mañana bajas al restaurante con vistas, prometiéndote un delicioso pequenho almorço con la calidad de los productos naturales
micaelenses, pero el bufé, dispuesto bajo una pomposa lámpara de prismas de
acetato no cumple las expectativas. La excelente fruta, propia de esta reserva
agrícola, parece adquirida en un supermercado de gran cadena. El té verde es
autóctono, Gorreana, O chá das Açores, suave
y de un aroma delicado, merece la pena. Es el único lugar de Europa en el que
se cultiva y a su fábrica, activa desde 1883, acudiremos de visita previsible y
circuitada. Pero ¡ay dolor! las tacitas para desayuno son tan pequeñas que has
de acudir una y otra vez a llenarlas de agua caliente. Bien, cuestiones nimias,
no vayas a hundirte en el desánimo. No observes demasiado a los huéspedes en su
mayoría mayores rebelados contra su condición, empeñados en vivir lo que en sus
años mozos no pudieron, disfrazados de jóvenes deportistas con suntuosos
complementos incorporados. Llegará la noche, la cama es grande y digna, pero
¡oh sorpresa! todo el sistema de refrigeración del edificio se ubica encima de
la habitación adjudicada, está en la última planta. Bien, intentas conciliar el
sueño e ignorar el pertinaz zumbido. Cuando ya los has conseguido, los llantos
de un par de lastimeros canes ejercerán de gallos cada madrugada, puntualmente
a las cinco menos diez. Así, mal dormido, empiezas la jornada de turista....
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En el traslado desde el aeropuerto habíamos
convenido un recorrido regular por el centro de la isla con la operadora
turística que, por carambolas de su ineficacia, conseguimos hacer a solas en
una furgoneta con Miguel, el mejor guía de la isla según otros compañeros.
Durante las siete horas compartidas no dejó de responder a todas las preguntas
y de ofrecernos cualquier información esforzándose en la vocalización más
ortodoxa del portugués continental, aunque los matices de pronunciación
francesa del habla micaelense escapaban en su prolijas disertaciones sobre su
querida isla. Desde la formación geológica de la mayor isla del archipiélago,
de su origen volcánico, de su extensión y de sus medios de vida hasta las
romerías tradicionales de agradecimiento por la supervivencia de la última
erupción volcánica allá por 1522. Fue un privilegio contar con alguien que ama
su tierra y que cumple dignamente su trabajo.
Dejamos las calles desiertas de Ponta
Delgada para acercarnos al norte, a Ribeira Grande, la tercera ciudad en
importancia de la isla. Con su presencia violeta, los plantones de hortensias
delimitan los prados y las huertas en sustitución de los linderos de piedra de
otras latitudes, marcan las cunetas y acentúan la diversidad de verdes en este
cuidado jardín en medio del Atlántico. Jardín, bosques, vacas que pacen felices
según pregonan los escasos carteles publicitarios de la isla, para dar la mejor
leche. Vacas dispersas por los prados y en las escarpadas lomas, ordeñadas in situ, rumiantes pacíficas en idílicas
asambleas entre cercados de hortensias. Como Aerovacas era conocida entre los
paisanos la primera pista de aterrizaje del archipiélago, “porque había que
retirarlas cuando llegaban los aviones”. Humor azoriano. Un acueducto del XVIII
y un sistema de riegos paralelo a la ribeira que da nombre a la villa
caracterizan este enclave. Una visita añadida a una tienda de licores típicos
nos da una idea del la estética popular en sus botellines de mil sabores y baja
calidad. Los jinetes de la fiesta del Santo Cristo, las damas del capote y los
míticos cazadores de ballena en miniaturas de cerámica y vidrio para reforzar
la oferta al incipiente turismo.
Merecen la pena los contratiempos del viaje
para gozar en esta mañana del aire limpio y de los cielos trepidantes de luces
que enmarcan una geografía única, engendrada a golpe de erupciones en cráteres o caldeiras que hoy acunan lagos de
esplendorosa belleza. Quizás el más fascinante sea O Lagoa do fogo, que te
confirma que la experiencia directa de la naturaleza no puede ser traducida en
píxeles. Silencio, viento, aromas de lavanda, humedad gris. Hubo suerte en la
elección del día, las nieblas, que frecuentemente impiden la visión de este
lago azul en el centro de la isla, no aparecieron. Y dejando al este la sierra
de Água de Pau, volvimos a la costa sur hasta La Caloura para hacer una parada
en el Miradouro do Pisao antiguo lugar de avistamiento para la caza de ballenas
para imaginar el monótono trabajo de los avistadores prestos a dar aviso de
su paso. De ahí hasta Vila Franca do Campo, la segunda ciudad
micaelense y primera capital, abandonada y repoblada tras la última erupción
del siglo XVII.
