jueves, 19 de octubre de 2023

Orto y ocaso en Los Picos de Europa

                                                                             

Aristas, vertientes y azules
                                 

      Siempre alborea” es la frase de presentación de un buen amigo en una red social. Así expresa su razonado optimismo sobre el vivir a pesar de los golpes recibidos y de los síntomas de deterioro de la realidad ambiente. Hace dos años que cruzó la frontera formal de la vejez, determinada por la jubilación y por la decadencia pautada de la edad y sus alifafes. Desde entonces, procura  aprehender la resistencia inherente al ser humano en la empatía con sus semejantes frente a las graves consecuencias que tendrá sobre la humanidad una civilización basada en modos de vida insostenibles para la supervivencia de la especie. A pesar del colapso climático y de los graves desequilibrios que acarrea el actual sistema económico, él se empeña en mantener la serena alegría imprescindible en los años que le resten. Porque es consciente de la brevedad del tiempo humano y de la agonía de nuestro modo de vida se emociona cada vez más con la belleza de las montañas, con los bosques y sus verdes, con los pocos ríos de aguas cristalinas que quedan, con las fuentes de agua potable en las que pueda renovar la cantimplora y con cualquier muestra de arte que aporte belleza al mundo en cualquier soporte, noble o vulgar, mármol, piedra, ladrillo o vidrio, lienzo o muro, notas o textos que reduzcan la fealdad globalizada del presente. Me comenta que cada mañana sale al  balcón de su piso en un barrio popular para  ver el amanecer en el amplio cielo y constatar que los primeros rayos de sol, reflejados en los edificios contrapuestos del oeste,  le confirman que la vida merece la pena y que siempre la luz rompe las oscuridades del adentro y de las afueras, porque siempre alborea...

    Mi amigo ha vuelto hace unas semanas de hacer el Camino del Salvador, una ruta jacobea por la que algunos peregrinos del Camino Francés, al llegar a León, se desviaban al norte hasta Oviedo de donde partía el primer camino o Camino Primitivo hasta Santiago. Cuando a principios del siglo X, el Reino Astur en su expansión territorial pasó a ser Reino de León, la ciudad fue sede de la corte y núcleo promotor del Camino Francés con el apoyo de los monarcas de los distintos reinos por los que transcurriría, de la nobleza y de la omnipresente Iglesia. Sería el más transitado hasta el siglo XV. En el Codex Calixtinus, redactado en el siglo XII, cuyas múltiples copias manuscritas se conocen como el Liber Sancti Jacobi, se llega a afirmar que hasta mil peregrinos podían llegar en alguna jornada hasta Compostela. En 1993 el Camino Francés fue declarado Patrimonio de la Humanidad. En 2004 se sumaron a tal denominación el Camino Primitivo, el Camino de invierno, el Camino Portugués, el Camino del Norte y el de La Vía de la plata. Sean bienvenidas  cuantas nuevas ocurrencias e ideas surjan  para paliar las necesidades de zonas rurales cuyos caminos puedan generar beneficios en las comarcas que crucen, permitan el ocio saludable de los peregrinos, faciliten la práctica de su fe o de sus descreencias, la conservación del patrimonio cultural más dejado y el conocimiento de parajes atractivos y poco hollados hasta que dejen de serlo, sea por la integración en los circuitos turísticos o por la depauperación sistemática de un medio condenado a dejar de ser.

     En la actualidad, la masificación del Camino Francés es una evidencia preocupante. El año pasado llegaron 450.000 peregrinos a la capital gallega. Un 65% lo hizo desde algún punto de esta ruta. Una media de cuatro mil personas al día en el último mes de agosto. Las señales de disrupción sobre el patrimonio santiaguino empiezan a ser significativas, la carestía de la vivienda de alquiler en Santiago para los estudiantes universitarios,  los altos precios  del m² que imposibilitan la compra de vivienda y frustra los proyectos vitales de los jóvenes, los conflictos de convivencia entre una parte minoritaria de los visitantes con los vecinos y las insuficiencias de las infraestructuras empiezan a ser problemas de difícil solución bajo una óptica sesgada por la consecución del beneficio económico inmediato por parte de la administración local y autonómica. Mas no es mi propósito analizar aquí las causas y alternativas a un hecho de origen medieval tan bien adaptado a la expansión del turismo de masas de la posmodernidad, sino la de dar eco a las escrivivencias del amigo empeñado en otras lecturas del mismo a partir de las andaduras por sus ramales.   

    Antes de pasar a la crónica del senderear por Los Picos de Europa que Jero Acal me ha enviado, valga de pórtico una de tantas frases leídas no sé dónde en torno al tópico de la experiencia del viaje que en su momento me hizo pensar y decía: “Si quieres viajar rápido ve solo, si quieres viajar lejos ve acompañado”. Tras la lectura del texto sobre su último sendereo, intuyo que si Jero ha llegado lejos en sí mismo más allá de la distancia real prevista ha sido por haberla compartido. Con la fina ironía que le caracteriza,  un amigo común, Manuel H, definió al grupo de cuatro miembros que han cumplido con el trazado salvadorano como “Pandilla mística”, feliz hallazgo verbal, terrenal picaresca y luminosa mística, calles de barrio y alucinadas raptos, laderas y cielos. Me consta que sin la experiencia y el liderazgo de Alvil, sin la generosa entrega en la intendencia de Mara y sin la bendita alegría y optimismo de Irena, la experiencia para él habría sido más pobre o quizás ni siquiera hubiese llegado a buen puerto. Y sí, las caminatas culminaron bajo la indeleble vigilancia del atormentado don Fermín de Pas desde la única torre que se alza en la plaza  del Salvador. Además, según la foto que me ha enviado al whatsap, queda demostrada su consecución en la Salvadorana (diplomita “gratuito” de ornato pseudogótico, obtenido tras la presentación de la cartilla de los sellos de los bares, hostales, pensiones o iglesias de los enclaves transitados) expedida a su nombre el 29 de septiembre de 2023 por un joven sacerdote émulo del magistral de la Sancta Ovetensis. En la credencial, La Santa Iglesia Catedral Basílica Metropolitana del Santísimo Salvador de Oviedo le  Expresa su  bienvenida y se le desea todo género de gracias y bendiciones como fruto de su peregrinación”. Porque como se refiere en la canción medieval francesa “Quien va a Santiago y no va al Salvador, honra al criado y deja al señor".  Espero que esas gracias y bendiciones vayan horadando con leves grietas el alto muro de razones sobre las que mi querido amigo erige el sopesado ateísmo en el que milita desde la más temprana juventud. En su radical descreencia persiste después de haber realizado el Camino Francés a pie desde Roncesvalles, el Camino de Invierno y el Camino Primitivo como bicigrino y ahora de vuelta al peregrinaje a pie por el Salvador. Supongo que si Dios existiera se lo tendría muy en cuenta porque por falta de honras al imaginario de las creencias no quedare. En fin…

