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Aristas, vertientes y azules |
“Siempre alborea” es la frase de presentación de un buen amigo en una red social. Así expresa su razonado optimismo sobre el vivir a pesar de los golpes recibidos y de los síntomas de deterioro de la realidad ambiente. Hace dos años que cruzó la frontera formal de la vejez, determinada por la jubilación y por la decadencia pautada de la edad y sus alifafes. Desde entonces, procura aprehender la resistencia inherente al ser humano en la empatía con sus semejantes frente a las graves consecuencias que tendrá sobre la humanidad una civilización basada en modos de vida insostenibles para la supervivencia de la especie. A pesar del colapso climático y de los graves desequilibrios que acarrea el actual sistema económico, él se empeña en mantener la serena alegría imprescindible en los años que le resten. Porque es consciente de la brevedad del tiempo humano y de la agonía de nuestro modo de vida se emociona cada vez más con la belleza de las montañas, con los bosques y sus verdes, con los pocos ríos de aguas cristalinas que quedan, con las fuentes de agua potable en las que pueda renovar la cantimplora y con cualquier muestra de arte que aporte belleza al mundo en cualquier soporte, noble o vulgar, mármol, piedra, ladrillo o vidrio, lienzo o muro, notas o textos que reduzcan la fealdad globalizada del presente. Me comenta que cada mañana sale al balcón de su piso en un barrio popular para ver el amanecer en el amplio cielo y constatar que los primeros rayos de sol, reflejados en los edificios contrapuestos del oeste, le confirman que la vida merece la pena y que siempre la luz rompe las oscuridades del adentro y de las afueras, porque siempre alborea...
Mi amigo ha vuelto
hace unas semanas de hacer el Camino del Salvador, una ruta jacobea por la que
algunos peregrinos del Camino Francés, al llegar a León, se desviaban al norte
hasta Oviedo de donde partía el primer camino o Camino Primitivo hasta Santiago.
Cuando a principios del siglo X, el Reino Astur en su expansión territorial pasó
a ser Reino de León, la ciudad fue sede de la corte y núcleo promotor del
Camino Francés con el apoyo de los monarcas de los distintos reinos por los que
transcurriría, de la nobleza y de la omnipresente Iglesia. Sería el más
transitado hasta el siglo XV. En el Codex
Calixtinus, redactado en el siglo XII, cuyas múltiples copias manuscritas
se conocen como el Liber Sancti Jacobi, se
llega a afirmar que hasta mil peregrinos podían llegar en alguna jornada hasta
Compostela. En 1993 el Camino Francés fue declarado Patrimonio de la Humanidad.
En 2004 se sumaron a tal denominación el Camino Primitivo, el Camino de
invierno, el Camino Portugués, el Camino del Norte y el de La Vía de la plata.
Sean bienvenidas cuantas nuevas ocurrencias
e ideas surjan para paliar las
necesidades de zonas rurales cuyos caminos puedan generar beneficios en las
comarcas que crucen, permitan el ocio saludable de los peregrinos, faciliten la
práctica de su fe o de sus descreencias, la conservación del patrimonio
cultural más dejado y el conocimiento de parajes atractivos y poco hollados
hasta que dejen de serlo, sea por la integración en los circuitos turísticos o
por la depauperación sistemática de un medio condenado a dejar de ser.
En la
actualidad, la masificación del Camino Francés es una evidencia preocupante. El
año pasado llegaron 450.000 peregrinos a la capital gallega. Un 65% lo hizo
desde algún punto de esta ruta. Una media de cuatro mil personas al día en el
último mes de agosto. Las señales de disrupción sobre el patrimonio santiaguino
empiezan a ser significativas, la carestía de la vivienda de alquiler en
Santiago para los estudiantes universitarios,
los altos precios del m² que
imposibilitan la compra de vivienda y frustra los proyectos vitales de los
jóvenes, los conflictos de convivencia entre una parte minoritaria de los
visitantes con los vecinos y las insuficiencias de las infraestructuras
empiezan a ser problemas de difícil solución bajo una óptica sesgada por la
consecución del beneficio económico inmediato por parte de la administración
local y autonómica. Mas no es mi propósito analizar aquí las causas y
alternativas a un hecho de origen medieval tan bien adaptado a la expansión del
turismo de masas de la posmodernidad, sino la de dar eco a las escrivivencias
del amigo empeñado en otras lecturas del mismo a partir de las andaduras por
sus ramales.
Antes de pasar
a la crónica del senderear por Los Picos de Europa que Jero Acal me ha enviado,
valga de pórtico una de tantas frases leídas no sé dónde en torno al tópico de
la experiencia del viaje que en su momento me hizo pensar y decía: “Si quieres
viajar rápido ve solo, si quieres viajar lejos ve acompañado”. Tras la lectura
del texto sobre su último sendereo, intuyo que si Jero ha llegado lejos en sí
mismo más allá de la distancia real prevista ha sido por haberla compartido. Con
la fina ironía que le caracteriza, un
amigo común, Manuel H, definió al grupo de cuatro miembros que han cumplido con
el trazado salvadorano como “Pandilla mística”, feliz hallazgo verbal, terrenal
picaresca y luminosa mística, calles de barrio y alucinadas raptos, laderas y
cielos. Me consta que sin la experiencia y el liderazgo de Alvil, sin la
generosa entrega en la intendencia de Mara y sin la bendita alegría y optimismo
de Irena, la experiencia para él habría sido más pobre o quizás ni siquiera
hubiese llegado a buen puerto. Y sí, las caminatas culminaron bajo la indeleble
vigilancia del atormentado don Fermín de Pas desde la única torre que se alza en
la plaza del Salvador. Además, según la
foto que me ha enviado al whatsap, queda demostrada su consecución en la Salvadorana (diplomita “gratuito” de
ornato pseudogótico, obtenido tras la presentación de la cartilla de los sellos
de los bares, hostales, pensiones o iglesias de los enclaves transitados)
expedida a su nombre el 29 de septiembre de 2023 por un joven sacerdote émulo
del magistral de la Sancta Ovetensis. En la credencial, La Santa Iglesia Catedral
Basílica Metropolitana del Santísimo Salvador de Oviedo le “Expresa
su bienvenida y se le desea todo género
de gracias y bendiciones como fruto de su peregrinación”. Porque como se
refiere en la canción medieval francesa “Quien va a Santiago y no va al
Salvador, honra al criado y deja al señor". Espero que esas gracias y bendiciones vayan
horadando con leves grietas el alto muro de razones sobre las que mi querido
amigo erige el sopesado ateísmo en el que milita desde la más temprana juventud.