Los parajes de subida hasta O Lagoa das Furnas, un lago de aguas
amarillas en la zona este por la cantidad de azufre de su lecho ya anuncian la
actividad volcánica con hilillos de vapor que emanan desde los terrenos
aledaños. La estampa de una capilla neogótica en la ribera oeste, Nuestra
Señora de la Victoria, erigida por el terrateniente José do Cantos en 1886 y en
la que están enterrados su esposa y él mismo, aporta un toque disneyliano al
paisaje de esta caldera. Curioso personaje este don José, poseedor de la
colección más importante de la obra de Camoens, industrial y agrónomo, titular
y propietario del importante Jardín Botánico de
Ponta Delgada con un pasado digno de ser novelado por sus
contradicciones ideológicas y sociales. Una
vez cumplido el rito previo de la asistencia a la extracción de las
ollas, y su transporte comunitario ante el coro de turistas de rigor se impuso la insólita pitanza.
Solo después de degustar el sabor único
del Cozido das Furnas, en el
restaurante Tony's o en cualquier otro del pueblo, entenderás la teluria de un
subsuelo en permanente actividad por su condición fronteriza entre las tres
grandes placas tectónicas del hemisferio norte. Gallina, ternera, cerdo,
chorizo, morcilla, tocino, patata, inhame, repollo, col y zanahoria constituyen
los ingredientes que, enterrados en altas hoyas de cincuenta litros o
panelas durante seis horas en las
calderas de la orilla este del lago adquieren un regusto sulfúrico inolvidable
al paladar. Para la digestión de tan calórico plato nada mejor que ir catando
las aguas sulfúricas, ferruginosas o gaseadas de los más de veintes caños
ubicados alrededor de los géiseres en la misma localidad. Géiseres y calderas nominados con los múltiples nombres del
Maligno, desde la más caliente, la de Pêro Botelho a la de Asmodeus para
recordar la influencia del amenazante infierno concebido por la iglesia
católica allá en las entrañas de la Tierra.
La visita al jardín botánico Terra Nostra
con sus más de doscientos años y plantas de todos los continentes,
aclimatadas a la benignidad del clima oceánico, fue otra ocasión más de
disfrute en la exuberancia de su vegetación irrigada por lagunas de aguas
volcánicas. Un estanque de agua sulfurosa a 37ºC abierto al baño ante la
mansión del siglo XVIII erigida por el primer cónsul de EE.UU. en el
archipiélago, deparó una agradable sorpresa. Mr. Hickling no eligió mal su
residencia de verano.
Más allá de las frases de rigor con la
recepcionista del hotel, la elección de los platos en los restaurantes o la
petición de información en la oficina de turismo, poco puedes contactar con la
población autóctona y en este caso no solo por la barrera del idioma, en una
sociedad en la que el inglés es lengua vehicular y que no acabas de conocer. La
población micaelense es bastante cerrada con el turista y sin caer en tópicos,
algo queda del desprecio hacia los españoles en el imaginario azoriano. En la
guerra de sucesión al trono portugués sucedida en 1583 entre Antonio I de
Portugal y Felipe II de España, tras una larga batalla, Álvaro de Bazán,
desembarcó en Vila Franca do Campo y ahorcó a ocho centenares de franceses y
portugueses. En una cultura cerrada, los agravios históricos ayudan a cimentar
la cohesión y sobre los mitos patrioteros se tejen las identidades. “Antes morrer livres que vivir sujeitos”
es el lema del escudo de esta región ultraperiférica de UE y sobre esa
idealización puede explicarse la supuesta inquina a lo español. ¿Qué tenemos
que ver los ciudadanos del presente con las atrocidades cometidas por las
clases dominantes del pasado? Lo notas ya en la oficina de turismo del
aeropuerto, cuando el tono amable del informador cambia al hablar con otro
compañero de dos españoles que no han sido recogidos, cuando en la delegación
de Ponta Delgada solo uno de los cuatro empleados habla español, cuando un guía
de los avistamientos no continua con su explicación detallada cuando pregunta
por tu nacionalidad...Los prejuicios siguen incrustados en la mentalidad
global.