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 Jornadas salvadoranas

Primera jornada

    A las siete y media se encendieron las tres lámparas del vetusto y coqueto salón comedor del Hostal Orejas de León, el primero de los alojamientos. Una pensión tradicional que ocupa varias plantas de un edificio que cuenta con más  viviendas particulares y hace esquina con la placita de la Pícara Justina. Porque habrá de saber que la expresión “Si no le gusta León ahí tiene la estación” fue acuñada por la original propiedad del establecimiento ante un huésped descontento con la ciudad. Aún tardaría en amanecer. Irena y yo habíamos esperado con impaciencia su apertura para  el desayuno de la primera jornada del Camino de San Salvador, con expectativas, con preocupación por el rendimiento de cada cual y con el reto del primer día por delante. Al poco bajó Alvil ya con la mochila preparada, mientras su esposa, Mara, se quedaría en la habitación con las maletas hasta que pasara a recogerla a las once el chico del transporte pactado para toda la ruta.

    Se desperezaba el lunes cuando frente a la exuberante fachada plateresca del antiguo Convento de San Marcos, hoy Parador, una  leonesa de carrera tempranera se ofreció a hacernos una foto a la tríada caminante junto a la estatua en bronce de un peregrino del Medievo, sentado en un cruceiro con  las sandalias quitadas y los pies descalzos.  El conjunto no tiene más de veinticinco años pero contribuye a alimentar la atracción posmoderna del Camino. Los demás peregrinos caminarían hacia el oeste, nosotros al norte. Sensaciones de elitismo senderista, falsas percepciones de minoría, miedo al sobreesfuerzo anunciado. Largo fue el primer tramo paralelo al cauce del Bernesga. El nivel de desarrollo económico que se denota en la calidad de las sucesivas urbanizaciones en el que se aprecia el buen gusto de una arquitectura cuidada que combina los materiales autóctonos, la piedra y la pizarra, con un diseño funcional atractivo y que prácticamente conurban hasta el longitudinal Carbajal de la Legua no es comparable con los pueblos que recuerdo conocí cuando hace poco más de un año pedaleaba por El Bierzo. En Carvajal sobraron ya las prendas de abrigo. Anuncio cierto del calor extremo que nos acompañaría durante las siguientes jornadas hasta Oviedo.

      Después de la primera legua cumplida el paisaje anuncia suavemente las montañas azuladas que aguardan solemnes para los días siguientes. Superado ya el estrés de la preparación, interiorizado el itinerario y asumida la información posible, entregado a la realidad de la aventura porque aunque sabes que todo está medido, cuantificado y planeado, siempre queda una posibilidad de lo imprevisto, el bendito riesgo que no evaluará nunca la IA. Tiempo en ti para apurar la experiencia  y centrar las expectativas que tienes por delante en este camino que dicen es duro por un terreno que poco a poco alcanzará alturas.

     Aunque la noche anterior nos habíamos retirado temprano aún pesaba el cansancio del viaje en coche y de la completa  tarde leonesa de turisteo. Una opípara comida de inauguración en el restaurante La taberna en el límite norte del Barrio Húmedo, un paseo hasta La plaza del Grano para tomar un café en una de los inestables veladores del irregular piso de piedras amojamadas por el tiempo, un breve descanso al fresquito de la fuente del rollo barroquizante con sus querubines fluviados a la espalda del ábside de la iglesia de Santa María del Camino o del Mercado. Después de una ojeada al patio del albergue público, sito en el antiguo convento de Las Carbajalas, donde las monjas seglares, de previsible imagen, entrevistaban a los jóvenes peregrinos postulantes al cobijo. La visita fue muy breve  porque el característico olor a humanidad caminada de estas hospederías me impulsó a la huida. Un paseo hasta la Pulchra Leonina por la abarrotada calle Ancha que separa el Barrio Húmedo del Barrio Romántico. Paseo anonadado bajo una luz hiriente que realza la plástica de los geranios profusos en los balcones de las llamativas fachadas modernistas.  Arquitectura ecléctica de forjas artísticas y amplios ventanales. Contra mi prejuicio pagaremos la entrada porque es imprescindible acceder a la muestra más rica del gótico francés en la Península. Volví a gozar con el juego de luces que a esa hora inundaban las naves de las vidrieras restauradas, originales, en proceso de restauración y de acumulación, mágicas, complejas en su factura e ingenuas en su iconografía. Más de treinta años después sigo subyugado por las nervaduras de las naves, el trascoro y la alargada ostentación de formas leves del templo. En la primera noche, tomamos una caña en la placita de la Pícara Justina junto a un velador en el que un avejentado Julio Llamazares, quizás bajo una lluvia amarilla que sólo a él le afectara, también apuraba el atardecer en compañía menos adusta. Aún tuvimos arrestos para acercarnos a la Colegiata de San Isidoro con la suerte de poder acceder al interior porque se celebraba la última misa dominical de las nueve. Asistencia significativa de edades provectas en los bancos y absorta visión de la estilizada nervadura, su bóveda de cañón y la conjunción de la arquería bajo la que los fieles se acercaban a la ingestión  de su deidad transmutada en delgada oblea. Superposición de estilos y tiempos, admirable el sencillo equilibrio del románico de la Puerta del Perdón y la armonía de los distintos edificios que circunvalan la amplia plaza discretamente iluminada en la noche casi otoñal.