En su radical descreencia persiste después de haber realizado el Camino Francés
a pie desde Roncesvalles, el Camino de Invierno y el Camino Primitivo como
bicigrino y ahora de vuelta al peregrinaje a pie por el Salvador. Supongo que
si Dios existiera se lo tendría muy en cuenta porque por falta de honras al
imaginario de las creencias no quedare. En fin…
*******
Primera jornada
A las siete y media se encendieron las tres lámparas del vetusto
y coqueto salón comedor del Hostal Orejas de León, el primero de los
alojamientos. Una pensión tradicional que ocupa varias plantas de un edificio
que cuenta con más viviendas
particulares y hace esquina con la placita de la Pícara Justina. Porque habrá
de saber que la expresión “Si no le gusta León ahí tiene la estación” fue
acuñada por la original propiedad del establecimiento ante un huésped descontento
con la ciudad. Aún tardaría en amanecer. Irena y yo habíamos esperado con
impaciencia su apertura para el desayuno
de la primera jornada del Camino de San Salvador, con expectativas, con
preocupación por el rendimiento de cada cual y con el reto del primer día por
delante. Al poco bajó Alvil ya con la mochila preparada, mientras su esposa,
Mara, se quedaría en la habitación con las maletas hasta que pasara a recogerla
a las once el chico del transporte pactado para toda la ruta.
Se desperezaba
el lunes cuando frente a la exuberante fachada plateresca del antiguo Convento
de San Marcos, hoy Parador, una leonesa
de carrera tempranera se ofreció a hacernos una foto a la tríada caminante
junto a la estatua en bronce de un peregrino del Medievo, sentado en un
cruceiro con las sandalias quitadas y
los pies descalzos. El conjunto no tiene
más de veinticinco años pero contribuye a alimentar la atracción posmoderna del
Camino. Los demás peregrinos caminarían hacia el oeste, nosotros al norte. Sensaciones
de elitismo senderista, falsas percepciones de minoría, miedo al sobreesfuerzo
anunciado. Largo fue el primer tramo paralelo al cauce del Bernesga. El nivel
de desarrollo económico que se denota en la calidad de las sucesivas
urbanizaciones en el que se aprecia el buen gusto de una arquitectura cuidada
que combina los materiales autóctonos, la piedra y la pizarra, con un diseño
funcional atractivo y que prácticamente conurban hasta el longitudinal Carbajal
de la Legua no es comparable con los pueblos que recuerdo conocí cuando hace
poco más de un año pedaleaba por El Bierzo. En Carvajal sobraron ya las prendas
de abrigo. Anuncio cierto del calor extremo que nos acompañaría durante las
siguientes jornadas hasta Oviedo.
Después de la
primera legua cumplida el paisaje anuncia suavemente las montañas azuladas que
aguardan solemnes para los días siguientes. Superado ya el estrés de la
preparación, interiorizado el itinerario y asumida la información posible,
entregado a la realidad de la aventura porque aunque sabes que todo está
medido, cuantificado y planeado, siempre queda una posibilidad de lo
imprevisto, el bendito riesgo que no evaluará nunca la IA. Tiempo en ti para apurar
la experiencia y centrar las
expectativas que tienes por delante en este camino que dicen es duro por un
terreno que poco a poco alcanzará alturas.
Aunque la
noche anterior nos habíamos retirado temprano aún pesaba el cansancio del viaje
en coche y de la completa tarde leonesa
de turisteo. Una opípara comida de inauguración en el restaurante La taberna en el límite norte del Barrio
Húmedo, un paseo hasta La plaza del Grano para tomar un café en una de los
inestables veladores del irregular piso de piedras amojamadas por el tiempo, un
breve descanso al fresquito de la fuente del rollo barroquizante con sus querubines
fluviados a la espalda del ábside de la iglesia de Santa María del Camino o del
Mercado. Después de una ojeada al patio del albergue público, sito en el
antiguo convento de Las Carbajalas, donde las monjas seglares, de previsible imagen,
entrevistaban a los jóvenes peregrinos postulantes al cobijo. La visita fue muy
breve porque el característico olor a
humanidad caminada de estas hospederías me impulsó a la huida. Un paseo hasta
la Pulchra Leonina por la abarrotada calle Ancha que separa el Barrio Húmedo
del Barrio Romántico. Paseo anonadado bajo una luz hiriente que realza la
plástica de los geranios profusos en los balcones de las llamativas fachadas
modernistas. Arquitectura ecléctica de
forjas artísticas y amplios ventanales. Contra mi prejuicio pagaremos la
entrada porque es imprescindible acceder a la muestra más rica del gótico
francés en la Península. Volví a gozar con el juego de luces que a esa hora
inundaban las naves de las vidrieras restauradas, originales, en proceso de
restauración y de acumulación, mágicas, complejas en su factura e ingenuas en
su iconografía. Más de treinta años después sigo subyugado por las nervaduras
de las naves, el trascoro y la alargada ostentación de formas leves del templo.
En la primera noche, tomamos una caña en la placita de la Pícara Justina junto
a un velador en el que un avejentado Julio Llamazares, quizás bajo una lluvia
amarilla que sólo a él le afectara, también apuraba el atardecer en compañía
menos adusta. Aún tuvimos arrestos para acercarnos a la Colegiata de San
Isidoro con la suerte de poder acceder al interior porque se celebraba la
última misa dominical de las nueve. Asistencia significativa de edades
provectas en los bancos y absorta visión de la estilizada nervadura, su bóveda
de cañón y la conjunción de la arquería bajo la que los fieles se acercaban a
la ingestión de su deidad transmutada en
delgada oblea. Superposición de estilos y tiempos, admirable el sencillo equilibrio
del románico de la Puerta del Perdón y la armonía de los distintos edificios
que circunvalan la amplia plaza discretamente iluminada en la noche casi otoñal.