Intentas captar las diferencias en las
costumbres, en el aspecto físico, en los modos de vestir en las maneras de
relacionarse, en lo aparente, por supuesto. Concluyes que el aislamiento de los
isleños ha marcado cierta endogamia y que un tipo humano predominante, lo que
antes se diría fenotipos o unos rasgos físicos, son mayoritarios. Así, los
hombres suelen ser enjutos, de piel morena mate, con narices rectilíneas y
voluminosas y ojos pequeños, mientras que en las mujeres de todas las edades,
la obesidad y los dientes superiores sobresalientes son rasgos comunes.
El gusto por hacer pic-nic y barbacoas en los numerosos merenderos o merendarios es un hábito muy extendido
por toda la isla. En todos estos recintos abiertos aprovechando un manantial cercano o unas
vistas privilegiadas, ves en los días festivos a las familias reunidas en torno
al yantar y la botella de vino en la consciencia del disfrute de un medio
natural que compense la lejanía y el aislamiento.
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Muy temprano me despertaron los ladridos y
llantos de la pareja de perros de la azotea cercana. La amenaza de lluvia había
ennegrecido el último cielo de la noche y en la conciencia volaban trastornados
pájaros negros de una fecha de julio marcada a fuego en el tapiz de la memoria.
La lluvia no dejó de caer durante el desayuno y nos acompañó en el primer tramo
del recorrido hasta Feteiras, una localidad incrustada en una estrecha ribeira,
de huertos cuidados y casitas con portales de influencia inglesa. Tomamos el
autobús de la línea regular que, cumpliendo su función de servicio hace parada
en todas las freguesías; el trayecto es largo pero a cambio da posibilidad de
observar los modos de los paisanos en sus desplazamientos rutinarios desde la
capital; isleños pobres de ropa ajada y mirada triste en su mayor parte. Los
macizos de hortensias ya nos son habituales en cada curva. Al salir de
Candelaria, la lluvia cesó y entre el océano y la costa, un arcoiris completo
fue un signo de tránsito a la esperanza para el sacro compromiso de apurar la
vida desde una ausencia.
En el ascenso desde Ginetes hasta el
cráter de Sete Cidades, la caldera más extensa del archipiélago, la orografía se vuelve adusta y el bosque
atlántico se impone majestuoso. A pesar de su pomposo nombre no se aprecia un
núcleo central en la modesta freguesía que se extiende en largas calles de
viviendas aisladas y silencios rotos momentáneamente por los ladridos de aviso
de los perros guardianes. Volvió a acompañarnos la lluvia en las riberas del
Lagoa Azul y del Lagoa Verde como las lágrimas míticas de la leyenda del último
encuentro de amor entre la princesa y su amante que tiñeron de nostalgia. La
melancólica mañana nos acompañó en el largo paseo por sus riberas encajonadas
en las altas paredes cubiertas de bosques de laurisilva y de manchas de prados
con las sempiternas vacas, en pacentes asambleas o en solitarias meditaciones
bovinas, que triplican la escasa población de uno de los paisajes más
impactantes. Un almuerzo pobre de bufet libre fue la excepción por la mala
calidad de la oferta en una mesa compartida en uno de los pocos restaurantes de
la zona. Lágrimas contenidas y un instante de acritud no ayudaron a olvidar el
pobre yantar de esa jornada de claroscuros en el cielo y en los adentros.
¿Cómo no cumplir con la referencia
gastronómica? No se viaja para comer pero sin
duda la comida forma parte del descubrimiento del viaje. Y si la cocina
portuguesa es simple y basada en productos de calidad, la cocina azoriana
acentúa su carácter en la riqueza de la producción autóctona, en el sabor de la
vaca feliz, en la diversidad del pescado, en la elaboración de los postres
donde cabe señalar la intensidad de la piña propia, idea del prócer Do Cantos o
en los más sesenta tipos de quesos... De todos los establecimientos
gastronómicos de Ponta Delgada, repetimos la cena en uno, el restaurante Sao Pedro, el mejor bacalao que
he probado en mi vida, con una elaboración que llega a la emoción si no has
desesperado por la tardanza del servicio, más que tardanza, mimo y ritmo
isleños, mientras degustas un blanco original de tierras volcánicas de la isla
de Pico en un ambiente de decoración provinciana con intentos figurativos
posmodernos. No es barato pero merecieron las esperas en las dos visitas.