     A partir de Cabanillas llegaron las subiditas primeras, los robledales y las encinas. El primer buzón para dejar una nota escrita, la tentación de dejar constancia de tu paso con palabras de loa a la tierra, las primeras vistas hacia el Bernesga en su recorrido por el fondo del valle. Aparecen altaritos con figuras de plástico o de escayola en representaciones ingenuas de la escena del portal de Belén, figurillas  ingenuas del misterio de la familia del Cristo salvífico, bustos de madamas de mercadillo, vírgenes cual ninfas precristianas en las oquedades de los troncos centenarios. Más adelante, en un segundo buzón para los textitos más o menos inspirados de los peregrinos, las alusiones cúrsiles y las procaces, la objetivación del esfuerzo por la cerveza de la meta o por búsquedas alucinadas, dejas aproximaciones en haikus, modos a los que no renuncié por ego, por chanza, por agradecimiento, por la alegría del haber llegado hasta allí.

Encinar del Bernesga,

raíz en aguas.

              Frescura y paz.

              

             Silencio sonoro,

             imbricación de vida

             en la hojarasca.

           

             Despojo del tiempo,

                                              perpetuidad del bosque.

             Serena tierra.        

   

    Una primera caminata que fue bien hasta La Seca de Alba, con buen talante, con continuas subidas y bajadas pero que acabó con algún cuerpo en parte rotito y en parte glorificado por el salvífico esfuerzo sin redención. Hasta Cascantes duró el sendero y nada más áspero que el último tramo por asfalto. Ante las preguntas de Alvil sobre la distancia que nos restaba, un grupo de cascantinos, en tertulia de mediodía, añadió riesgo al resto y al reto sin llegar al consenso sobre la distancia y el trazado más adecuado hasta La Robla. Que si cinco kilómetros por la carretera, que si seis por el sendero, que mejor otro camino…Así que resignados al primer sufrimiento tomamos la carretera con más de treinta grados por el reducido arcén. Cuando llegamos al puente elevado sobre las vías para acceder a La Robla, más que puente me pareció áspera ascensión. A las tres y cuarto, la sonrisa de Mara esperándonos al final de la larga, larga calle central del pueblo, fue una alegría. A resultas del esfuerzo, recién sentada a la mesa del restaurante del Parque de Las Huergas, Irena superó una bajada de tensión fruto de la última caminata bajo el sol. Para Mara, la eficaz intendente del equipo, no fue algo extraño. Un peregrino también andaluz que había llegado un poco antes se había desplomado a sus pies. Y no acabarían ahí los desfallecimientos. Otro peregrino alemán de cierta edad, al salir del comedor también cayó desplomado llegando a perder la conciencia y el control de esfínteres. Tanto Alvil como ella acudieron prestos a su atención mientras los jóvenes responsables del albergue avisaban a Urgencias. Jornada de incidentes y sustos  pronto relativizados en la temprana cena con unas copas de tinto de la tierra en el bar El mundo, cuando aún no habían acabado la partida las señoras roblanas y los bebedores habituales se mantenían más o menos erguidos en el brocal de la vetusta barra del establecimiento.

Jornada segunda

     Habíamos dejado la pensión La milana de La Robla con el lucero del alba aún en el cielo, con el optimismo del segundo día cuando el cuerpo empieza a aceptar la fluidez en los pasos y las agujetas requieren sendero y pedregal para ser olvidadas. A poco más de un kilómetro quedó la indicación de Acedo de Alba, cuyo nombre llamó la atención de Irena. Llegamos a buen paso a Puente de Alba siguiendo las flechas amarillas, disfrutando del son de las aguas del Bernesga, de la profusa vegetación de sus riberas, de los cantos de los pájaros al amanecer y de la sólida factura del acueducto del siglo XVIII conocido como “El Encañao”. A pesar de la poca luz pude leer la placa en la que se recuerda el comentario de admiración de dejó Gaspar Melchor de Jovellanos al pasar por ahí, porque según el dicho roblano: “Ni muralla ni reducto que La Robla tiene acueducto”.

    Pasadas las diez paramos para reponer fuerzas en el parquecito infantil de  Acedo de Alba donde rubricamos nuestro error con anacardos, pistachos y dátiles que no consiguieron endulzar la frustración primera. Habíamos trazado un círculo de casi tres leguas  para volver a la salida de La Robla ¿Dónde perdimos el Norte? Fue al dejar el puente romano que da nombre a la localidad de Puente de Alba cuando giramos antes de tiempo a la derecha y nos adentramos en la Montaña Central Leonesa. Aunque las flechas amarillas dejaron de verse se mantenían las señales de la paralela blanca y amarilla de los senderos de corto recorrido. Alvil, el experimentado compañero conocedor del camino, enfiló una vereda de piedras y regatos de agua en subida un tanto áspera hasta un tupido robledal envuelto súbitamente en un verde silencio. A la salida del bosquecillo en pendiente llegamos a la pradera de un collado. Las dudas crecían en la mente del “sherpa”,  sus cimbreos de cuello a la izquierda y a la derecha no auguraban nada bueno. Antes de adentrarnos en el robledal, yo había observado que el sol naciente caía a nuestra izquierda pero fui incapaz de concluir que caminábamos hacia el sur. Aún así continuamos hasta la Peña del Asno desde la que se aprecia una magnífica panorámica de los pueblos de la comarca desde Cascantes del mal recuerdo hasta Nocedo de Gordón que nunca pisaríamos. Nos encontramos con más de un pivote de madera joven recién instalado con indicaciones para ciclistas y algún que otro pórtico de estética pseudoprimitiva para la comunicación televisiva. Allí mismo en uno de esos portales de troncos nuevos, un cartel (Asno Exprés) abría una senda para despeñarse sin miedo sobre una BMT y para ganar audiencia cautivada por la aventura y el riesgo atornillada en el sofá del salón. “Roca Dragón” era otro de los portales abiertos al riesgo. Caímos en la cuenta de que sendereábamos entre dos rutas de la Zona Alfa de León, proyecto de recuperación económica de cara al deporte de riesgo de los locos del pedaleo por los montes, aficionados prudentes y “ciclistas aguerridos” promovida con el apoyo de la Junta de Castilla-León por el mediático aventurero leonés Jesús Calleja. No habría tenido sentido hacerlas coincidir con el Camino del Salvador que ya tiene sus propios recursos de promoción. Una amplia pista de grava por una antigua cantera hasta la antigua mina a cielo abierto de Santa Lucía  y una larga bajada nos llevaría hasta el pueblito de bonito nombre de la salida.