A partir de
Cabanillas llegaron las subiditas primeras, los robledales y las encinas. El
primer buzón para dejar una nota escrita, la tentación de dejar constancia de
tu paso con palabras de loa a la tierra, las primeras vistas hacia el Bernesga
en su recorrido por el fondo del valle. Aparecen altaritos con figuras de
plástico o de escayola en representaciones ingenuas de la escena del portal de
Belén, figurillas ingenuas del misterio
de la familia del Cristo salvífico, bustos de madamas de mercadillo, vírgenes
cual ninfas precristianas en las oquedades de los troncos centenarios. Más
adelante, en un segundo buzón para los textitos más o menos inspirados de los
peregrinos, las alusiones cúrsiles y las procaces, la objetivación del esfuerzo
por la cerveza de la meta o por búsquedas alucinadas, dejas aproximaciones en
haikus, modos a los que no renuncié por ego, por chanza, por agradecimiento,
por la alegría del haber llegado hasta allí.
Encinar del Bernesga,
raíz en aguas.
Frescura y paz.
imbricación de vida
en la hojarasca.
Despojo del tiempo,
perpetuidad
del bosque.
Serena tierra.
Una primera caminata que fue bien hasta La
Seca de Alba, con buen talante, con continuas subidas y bajadas pero que acabó
con algún cuerpo en parte rotito y en parte glorificado por el salvífico
esfuerzo sin redención. Hasta Cascantes duró el sendero y nada más áspero que
el último tramo por asfalto. Ante las preguntas de Alvil sobre la distancia que
nos restaba, un grupo de cascantinos, en tertulia de mediodía, añadió riesgo al
resto y al reto sin llegar al consenso sobre la distancia y el trazado más
adecuado hasta La Robla. Que si cinco kilómetros por la carretera, que si seis por
el sendero, que mejor otro camino…Así que resignados al primer sufrimiento
tomamos la carretera con más de treinta grados por el reducido arcén. Cuando
llegamos al puente elevado sobre las vías para acceder a La Robla, más que
puente me pareció áspera ascensión. A las tres y cuarto, la sonrisa de Mara
esperándonos al final de la larga, larga calle central del pueblo, fue una
alegría. A resultas del esfuerzo, recién sentada a la mesa del restaurante del
Parque de Las Huergas, Irena superó una bajada de tensión fruto de la última caminata
bajo el sol. Para Mara, la eficaz intendente del equipo, no fue algo extraño.
Un peregrino también andaluz que había llegado un poco antes se había
desplomado a sus pies. Y no acabarían ahí los desfallecimientos. Otro peregrino
alemán de cierta edad, al salir del comedor también cayó desplomado llegando a
perder la conciencia y el control de esfínteres. Tanto Alvil como ella acudieron
prestos a su atención mientras los jóvenes responsables del albergue avisaban a
Urgencias. Jornada de incidentes y sustos pronto relativizados en la temprana cena con
unas copas de tinto de la tierra en el bar El
mundo, cuando aún no habían acabado la partida las señoras roblanas y los
bebedores habituales se mantenían más o menos erguidos en el brocal de la
vetusta barra del establecimiento.
Jornada segunda
Habíamos dejado la pensión La milana
de La Robla con el lucero del alba aún en el cielo, con el optimismo del
segundo día cuando el cuerpo empieza a aceptar la fluidez en los pasos y las
agujetas requieren sendero y pedregal para ser olvidadas. A poco más de un
kilómetro quedó la indicación de Acedo de Alba, cuyo nombre llamó la atención
de Irena. Llegamos a buen paso a Puente de Alba siguiendo las flechas
amarillas, disfrutando del son de las aguas del Bernesga, de la profusa
vegetación de sus riberas, de los cantos de los pájaros al amanecer y de la sólida
factura del acueducto del siglo XVIII conocido como “El Encañao”. A pesar de la poca luz pude leer la
placa en la que se recuerda el comentario de admiración de dejó Gaspar Melchor
de Jovellanos al pasar por ahí, porque según el dicho roblano: “Ni muralla ni
reducto que La Robla tiene acueducto”.
Pasadas las diez paramos para reponer fuerzas
en el parquecito infantil de Acedo de
Alba donde rubricamos nuestro error con anacardos, pistachos y dátiles que no
consiguieron endulzar la frustración primera. Habíamos trazado un círculo de
casi tres leguas para volver a la salida
de La Robla ¿Dónde perdimos el Norte? Fue al dejar el puente romano que da
nombre a la localidad de Puente de Alba cuando giramos antes de tiempo a la
derecha y nos adentramos en la Montaña Central Leonesa. Aunque las flechas
amarillas dejaron de verse se mantenían las señales de la paralela blanca y
amarilla de los senderos de corto recorrido. Alvil, el experimentado compañero
conocedor del camino, enfiló una vereda de piedras y regatos de agua en subida
un tanto áspera hasta un tupido robledal envuelto súbitamente en un verde
silencio. A la salida del bosquecillo en pendiente llegamos a la pradera de un
collado. Las dudas crecían en la mente del “sherpa”, sus cimbreos de cuello a la izquierda y a la
derecha no auguraban nada bueno. Antes de adentrarnos en el robledal, yo había
observado que el sol naciente caía a nuestra izquierda pero fui incapaz de
concluir que caminábamos hacia el sur. Aún así continuamos hasta la Peña del
Asno desde la que se aprecia una magnífica panorámica de los pueblos de la
comarca desde Cascantes del mal recuerdo hasta Nocedo de Gordón que nunca
pisaríamos. Nos encontramos con más de un pivote de madera joven recién
instalado con indicaciones para ciclistas y algún que otro pórtico de estética
pseudoprimitiva para la comunicación televisiva. Allí mismo en uno de esos
portales de troncos nuevos, un cartel (Asno Exprés) abría una senda para
despeñarse sin miedo sobre una BMT y para ganar audiencia cautivada por la
aventura y el riesgo atornillada en el sofá del salón. “Roca Dragón” era otro
de los portales abiertos al riesgo. Caímos en la cuenta de que sendereábamos
entre dos rutas de la Zona Alfa de León, proyecto de recuperación económica de
cara al deporte de riesgo de los locos del pedaleo por los montes, aficionados
prudentes y “ciclistas aguerridos” promovida con el apoyo de la Junta de
Castilla-León por el mediático aventurero leonés Jesús Calleja. No habría
tenido sentido hacerlas coincidir con el Camino del Salvador que ya tiene sus
propios recursos de promoción. Una amplia pista de grava por una antigua
cantera hasta la antigua mina a cielo abierto de Santa Lucía y una larga bajada nos llevaría hasta el
pueblito de bonito nombre de la salida.