Mención obligada en esta crónica requiere el restaurante Tronqueira en la Villa
del Nordeste, la sorpresa del concelho
más pobre y cuidado que nos deparó el tercer recorrido por la costa más
abrupta y menos desarrollada de la isla.
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Más de dos horas y media dura el trayecto
desde Ponta Delgada en autobús regular
que recorre ochenta kilómetros de
entradas y salidas por las riberas de altos bosques, con tramos de carretera de
una sola dirección donde los vehículos han de guardar el paso, para llegar al
Nordeste como es conocido unos de los pueblos más coquetos de la isla. El
cenador de la plaza principal, el puente de Los siete arcos o la iglesia matriz
fueron los únicos lugares que pudimos visitar por la duración del viaje. Iglesias barrocas de poco interés, con
imágenes de una ingenuidad rayana en el ridículo. Pomposas flores de plástico
en torno a las peanas de los santos patrones. Iglesias, signos evidentes de la
arraigada liturgia católica en la cultura azoriana, espacios idóneos para el
descanso del mediodía. La vista de la costa más agreste, de las profundas
hondonadas, de las escarpadas paredes de las que cuelgan viviendas de acceso
difícil y las abundantes cascadas de aguas cristalinas, compensaron el tiempo de
la larga sentada de la ruta. Pero en el paisanaje aprecias señales del
subdesarrollo que no imaginas si no has hecho del autocar tu mirador de gentes.
Descuido en el aseo, mujeres jóvenes obesas con la dentadura descuidada,
ancianos con ropas raídas y la mayor proliferación de niños y adultos con taras
mentales que al menos en ese día bajaron y subieron del desvencijado autobús de
línea. Llama la atención la pobreza de algunas freguesías, especialmente la que
te escupe en la cara en Fenais da Ajuda. Quizás sea la zona menos conocida y la naturaleza mejor conservada. Si
te remites a la contrariedad manifiesta del empleado de la oficina de turismo
de la capital ante el interés por usar el transporte público para conocerla
puedas encontrar la causa. Viajar para enriquecerse y para ver algunas aristas
de la poliédrica realidad ajena en el
parco tiempo del turista más allá de los circuitos designados por la industria
de masa de la que eres parte. Si intentas impregnarte de cualquier detalle, si
olvidas prejuicios e incomodidades, el viaje sigue acrecentando el interés.
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Con las tres cuartas partes de la isla
recorridas nada mejor que adentrarse ocho millas en el océano para tener una
visión diferente de la isla desde un barco dedicado al avistamiento de
cetáceos. El paseo más barato y el barco más marinero, con capacidad para
cincuenta pasajeros perteneciente a la familia Da Costa, el Moby Dick Tours, fue la opción elegida y
resultó satisfactoria. Delfines pintados y de cuello de botella acompañan a la
embarcación cuando hace círculos para provocar olas en las aguas tranquilas de
la mañana. Energía desbordante y elegancia en sus saltos. Un tiburón martillo
también ofreció el tenebroso perfil de su aleta unos minutos. La imponente
visión de cuatro grandes cachalotes hembras y sus dos crías, llega tras un
tiempo indeciso de cambios de rumbo hacia las zonas de posibles avistamientos.
El inmenso lomo gris de estos animales que pueden llegar a medir dieciocho
metros y alcanzar las cuarenta toneladas, impone en sus lentos movimientos. La
solemne inmersión con un golpe de cola hacia las profundidades en busca de su
alimento es inolvidable. Un golpe con el que Melville fue mucho más allá en su
metafórica visión del mal encarnado en el enemigo blanco del capitán Ahab.
Bendita literatura.
Vuelves al puerto en la última jornada
micaelense con el anuncio del final del viaje en el ánimo. Tiempo de mirar
atrás, a lo vivido, a lo enfrentado con lo real, a lo aprendido en la
convivencia en ese tiempo acotado frente a lo cotidiano de los que viajan
juntos. Desde la llegada con un día de retraso a este momento de comida
silenciosa frente a la bahía, te preguntas cuánto has podido captar de la
idiosincrasia de esta ciudad atlántica y de esta isla privilegiada. Revives
sensaciones, el penetrante olor sulfuroso de las furnas, el sabor ferruginoso
de las fuentes, el tacto de papel de la corteza de la melaleuca importada desde
Australia al jardín botánico de don José do Cantos, los descubrimientos de
plantas, los bosques de bambú chino o tailandés, los helechos arborescentes,
tantos paisajes verdes en la memoria de tu retina, los paseos por sus aceras de
mosaicos marinos, las noches de música al aire libre en la plaza del Concelho a
la luz azul del arcángel, los sones de la agrupación musical micaelense en su
edulcorada versión de The Wall, los
rasgueos de guitarra y la potente voz de un grupo de rock al día siguiente en
la misma plaza ante un público hierático y silente, las omnipresentes
hortensias de sus laderas, la sobrecogedora belleza de sus calderas...Y vives
en el afán en las búsquedas.