    En el camino de vuelta, la frustración agazapada en Alvil emergía en sus  zancadas  decididas y  en sus miradas escrutadoras a un lado y otro del monte. En la opinión de este cronista, la autoexigencia desmesurada es una mala práctica y mi amigo, una vez más, se flagelaba sin sentido y como nos enseña el antiguo refranero castellano: “Hasta el mejor escribano hace un borrón”. Afortunadamente resolvimos el problema emplazando a un taxi en el cruce desde Acedo que nos llevaría hasta Buiza, la distancia que deberíamos haber recorrido siguiendo las flechas ¡Ay, las flechas amarillas con las que llegué a soñar cuando el treintañero que fui hacía EL Camino Francés! Como bien apuntaba Irena, sin el despiste nunca habríamos conocido la espléndida panorámica del valle. Incluso se dio un intento de encubrirlo ante la responsable de la intendencia que aún permanecía en La Robla a la espera del conductor contratado, cuando nuestro taxista depositaba las mochilas y los bastones en el maletero del auto. Desde sus asientos, vimos al alemán desfallecido el día anterior en La Robla seguir en el camino junto a su compañero de ruta y la silueta recortada en acero de un lobo en un risco, feliz recurso estético inspirado en el popular  toro de Osborne que aún se conserva en tantos lugares del país. Al fondo las alturas de Peña Raya y Peña Prieta a las que subiríamos después. Pero hubo un traidor al pacto de silencio en la tríada pedestre y en el almuerzo, entre cucharadas a las alubias del menú cerrado y risas, Mara sería informada al detalle de la desorientación del guía.

    Desde Buiza hasta Poladura de la Tercia nos quedaba la primera subida importante del Camino. La del Alto de Las Forcadas de San Antón, iniciada por el Camino de los arrieros con juegos de pendientes y collados para asomarnos al Valle del Rodiezmo con las peñas al norte descarnadas en sus blancos estratos. Las flechas amarillas no sólo estarán pintadas en los postes, en las tapias o en el suelo, también las encontraremos  en chapas soldadas a una pretina ancladas a la tierra o clavadas en los árboles, por iniciativa de Ender, pseudónimo de un promotor de este Camino de indudable belleza paisajística, sobre todo cuando miras atrás y los tejados de Buiza van desdibujándose al fondo del valle. Un tramo de la calzada romana que unía Legio y Llugo también se incluirá en la ascensión hasta el Alto. Los hitos de piedras amontonadas por el peregrinaje de siglos y las caprichosas formas de las rocas nos regalan un tramo inolvidable, aunque antes hayamos de olvidar el esfuerzo acometido hasta el Valle Oscuro. En San Martín de la Tercia hicimos una última parada para recuperar el ritmo y tomar fuerzas para seguir por la estrecha carretera comarcal unos kilómetros hasta la cercana Poladura, la meta desde la que salió a nuestro encuentro Mara en ese momento bonito de la recepción afectuosa a los caminantes. Con el paisaje de prados, de las altas laderas y de las rocas caprichosas del Alto de Las Forcadas en la memoria, nos abrazamos en el afán de hacerla partícipe del camino que tanto facilita en su labor de avanzadilla.   

    Los vecinos de Poladura no llegan al medio centenar pero los bancos para el descanso de sus tres calles se acercan a la veintena como bien ha apuntado Mara. En el norte de León y en las comarcas limítrofes de Asturias que conoceremos es llamativa la profusión de bancos, en los frontales de las viviendas y en cualquier lugar aprovechable, con  cualquier material, sean de madera, de piedra, de hierro forjado o de acero bruñido; basta un tablón sobre dos soportes de ladrillos, dos paneles de transporte bien angulados, mobiliario urbano en cualquier núcleo rural o en la curva de un sendero con amplias vistas,  elementos significantes de modos de vida perdidos al acabar la faena al volver de la mina o de la siderurgia en los que la conversación al sol de cada tarde sería un rito de cohesión social. Objetos testimoniales de otros tiempos que al presente lucen su desamparo sin posaderas que los ocupen. Un albergue público abierto en la antigua escuela y el hostal rural El Embrujo en el que nos alojaremos son las únicas instalaciones abiertas.

    Cae con calma la tarde en el jardín “embrujado” según se publicita en la red. A la sombra de unos muretes coronados por macetas en recipientes de todo tipo tratados para darle rigidez, botas de montaña, zuecos, zapatos de tacón, canastillas o vasijas rotas en los que crecen rosales, petunias y crasas contribuyen a un ambiente agradable con sus notas de color y sus referencias al mundo de los duendes y de las criaturas de los bosques que no sería posible sin el abrigo del agua de los ríos y manantiales que nos acompañan, tomo notas para la reconstrucción del viaje cuando los momentos vividos sean transmutados en recuerdos. En una de las mesas cinco señoras del lugar juegan al tute de cada día. Una de ellas viste un suéter beige y una falda plisada, las demás van en mallas, sudaderas multicolores y se cubren con gorras de marcas agropecuarias. A todas las unen los comentarios profusos en tacos y alusiones escatológicas. En otra una pareja de alemanes de edad avanzada toman un vino blanco en silencio. En la tercera mesa se han reunido siete peregrinos, todos hombres, entre los que se alojan en el albergue y los que se quedan en el hostal como es nuestro caso. La media de edad es alta  y de su cháchara deduzco sus orígenes. Los tres más talludos son leoneses, los andaluces pasan de los cuarenta y de los dos más jóvenes uno es catalán y otro extremeño. Conversaciones previsibles sobre las dificultades de la ruta, las proezas autorreferentes y los propósitos para la jornada siguiente, mientras los botellines se apuran con prisas y uno de los andaluces ejerce su tópico rol de gracia malagueña. A nuestra vuelta del corto paseo el mínimo trazado urbano, los propietarios ya recogían las mesas y las dos tertulias se habían disuelto. Mañana las señoras volverán a su timba cotidiana con sus tacos y sus puyas verbales. La célula peregrina no repetirá su composición efímera.