En el camino de
vuelta, la frustración agazapada en Alvil emergía en sus zancadas decididas y en sus miradas escrutadoras a un lado y otro
del monte. En la opinión de este cronista, la autoexigencia desmesurada es una
mala práctica y mi amigo, una vez más, se flagelaba sin sentido y como nos
enseña el antiguo refranero castellano: “Hasta el mejor escribano hace un
borrón”. Afortunadamente resolvimos el problema emplazando a un taxi en el
cruce desde Acedo que nos llevaría hasta Buiza, la distancia que deberíamos
haber recorrido siguiendo las flechas ¡Ay, las flechas amarillas con las que
llegué a soñar cuando el treintañero que fui hacía EL Camino Francés! Como bien
apuntaba Irena, sin el despiste nunca habríamos conocido la espléndida
panorámica del valle. Incluso se dio un intento de encubrirlo ante la
responsable de la intendencia que aún permanecía en La Robla a la espera del
conductor contratado, cuando nuestro taxista depositaba las mochilas y los
bastones en el maletero del auto. Desde sus asientos, vimos al alemán
desfallecido el día anterior en La Robla seguir en el camino junto a su
compañero de ruta y la silueta recortada en acero de un lobo en un risco, feliz
recurso estético inspirado en el popular toro de Osborne que aún se conserva en tantos
lugares del país. Al fondo las alturas de Peña Raya y Peña Prieta a las que
subiríamos después. Pero hubo un traidor al pacto de silencio en la tríada
pedestre y en el almuerzo, entre cucharadas a las alubias del menú cerrado y
risas, Mara sería informada al detalle de la desorientación del guía.
Desde Buiza
hasta Poladura de la Tercia nos quedaba la primera subida importante del
Camino. La del Alto de Las Forcadas de San Antón, iniciada por el Camino de los
arrieros con juegos de pendientes y collados para asomarnos al Valle del
Rodiezmo con las peñas al norte descarnadas en sus blancos estratos. Las
flechas amarillas no sólo estarán pintadas en los postes, en las tapias o en el
suelo, también las encontraremos en
chapas soldadas a una pretina ancladas a la tierra o clavadas en los árboles,
por iniciativa de Ender, pseudónimo de un promotor de este Camino de indudable
belleza paisajística, sobre todo cuando miras atrás y los tejados de Buiza van
desdibujándose al fondo del valle. Un tramo de la calzada romana que unía Legio
y Llugo también se incluirá en la ascensión hasta el Alto. Los hitos de piedras
amontonadas por el peregrinaje de siglos y las caprichosas formas de las rocas nos
regalan un tramo inolvidable, aunque antes hayamos de olvidar el esfuerzo
acometido hasta el Valle Oscuro. En San Martín de la Tercia hicimos una última
parada para recuperar el ritmo y tomar fuerzas para seguir por la estrecha
carretera comarcal unos kilómetros hasta la cercana Poladura, la meta desde la
que salió a nuestro encuentro Mara en ese momento bonito de la recepción
afectuosa a los caminantes. Con el paisaje de prados, de las altas laderas y de
las rocas caprichosas del Alto de Las Forcadas en la memoria, nos abrazamos en
el afán de hacerla partícipe del camino que tanto facilita en su labor de avanzadilla.
Los vecinos de
Poladura no llegan al medio centenar pero los bancos para el descanso de sus
tres calles se acercan a la veintena como bien ha apuntado Mara. En el norte de
León y en las comarcas limítrofes de Asturias que conoceremos es llamativa la profusión
de bancos, en los frontales de las viviendas y en cualquier lugar aprovechable,
con cualquier material, sean de madera,
de piedra, de hierro forjado o de acero bruñido; basta un tablón sobre dos
soportes de ladrillos, dos paneles de transporte bien angulados, mobiliario
urbano en cualquier núcleo rural o en la curva de un sendero con amplias
vistas, elementos significantes de modos
de vida perdidos al acabar la faena al volver de la mina o de la siderurgia en
los que la conversación al sol de cada tarde sería un rito de cohesión social.
Objetos testimoniales de otros tiempos que al presente lucen su desamparo sin
posaderas que los ocupen. Un albergue público abierto en la antigua escuela y
el hostal rural El Embrujo en el que nos alojaremos son las únicas
instalaciones abiertas.
Cae con calma
la tarde en el jardín “embrujado” según se publicita en la red. A la sombra de
unos muretes coronados por macetas en recipientes de todo tipo tratados para
darle rigidez, botas de montaña, zuecos, zapatos de tacón, canastillas o
vasijas rotas en los que crecen rosales, petunias y crasas contribuyen a un
ambiente agradable con sus notas de color y sus referencias al mundo de los
duendes y de las criaturas de los bosques que no sería posible sin el abrigo del
agua de los ríos y manantiales que nos acompañan, tomo notas para la
reconstrucción del viaje cuando los momentos vividos sean transmutados en
recuerdos. En una de las mesas cinco señoras del lugar juegan al tute de cada
día. Una de ellas viste un suéter beige y una falda plisada, las demás van en
mallas, sudaderas multicolores y se cubren con gorras de marcas agropecuarias.
A todas las unen los comentarios profusos en tacos y alusiones escatológicas.
En otra una pareja de alemanes de edad avanzada toman un vino blanco en
silencio. En la tercera mesa se han reunido siete peregrinos, todos hombres,
entre los que se alojan en el albergue y los que se quedan en el hostal como es
nuestro caso. La media de edad es alta y
de su cháchara deduzco sus orígenes. Los tres más talludos son leoneses, los
andaluces pasan de los cuarenta y de los dos más jóvenes uno es catalán y otro
extremeño. Conversaciones previsibles sobre las dificultades de la ruta, las
proezas autorreferentes y los propósitos para la jornada siguiente, mientras
los botellines se apuran con prisas y uno de los andaluces ejerce su tópico rol
de gracia malagueña. A nuestra vuelta del corto paseo el mínimo trazado urbano,
los propietarios ya recogían las mesas y las dos tertulias se habían disuelto. Mañana
las señoras volverán a su timba cotidiana con sus tacos y sus puyas verbales.
La célula peregrina no repetirá su composición efímera.
Tercera jornada
El declive de
la luz solar cubre en ocres las laderas orientales del valle del río Pajares.
Allá abajo la estación de tren de La Frecha por la que Alvil y tú habéis pasado
antes de cruzar el largo puente de Los Fierros que ahora veis desde la ladera opuesta.