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Un
sueño inquieto condicionó el corto descanso de la última noche. A las 5:30
debían recogernos para el traslado al aeropuerto y una vez más, la agencia
operadora incumplió su compromiso. Llamadas telefónicas a teléfonos
desatendidos, negociación con el conductor de otro autobús media hora más
tarde. Vuelta a la precipitación para el chequeo del embarque y para el pase
indigno por los detectores absurdos de los aeropuertos.
El vuelo salió puntualmente, casi un caso
exótico. Hacinamiento en las estrecheces del avión y pronto queda atrás el
perfil de la isla verde. Llevo mal el trato indigno a los pasajeros, las
miradas inquisidoras de los vigilantes del orden y la sensación de ser
mercancía de traslado masivo por los aires.
De la funcional Terminal 1 del
aeropuerto de Lisboa a la decadencia de La Estación Intermodal de Oriente hay
poca distancia pero demasiada brecha social. Ni veinte años lleva en
funcionamiento esta obra de Santiago Calatrava, como muestra clara de la anti
arquitectura basada en la mentira y en lo inútil. La pobreza empleada en los
materiales, la degradación de sus instalaciones en solo dieciocho años y la
falta de comodidades hablan con claridad de la aportación de este personaje a
la obra pública. Estructuras grandilocuentes signos de un tiempo periclitado
antes de la crisis. Un breve paseo por el infrautilizado Parque de las Naciones
de la última exposición universal del siglo XX y un miserable aperitivo en el
centro comercial Vasco de Gama para calmar el hambre, antes de la incómoda espera del autobús de vuelta. Un
centro comercial al que acude la población del cinturón de pobreza de los
barrios circundantes para hacer del consumo la meta, para llenar la andorga con
comida basura y seguir comprando. Lejos, muy lejos la Lisboa misteriosa y
admirada de esta periferia deprimente.
El autobús hasta Sevilla, proceden de O
Porto llega con retraso. La estresada
conductora, española cercana a la sesentena, con un pasado de camionera, se
presenta a los pasajeros como Ms. Maribel en un jocoso spanglish. A lo largo
del viaje no dejará de hacer comentarios macerados en el supuesto gracejo
andaluz y no parará de hablar con un compañero conductor que viaja a escondidas
de la empresa y ha de refugiarse en la
cámara del vehículo cuando haga paradas oficiales. Maribel maneja con soltura
el vehículo y con impudor hace gala de su experiencia profesional con el
variopinto conjunto de pasajeros. Jóvenes mochileros, una pareja de turistas
coreanos, un par de ingleses octogenarios y otros tipos diversos conforman un
grupo dispar que completa un marginado de mediana edad. Gorra de la selección
portuguesa de fútbol, pulseras de cuero hasta los codos, mazorcas de llaves en
la cintura y al cuello, bolsas y bolsos de manos. Ha estado recogiendo colillas
para distraer la espera y al subir al autobús, tras mantener su primera
discusión con Maribel por la vigencia del billete ha inundado el vehículo con
un insoportable olor a suciedad y a
orines. A lo largo del trayecto tarareará con descompás, hará sonar una trompetilla, emitirá ronquidos
estentóreos y reclamará la atención con cualquier exabrupto. La Iberia bizarra
y cruel en su esplendor viajero. El empeño en el transporte público más popular
no deja de alumbrar la pluralidad de tus semejantes en nuestra compleja
sociedad global.
A las diez de la noche, la conductora
anunció el destino final. En Sevilla la noche
no era muy calurosa y un viento de levante persistía extrañamente. Las
Azores, jardín del Atlántico, seguirán generando leyendas sin ser el fin del
mundo ni de las palabras a pesar de Raúl Brandao.
Sevilla, 15 de agosto de 2016