Tercera jornada

Amanece sobre el Cantu la Tusa

    El declive de la luz solar cubre en ocres las laderas orientales del valle del río Pajares. Allá abajo la estación de tren de La Frecha por la que Alvil y tú habéis pasado antes de cruzar el largo puente de Los Fierros que ahora veis desde la ladera opuesta. El último tramo ha sido difícil por estar cubierto de zarzas y te ha dejado más de una marca en la piel. Estás exhausto pero tan imbuido en el camino que te invade una euforia nueva por el hecho mismo de estar completando la jornada de la llamada etapa reina en la que has tenido el privilegio de asistir al orto y al ocaso de un día marcado por la belleza de Los Picos de Europa. En la difícil orientación en la maleza te han venido a la mente las penurias que debieron pasar los maquis que intentaron la resistencia en los años atroces de la posguerra. Sin el conocimiento de estas sierras y sin el apoyo de los paisanos no hubieran podido resistir como resistieron. Has pasado por una oquedad propicia al escondite y te has preguntado si la usarían alguna vez, si hasta ella llegó una de las patrullas perseguidoras de la Guardia Civil. Pensabas en las delaciones que sufrirían, en los escondidos, muertos en vida, cuyos familiares justificarían su ausencia, en las crisis de identidad y de miedo de los resistentes, en sus soledades, en sus frustraciones y en su desesperación última ante la brutal represión de los vencedores. Cuando lo comentabas con el compañero en una de las paradas para recuperar el aliento, él encontró casualmente el casquillo de una bala en la hierba baja. Por su calibre (270 WSM) y su estado de conservación es un proyectil reciente de un rifle de caza pero no dejan de ser casualidades en una jornada intensa ¿Azares del tiempo o hambre de fabulación? Sugestión del sendero, identificación con sus silencios, placer sereno de sentir el piso húmedo y de salvar el embarrado al apoyarte con cuidado en las piedras de los regueros. Después de todo, sin proyectar en tu presente las experiencias de otros semejantes en el mismo medio no entenderías nada, serías nadie. No queda demasiado para llegar a Herías, la penúltima población antes de la casa rural El bache de Campomanes en la que desde el mediodía están instaladas Mara e Irena. La tríada peregrina ha subido hasta el Puerto de Pajares y según habíais previsto por prudencia, para evitar daños innecesarios, allí Irena se ha incorporado al coche del joven Jesús que en este tercer día ya mantiene una relación familiar con Mara.

      En la paradita técnica anterior os sentasteis en uno de tantos bancos al borde del camino frente a la ermita de la salida del puente de Los Fierros, indecisos entre continuar por el arcén hasta Fresneo o buscar la senda para llegar por la montaña hasta Herías. Se os acercó una anciana apoyada en un bastón con puño de plata, conjuntada en su atuendo de digna modestia, olorosa a lavanda y necesitada de conjurar la soledad. Con una bonita sonrisa os dio las buenas tardes. Al quite pronto, aprovechasteis para hilar la charla distendida con la buena señora que a sus ochenta y siete años encontró en vosotros un respiro para hablaros de su viudez, de la casona pintada de verde al otro lado del río en la que vivió el joven con el que se casó, de las fiestas y de los bailes que en el pasado se celebraban…

— Porque aquí había vida no crean, pero esto se fue quedando solo…Hay días en los que desde que salgo de la cama hasta que vuelvo a las sábanas no hablo con nadie. Porque no siempre pasa alguien. Hace poco también eché un rato con un muchacho que iba solo aunque era extranjero pero muy amable…

    También os habló de su renuncia a vivir en Oviedo porque «no me hallo en la ciudad, demasiado ruido sin estos bosques»… Fue ella quien os animó a coger “el camino de verdad por la senda del monte, porque lleváis pantalones largos y es por dónde hay que ir…” Con tal inyección de ánimo os despedisteis dispuestos a encontrar y a superar  “la auténtica senda del monte”.

   Y no fue esta conversación con desconocidos la única mantenida en la jornada reina. A vuestro paso por Santa Marina, otra señora mayor que apilaba leña junto a un castaño centenario, entró al trapo del acercamiento en palabras con el dúo de peregrinos. Desde unos ojos azules aún llenos de vida, os contó que aunque su hijo vivía en Llanes y allí se trasladaba los veranos con su marido, no podía de dejar aquellos pagos en los que nació y en los que había pasado muchos años. Ahora cuidaba del marido que fue minero, padecía silicosis y dependía de la bombona de oxígeno casi veinte horas diarias. « Tenía un buen jornal pero entonces había muchas huelgas…» Su padre, también minero, había muerto a los cincuenta por silicosis. Ella había trabajado el campo y ahora tenía problemas en la espalda. Pero allí estaba, en bata de guatiné y botas de media caña, dispuesta a compartir con dos extraños la antigüedad que calculaba de aquel castaño enfermo al que trepaba de niña…

    En la relación de conversaciones de la jornada cabe que nombres la mantenida con la joven hospedera del albergue privado de Chanos de Somerón. Madre desesperada antes las invectivas de su hija adolescente que volvía enfurruñada del instituto de Pola al que la muchacha va y viene cada día en bus. Encontró en vosotros un momento para compartir su impotencia y buscar remedios para encauzar la rebeldía sin más causa que la biológica de esta difícil etapa de crecimiento en el interior del bar. En el patio exterior cuatro de los peregrinos de la tertulia de El embrujo continuaban con sus bravuconadas machas. En Llanos  habían acabado su  etapa. Los dos sexagenarios os despedisteis con cierto orgullo de la menguante célula peregrina porque vosotros seguíais hasta Campomanes. Alguna mirada envidiosa sentiste en tu nuca rasurada al retomar la marcha por una larga bajada por la carreta LN-12. Cinco kilómetros que se te hicieron largos, largos, cansinos…Pero no había vuelta atrás aunque te sientas pesado por el aperitivo del albergue, porque la bajada hasta San Miguel del Río y el paso por el bosque de Valgrande te haya castigado las rodillas. A esas alturas del caminar, ya solo queda automatizar los pasos y hacer que la mente divague y las sensaciones de plenitud arraiguen en los perfiles de las montañas, en los robles, en los abedules, en los tejos y en las hayas bajo las que has caminado. Porque si en la visión de lo pequeño puedes recrearte en la colonia de renacuajos del pilón de una de las fuentes ¿cómo no guardar en tu retina la perpendicularidad de las cárcavas transversales de la dorsal cantábrica?