El último tramo ha sido difícil por estar cubierto de zarzas y te ha dejado más
de una marca en la piel. Estás exhausto pero tan imbuido en el camino que te
invade una euforia nueva por el hecho mismo de estar completando la jornada de
la llamada etapa reina en la que has tenido el privilegio de asistir al orto y
al ocaso de un día marcado por la belleza de Los Picos de Europa. En la difícil
orientación en la maleza te han venido a la mente las penurias que debieron
pasar los maquis que intentaron la resistencia en los años atroces de la
posguerra. Sin el conocimiento de estas sierras y sin el apoyo de los paisanos
no hubieran podido resistir como resistieron. Has pasado por una oquedad
propicia al escondite y te has preguntado si la usarían alguna vez, si hasta
ella llegó una de las patrullas perseguidoras de la Guardia Civil. Pensabas en
las delaciones que sufrirían, en los escondidos, muertos en vida, cuyos
familiares justificarían su ausencia, en las crisis de identidad y de miedo de
los resistentes, en sus soledades, en sus frustraciones y en su desesperación
última ante la brutal represión de los vencedores. Cuando lo comentabas con el
compañero en una de las paradas para recuperar el aliento, él encontró
casualmente el casquillo de una bala en la hierba baja. Por su calibre (270
WSM) y su estado de conservación es un proyectil reciente de un rifle de caza
pero no dejan de ser casualidades en una jornada intensa ¿Azares del tiempo o
hambre de fabulación? Sugestión del sendero, identificación con sus silencios,
placer sereno de sentir el piso húmedo y de salvar el embarrado al apoyarte con
cuidado en las piedras de los regueros. Después de todo, sin proyectar en tu
presente las experiencias de otros semejantes en el mismo medio no entenderías
nada, serías nadie. No queda demasiado para llegar a Herías, la penúltima
población antes de la casa rural El bache
de Campomanes en la que desde el mediodía están instaladas Mara e Irena. La
tríada peregrina ha subido hasta el Puerto de Pajares y según habíais previsto
por prudencia, para evitar daños innecesarios, allí Irena se ha incorporado al
coche del joven Jesús que en este tercer día ya mantiene una relación familiar
con Mara.
En la
paradita técnica anterior os sentasteis en uno de tantos bancos al borde del
camino frente a la ermita de la salida del puente de Los Fierros, indecisos
entre continuar por el arcén hasta Fresneo o buscar la senda para llegar por la
montaña hasta Herías. Se os acercó una anciana apoyada en un bastón con puño de
plata, conjuntada en su atuendo de digna modestia, olorosa a lavanda y
necesitada de conjurar la soledad. Con una bonita sonrisa os dio las buenas
tardes. Al quite pronto, aprovechasteis para hilar la charla distendida con la
buena señora que a sus ochenta y siete años encontró en vosotros un respiro
para hablaros de su viudez, de la casona pintada de verde al otro lado del río en
la que vivió el joven con el que se casó, de las fiestas y de los bailes que en
el pasado se celebraban…
— Porque aquí había vida no crean, pero esto se fue
quedando solo…Hay días en los que desde que salgo de la cama hasta que vuelvo a
las sábanas no hablo con nadie. Porque no siempre pasa alguien. Hace poco
también eché un rato con un muchacho que iba solo aunque era extranjero pero
muy amable…
También os
habló de su renuncia a vivir en Oviedo porque «no me hallo en la ciudad,
demasiado ruido sin estos bosques»… Fue ella quien os animó a coger “el camino
de verdad por la senda del monte, porque lleváis pantalones largos y es por
dónde hay que ir…” Con tal inyección de ánimo os despedisteis dispuestos a encontrar
y a superar “la auténtica senda del
monte”.
Y no fue esta conversación
con desconocidos la única mantenida en la jornada reina. A vuestro paso por
Santa Marina, otra señora mayor que apilaba leña junto a un castaño centenario,
entró al trapo del acercamiento en palabras con el dúo de peregrinos. Desde
unos ojos azules aún llenos de vida, os contó que aunque su hijo vivía en
Llanes y allí se trasladaba los veranos con su marido, no podía de dejar aquellos
pagos en los que nació y en los que había pasado muchos años. Ahora cuidaba del
marido que fue minero, padecía silicosis y dependía de la bombona de oxígeno
casi veinte horas diarias. « Tenía un buen jornal pero entonces había muchas
huelgas…» Su padre, también minero, había muerto a los cincuenta por silicosis.
Ella había trabajado el campo y ahora tenía problemas en la espalda. Pero allí
estaba, en bata de guatiné y botas de media caña, dispuesta a compartir con dos
extraños la antigüedad que calculaba de aquel castaño enfermo al que trepaba de
niña…
En la relación de conversaciones de la jornada
cabe que nombres la mantenida con la joven hospedera del albergue privado de
Chanos de Somerón. Madre desesperada antes las invectivas de su hija
adolescente que volvía enfurruñada del instituto de Pola al que la muchacha va
y viene cada día en bus. Encontró en vosotros un momento para compartir su
impotencia y buscar remedios para encauzar la rebeldía sin más causa que la
biológica de esta difícil etapa de crecimiento en el interior del bar. En el
patio exterior cuatro de los peregrinos de la tertulia de El embrujo
continuaban con sus bravuconadas machas. En Llanos habían acabado su etapa. Los dos sexagenarios os despedisteis
con cierto orgullo de la menguante célula peregrina porque vosotros seguíais hasta
Campomanes. Alguna mirada envidiosa sentiste en tu nuca rasurada al retomar la
marcha por una larga bajada por la carreta LN-12. Cinco kilómetros que se te
hicieron largos, largos, cansinos…Pero no había vuelta atrás aunque te sientas
pesado por el aperitivo del albergue, porque la bajada hasta San Miguel del Río
y el paso por el bosque de Valgrande te haya castigado las rodillas. A esas
alturas del caminar, ya solo queda automatizar los pasos y hacer que la mente
divague y las sensaciones de plenitud arraiguen en los perfiles de las montañas,
en los robles, en los abedules, en los tejos y en las hayas bajo las que has
caminado. Porque si en la visión de lo pequeño puedes recrearte en la colonia
de renacuajos del pilón de una de las fuentes ¿cómo no guardar en tu retina la
perpendicularidad de las cárcavas transversales de la dorsal cantábrica?
Cuando
llegasteis a Herías ya te quedaban pocas fuerzas pero la pulcritud de su
fuente, el extremo cuidado del reducido trazado, la policromía de la fachada de la Casa del indiano con su galería en
voladizo, su placa de mármol de agradecimiento y su ostentación ingenua de
riqueza, los hórreos recuperados, las nuevas construcciones al estilo
tradicional injertas en el medio y la última visión de la aldea, uno de las más
bonitas de la jornada, desde el duro repecho conocido como Las Cuestas, haría
que una vez más, el esfuerzo se viera recompensado. Aún te quedaba la peligrosa
y larga bajada a Campomanes donde el río Pajares se unirá con el Huerna y
formarán el Lena. En la oblicua luz de una tarde ya en su agonía quedará algún
resbalón y alguna jeremiada que mantendrás para tus adentros. La más larga de
las jornadas se cumpliría
satisfactoriamente poco antes del ocaso, aunque la expresión de sorpresa
de Irena por tu aspecto derrotado al verte llegar no fue menor que la tuya al
verla a ella y a Mara en pantalón de pijama y chanclas, desprejuiciadas y
contentas en uno y otro extremo de la empinada calle en la que se ubicaba el
hospedaje del día. Junto a la casa había un manantial regulado por un grifo al
que acudían los campomanenses por la
calidad del agua. Tras la imprescindible ducha para no sentirte un apestado a
la mesa, tus últimos pasos serían para
acercarte al manantial. Desde la terracita de la casa. Mara observaba con una
sonrisa compasiva “tu andar de
Frankenstein” antes de apalancarte en el patio para la cena. ¿Había sido excesivo el esfuerzo realizado?
Cuando sientes que has conseguido superar las dificultades para hollar uno de
los parajes más hermosos del viaje te dirás a ti mismo que mereció la pena.
Mereció la pena
la incertidumbre de empezar a caminar a ciegas, más temprano que nunca, siguiendo el halo del foco frontal de
Alvil, empeñado en abrir una vereda de luz
para subir por un camino de hierba húmeda, dejando atrás un desconcierto
de mugidos de los corrales de Poladura y los ladridos concatenados de los canes
alertados a vuestros pasos. Además de
las flechas de hierro clavadas en el terreno, aparecerán nuevas
indicaciones, piruletas del mismo
material con la vieira santiaguina. Por imaginación señalética que no
quede. A poco de la amanecida llegasteis
a buen paso a la Cruz de San Salvador con una vista del Valle de la Tercia que
te sobrecoge hasta el borde de las lágrimas. Ha amanecido en un arrebol de cielos
desparramado en la arista del Cantu
de La Tusa. Según te comentaría otro joven amigo al recibir la imagen, en
la lengua astur significa “una línea que divide a dos laderas” y que él quiso
entender como “una línea que une a dos personas en un Cantu a la vida”. Parada
imprescindible, fotos testimoniales, síndrome stendhaliano ante la belleza
desnuda de las montañas al sur. Chute de alegría para seguir el ascenso hasta
el techo del Camino del Salvador, el Collado del Cueto, con otra cruz de menor
tamaño. Y bajadas y subidas por el
Collado de la Sierra del Cuchillo hasta ver al fondo del último valle leonés el
caserío de Arbás del Puerto y la colegiata de Santa María. Interesante muestra de
iglesia tardorrománica de larga trayectoria, con consecuente leyenda
fundacional, con buey y oso incluidos, con vicisitudes varias, desamortizada en
el XIX, cuya imagen original fue pasto de las llamas en los días siguientes al
golpe de 1936. Desde tu óptica de aficionado, el templo es un ejemplo de
restauración demasiado intervencionista llevada a cabo por el arqueólogo
heredero del ínclito don Ramón Menéndez Pidal. Pero no dejarás de recomendar la
imprescindible visita para degustar las intenciones de la espiritualidad
medieval y deambular en los silencios de sus naves. Un último recorrido por el
arcén de la N-630 para esperar en el Puerto de Pajares al coche que recogería a
Irena. Desde allí emprenderíamos el resto del equipo la segunda parte de la
jornada. Si la vista desde el Cantu de la Tusa te había impresionado, no fue
menor la huella que quedó en ti la visión desde la alta ladera que rodea el
Puerto de Pajares de siete de los catorce Picos de Europa y del trazado al
fondo de la carretera. Del orto al ocaso viviste la fértil travesía de una
vertiente a otra. A partir de allí, las corrientes de los ríos irían hacia el
norte. Vosotros también.
Jornada cuarta
Pronto anochecerá
sobre Mieres mientras esperas a los amigos que siguen en el interior de
la iglesia de San Juan, de estilo neobarroco y que no levantó en ti interés alguno
más allá del toque neocolonial de su fachada. Tenía lugar una misa con un
cuarto de entrada, alta concurrencia para el amplio aforo de sus naves. La
anacronía de una mujer arrodillada ante la rejilla de un confesionario te llevó
al lejano recuerdo de la infancia del niño beato que fuiste. En la información
previa al viaje leíste que fue siempre una ciudad roja, importante núcleo de
activismo durante los hechos de las Revolución de Asturias de 1934, de la que
quedó el eslogan “Coyones y dinamita”.
Y un dato llamativo: fue la localidad asturianas que más miembros aportó a la
lucha del maquis y más voluntarios a la División Azul. Radicales de un pasado
trágico. Una localidad en la que denotas el declive del cierre de las minas de
la década de los setenta y que intenta encontrar otra identidad y otras vías de
desarrollo a pesar de la traumática
reconversión de entonces. Intuyes que los servicios y el turismo no podrán
equiparse al desarrollo económico anterior. Ahora unos críos juegan en un
parquecito infantil bajo la vigilancia de los adultos y tú disfrutas de la
fresca, sentado en uno de los bancos de la plaza de La Pasera frente al
ampuloso monumento erigido en 1931 como homenaje al poeta y músico local
Teodoro Cuesta en el centenario de su nacimiento. Fue uno de los más populares
difusores del bable y de la cultura popular cuyas letrillas serían repetidas en
todas las clases sociales de su tiempo. Te ha llamado la atención la farfolla
triunfalista de Calíope, caracterizada como una Victoria alada que lo ampara y
las dos figuras ataviadas al modo tradicional que lo flanquean, ella con su
mantón de lana y flecos y él tocado con la montera picona, en actitud pensativa
mientras guarda la xiblata bajo el brazo. Cuando recojas información sobre el vate
mierense, conocerás algunos fragmentos de una de sus obras más populares,
“Andalucía y Asturies”, enjaretada en versos polémicos sobre los tópicos de
cada cultura con su amigo Diego Terrero, gaditano, catedrático de matemáticas
en Oviedo y promotor de la fotografía estereoscópica allá por 1870. El
asturiano desarrollaba el corpus de una lengua, el matemático andaluz intentaba
transcribir la imposible fonética de una de tantas hablas ceceantes andaluzas.