    Cuando llegasteis a Herías ya te quedaban pocas fuerzas pero la pulcritud de su fuente, el extremo cuidado del reducido trazado, la policromía de la fachada  de la Casa del indiano con su galería en voladizo, su placa de mármol de agradecimiento y su ostentación ingenua de riqueza, los hórreos recuperados, las nuevas construcciones al estilo tradicional injertas en el medio y la última visión de la aldea, uno de las más bonitas de la jornada, desde el duro repecho conocido como Las Cuestas, haría que una vez más, el esfuerzo se viera recompensado. Aún te quedaba la peligrosa y larga bajada a Campomanes donde el río Pajares se unirá con el Huerna y formarán el Lena. En la oblicua luz de una tarde ya en su agonía quedará algún resbalón y alguna jeremiada que mantendrás para tus adentros. La más larga de las jornadas se cumpliría  satisfactoriamente poco antes del ocaso, aunque la expresión de sorpresa de Irena por tu aspecto derrotado al verte llegar no fue menor que la tuya al verla a ella y a Mara en pantalón de pijama y chanclas, desprejuiciadas y contentas en uno y otro extremo de la empinada calle en la que se ubicaba el hospedaje del día. Junto a la casa había un manantial regulado por un grifo al que acudían los  campomanenses por la calidad del agua. Tras la imprescindible ducha para no sentirte un apestado a la mesa, tus  últimos pasos serían para acercarte al manantial. Desde la terracita de la casa. Mara observaba con una sonrisa compasiva  “tu andar de Frankenstein” antes de apalancarte en el patio para la cena.  ¿Había sido excesivo el esfuerzo realizado? Cuando sientes que has conseguido superar las dificultades para hollar uno de los parajes más hermosos del viaje te dirás a ti mismo que mereció la pena.

    Mereció la pena la incertidumbre de empezar a caminar a ciegas, más temprano que  nunca, siguiendo el halo del foco frontal de Alvil, empeñado en abrir una vereda de luz    para subir por un camino de hierba húmeda, dejando atrás un desconcierto de mugidos de los corrales de Poladura y los ladridos concatenados de los canes alertados a vuestros pasos. Además de  las flechas de hierro clavadas en el terreno, aparecerán nuevas indicaciones, piruletas del mismo material con la vieira santiaguina. Por imaginación señalética que no quede.  A poco de la amanecida llegasteis a buen paso a la Cruz de San Salvador con una vista del Valle de la Tercia que te sobrecoge hasta el borde de las lágrimas. Ha amanecido en un arrebol de  cielos  desparramado en la arista del Cantu de La Tusa. Según te comentaría otro joven amigo al recibir la imagen, en la lengua astur significa “una línea que divide a dos laderas” y que él quiso entender como “una línea que une a dos personas en un Cantu a la vida”. Parada imprescindible, fotos testimoniales, síndrome stendhaliano ante la belleza desnuda de las montañas al sur. Chute de alegría para seguir el ascenso hasta el techo del Camino del Salvador, el Collado del Cueto, con otra cruz de menor tamaño.  Y bajadas y subidas por el Collado de la Sierra del Cuchillo hasta ver al fondo del último valle leonés el caserío de Arbás del Puerto y la colegiata de Santa María. Interesante muestra de iglesia tardorrománica de larga trayectoria, con consecuente leyenda fundacional, con buey y oso incluidos, con vicisitudes varias, desamortizada en el XIX, cuya imagen original fue pasto de las llamas en los días siguientes al golpe de 1936. Desde tu óptica de aficionado, el templo es un ejemplo de restauración demasiado intervencionista llevada a cabo por el arqueólogo heredero del ínclito don Ramón Menéndez Pidal. Pero no dejarás de recomendar la imprescindible visita para degustar las intenciones de la espiritualidad medieval y deambular en los silencios de sus naves. Un último recorrido por el arcén de la N-630 para esperar en el Puerto de Pajares al coche que recogería a Irena. Desde allí emprenderíamos el resto del equipo la segunda parte de la jornada. Si la vista desde el Cantu de la Tusa te había impresionado, no fue menor la huella que quedó en ti la visión desde la alta ladera que rodea el Puerto de Pajares de siete de los catorce Picos de Europa y del trazado al fondo de la carretera. Del orto al ocaso viviste la fértil travesía de una vertiente a otra. A partir de allí, las corrientes de los ríos irían hacia el norte. Vosotros también.

Jornada cuarta

    Pronto anochecerá  sobre Mieres mientras esperas a los amigos que siguen en el interior de la iglesia de San Juan, de estilo neobarroco y que no levantó en ti interés alguno más allá del toque neocolonial de su fachada. Tenía lugar una misa con un cuarto de entrada, alta concurrencia para el amplio aforo de sus naves. La anacronía de una mujer arrodillada ante la rejilla de un confesionario te llevó al lejano recuerdo de la infancia del niño beato que fuiste. En la información previa al viaje leíste que fue siempre una ciudad roja, importante núcleo de activismo durante los hechos de las Revolución de Asturias de 1934, de la que quedó el eslogan “Coyones y dinamita”. Y un dato llamativo: fue la localidad asturianas que más miembros aportó a la lucha del maquis y más voluntarios a la División Azul. Radicales de un pasado trágico. Una localidad en la que denotas el declive del cierre de las minas de la década de los setenta y que intenta encontrar otra identidad y otras vías de desarrollo a pesar de la  traumática reconversión de entonces. Intuyes que los servicios y el turismo no podrán equiparse al desarrollo económico anterior. Ahora unos críos juegan en un parquecito infantil bajo la vigilancia de los adultos y tú disfrutas de la fresca, sentado en uno de los bancos de la plaza de La Pasera frente al ampuloso monumento erigido en 1931 como homenaje al poeta y músico local Teodoro Cuesta en el centenario de su nacimiento. Fue uno de los más populares difusores del bable y de la cultura popular cuyas letrillas serían repetidas en todas las clases sociales de su tiempo. Te ha llamado la atención la farfolla triunfalista de Calíope, caracterizada como una Victoria alada que lo ampara y las dos figuras ataviadas al modo tradicional que lo flanquean, ella con su mantón de lana y flecos y él tocado con la montera picona, en actitud pensativa mientras guarda la xiblata bajo el brazo. Cuando recojas información sobre el vate mierense, conocerás algunos fragmentos de una de sus obras más populares, “Andalucía y Asturies”, enjaretada en versos polémicos sobre los tópicos de cada cultura con su amigo Diego Terrero, gaditano, catedrático de matemáticas en Oviedo y promotor de la fotografía estereoscópica allá por 1870. El asturiano desarrollaba el corpus de una lengua, el matemático andaluz intentaba transcribir la imposible fonética de una de tantas hablas ceceantes andaluzas. Y más allá de esta banal diatriba la única certeza que el tiempo justifica, es la del afecto que se profesaron. Valgan estos versos del obituario que Teodoro pergeñó  a la muerte de Diego Terrero:

                «Y mientres aliende n'aquisti desiertu 

     que lluegu dexamus al soplu de Dios

                                     barrúntote vivu, pa mí nun tas muertu

                                     pos dientro del alma vivimos los dos».