Y más allá de esta banal diatriba la única certeza que el tiempo justifica, es
la del afecto que se profesaron. Valgan estos versos del obituario que
Teodoro pergeñó a la muerte de Diego Terrero:
«Y mientres aliende n'aquisti desiertu
que lluegu
dexamus al soplu de Dios
barrúntote
vivu, pa mí nun tas muertu
pos dientro del alma vivimos los dos».
A lo
largo del día, el cansancio ha hecho mella en el cuerpo y has sentido un velo
de nostalgia en el ánimo. Quizás el ruido del tráfico de la primera hora a la
salida de Campomanes por el restaurante El reundu, en una vía comarcal
paralela a la N-630, ya desdoblada, no fuese el mejor comienzo. Después de
cruzar la pasarela peatonal sobre la autovía y culminar la pronunciada subida hasta
la ermita de Santa Cristina de Lena, las veladuras de tristezas se fundieron en
la limpia atmósfera del alto. Aunque no hayáis podido acceder al interior, el
privilegio de rodear con calma su planta alzada equilibrando el desnivel de la
loma, los poderosos contrafuertes levantados con afán de eternidad, la bóveda
de cañón de su exiguo pórtico, la adecuada restauración de sus muros y la paz
de los prados que desde allí se otean fueron el mejor remedio al inesperado
desánimo. Y a poco, la “estampa ecléctica”
del edificio de la estación de La Cobertoria, hoy apeadero de trenes de
cercanías y Centro de interpretación del Prerrománico asturiano avivará más aún
el atractivo de esta tierra. Como afirman con orgullo en un pueblo sí y en el
otro también: “Esto es Asturias, amigu”. Después recorrer la larga calle de El
Robledo de sur a norte de Pola de Lena,
una población bien dotada de servicios y con calidad de vida a la vista,
atravesasteis al otro lado del río para continuar por el largo paseo y
adentraros en uno de los bosques más densos de castaños, hayedos y acebos del
Camino. No has entrado a la bóveda de Santa Cristina pero has pasado bajo las
cúpulas de verdes, has pisado el humus resbaladizo, te has arañado con las zarzas,
has caminado entre el matorral bajo y has gozado con los rayos del sol
filtrados a través de las hojas de los altísimos árboles. En su travesía, has
entendido el disfrute del komorebi, término japonés para esta luz, percibida
en su exacta dimensión cromática, definida en su levedad, en sus sombras y en
su poesía.
Día de cruzar
pasarelas y de atravesar puentes, la de la autovía en la mañana temprana, la de
madera sobre el río Aller, el pase por un
túnel y el cruce del puente sobre el río Caudal que da entrada a Uxo. En
su iglesia de Santolaya o de Santa Eulalia de Ujo poco queda del románico
originario, salvo la exedra del ábside y parte de la portada incluida en la
fachada que pronto cumplirá el siglo. No obstante, su estilo historicista consigue una conjunción armónica de volúmenes que preside una plaza en salón bien
arbolada. No olvidarás tu beatitud al pedirle al párroco, un señor de avanzada
edad en ajado traje gris y amarillento alzacuellos, el sellado de las
credenciales. El buen hombre, que leía el periódico local sentado en una antigua
silla con pala de formica a la puerta de la rectoral, te hizo pasar a su despacho
una dependencia pequeña con una mesa de trabajo cubierta de periódicos viejos,
hojas parroquiales desordenadas y otros papelotes en los que hizo hueco para
estampar con mano trémula la prueba de vuestro paso por su aprisco espiritual.
«Tenga cuidado con el escalón, no se vaya a caer». Para llegar al asiento tuvo
que desplazar los sobres esparcidos por el suelo con la punta de los pies. Una
escena galdosiana vivida en la dependencia parroquial. Viajar para ver y para
verte a ti mismo. En uno de los veladores de la placita decidisteis por
prevención y prudencia que Irena y tú cubriríais los seis kilómetros a Mieres
en bus. Alvil continuó a pie por el duro arcén en el día más caluroso de los
vividos.
Os encontraríais de nuevo para el almuerzo en
uno de los bares de la Plaza de Requexu, renombrada en todas las guías y
páginas como la plaza más sidrera de Asturias, también loada por el poeta José
Hierro, quizás afectado por los efluvios del vino de manzana porque “Hay tres lugares en el mundo donde uno puede encontrarse realmente a gusto
porque supieron no perder su sabor a pueblo: la isla de Manhattan en Nueva
York, el barrio romano de Trastevere y la plaza de Requejo en Mieres”. En el pasado fue lugar de intercambio de
tratos de ganado y hoy es ocupada en gran parte por los veladores de las
sidrerías. Volveríais en la tarde para catar el jugo de manzana identitario que
no acabas de apreciar más allá de dos culines. Un modo de entender la
convivencia en torno a las botellas de sidrina que han de escanciar con
pericia los camareros con la botella en alto, el gesto serio y la mirada al frente. El oficiante marca el
ritmo de la ingesta e incluso recrimina al neófito si no toma el culín de un
trago. Demasiada pompa para tan débil regusto en el paladar. Como apuntaba
sobre la sidra, tu paisano Diego Terrero
en el debate en versos con su amigo, cuya transcripción a la ortografía
española te permites y vendría a afirmar que… “Ese vino de manzanas/ que no
emborracha y refresca/ te los guardas buen amigo/ para que otro se lo beba/ que
para enjuagar la garganta/ es mejor el agua fresca;” Referencia a la que
acudes no por desbarrar de esta bendita tierra, sino porque aún tendrás que
apurar alguna botella para apreciarla en su ligereza alegre.
Última
jornada
La distancia entre Mieres y Oviedo propició la mejor despedida del Camino de San Salvador, veinte kilómetros, cuatro leguas si la aproximamos a la cuantificación tradicional y al tiempo que tardamos en recorrerlas Alvil y yo a buen ritmo, con pasos montañeros “cortos y ligeros”, para llegar pasadas las doce del mediodía a la Ronda Sur de la capital asturiana. Cinco horas desde que dejamos el hotel Mieres del Camin a las siete y media de la mañana del penúltimo día de septiembre.
Fular de las cumbres |
Pronto empezaríamos la subida por la carretera AS-375 en las laderas orientales del valle del Caudal, mientras a nuestra izquierda, la niebla, fular de las cumbres, tul de la mañana, nos acompañaba con su magia infantil en el esfuerzo para alcanzar el Alto de El Padrún. Contrastan los contraluces de la amanecida con el ruido maquinal de la central térmica de La Perea, en la base del valle, antes dedicada al carbón y ahora a la biomasa para obtener energía. A partir de Casares tomamos un tramo primitivo en el que volverán los silencios sonoros del bosque atlántico. Un nuevo cruce sobre la autovía para recuperar fuerza en el bar Ultreya de Olloniego y seguir con otra breve parada para ver el puente de piedra de tres arcos ya sin río y la Torre de Muñiz que fue aduana en su momento. El paisaje se enriquece con el Valle del río Nalón con su caudal mermado pero aún voluminoso que volveremos a pasar por el puente de la Carretera de Castilla, magnífica construcción del siglo XVIII. A partir de ahí la subida más áspera de la jornada bajo altos eucaliptos y un tramos de antigua calzada romana que llega a Picullanza. Aún nos quedaría superar la última subida de La Manjoya, compensada después por la vista de Oviedo desde la cara sur. En la ladera de enfrente, la verticalidad de Santa María del Naranco y la estampa etérea de San Miguel de Lillo confirmaban la realidad del fin del Camino.
En una horas, aseados y contentos,
celebraríamos los cuatro miembros del equipo la enriquecedora experiencia con
una opípara comida en la terraza del restaurante Vistalegre en la falda
de los monumentos prerrománicos. Que la importancia del viaje no está en su
meta sino en el trayecto mismo es un axioma conocido bien cantado por Kavafis. Sensaciones de nostalgia cuando ni
siquiera habíamos cerrado el tiempo caminante. Aún nos quedaría parte de la
tarde para cumplir con la visita a la catedral, recoger la salvadorana,
recorrer sus naves, su museo y su claustro. Incluso hubo un par de tipos que
por azar salieron bajo una galería de nardos formada por los asistentes a una
boda en la Capilla Real a la que no pudimos acceder por el evento nupcial. Un
corto paseo por la capital del Principado, nuestra Ítaca coyuntural, sería la
palanca para el descanso en el último alojamiento, una habitación ruidosa
frente a la estación del tren de la que nos despedimos a las cinco de la madrugada para coger el primer autobús del día hasta
León. Punto de partida y de vuelta. Alfa y omega de la experiencia andariega
por las sierras asturleonesas de la cordillera Cantábrica.
Lástima
que la oscuridad de la hora temprana me impida ver el paisaje pateado el día
anterior desde Mieres desde la segunda planta del bus que nos lleva. Pero van
conmigo todos los parajes conocidos, intento recomponer la última jornada antes
de recrearla en la memoria. Los pasos por el roquedal, el dorado de los
castaños de la parroquia de Casares, el serpeante trazado del Nalón, desde la
subida a Picullanza, su hilo de plata bajo el puente de la Carretera de
Castilla, los praos y las cuidadas viviendas de los alrededores de
Oviedo. Hago un balance rápido de las andanzas compartidas durante las cinco
jornadas, de lo aprendido de mí mismo y de lo que me queda por aprender. El
camino en sí, metáfora redundante de la vida. Exprimo la experiencia de la
superación y la conciencia de los propios límites. Vuelvo al sutil hilo que
separa la alegría de la tristeza, a la inocente hostilidad de una zarza, al
dulce asilo del mismo bosque que cruzas, a los amplios horizontes, a las
montañas azules de una mañana, al reguero fresco que pasas con cuidado, a la
vereda peligrosa y al piso de hierba húmeda. Percepción del monte como terra
ignota para los sentidos que siempre encuentran estímulos nuevos en la
naturaleza cuando te acercas con la curiosidad despierta y avivado el sentir.
Jero Acal
20 de octubre de 2023
Adenda
Al día siguiente de enviarme la crónica de
sus Jornadas Salvadoranas, recibí un correo de Jero con este mensaje que subo al
blog porque creo que su petición va dirigida a cualquier visita que haya
tenido a bien leerla.
Querido amigo:
Te
agradezco la imagen moral que ofreces de mí en tu blog. No creo que sea tan
optimista como me caracterizas pero sí me afirmo en el privilegio que siento
por nuestra amistad. Ahora te pido en nombre de nuestra amistad que ésta no nuble
tu criterio crítico y seas objetivo en la valoración del texto si has tenido la
santa paciencia de llegar hasta su final. Me encantaría conocer tu opinión
sobre estas Jornadas Salvadoranas que amablemente me editas como “Orto y Ocaso en los Picos de Europa”. No sé si será la última de las crónicas que escriba,
que no el último de los viajes que pueda hacer. Quiero registrar las que he ido
haciendo en los últimos treinta y cinco años para intentar su publicación como
libro. Puede que el proyecto sea una quimera y que no interese a ninguna
editorial, porque sea un tostonazo, porque no tengan más valor que el de un
testimonio personal de un Nadie, porque se publica demasiado, se escribe
demasiado y se lee muy poco. Tú y yo sabemos que cantidad y calidad son polos
de difícil equilibrio.
Confío
en recibir tu opinión porque necesito el juicio de personas como tú, que
cuentan con un criterio de lector empedernido y más que suficiente bagaje
librario para emitirla desde la objetividad imprescindible y sin duda honrada.
Un
abrazo
Mi querido amigo, qué gran texto de lo vivido en esos inolvidables días. Juegas bien entre el personaje ficcionado y el real, pero entre ambos existe una gran similitud que vamos descubriendo con el paso de las jornadas y textos. No será el último viaje, me temo que tampoco será el último texto que escriba, mejor dicho recite, porque sabe combinar poesía, belleza, prosa, historia con un gran alarde, que en su posterior recopilación de textos, a la que le animo, desde mi modestía opinión, se verá recompensado el valor literario de su obra y sobre todo del mensaje de sus vivencias personales. Los personajes ficcionados y reales nos dejan un saber agridulce en el lector. Alegría de lo vivido, tristeza del ocaso y añoranza de unos días que trataremos de repetir en nuevas andanzas. Un abrazo amigo
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