    A lo largo del día, el cansancio ha hecho mella en el cuerpo y has sentido un velo de nostalgia en el ánimo. Quizás el ruido del tráfico de la primera hora a la salida de Campomanes por el restaurante El reundu, en una vía comarcal paralela a la N-630, ya desdoblada, no fuese el mejor comienzo. Después de cruzar la pasarela peatonal sobre la autovía y culminar la pronunciada subida hasta la ermita de Santa Cristina de Lena, las veladuras de tristezas se fundieron en la limpia atmósfera del alto. Aunque no hayáis podido acceder al interior, el privilegio de rodear con calma su planta alzada equilibrando el desnivel de la loma, los poderosos contrafuertes levantados con afán de eternidad, la bóveda de cañón de su exiguo pórtico, la adecuada restauración de sus muros y la paz de los prados que desde allí se otean fueron el mejor remedio al inesperado desánimo. Y a poco, la “estampa ecléctica”  del edificio de la estación de La Cobertoria, hoy apeadero de trenes de cercanías y Centro de interpretación del Prerrománico asturiano avivará más aún el atractivo de esta tierra. Como afirman con orgullo en un pueblo sí y en el otro también: “Esto es Asturias, amigu”. Después recorrer la larga calle de El Robledo de sur a norte de  Pola de Lena, una población bien dotada de servicios y con calidad de vida a la vista, atravesasteis al otro lado del río para continuar por el largo paseo y adentraros en uno de los bosques más densos de castaños, hayedos y acebos del Camino. No has entrado a la bóveda de Santa Cristina pero has pasado bajo las cúpulas de verdes, has pisado el humus resbaladizo, te has arañado con las zarzas, has caminado entre el matorral bajo y has gozado con los rayos del sol filtrados a través de las hojas de los altísimos árboles. En su travesía, has entendido el disfrute del komorebi, término japonés para esta luz, percibida en su exacta dimensión cromática, definida en su levedad, en sus sombras y en su poesía.

     Día de cruzar pasarelas y de atravesar puentes, la de la autovía en la mañana temprana, la de madera sobre el río Aller, el pase por un  túnel y el cruce del puente sobre el río Caudal que da entrada a Uxo. En su iglesia de Santolaya o de Santa Eulalia de Ujo poco queda del románico originario, salvo la exedra del ábside y parte de la portada incluida en la fachada que pronto cumplirá el siglo. No obstante, su estilo historicista  consigue una conjunción armónica  de volúmenes que preside una plaza en salón bien arbolada. No olvidarás tu beatitud al pedirle al párroco, un señor de avanzada edad en ajado traje gris y amarillento alzacuellos, el sellado de las credenciales. El buen hombre, que leía el periódico local sentado en una antigua silla con pala de formica a la puerta de la rectoral, te hizo pasar a su despacho una dependencia pequeña con una mesa de trabajo cubierta de periódicos viejos, hojas parroquiales desordenadas y otros papelotes en los que hizo hueco para estampar con mano trémula la prueba de vuestro paso por su aprisco espiritual. «Tenga cuidado con el escalón, no se vaya a caer». Para llegar al asiento tuvo que desplazar los sobres esparcidos por el suelo con la punta de los pies. Una escena galdosiana vivida en la dependencia parroquial. Viajar para ver y para verte a ti mismo. En uno de los veladores de la placita decidisteis por prevención y prudencia que Irena y tú cubriríais los seis kilómetros a Mieres en bus. Alvil continuó a pie por el duro arcén en el día más caluroso de los vividos.

     Os encontraríais de nuevo para el almuerzo en uno de los bares de la Plaza de Requexu, renombrada en todas las guías y páginas como la plaza más sidrera de Asturias, también loada por el poeta José Hierro, quizás afectado por los efluvios del vino de manzana porque “Hay tres lugares en el mundo donde uno puede encontrarse realmente a gusto porque supieron no perder su sabor a pueblo: la isla de Manhattan en Nueva York, el barrio romano de Trastevere y la plaza de Requejo en Mieres”. En el pasado fue lugar de intercambio de tratos de ganado  y hoy es ocupada en  gran parte por los veladores de las sidrerías. Volveríais en la tarde para catar el jugo de manzana identitario que no acabas de apreciar más allá de dos culines. Un modo de entender la convivencia en torno a las botellas de sidrina que han de escanciar con pericia los camareros con la botella en alto, el gesto serio  y la mirada al frente. El oficiante marca el ritmo de la ingesta e incluso recrimina al neófito si no toma el culín de un trago. Demasiada pompa para tan débil regusto en el paladar. Como apuntaba sobre la sidra,  tu paisano Diego Terrero en el debate en versos con su amigo, cuya transcripción a la ortografía española te permites y vendría a afirmar que… “Ese vino de manzanas/ que no emborracha y refresca/ te los guardas buen amigo/ para que otro se lo beba/ que para enjuagar la garganta/ es mejor el agua fresca;” Referencia a la que acudes no por desbarrar de esta bendita tierra, sino porque aún tendrás que apurar alguna botella para apreciarla en su ligereza alegre.                                                         

Última jornada

    La distancia entre Mieres y Oviedo propició la mejor despedida del Camino de San Salvador, veinte kilómetros, cuatro leguas si la aproximamos a la cuantificación tradicional y al tiempo que tardamos en recorrerlas Alvil y yo a buen ritmo, con pasos montañeros “cortos y ligeros”, para llegar pasadas las doce del mediodía a la Ronda Sur de la capital asturiana. Cinco horas desde que dejamos el hotel Mieres del Camin a las siete y media de la mañana del penúltimo día de septiembre.                                                              

Fular de las cumbres

   Pronto empezaríamos la subida por la carretera AS-375 en las laderas orientales del valle del Caudal, mientras a nuestra izquierda, la niebla, fular de las cumbres, tul de la mañana, nos acompañaba con su magia infantil en el esfuerzo para alcanzar el Alto de El Padrún. Contrastan los contraluces de la amanecida con el ruido maquinal de la central térmica de La Perea, en la base del valle, antes dedicada al carbón y ahora a la biomasa para obtener energía. A partir de Casares tomamos un tramo primitivo en el que volverán los silencios sonoros del bosque atlántico. Un nuevo cruce sobre la autovía para recuperar fuerza en el bar Ultreya de  Olloniego y seguir con otra breve parada para ver el puente de piedra de tres arcos ya sin río y la Torre de Muñiz que fue aduana en su momento. El paisaje se enriquece con el Valle del río Nalón con su caudal mermado pero aún voluminoso que volveremos a pasar por el puente de la Carretera de Castilla, magnífica construcción del siglo XVIII. A partir de ahí la subida más áspera de la jornada bajo altos eucaliptos y un tramos de antigua calzada romana que llega a Picullanza. Aún nos quedaría superar la última subida de La Manjoya, compensada después por la vista de Oviedo desde la cara sur. En la ladera de enfrente, la verticalidad de Santa María del Naranco y la estampa etérea de San Miguel de Lillo confirmaban la realidad del fin del Camino.

    En una horas, aseados y contentos, celebraríamos los cuatro miembros del equipo la enriquecedora experiencia con una opípara comida en la terraza del restaurante Vistalegre en la falda de los monumentos prerrománicos. Que la importancia del viaje no está en su meta sino en el trayecto mismo es un axioma conocido bien cantado por  Kavafis. Sensaciones de nostalgia cuando ni siquiera habíamos cerrado el tiempo caminante. Aún nos quedaría parte de la tarde para cumplir con la visita a la catedral, recoger la salvadorana, recorrer sus naves, su museo y su claustro. Incluso hubo un par de tipos que por azar salieron bajo una galería de nardos formada por los asistentes a una boda en la Capilla Real a la que no pudimos acceder por el evento nupcial. Un corto paseo por la capital del Principado, nuestra Ítaca coyuntural, sería la palanca para el descanso en el último alojamiento, una habitación ruidosa frente a la estación del tren de la que nos despedimos a las cinco de la madrugada  para coger el primer autobús del día hasta León. Punto de partida y de vuelta. Alfa y omega de la experiencia andariega por las sierras asturleonesas de la cordillera Cantábrica.

     Lástima que la oscuridad de la hora temprana me impida ver el paisaje pateado el día anterior desde Mieres desde la segunda planta del bus que nos lleva. Pero van conmigo todos los parajes conocidos, intento recomponer la última jornada antes de recrearla en la memoria. Los pasos por el roquedal, el dorado de los castaños de la parroquia de Casares, el serpeante trazado del Nalón, desde la subida a Picullanza, su hilo de plata bajo el puente de la Carretera de Castilla, los praos y las cuidadas viviendas de los alrededores de Oviedo. Hago un balance rápido de las andanzas compartidas durante las cinco jornadas, de lo aprendido de mí mismo y de lo que me queda por aprender. El camino en sí, metáfora redundante de la vida. Exprimo la experiencia de la superación y la conciencia de los propios límites. Vuelvo al sutil hilo que separa la alegría de la tristeza, a la inocente hostilidad de una zarza, al dulce asilo del mismo bosque que cruzas, a los amplios horizontes, a las montañas azules de una mañana, al reguero fresco que pasas con cuidado, a la vereda peligrosa y al piso de hierba húmeda. Percepción del monte como terra ignota para los sentidos que siempre encuentran estímulos nuevos en la naturaleza cuando te acercas con la curiosidad despierta y  avivado el sentir.

                                                                                Jero Acal

                                                                                20 de octubre de 2023

 

  


Adenda 

      Al día siguiente de enviarme la crónica de sus Jornadas Salvadoranas, recibí un correo de Jero con este mensaje que subo al blog porque creo que su petición va dirigida  a cualquier visita que haya tenido a bien leerla.

 

 Querido amigo:

      Te agradezco la imagen moral que ofreces de mí en tu blog. No creo que sea tan optimista como me caracterizas pero sí me afirmo en el privilegio que siento por nuestra amistad. Ahora te pido en nombre de nuestra amistad que ésta no nuble tu criterio crítico y seas objetivo en la valoración del texto si has tenido la santa paciencia de llegar hasta su final. Me encantaría conocer tu opinión sobre estas Jornadas Salvadoranas que amablemente me editas como “Orto y Ocaso en los Picos de Europa”. No sé si será la última de las crónicas que escriba, que no el último de los viajes que pueda hacer. Quiero registrar las que he ido haciendo en los últimos treinta y cinco años para intentar su publicación como libro. Puede que el proyecto sea una quimera y que no interese a ninguna editorial, porque sea un tostonazo, porque no tengan más valor que el de un testimonio personal de un Nadie, porque se publica demasiado, se escribe demasiado y se lee muy poco. Tú y yo sabemos que cantidad y calidad son polos de difícil equilibrio.

      Confío en recibir tu opinión porque necesito el juicio de personas como tú, que cuentan con un criterio de lector empedernido y más que suficiente bagaje librario para emitirla desde la objetividad imprescindible y sin duda honrada.

        Un abrazo 

2 comentarios:

  1. Mi querido amigo, qué gran texto de lo vivido en esos inolvidables días. Juegas bien entre el personaje ficcionado y el real, pero entre ambos existe una gran similitud que vamos descubriendo con el paso de las jornadas y textos. No será el último viaje, me temo que tampoco será el último texto que escriba, mejor dicho recite, porque sabe combinar poesía, belleza, prosa, historia con un gran alarde, que en su posterior recopilación de textos, a la que le animo, desde mi modestía opinión, se verá recompensado el valor literario de su obra y sobre todo del mensaje de sus vivencias personales. Los personajes ficcionados y reales nos dejan un saber agridulce en el lector. Alegría de lo vivido, tristeza del ocaso y añoranza de unos días que trataremos de repetir en nuevas andanzas. Un abrazo amigo

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